25.6.06

Primo Levi: El número 174517



Cuando era joven únicamente utilizaba la palabra nunca para banalidades. “Esa chica nunca será para mí”, “Nunca aprobaré el bachillerato” y cosas por el estilo. Más tarde, y según la costumbre de la época, no se me ocurrió nada más brillante que iniciarme en la esencia del ser humano mediante las lecturas de los grandes filósofos. Tonterías. También pensaba que haciéndome mayor entendería mejor algunas cosas. No parecía un mal punto de partida. Aunque quizás debería haber hecho caso a mi instinto y no a esos podridos novísimos que afirmaban que leer a Proust sólo servía para poder presumir de que uno había leído a Proust.
Así, sin más, es decir más por casualidad que por otra cosa, llegué hasta el libro de Primo Levi, Si esto es un hombre y leí, entre otras, estas palabras
Hasta que un día no tenga sentido decir mañana.
Aquí es así. ¿Sabéis cómo se dice “nunca”
en la jerga del campo? Morgen früb,
mañana por la mañana

El 1 de febrero de 1945, en Auswitzh, los nazis tenían previsto iniciar la fabricación de plástico. El ejército ruso estaba a ochenta kilómetros y ellos seguían haciendo planes de futuro y apresurándose a liquidar la faena. Este hecho, la combinación de la crueldad con la frialdad y simplicidad del cálculo burocrático nunca ha dejado de asombrarme.
El número 174517 de Auschwitz, Primo Levi debía pensar algo muy parecido. Después de un año interminable en un campo de exterminio uno puede llegar a cualquier conclusión. Eichmann manifestó, en el juicio al que le condujo su sonado secuestro (lo cuenta Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén), que no eran campos de “exterminio”, que simplemente era un aparcamiento. El número 174517 jamás se recuperó de tal desatino.
El primer libro de Levi trata de su “estancia” en Auschwitz. El segundo, del regreso, deteniéndose en la desestructuración personal y familiar de los sobrevivientes. El tercer libro, escrito bastantes años más tarde, es la reflexión y suma de los dos anteriores. Trata de su experiencia como superviviente, de la información recabada y de los testimonios recogidos durante todos esos años. Levi siempre procuró ejercer más de testigo de cargo que de juez.
Dicen algunos (y no les falta razón) que lo que hace soportable la vida es precisamente la idea de que podemos elegir cuándo salir de ella. En los campos estaba reglamentado morir. Sin embargo, el suicidio estaba prohibido. Además, una vez a la semana había selección para el crematorio. ¿Por qué molestarse, pues? ¿Para qué preocuparse, si ellos hacían todo el trabajo por ti?
¿Y por qué motivo algunos (o bastantes) lo hicieron tiempo después, suicidarse, estando ya libres? ¿Libres? ¿Se puede ser libre bajo el peso de la vergüenza? De la vergüenza de ser un privilegiado. Si, los privilegiados, los colaboradores: aquellos que por cualquier habilidad, profesión o destreza resultaban útiles a los verdugos. Es decir, los “rentables”, los sobornados, los que podían almacenar su cuarto de pan para comerciar, los listos, los pícaros... ¿De qué sirve abrir puertas una y otra vez que ya no estás capacitado para atravesar, que ni siquiera deseas cruzar? ¿Qué haces cruzando la puerta de la libertad bajo el peso de la vergüenza de haber sobrevivido a la aniquilación? ¿Cómo te las arreglas para empezar otra vez, para aprender a coger el tenedor, a catar un buen vino, a leer un libro, a decir “buenos días” cada mañana al salir de casa y encontrarte con un vecino en el ascensor, a afeitarte como tal cosa, con ese cáncer de piel que muchos llaman memoria, con tanto humo saliendo de las chimeneas, con tanta ceniza cubriendo tu sofá y tu mecedora, con tanto montón de dentaduras, dientes de oro y tanto cúmulo de gafas llenando los pasillos de tu casa, los andenes del metro, obstaculizando no sólo las palabras sino también, y sobre todo, los sentimientos? ¿Cómo te las arreglas para construir una conversación que no apeste a cadáver? ¿Cómo olvidar a cada uno de los que murieron en tu lugar, a cada hundido que murió para que tú pudieras convertirte en un salvado?
Yo también siento ese pudor, pero, claro, soy inocente, no estuve allí, ni supliqué, ni conviví con la humillación, ni con la miserable alegría de que fuera otro el elegido y no yo. Eso no es ni más ni menos que una herida absoluta, irreversible, incurable, me digo, mientras una mujer rumana entona su hueca y vana letanía de experta pordiosera (aunque luego, al salir del vagón la sigo y persigo su mirada y compruebo como relaja su expresión, a dios gracias), mientras una voz, que yo diría que tampoco existe, dice como dirigiéndose a nadie: próxima estación, Diagonal.
Si esto es un hombre, Muchnik editores, 1987. Traduc. de Pilar Gómez Bedate (reediciones en 1998 y 2002)
La tregua, Muchnik editores, 1988. Traduc. de Pilar Gómez Bedate (reediciones en 2001 y 2002)
Los hundidos y los salvados, Muchnik editores, 1989. Traduc. de Pilar Gómez Bedate (reediciones en 2000 y 2002)

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24.6.06

El león de la Metro


La biblioteca de mi padre se reducía a treinta o cuarenta libros, todos ellos encuadernados con tapa dura, generalmente azul o roja y con el título y el nombre del autor impreso en el lomo. Absolutamente todos los libros eran de Ramón Sopena Editor, Biblioteca de Grandes Novelas, con el texto a doble columna. Y he de decir que, aunque la encuadernación me privara en su momento de poder encandilarme ante esas portadas que ahora nos parecerían kitch, más propias de tebeos, y que entonces lo eran de las novelas por entregas, la verdad es que en aquellos tiempos de paz exigua y roñosa y de fotos en blanco y negro, encuadernar los libros daba un toque de pulcritud, de orden y concierto.
Como la botella de coñac Fundador sobre la mesa. Efectivamente, eran tiempos en que lo mejor que podías hacer era encuadernar los libros, tiempos del “Diario Hablado de Radio Nacional de España” y de los malvados sortilegios de Diastéfano, Puskas y Gento. Tiempos en los que recorría, junto a mi madre, kilómetros para comprar gasolina o carbón ahorrándonos, así, la peseta del tranvía y en los que mi padre trabajaba mañana y tarde, los días laborables pero también los domingos y fiestas de guardar. Para sobrevivir, pero también para burlar a la miseria, aunque fuera por una sola vez y sin que sentara precedente, y poder de esta forma comprarse su ansiada motocicleta Ossa de 125 centímetros cúbicos.
Y por eso, porque el color de verdad, el del bienestar, sólo se encontraba en las películas de la Metro Goldwyn Mayer (¡AAAUUURRGGG!), cuando llegábamos a casa, mi madre y yo (que siempre recuerda (y repite) que cuando aparecía en la pantalla el León de la Metro eso quería decir que la película era de las buenas), nos sorprendíamos de hallar el mobiliario de formica de siempre y, mirando al techo, esa horrible lámpara de lagrimillas tirando a rococó, tan difícil a la hora de sacar el polvo. Y un poco más arriba, el cielo con sus desconchadas huellas. Y, en un hueco del comedor, la nevera de hielo que nunca cerraba bien. Todas esas cosas y muchas más amenazaban nuestro hogar, asediados como estábamos por las goteras y los seriales radiofónicos de Sautier Casaseca, con Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa en los papeles principales. Cuando todo eso pasaba, y las noticias del exterior procedían de la radio y poco más, encuadernar los libros con tapa dura otorgaba, como digo, una cierta prestancia, un signo inequívoco de lesa supervivencia. Digo yo que era eso, tanto esfuerzo por mantenerse a flote, primero la moto y luego el seiscientos, y la máquina de coser, y el champán de marca y el turrón de Jijona en Navidad.
Los libros lucían, de esta forma, cuidadosamente ordenados en la vitrina situada en la parte superior de mi mueble-cama. Ante mis expectantes ojos, sus gruesas y ásperas páginas amarilleaban claridades inhóspitas. Las extensas mesetas de la Patagonia, por ejemplo, ese territorio con nombre de leyenda y sinónimo de aventura que se fundía imperceptiblemente con la Pampa argentina, y sus ríos de fantasmales nombres que ríete tú de nuestros Duero, Tajo, y Guadalquivir. En lugar de eso, palabras como Negro, Deseado y Colorado danzaban ante mis ojos como arlequines dándome la bienvenida a un mundo al revés, es decir, a un mundo de verdad, sin goteras y donde las puertas no cerraban ni bien ni mal ya que, sencillamente, no se entraba por ellas sino a través de la imaginación.
No fue nada fácil tomar la decisión de adentrarme en aquella sucesión de títulos. La verdad es que nadie me incitó a ello; mi padre los compró en su juventud y pronto olvidó leerlos. Además, él siempre estaba sacándole brillo a su flamante Ossa negra o planeando algún viaje en bicicleta por el Pirineo.
Y debo decirlo porque de no hacerlo faltaría a la verdad: aquellos libros no llevaban muchos años en la vitrina pero en realidad parecían haber estado siempre allí, como las pirámides en Egipto o la Torre Eiffel en París. Desde siempre. Y yo los veía como eso, como una reliquia del pasado pero también como el testimonio vivo de un presente pluscuamperfecto, un presente que daba al traste con las artimañas de la Historia Sagrada, esa con la que pretendían engañarme haciéndola pasar como la verdadera historia y que nos hacían aprender con el eufemístico nombre de Religión. Un presente que también iba mas allá, esa es la verdad, de mi rutinario deseo de que un terremoto, un movimiento sísmico, un maelstrom, un tornado o el mismísimo diluvio universal destruyera el colegio y me salvara de la ignominia de cada día. Soñaba yo en eso: por lo menos un año de felicidad antes de que construyan una nueva escuela.

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23.6.06

Johnny Guitar


Johnny: ¿A cuántos hombres has olvidado?
Vienna: A tantos como mujeres tú recuerdas.
Johnny: ¡No te vayas!
Vienna: No me he movido.
Johnny: Dime algo agradable.
Vienna: Claro. ¿Qué quieres que te diga?
Johnny: Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.
Vienna: Te he esperado todos estos años.
Johnny: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto.
Vienna: Habría muerto si tú no hubieses vuelto.
Johnny: Dime que aún me quieres como yo te quiero.
Vienna: Aún te quiero como tú me quieres.
Johnny: Gracias (bebe). Muchas gracias.
Nicholas Ray: Johnny Guitar (1954). USA. Guión: Philip Yordan (Novela de Roy Chanslor). Música: Victor Young. Joan Crawford, Sterling Hayden, Scott Brady, Mercedes McCambridge, Ward Bond, Ernest Borgnine, John Carradine, Royal Dano, Ben Cooper.

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Enrique Vila-Matas: El viajero más lento


Con París no se acaba nunca y, en general, leyendo cualquiera de las exploraciones de Enrique Vila-Matas siempre llego a la misma conclusión: la de que el autor se lo pasa de muerte con su famosa literatura portátil. Que le encanta esa actividad de detective que le permite encontrar al asesino en los barrios bajos de las otras literaturas. También concluyo que el mejor Vila-Matas no es el novelista, sino el fisgón. Un fisgón con rango de deshollinador compulsivo que se ve impelido a moverse en las orillas de esos ríos que los mecanógrafos de la literatura suelen llamar novelas.
Porque es allí precisamente, en las fronteras del texto, donde se encuentra de todo, desde escritores suicidas hasta escritores que no escriben. Pero, sobre todo, y por encima de todo, relatos insobornables, textos que permiten (y que administran) la reflexión, la digresión, el descanso, la dificultad y la obligada relectura. Cualquier esfuerzo vale la pena siempre que se pueda evitar el triste espectáculo del amigo que, con una sonrisa de oreja a oreja, exclama entusiasmado: ¡Me lo he leído de un tirón!
Contrario a la perfección como fundamento, Vila-Matas está siempre dispuesto a acabar con los números redondos. Quizás sea por ello que a pesar de que la jerarquía literaria se empeñe en premiarle sus novelas él prefiera (quiero creerlo así) seguir deleitándonos con su proverbial diletantismo de coleccionista friki. De ahí su fervor por lo raro que tan bien queda reflejado en sus ensayos, breviarios, cuadernos, abreviaturas, diarios, notas o como queramos llamar a ese discurrir del viajero más lento.
Puede que uno de los motivos sea que así se siente más el otro que él mismo. Sea como fuere, confieso que es ésa precisamente la única forma con la que disfruto leyendo (y viajando). Lentamente. Como si nunca hubiera otro libro esperándome, otro museo que visitar, otra autopista que recorrer. Johnny Guitar era un poco así.

FRAGMENTO DE París no se acaba nunca, DE ENRIQUE VILA-MATAS:“Johnny Guitar, de Nicholas Ray, es la película que más veces he visto en mi vida. En cuanto la pasaban en París en alguna sesión golfa, allí estaba yo en la cola nocturna, dispuesto a ver aquella película por enésima vez. Me fascinaban sus diálogos sobre el amor y me encantaba la seguridad que emanaba de la fuerte personalidad del héroe. Pensaba que de haberle conocido en mi infancia, ésta habría sido muy distinta de lo que había sido. Me imaginaba a mí mismo durmiendo en mi cuarto de niño, alejado de cualquier terror nocturno, sabiendo que Johnny Guitar guardaba la casa. Me sabía de memoria todo lo que el héroe decía en la película, sobre todo los diálogos de amor, como aquel en el que Johnny (Sterling Hayden) le pregunta a Viena (Joan Crawford) a cuántos hombres ha amado y Viena le pregunta a Johnny a cuántas mujeres ha olvidado.”Enrique Vila-Matas: Historia abreviada de la literatura portátil (1985)
Enrique Vila-Matas: El viajero más lento (1992)
Enrique Vila-Matas: Para acabar con los números redondos (1997)
Enrique Vila-Matas: París no se acaba nunca (2003)

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11.6.06

António Lobo Antunes: Cansado de tejer el otoño


"Lo que más me gustaba en Beira Alta era la sordera de mi abuelo. Usaba una especie de auriculares de los que salía un cable trenzado que terminaba en la pila.
enorme
en el bolsillo de arriba, y se me antojaba, por la expresión atenta, que estaba siempre comunicándose con los ángeles o esas voces sin cuerpo que creía distinguir en los pinos y él sin duda oía. A nosotros, a los terrestres, no nos oía nunca: mi abuela le gritaba haciéndole señas que estábamos allí, mi abuelo miraba hacia abajo, sonreía, un gesto en nuestra dirección del que se olvidaba enseguida, llamado por los pinos o por alguna urgencia celestial. De persona tenía poco: no me acuerdo de haberlo visto reírse, de haberlo visto comer: o se quedaba callado en el balcón que daba a la sierra o si no leía el periódico, que llegaba en el tren del mediodía y había que ir a buscar a la estación. Con su chaqueta de hilo blanco, apoyado en un pilar, pasaba las páginas con un ruido de palomas sin que su expresión cambiase una sola vez. Tal vez ni siquiera leía: se demoraba en las noticias del tiempo necesario para que pensásemos que leía, se olvidaba de las hojas en una silla de lona y bajaba a la viña sin pisar los bancales, con la levedad distraída de los serafines. Su presencia era una silenciosa ausencia que olía a brillantina: al atardecer, después del baño."
No recuerdo que mi abuelo hiciese otra cosa que levitar. De vez en cuando introducía un cigarrillo en la boquilla y fabricaba nubes con la boca. Tal vez la construcción de nubes constituyese su trabajo esencial: las criadas lo llamaban señor ingeniero. Para mí los ingenieros hacían puentes y edificios. Mi abuelo, más dado a las cosas sin peso y a la falta de sustancia de la materia, prefería aquello que, siendo gaseoso, obedecía a los caprichos del viento.
Sus carabelas de humo, perfectas, rigurosas, navegaban durante todo septiembre hacia el oeste, transportando los azulones y el verano consigo. Cansado de tejer el otoño, mi abuelo se dormía en el sillón de la sala."
António Lobo Antunes: Segundo libro de crónicas, 2004 (Seguro que no fue así pero hazte a la idea)

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6.6.06

La farmacéutica


Su farmacéutica era de ese tipo de mujeres que se nota a la legua que no acaban de estar a gusto con su cuerpo. Por no decir con su marido, una especie de poste de teléfonos con pinta de empleado de la Compañía de Aguas que, de vez en cuando, emergía de la trastienda acompañado de un rictus fúnebre y un montón de envases de medicamentos en las manos. Julia, que así se llamaba la farmacéutica, valenciana para más señas, le dijo en una ocasión a Daniel que los gatos tienen una corteza cerebral reducida y que lo que atribuimos novelescamente al señorío no es más que pura limitación. Junto al primer escalón de la entrada al establecimiento, un pastor alemán, aparentemente más manso que el propio Presidente, se dejaba acariciar sin necesidad de mayores rodeos. Y es que Daniel tiene mucha mano con los animales. Cuando se acuesta, lo hace con Sultán, su distinguido y señorial gato común. Se dan las buenas noches, cada uno al otro extremo de la misma cama, y no deja de pensar la misma frase: vaya par de tontos.
- Dicen que el animal cada vez se parece más a su amo – le dijo Julia, dibujando una sonrisa que Daniel hubiera jurado que podría competir, en cuanto se lo propusiera, con la de la mismísima Rita Haywort. Una sonrisa que dibujaba esquinas como las de Matisse, mientras ordenaba al perro que se retirara tras el mostrador.
- Otra mentira más - les respondió Daniel. Yo, cada vez me parezco más a mi gato.
Y ella rió. Una risa enérgica y sonora pero hermosamente modulada.
Nada más lejos de la realidad. Eso de que la farmacéutica es arisca y te lanza un moco por menos de un euro. Daniel lo comprobó desde el día que entró por primera vez en el local. Ella estaba ordenando unos folletos en el expositor del fondo y giró su rostro como Rita Hayworth en esa escena de Gilda, cuando Ballin Mundson (George McReady) y Johnny Farrel (Glen Ford) entran en el dormitorio de Rita y aquél se la presenta como su reciente esposa. Sí, seguro que hubo su buena dosis de fantasía en la percepción de Daniel, pero también es cierto que hay algo de química –cómo se dice ahora, y nunca mejor dicho, en una farmacia– entre él y la farmacéutica. Julia es alta y pelirroja y sus ademanes aparentemente ásperos y ese pronto tajante que la caracteriza sólo espantan a las moscas y a las señoras con el carrito de la compra - o del niño - que no paran de dar la tabarra. Para decirlo claramente: Julia tiene un atractivo fácil de explicar, una belleza salvaje e insultante, apenas oculta por esa apariencia insensible de donde Daniel advirtió enseguida que su “irregularidad”, es decir, lo descarado y espontáneo, su franqueza en definitiva, solo hacen que resaltar la parte esencial y característica de su esplendor.
Por eso, después de dos piropos absolutamente sinceros (y merecidos), un cambio de peinado que la favorecía cantidad y esa sombra de pecas que se reflejaban en el crepúsculo de su sonrisa y que la asemejaba cada vez más a Rita Hayworth, desde ese momento, se creó una complicidad, tan delgada como el cambio de luz al pasar del exterior al interior del establecimiento, una connivencia tan sutil cimentada en cuestiones aparentemente tan banales como la recomendación de un analgésico, un antibiótico o un jarabe para el dolor de garganta. Y queda para la especulación el hecho de que los dos, la farmacéutica y el cliente, comprendieran que su atracción no sólo era oral sino que también tenía que ver con el espacio, como si sus sentidos se movieran con sorprendente agilidad y tan a gusto – como pasa con los gatos – sobre la base de un territorio seguro y estable, el del establecimiento, un territorio tan real como imaginario, tan a tenor de los sentimientos de cada uno. Y a pesar de todo, Pilar, la de la tienda de ultramarinos seguía insistiendo - ¿celosa quizás?- de que a buena parte de la clientela la farmacéutica no acababa de "hacerle el peso".
Por eso, inevitablemente, como una determinación que a la vez les era ajena y les empujaba cada vez más, su relación se movía en ese terreno amable pero lento de las frases convencionales y del intercambio comercial. De las miradas y las risas en aparentemente inocuas. Y fue así como, poco a poco, los consejos farmacológicos, la toma de la presión y la compra exagerada de caramelos sin azúcar cedió el paso a alguna que otra mirada cómplice. Los comentarios jocosos sobre hábitos y variedad de clientes. Los truquis sobre las infinitas combinaciones entre medicamentos. Las confesiones sobre las filias y las fobias. Su risa.
Así, el reducido territorio de la farmacia se había convertido en un espacio acotado y con unos límites infranqueables. Igual que en cualquier juego, en el que las reglas contemplan todas las variantes menos una, la que marca la frontera cuya trasgresión hace que ya nada tenga sentido, se desarrollaban y alimentaban pequeñas historias que quizá no hubieran entusiasmado al mismísimo Tim Burton pero que a Daniel le reconfortaban plenamente. Era una relación, acabó decidiendo, parecida a la que mantenía con su gato, limitados ambos por un territorio fijo (como con Julia), por una órbita lenta y pequeña. Como diría Cortazar, “un gato no viaja, su órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos; su dibujo es pausado como el de Matisse".
Charles Vidor: Gilda (Estados Unidos, 1946) Guión: Hugo Friedhofer. Fotografía: Rudolph. Rita Hayworth (Gilda), Glenn Ford (Johnny Farrell), George MacReady (Ballin Mundson), Joseph Calleia (Obregon), Steven Geray (Tío Pio), Joe Sawyer (Casey), Gerald Mohr (Capt. Delgado), Ludwig Donath (German), Don Douglas (Thomas Langford), Robert Scott, Lionel Royce, S.Z. Martel, George Lewis, Rosa Rey, Ruth Roman, Ted Hecht.

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2.6.06

Eres muy guapo


Por una vez nos lo creeremos. Eso, si conseguimos salvar algún que otro escollo, básicamente el de la verosimilitud. Tal como lo hicimos, por otra parte (y sin mayores problemas) con Sabrina, por poner sólo un ejemplo.
Si acordamos salvar este escollo y, si, además, elegimos la versión original y una tarde adecuada, quiero decir, un día de esos que uno va de buen rollo y sin ganas de pegarse con nadie, no nos encontraremos con la maravilla del séptimo arte pero sí con una película deliciosa.
Con una carga emotiva in crescendo y bien dosificada (empezamos la peli riendo y la acabamos soltando alguna que otra lagrimilla), Isabelle Mergault consigue en Je vous Trouve Très Beau, una encantadora fábula en la que, con ingredientes más o menos recurrentes (inmigración, bodas de conveniencia, contraste y rudeza de la vida rural...) y con un reparto de secundarios al cuál más sugerente y mejor dibujado, sale un plato más que resultón. Como esos menús “caros” que no te arruinan ni el estómago ni el bolsillo y, por el contrario, te dejan la mar de contento.
Una historia ésta, la que nos cuenta la Mergault, en la que la ingenuidad y simpleza iniciales acaban complicándose y doblándose lo suficiente como para que su bajorrelieve nos deje un buen sabor de boca; para que pase eso a lo que toda narración debe aspirar: que sus protagonistas acaben siendo diferentes a lo que eran en un principio. Dicho de otra manera: que algo haya cambiado. Y si es para mejor, tururú que te vi.
Isabelle Mergault: Je Vous Trouve Très Beau (2006). Guión: Isabelle Mergault. Música: Bob Lenox y Alain Wisniak. Fotografía: Laurent Felutot. Michel Blanc (Aymé), Medea Marinescu (Elena), Wladimir Yordanoff (Roland), Benoît Turjman (Antoine), Eva Darlan (Sra. Marais), Elisabeth Commelin (Françoise).

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