31.8.07

Demasiada policía para tan poco delincuente

Mientras en nuestros tocadiscos sonaba “Dark Side of the Monn”, nuestras mentes permanecían cuajadas de estrellas y ahí fuera el tiempo pasaba por nuestro lado, como deteniéndose. Invitándonos a la gran algarada. Esa algarada tenía algo de mentira, aunque llamar mentira a una ilusión resulte un ejercicio quizá excesivamente cruel. De veteranos de guerra que se relamen sus heridas o, peor que eso, que exhiben sus condecoraciones. Conozco a bastantes de estos. Sencillamente, no me interesan. Llevan las tres estrellas de Capitán en su sonrisa de suficiencia. Los hay que han esperado treinta años para descubrir que el llamado rock sinfónico era una práctica superficial para - y - de hijos de papá. Es decir, de pijos. Reconocen algunas canciones, algunas fotografías y hasta opinan, pero sencillamente tenían el corazón en otra parte. Eran gente que, sencillamente pasaba por ahí. Escribir la historia es deformarla, y porque los que la escriben casi siempre son los mismos, degradan parte de nuestra historia personal, y, consecuentemente, de nuestros recuerdos. Ahora lo sé. Esa fue la diferencia. El cambio, si es que se produjo alguno, es, sin embargo nuestro, no suyo.
Lo cierto es que, como decía, el tiempo estaba ahí, esperándonos, aunque nunca nos dignamos ni a mirarlo. Y eso fue magnífico. Se detenía en el espejo, por ejemplo, reclamando la acción. En el tris tras del dentífrico, ante el que pasaban esas caras barbudas de pupilas encendidas y largas melenas que prometían hazañas sin límite. Cuando entrábamos en la calle, en esa búsqueda que más parecía espera, hacía tanto frío que llevábamos la bufanda enrollada justo debajo de la nariz. Y era entonces cuando el futuro nos tentaba, burlón, entre el café y el croissant, más y mejor informado que nosotros, sin lugar a dudas.
Y, claro, con Pink Floyd, Dark Side of the Monn, esa canción que había que evocar desde la terraza de Zurich y nunca desde el bar donde tomábamos el café o el cortado antes de entrar en la oficina. Es decir, jugábamos a canallas de la poesía, y por eso mismo preferíamos el surrealismo a Camilo José Cela, y a pasearnos por el borde del abismo, o sea “Close to the Edge”, esa otra canción de Yes que cerraba el círculo de nuestros sueños.
¿Y quién
vamos a ver...
¿Quién diablos podía negarnos ese derecho? ¿Ese pelotón de mandaos? ¿El Estado? ¿El municipio? ¿Acaso la familia? ¿Los bedeles y acomodadores de los cines? Vaya mala uva que se gastaban éstos últimos, por cierto. Y, puestos a decirlo todo, vaya palabra, no me digan, acomodador. Demasiada policía para tan poco delincuente. Y, sin embargo, éramos más resistentes que el titanio. Ni las películas de arte ensayo podían quebrantar nuestra moral. Ni siquiera las húngaras y polacas, que ya es mucho decir. Para eso estábamos, para apurar hasta el fondo el placer de la clandestinidad y de lo que denominábamos inocentemente contracultura. Algunos valientes se apuntaron, consciente o inconscientemente, al Club del Suicidio y dejaron su huella en la esquina más subversiva de nuestros pobres corazones, aunque el sistema los ha barrido sin conmiseración alguna.
Y quizás por eso mismo, por ese borrón y cuenta nueva de tanto mandao y chaquetero, quizás por ello, no ha habido momento en que no me haya planteado si todo lo que sucedió durante aquellos tres años no habrá sido fruto de mi imaginación.



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29.8.07

Nous nous sommes embrassés á Cibeles


Nous nous sommes embrassés á Cibeles le 30 mars. Tu es descendu à l’arrêt de Quevedo. Où es-tu? 12373872
Nos encontramos en la pista de baile del Lux, en Lisboa, en Semana Santa. Te ofreciste a ser mi esclavo... Acepto encantada. Tú, Jon, de Bilbao; yo, Chu. 12382380
Madrid, lunes, 19.00. Grupo Salvaje. Entraste a los locos, te miré y me quedé loca para siempre. 12321282
Murcia. Sé que lees esta sección todas las semanas. Dame otra oportunidad, no paro de pensar en ti. Acuérdate del eclipse. 12291005
7 de mayo, 8,30, línea 10. Tú, con un libro de Freud y una cinta morada en el pelo. El tren se paró y mi corazón se paró con él. ¿Paramos el mundo? 12769425
Pese a todo, te espero; en el mono busco tu sonrisa, la esperanza de que quedan muchas noches entre tu olor y tu piel. Me has vencido. Me rindo. Madrid. 12732525
Tú de socorrista en el César Augustus de Cambrils, con barba, el 6 de mayo. Me encantó como tocabas de forma imaginaria la batería. 12710255
Huesca. Por la calle de Canellas te veo a diario. Yo tirillas; tú con tus tres eses: suave, suavita, suavona. Te amo. 12688774
Tú, alegre y melancólica, fuerte y vulnerable, extrovertida y tímida; yo, perdiéndome en tus ojos y sin poder hablar; y la luna, testigo anónimo. Logroño. 12685844
Abandoné la posibilidad de que me sirvieras gin-tonics por olvidarte; es absurdo que te siga viendo por todas partes. 12685816
Es duro irse de Cuenca o verte dejar Vigo, pero siempre hay una salida en tu mirada. Ojalá el cumpleaños te acerque al mar. 13050768
EL PAÍS, Suplementos Tentaciones de 4 de mayo,1, 8 y 29 de junio de 2007, Pág. 3
Ferran Jordà: blue
album:
Ferran / Friends
03 de Oct de 2006
http://les-plus-simples.com/displayimage.php?pos=-1942

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Pólvora quemada


De estatura media, aunque algo achaparrado, cuidadoso con límites y afectos, franco a veces, astuto, aunque quizás sería mejor decir reservado, brusco y afable (aunque más los segundo que lo primero), se miraba en el espejo del armario ropero del dormitorio mientras se anudaba su corbata de seda. Hoy era el gran día. El día del concierto, aunque muy probablemente fuera exagerado llamar concierto a aquella, más bien sobria, función en la que el Conservatorio premiaba sus esfuerzos concediéndole un galardón como guitarrista novel ante los alumnos de su promoción.
También asistirían familiares y amigos. Antes de salir de casa ya había recibido tres llamadas deseándole suerte. Cuando introducía los gemelos de color esmeralda en los ojales de los puños de su blanca camisa, comprobó que le temblaban las manos. Esas mismas manos que habían estado decenas y decenas de horas practicando obsesivamente, con la única compañía del metrónomo, sus partituras y su guitarra.
Había crecido en una casa sin tocadiscos ni instrumento musical alguno. Sólo la radio, reina y señora de todos los días con su presencia, con sus botones de nácar y su armazón de madera barnizada al gusto de la época. Pero también había crecido con el silencio de su casa. Un silencio que se sumaba al suyo propio interior. Por otra parte, ¿qué otras cosa podía haber heredado de sus mayores que el silencio y un cierto olor a pólvora quemada? Conservaba, eso sí, alguno de los recuerdos más recurrentes de su padre, que mantuvo durante muchos años su digna vestimenta con sombrero y chaleco. Por ejemplo, aquel en el que, en plena batalla del Ebro, y a la señal del silbido de las bombas de los cazas alemanes o italianos, dio un brinco del camión de suministros que conducía y fue a dar en un apestoso mejunje de barro y lentejas podridas. Y también el recuerdo más doloroso y, por eso mismo, el preferido, de su madre: cuando, de niña, fue arrancada de aquel diminuto pueblo de Huesca para aterrizar en Barcelona. Enviada de un villorrio con una única calle empinada y repleta de agujeros que cuando llovía se convertía en un barrizal, a la gran ciudad “porque había demasiadas bocas que alimentar y casi nada con que hacerlo”. Y tras el exilio familiar, el agravio de que, una vez cumplidos los diecisiete años, fuera requerida su vuelta “para hacer de sirvienta en la ciudad”. “Como todas las chicas de por aquí” le dijo la abuela a su hermano Leoncio, que así se llamaba quien había cuidado de su hija durante todos esos años. Un “republicano muy recto” que, por méritos propios, fue elevado al muy alto rango de Inspector de tranvías.
El tío Leoncio, pues así acabaron llamándole todos, le dijo a su hermana que, para ir a servir, la chica ya estaba bien donde estaba, es decir, en su casa. Que él se encargaría de que aprendiera un oficio y se ganara la vida como cualquier hijo de vecino.
El oficio de su madre acabó siendo de sastresa, mientras que el de su padre de impresor de “artes gráficas”. Indudablemente, de haber regresado a ese pueblecito sin plaza Mayor, con una iglesia espantosa y que nunca alcanzaría los doscientos habitantes, sus padres no se hubieran conocido y nuestro protagonista no hubiera nacido, o de hacerlo lo hubiera hecho con otro nombre, otra personalidad y otro aspecto. Y, por supuesto, nunca se hubiera imaginado todo lo que se había perdido.
De algo podía estar seguro, sin embargo. Independientemente de cómo hubieran discurrido las cosas, su padre jamás hubiera probado las lentejas. Tanto le repugnaron que, en una natural proyección, fácil de comprender por otra parte, nunca hubiera querido ni oír hablar de las legumbres.
En fin, ¿en qué familia no hay miserias? se dijo a sí mismo, mientras agradecía los aplausos del auditorio ante su interpretación de ”Invocación y danza” del maestro Rodrigo. Y fue en ese preciso instante, cuando se apoderó de él la sensación de que se hallaba muy lejos de allí. De que tal vez se encontraba muy lejos de todas aquellas personas que tan bienintencionadamente le aplaudían. De que, en realidad, se hallaban separados por una distancia inimaginable. Y al pensarlo, y pese a lo especial del acontecimiento que estaba viviendo, o quizás por eso mismo, le asaltó la tristeza. Porque en los ojos de todas aquellas personas, entre las que no se hallaban sus padres, desaparecidos hacía años, había algo que le hizo sentir esa distancia irrecuperable. Quizás la certidumbre de que volver atrás era imposible o, lo que era lo mismo, recuperar aquel silencio irrepetible posterior a una guerra, y a sus terribles consecuencias, pero, sobre todo, aquel olor a pólvora quemada de sus increíbles supervivientes.

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28.8.07

La policía los disuelve



Recuerdan en Praga la muerte de Lennon y la policía les disuelve

Policías checoslovacos disolvieron en Praga una concentración de jóvenes que intentaban conmemorar el cuarto aniversario de la muerte del cantante John Lennon, asesinado en Nueva York.
Efectivos de la Milicia Popular (VB), auxiliados por perros, golpearon el sábado por la noche a los jóvenes que se resistían a abandonar el histórico puente Carlos, escenario de la manifestación.
Previamente, unas 200 personas se habían reunido ante un cartel de Lennon, iluminado con velas, para cantar algunos temas pacifistas del que fue fundador del grupo musical The Beatles.
La intervención de la policía produjo heridas leves a por lo menos a dos manifestantes, uno de los cuales fue detenido por los órganos de seguridad.
Lennon fue asesinado el 8 de diciembre de 1980 por Mark David Chapman, un joven admirador suyo, cuando se disponía a entrar en su residencia de Nueva York en compañía de su esposa Yoko Ono.
9 de diciembre de 1984
Agencias. Liberación

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27.8.07

Caerán en forma de lluvia


“Contemplando ese paisaje, se me ocurrió que estaba escrito que yo debía ver esta escena algún día. No se trataba de un déjà vu. No era la sensación de haberlo visto antes, sino el presentimiento de que algún día encontraría un paisaje como aquél. Ese presentimiento extendió sus largos brazos y agarró con ceñimiento la base de mi consciencia. Pude sentir cómo me asía. Y en la punta de sus dedos estaba yo. Yo, en el futuro, con muchos años a cuestas. Claro que no pude ver cómo sería yo entonces.
- Éste es un buen lugar –dijo.
- ¿Para hacer qué? –pregunté.
- Para hacer lo que voy a hacer
.
Shimamoto se quitó los guantes. Luego descorrió la cremallera de su bolso, extrajo una bolsa de tela gruesa de buena calidad. Dentro había un bote pequeño. Desató los lazos de bote, lo abrió. Permaneció unos instantes mirando fijamente su interior.
Dentro del bote había unas cenizas blancas. Shimamoto fue vertiendo despacio, con cuidado de que no se derramaran, las cenizas del bote en la palma de su mano. Me pregunté de qué o de quién serían. Shimamoto posó la punta del dedo índice sobre las cenizas, se lo llevó a los labios y lo lamió. Me miró e intentó sonreír. Pero no pudo. Aún mantenía el dedo sobre los labios.
A su lado, de pie, contemplé como Shimamoto, de cuclillas en la orilla del río, echaba las cenizas al agua. En un instante, el montoncito de cenizas que había reposado en la palma de su mano fue arrastrado por la corriente. De pie en la orilla, Shimamoto y yo observamos inmóviles el fluir de las aguas.
- ¿Crees que acabará lloviendo? –preguntó Shimamoto, pasado un rato.
Levanté los ojos hacia el cielo.
- Me parece que aguantará todavía un poco –dije.
- No, no me refiero a eso. Lo que quiero decir es si las cenizas del bebé llegarán al mar, se evaporarán mezcladas con el agua, se convertirán en una nube y caerán en forma de lluvia.
Volví a alzar la mirada hacia el cielo; luego la bajé a la corriente del río.
- Tal vez sí –dije."
Haruki Murakami: Al sur de la frontera, al oeste del sol. Tusquets, 2997.

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20.8.07

Un momento sénior



Sigue pensando, a pesar de todo, de todas las calamidades sufridas, que un dormitorio es mejor que un cuarto de estar y que una conversación es preferible a una persecución.
Es una cuestión de temperamento, asegura, cuando le piden cuentas. A pesar de que las cosas no le van muy bien últimamente. Amigos que desaparecen (no físicamente, se entiende, ¡todavía no hemos llegado a eso, afortunadamente!, protesta) y que hacían mucho más llevadero este viaje que – reconoce- nunca le ha gustado hacer en soledad. “La soledad es reconfortante con uno mismo pero empobrecedora si la practicas con los demás”, afirma, en una frase que encuentro de lo más afortunada. Sobre todo – prosigue - si estos amigos lo son desde los tiempos de Manolo Santana y Juan Gisbert, y de Armsrong pisando la Luna. Perder un amigo, concluye, es como si se te rompiera algún espejo, como si nuestro mundo se empequeñeciera un poco más, y cada vez tuviéramos menos lugares en los que mirarnos con cierta clemencia, o como mínimo, con una amigable complicidad. Al fin y al cabo, concluye, un clavo no se saca con otro clavo. Se saca con un amigo.
Aunque las cosas siempre pueden empeorar, apostilla. Por ejemplo, cuando esa mujer que me trae loco persiste en tratarle como amigo, y él se pregunta “¿Se puede ser amigo de la mujer que quiere profundamente a su marido?”
Le cuento la divertida anécdota que escribió el otro día Màrius Carol en La Vanguardia: “Barbra Streissand grabó hace unos meses el disco recopilatorio de 45 años de trayectoria musical en e Wembley Arena y en un momento de la actuación, mientras el público le dedica frases elogiosas, se la oye dirigiéndose a su audiencia: ‘No acabo de entender lo que me dicen, no sé si es por el acento inglés o por eso que yo llamo un momento sènior”.
Siempre le digo que cuando le invada la melancolía, o lo que es lo mismo, un momento sénior, al modo de Streissand-Carol, no tiene más que llamarme por teléfono, da igual la hora, y nos vamos a tomar una copa al Dry Martinti o donde sea que todavía esté abierto en esta Barcelona cursi del AVE y horarios europeos. Porque ya quedan pocos amigos seniors, si es que queda alguno, que se ofrezca a que le llames a cualquier hora. Pero él inevitablemente recibe mi oferta como una cortesía, así que la mayoría de las veces acaba saliendo de casa como alma que lleva el diablo. Pasea un rato hasta que se queda parado, permaneciendo largo tiempo mirando como la lluvia de este agosto cafre cae sobre la calle. Y cuando regresa a casa, se sienta en el sofá, junto al teléfono, esperando la llamada de Barbra Streissand. Incluso aceptaría una de breve del admirado Búster Keaton. Pero nadie llama. Hasta los amigos más famosos suelen andar demasiado ocupados.
Ciertamente, un perro es mejor que un paisaje, lo mismo que un beso es preferible a un adiós.

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17.8.07

Una habitación blanca


Ya en la recta final del curso, llegó la gran noticia. No. Franco no había muerto todavía. Ni había estallado la dichosa guerra nuclear. Ni, por supuesto, la policía municipal había recibido órdenes estrictas de dejar en paz a los hippies, melenudos y demás fumetas que nos establecíamos cada tarde en las escalinatas de la Plaza del Rey, a ver pasar el tiempo. O a verlas venir, como se prefiera. No, nada de todo eso. Lo que ocurría era que John Mayall actuaba en Barcelona.
Aquella noche, primavera del setenta y dos, la gente andaba cargando pilas para el examen final. Largas noches con termos de café, litros de coca cola y algunas centraminas o cualquier otra sustancia psicoactiva. Y mucho fumeteo. Y risas. Sobre todo risas. Cualquier excusa era buena, incluso ésta, para pasar una noche en vela.
Maite era ese tipo de chica que cuando tu madre la ve en la orla de la escuela dice con un suspiro: “¡Qué chica tan guapa! ¿Cómo se llama?”. Y por una vez, mi madre tenía toda la razón del mundo: Maite era realmente hermosa, alta, con un cuerpo perfecto y una cabellera lisa y suave que le caía sobre los hombros. Me sentía bien sólo con verla y hablar con ella. Me encantaba encenderle los cigarrillos, para poder contemplar como entreabría los ojos y la llama brillaba en sus pupilas. Pensaba que era el tipo de mujer que me hubiera gustado conocer diez años más tarde. No eran momentos para noviazgos, pensaba yo, porque, simple y llanamente, aunque joven, sabía perfectamente que el futuro no espera eternamente y que me quedaban algunas cosas importantes por descubrir. No muchas, como comprobé más tarde, pero sí las suficientes como para no atarme a una relación convencional. Aún así, o por eso mismo, cuando Maite, dolida, me recriminó que ni una sola vez le había dicho que la quería, me sentí bastante miserable.
Pero antes de eso, fuimos juntos al Palau de la Música. Teníamos dos localidades para ver a John Mayall. Recuerdo perfectamente que aquella noche Maite estaba especialmente feliz. En realidad nunca he olvidado su rostro, radiante, como si nos halláramos solos los dos en una habitación blanca, sin muebles, con el sol entrando a raudales por los ventanales.
Se trata, sin duda, de uno de esos momentos que uno retiene en su memoria en detrimento de otros y no sabe explicarse muy bien por qué, más extraño todavía si tenemos en cuenta que muy probablemente la futura invocación de ese recuerdo acabará exagerando, sino deformando, su importancia. Quizás la única razón admisible es que éramos muy jóvenes. Y, desde luego, que allí, en el escenario, aparecería dentro de nada el mismísimo John Mayall, alto, rubio y desgarbado, con su imponente cabellera y su armónica colgada del cuello. John era el precursor del blues blanco, fundador de los Bluesbreakers, junto a grandes guitarristas de sobra conocidos, como Peter Green, Eric Clapton, Mick Fleetwood y Mick Taylor.
Mayall cumplió sobradamente las expectativas despertadas. Lo tenía fácil, por otra parte. Todos acabamos tarareando con él Room to move, sin lugar a dudas uno de nuestros diez himnos de la noche, pobres de nosotros, que la mayoría no conocíamos ni a Holderlïn.
Al salir del concierto, el cielo estaba estrellado y paseamos un rato hasta que, sin beberlo ni comerlo, nos dimos cuenta de que estábamos solos en plena Vía Layetana. Fue entonces cuando me acerqué y puse mis labios sobre los suyos. Ella cerró los ojos en silencio. No tenía preparada ninguna excusa por si me rechazaba o, simplemente, apartaba la cara.
Yo entonces no podía saber que nunca conseguiría llenar esa habitación blanca y sin muebles donde el sol entra a raudales, sencillamente porque esa habitación no era otra cosa que momentos como éste, y tantos otros a los que renuncié y cuya estela se perdió casi sin conciencia de ello, o sencillamente el olvido ocultó otros, jugando con los dados marcados. Sea como fuere, ahora sé que no fue culpa mía sino del destino mismo, tan caprichoso a veces como traidor en otras. Tampoco sabía que hay vidas que se nutren tanto más de las insatisfacciones que de cualquier otra cosa. Y que esta enfermedad no tiene remedio, porque no poder volver atrás, al fin y al cabo, significa perderse.

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10.8.07

Enrique Vila-Matas: El gran fisgón

Con París no se acaba nunca y, en general, leyendo cualquiera de las pesquisas de Enrique Vila-Matas me lo imagino en las entrañas de Zanzíbar encontrándose con el Doctor Livingstone y endosándole la famosa frase de sobra conocida.
Como quiera que fuere, siempre llego a la misma conclusión: la de que el autor se lo pasa de muerte con su famosa literatura portátil. Que le encanta esa actividad de detective que le permite encontrar al asesino en los barrios bajos de las otras literaturas. También concluyo que el mejor Vila-Matas no es el novelista, sino el fisgón. Un fisgón con rango de deshollinador compulsivo que se ve impelido a moverse en las orillas de esos ríos que los asalariados de la literatura suelen llamar novelas.
Porque es allí precisamente, en las fronteras del texto, en los confines de la literatura, donde Vila-Matas se halla más a gusto, con escritores suicidas e, incluso, con escritores que no escriben. Pero, también, y por encima de todo, con relatos insobornables, textos que permiten (y que administran) la reflexión, la digresión, la lentitud, la dificultad y, en consecuencia, la obligada relectura. Cualquier esfuerzo no es en vano siempre que se pueda evitar ese momento “crítico” del amigo que, con una sonrisa de oreja a oreja, exclama entusiasmado: ¡Me lo he leído de un tirón!
Contrario a la perfección como fundamento, Vila-Matas está siempre dispuesto a acabar con los números redondos. Quizás sea por ello que a pesar de que la jerarquía literaria se empeñe en premiarle sus novelas él prefiera (quiero creerlo así) seguir deleitándonos con su proverbial diletantismo de coleccionista friki. De ahí su fervor por lo raro que tan bien queda reflejado en sus ensayos, breviarios, cuadernos, diarios, notas o como queramos llamar a ese discurrir del viajero más lento.
Puede que uno de los motivos sea que así se siente más el otro que él mismo. Todo un clásico, esta disyuntiva que ni siquiera los heterónimos solucionan. Y si no, que se lo cuenten a Pessoa. Sea como fuere, confieso que es ésa precisamente la única forma con la que disfruto leyendo (y viajando): con lentitud. Demorándome. Aplazándome. Como si nunca hubiera otro libro esperándome, otro museo que visitar, otra autopista que recorrer. Johnny Guitar era un poco así.
Fragmento de "París no se acaba nunca", de Enrique Vila-Matas:
“Johnny Guitar, de Nicholas Ray, es la película que más veces he visto en mi vida. En cuanto la pasaban en París en alguna sesión golfa, allí estaba yo en la cola nocturna, dispuesto a ver aquella película por enésima vez. Me fascinaban sus diálogos sobre el amor y me encantaba la seguridad que emanaba de la fuerte personalidad del héroe. Pensaba que de haberle conocido en mi infancia, ésta habría sido muy distinta de lo que había sido. Me imaginaba a mí mismo durmiendo en mi cuarto de niño, alejado de cualquier terror nocturno, sabiendo que Johnny Guitar guardaba la casa. Me sabía de memoria todo lo que el héroe decía en la película, sobre todo los diálogos de amor, como aquel en el que Johnny (Sterling Hayden) le pregunta a Viena (Joan Crawford) a cuántos hombres ha amado y Viena le pregunta a Johnny a cuántas mujeres ha olvidado.”
Enrique Vila-Matas: París no se acaba nunca (2003). Anagrama. Narrativas Hispánicas. 233 páginas

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9.8.07

La espera


Afirmaba siempre que lo maravilloso e irremplazable era el instante pero que la espera poseía una magia que la consumación de los hechos difícilmente podía superar.
Ella lo escuchaba con atención, aunque no acabara de entender muchas de las cosas que él decía, sobre todo cuando se “desmelenaba” y los conceptos surgían atropelladamente de sus labios, contagiosos, contaminados de entusiasmo, y se enredaban unos con otros y, en su ansia, no acababa de saber si de todas aquellas palabras alguna le pertenecía.
A veces, como en una premonición, sentía una especie anuncio de nostalgia de ese momento y, entonces se quedaba mirando el cenicero de cristal y dentro, alguna colilla manchada de su propio carmín. Y siempre trataba de averiguar si alguna de aquellas frases era suya, si por un quizás o un acaso, alguna de las expresiones de él le concernía lo suficiente como para poder llevársela a casa, como una pertenencia preciosa. Porque, al fin y al cabo, por eso estaba ahí, escuchándole, percibiendo su cálida presencia, sentados en la terraza de aquel boulevard, tomando un Martíni y unas aceitunas arbequinas y el tiempo tan suspendido, como una nube, endulzándole los ojos.
Cuando se despidieron, había anochecido como de golpe y la luna manchaba de sombras el suelo humedecido por la reciente lluvia. Fue entonces cuando volvieron las dudas, en una especie de cansancio de párpados, en una indiferencia de gestos. Y andaba tan ensimismada que los coches pasaban tan cerca que uno hasta le rozó el faldón de su chaqueta.
Nocturama Fotoblog
Fotografías de Marcelo Aurelio
Contrastes
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1010

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8.8.07

Sin solución de continuidad


Pone una lavadora, le llena de pienso el cazo al gato, cambia las mimosas de tiesto y, ya un poco más repuesto, sale a la calle a echar el pino de Navidad en el contenedor de la esquina, atento a que no le pille la brigada municipal ecológica o algún vecino chivato que haya salido a pasear el perro. El tiempo es frío y hace invierno. En algún lugar leyó que las lágrimas son el mejor colirio del mundo. Piensa, llorar no es una deshonra.
Como es un friolero y la mezcla de frío y humedad se le cala hasta los huesos, se ha puesto sus botas de caña alta y ese chaquetón con el que parece un cazador, un pescador o vete a saber qué. Ya de vuelta a casa, se prepara una verdura con patatas y observa indiferente como al Real Madrid le expulsan tres jugadores en uno de esos partidos que el Plus ofrece, uno tras otro, sin solución de continuidad, para los crónicos del deporte Rey. La ansiedad amaina, sin embargo. El diazepán va haciendo su efecto.
Apaga la tele y a través de las delgadas paredes de su piso, vuelve a oírse la sesión habitual de altos y contraltos de los vecinos, que sumado a los chillidos aflautados de los niños (que tardan una eternidad en crecer) conforman una horrorosa sinfonía de sonidos indescriptibles, no por conocidos menos desagradables.
Maldita alma, dirá ante el espejo. Debe ser el efecto de las Rebajas de Enero. Unos pantalones de pana a sesenta en Cortefiel. Un pijama de seda a cincuenta en Spencer. Recuerda de ella, sobre todo, su forma de asomarse al mundo, su buen humor, pero también el sutil movimiento de sus finos y delicados labios que modulaba sus cambios de expresión. Y sus grandes ojos grises, su pelo castaño, las orejas ligeramente grandes y el cuello frágil. Su forma de andar, los tacones de aguja de sus zapatos.
Lo último que retuvo su mirada cuando, con una maleta en cada mano, atravesó la puerta para no volver jamás.
Ya otra vez en casa, y mientras observa impasible un partido de fútbol en la tele, pela un par de patatas y una cebolla y le quita las puntas a las judías. Lo hará con frecuencia, simultanear ambas tareas. También es cierto que podría practicar ejercicios de respiración mientras da un paseo, pero es que pasear le aburre soberanamente: parece un tipo paseando a su perro, sólo que siente que el perro es él. Acabará tomando el sol en el balcón los domingos por la mañana. Desde allí puede ver la amplia extensión de tejados, todos iguales, sin excepción, como timbrados por el mismo sello y, así, sin solución de continuidad hasta las torres gemelas y, con un poco de suerte, hasta el confín donde se vislumbra, los días claros, la pequeña franja de mar, aunque también la tela asfáltica que acaban de colocar sobre el techo del garaje. Y el gato negro de siempre haciendo su ronda. En ese momento, mientras espera, no sabe muy bien por qué, a que escampe la lluvia, todo se parece asombrosamente a una fotografía de Ouka Lele.
"El sueño de una noche de verano", 1986
Fotografía B/N Pintada a mano con acuarela. (55,5 x 42,5 cms).
© Ouka Lele
http://afa.alcoi.com/alcoimatge/1999/oukalele/oukalele.htm

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7.8.07

Los frescos del barrio

cr
Me pronuncié por la especialidad de “Letras” porque mis padres (asesorados por mis tíos) decidieron en Consejo Familiar que mi futuro con mucha suerte no llegaba más allá de la Oficialía Química, con perdón para los del ramo. Humillado por tal menosprecio de mis atributos intelectuales, opté por lo que, en mi entorno familiar, y teniendo en cuenta los tiempos de precariedad y escasez en que nos encontrábamos, era considerado poco menos como una frivolidad. “Los artistas se mueren de hambre”, sentenció mi padre. “¿Y qué tendrán que ver los artistas con esto?”, pensé yo.
Puestos a hacerme el valiente, elegí como asignatura optativa Introducción a la Sociología porque ya había decidido transformar el mundo y debía, por lo tanto, prepararme convenientemente para tan ardua tarea. La empresa exigía un esfuerzo y, sobre todo, una imaginación descomunal. Y también alguna que otra actividad que podríamos llamar complementaria. Leerse a Marx y a Lenin, por supuesto. Y a sus divulgadores, Althusser y Marta Hannecker. Y, ¡ay!, también algo de Mao Tse Tung. Confieso que esto último fue lo más duro del lote. Claro para según que situaciones apuradas siempre podías salirte por la tangente y recurrir a alguna perita en dulce, del tipo Psicoanálisis y Marxismo de Marcuse, que también daba el pego. No obstante, para doctorarse en Herbert Marcuse, el héroe de la revuelta estudiantil de Berkeley había que leer, fijo, El hombre unidimensional. Yo lo intenté, lo juro, y efectivamente, la palmé en el intento.
Parecía todo una película de Sergio Leone, en la que los buenos eran los revolucionarios, los feos los revisionistas y los malos, por supuesto, los capitalistas. Aunque si en algo estábamos de acuerdo unos y otros, buenos y feos, era en que la práctica contra los malos debía ir debidamente escoltada por la teoría. Todo ello, en definitiva, obligaba a constantes y fatigosas reuniones de célula, término curioso, por otra parte, que reafirmaba el carácter científico del asunto. Exigía, por supuesto, agudizar en todo momento las contradicciones del sistema, promover asambleas reivindicativas e implementar incursiones a las zonas nada residenciales de la ciudad para incitar al proletariado a la Huelga General Revolucionaria. Esta tarea me fastidiaba más que otra cosa, ya que imponía levantarse a las cuatro en punto para llegar a tiempo al barrio de Pueblo Nuevo a tiempo de lanzar las octavillas en las puertas de las fábricas antes de que llegaran el capataz y los obreros. Y, enseguida, la policía. Éramos algo así como los frescos del barrio, sólo que en lugar de dispensar bollería en general y Donuts en particular, repartíamos cuartillas, todavía calentitas, recién salidas del “horno”, o de la vietnamita, que venía a ser lo mismo.

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2.8.07

La princesa de Lienchestein




A él le encanta John Wayne, sobre todo cuando declara, convencido, sus dos principios básicos: 1.Que no te vean sangrar. 2.Ten preparado siempre un plan de fuga. Dos buenos consejos para sobrevivir en esta bella metrópoli que lo aturde y maltrata.
Ella se levanta con prisas. Con un nerviosismo interno digno de un camionero a punto de partir para los Países Bajos. Se pone la mar de seria, aunque no hay un ápice de afectación en su rostro. Hace un respingo entre la nariz y la boca, aprieta los dientes y sus brazos se tensan como cuerdas de guitarra. Espesas y anestésicas nubes cubren el cielo, pero eso tampoco la detiene. Entonces, exclama, no sé si llegaremos...
No se engañen. Quiere decir que llegarán a tiempo pero que, para ello, tendrá que darle caña al coche, que es lo que a ella la pone cuando ha tenido una semana súper estresada. Los fines de semana que deciden salir empiezan siempre así: veloces como dardos en un pub irlandés. Llegaron a tiempo, por supuesto. Pero, sobre todo, llegaron a tiempo de encontrarse, después de tantos años. Que es lo más plus, dice él. Claro que ella, al principio de su relación, no se cansaba de repetir que todo lo que empieza acaba. Y de tanto repetir ese estribillo le acabó transfiriéndole la sombra de la duda. Es cierto que por todo ello, y también influenciado sin duda por tanta película, llegó a pensar que, en el amor, aquel que más se entrega acaba perdiendo siempre la partida.
Claro que cuando el tiempo vuelve a la lentitud que le es propia – y beneficiosa - y ella se arregla para la cena, ciñéndose su precioso chal violeta, parece la mismísima Princesa de Liechenstein. Y cuando, ya de vuelta, y con una espléndida luna suspendida sobre la oscura silueta de la copa de los árboles, se desnudan y acaban jugando un poquito en la cama, se deleitan y gozan con esa ternura de otros tiempos. Hasta que ella se abandona como sólo saben hacerlo las princesas. Entonces es cuando él descubre que ha dejado de sangrar y que ya ni recuerda por dónde y de qué iba el dichoso plan de fuga.

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