¡Mierda al que no sepa plantar una patata!


Eso fue todo un aviso, pero ni caso. No atiné a presentir el desastre, cuando justo se hallaba ante mí. Ocurrió en el altillo de un bar, en la calle Mallorca. Los poemas de Manolo leídos sobre el papel quizás no fueran nada excepcional, pero recitados a viva voz cobraban una potencia inusitada. Eran, contaba yo, la viva representación de la rabia proletaria, el todopoderoso músculo de la indignación obrera. Entusiasmado por la idea, me animé a organizar un encuentro poético para que mis amigos y colegas participaran de mi hallazgo. No faltó nadie. Allí nos reunimos la Flor y Nata de la Facultad de Filosofía y Letras. La mayoría de los presentes, debo confesarlo, con más pinta de progres que de obreros del metal.
Manolo no pareció valorar favorablemente tal compañía. Más bien lo contrario. Quizás por ello, decidió – y consiguió -, desde los inicios de su feroz discurso, crear una atmósfera de inquietud entre tan selecto público. Sus poemas golpearon como un martillo sobre el yunque. Y no tardamos mucho en sentirnos todos como el castigado tajo de ese yunque. Pero eso no era nada comparado con lo que se nos venía encima.
Manolo remató su recital con este poema, cuyo último verso se me hará difícil olvidar:
Un PEON con cien quilos encima
va doblando,
doblándose
que - brán - do - se
A la salida de MISA
la gente mira
mira - le - mira
¡POBRE HOMBRE!!!!
Mierda
Mierda para ellos
los que cuecen los discursos
los que prometen
los que engañan
los que se cuelgan lauros del pecho
MIERDA
para los confidentes
MIERDA AL QUE NO SEPA PLANTAR UNA PATATA
Se hizo un silencio un tanto incómodo. Fue Wenceslao (que escribía poemas al modo de Garcilaso) quien, rompiendo el hielo, lanzó la pregunta del millón: ¿Lo de la patata podemos interpretarlo como una metáfora alusiva a la autenticidad del ser humano? ¿A su origen primigenio?
Jordi, el más cáustico del grupo, con su sonrisa más pérfida, hurgó en la llaga sugiriendo si para el caso valían esas cuatro patatas que había plantado, por gusto, en el terrenito de sus padres, el verano pasado.
Pero Manolo atajó cualquier posible disquisición al respecto. De un martillazo deshizo cualquier malentendido. Respondiendo a Wenceslao y, de paso, al resto de mentecatos que estábamos allí, y como plantando cada palabra, enunció, sílaba a sílaba, golpe a golpe, con su voz de trueno:
- Quiero decir, E-XAC-TA-MEN-TE: ¡Mierda al que no sepa plantar una patata!
Me lo tenía bien merecido.