29.5.06

Chinaski: no me gusta la gente real


“Si me corro, pensé, desesperado, nunca me lo perdonaré”, piensa Chinaski mientras Martha le está chupando y mordiendo la polla, entre esputos y sangre, con alcoholizado frenesí. ¿Se imaginan a Matt Dillon diciendo esto? Yo también. Pero no ocurre, al menos en esta peli. Hasta aquí hemos llegado. Pero hay más.
Es decir, hay más provocación y descaro en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (Pedro Almodóvar, 1980), por poner un ejemplo de casa, que en este un tanto descafeinado Factótum de Bent Hamer en el que el personaje Matt Dillon interpreta de forma limitada, contenida y, en definitiva, cortés a Hank Chinaski, alter ego del propio Bukowski. ¡Hasta el punto de contenido y “cortés” que el personaje nunca acaba de perder su dignidad!
Las escenas de sexo y obscenidades varias son lamentablemente mojigatas. Baste decir que ningún momento aparece Chinaski CAGANDO (aunque sí vomitando, todo sea dicho), lo que, sin dudar a dudas, dignificaría al personaje. Film voluntariamente austero, el espectador no avisado sale de la sala (además de aburrido) sin entender demasiado la historia. En cambio, el conocedor de la obra de Bukowski se queda con la sensación de que el noruego ha hecho una película para las visitas del té de las cinco.
No es por casualidad que los libros de Bukowsi lleguen ilustrados con dibujos de cómic, la portada de Kim de la primera edición publicada en España de Factótum por Anagrama en 1975 así lo demuestra. Por eso mismo, cabe resaltar la forma ejemplar, en que Robert Rodríguez, en Sin City recrea las historias de los comics de Frank Miller’s empleándose a fondo, es decir, utilizando la técnica del film como un medio, esta vez sí, para conseguir recrear el espíritu y la estética de la obra de Miller. En Factotum, sin embargo, la obscenidad y sordidez nihilista de Bukowski queda maniatada por una forma de hacer cine plana y mecánica que hace que incluso los que conocemos a fondo a Chinaski dudemos por momentos de su identidad y como el propio Dillon en la película salgamos del cine dispuestos a realizar una limpieza a fondo de nuestro piso, aspirador en ristre, y a preguntarnos, como el propio Chinaski, y con perdón, “¿me estaré volviendo marica”?
Quede claro, sin embargo, mi reconocimiento a Bent Hamer y a cualquiera que se atreva con Bukowsi, a la notable interpretación de Matt Dillon (imprescindible ver la versión original, con la voz cascada de Dillon) y de Lili Taylor. Aunque confieso que, a pesar de un guión en el que se percibe una voluntad de fidelidad a los textos de Bukowski y al personaje de Chinaski en particular, confieso, digo, que en la medida en que la película avanzaba me invadía una sensación de que aquellos personajes, por muy chungos que parecieses, seguían siendo demasiado “reales”. Y fue repasando el libro para esta crónica cuando hallé la explicación:
[En un bar, con Gertrude]
“- Tienes un rostro muy extraño –me dijo-. No eres realmente feo. [Gertrude]
- Empleado de almacén número cuatro, abriéndose camino. (Chinaski)
- ¿Has estado alguna vez enamorado?
- El amor es para la gente real.
- Tú pareces real.
- No me gusta la gente real.
- ¿No te gusta?
- La odio.
Bebimos algo más, sin hablar mucho. Seguía nevando.”
Ben Hamer: Factótum (Noruega, 2006). Guión: Bent Hamer, Jim Stark. Fotografía: John Ch. Roselund. Música: Kristin Asbjornesen. Matt Dillon (Hank Chinaski), Lili Taylor (Jan), Marisa Tomei (Laura), Fisher Stevens (Manny).
Charles Bukowski: Factotum, Anagrama, Barcelona 1975 (192 páginas)
Frank Miller, Robert Rodríguez: Sin City. La ciudad del pecado (USA, 2005). Basada en las novelas gráficas de Frank Miller. Mickey Rourke, Bruce Willis, Jessica Alba, Maria Bello, Kate Bosworth, Seve Buscemi, Rosario Dawson, Benicio del Toro, Michael Douglas, Josh Hartnett, Jaime King.

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Bukowski: Morirse por un trago


"Filas y filas de silenciosas bicicletas. Estanterías repletas de repuestos de bicicletas. Filas y filas de bicicletas colgando del techo: bicicletas verdes, bicicletas rojas, bicicletas amarillas, bicicletas púrpura, bicicletas azules, bicicletas para niñas. Bicicletas para niños, todas colgando allí arriba; los radios relucientes, las ruedas, los neumáticos de goma, la pintura, los sillines de cuero, luces traseras, luces delanteras, los frenos de mano; cientos de bicicletas, fila tras fila.
"Teníamos una hora libre para almorzar. Yo comía rápidamente. Como me pasaba levantado casi toda la noche y me despertaba muy temprano, estaba siempre cansado, con todo el cuerpo dolorido. Había logrado encontrar un rincón retirado bajo las bicicletas. Me arrastraba hasta allí, bajo las nutridas hileras de bicicletas, inmaculadamente ordenadas. Me tumbaba allí de espaldas, y suspendidas sobre mí, alineadas con precisión, colgaban filas de relucientes radios de plata, llantas cubiertas de caucho negro, brillante pintura nueva, pedales. Todo en perfecto orden. Era inmenso, correcto, ordenado…. 500 ó 600 bicicletas en formación, encima de mí cubriéndome por todas partes. De algún modo aquello estaba lleno de significado. Sólo tenía que mirarlas para saber que únicamente tenía cuarenta y cinco minutos de reposo bajo aquella selva cíclica.
"También sabía por otra parte de mi conciencia que si alguna vez me dejaba llevar y caía en el torbellino mecánico de aquellas bicicletas nuevas y relucientes, estaba listo, acabado para siempre y nunca podría salvarme. Así que sólo me tumbaba de espaldas y dejaba que las ruedas y los radios y los colores me calmaran de algún modo.
"Me tapaban. Y es que un hombre con resaca nunca debe tumbarse de espaldas y ponerse a contemplar el techo de un almacén. Las vigas de madera al final se apoderan de ti; y los cielorrasos de cristal –puedes ver la jaula para gallinas en los cielorrasos de cristal- esos barrotes a un hombre le recuerdan de algún modo una jaula. Entonces viene la pesadumbre en los ojos, el morirse por un trago; y luego el sonido de la gente moviéndose, los puedes oír, sabes que tu hora ha llegado, y no se sabe cómo te ves levantándote y moviéndote y rellenando y facturando pedidos…"
Charles Bukowski: Factotum, 1975
Ben Hamer: Factótum (Noruega y USA, 2005). Matt Dilon (Hank Chinaski), Lili Taylor (Jan), Marisa Tomei (Laura)

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21.5.06

Los rebeldes siempre pierden, incluso los que ganan



No me hagan mucho caso, pero en algunos momentos de “De battre mon coeur s’est arrêté” me asaltó la imagen de Jean Paul Belmondo en “A bout de souflle” (Jean-Luc Godard, 1960). Quizás porque en la actividad delictiva de Michel transpira una actitud de rebeldía contra el "sistema", que diríamos ahora, un deseo latente de huir de un mundo irrespirable y degradante pero, fundamentalmente (o lo que es lo mismo), de huir de sí mismo y de su destino.
¿Semejanzas? El carácter de “outsider” de Michel y Thomas, la condición nada intelectual de estos dos protagonistas. Servais Mont (Belmondo) es un vulgar ratero, mientras que Thomas (Romain Duris) tampoco es que sea Cohn Bendit precisamente. Ambos tienen esa planta de duros y esa callosidad de desdén en el rostro con la que se protegen hasta donde el cuerpo aguante. Uno y otro, delincuentes de poca monta, cuando no matones de tres al cuarto, muestran sin embargo ese desasosiego de no encajar en ninguna parte, de no sentirse en absoluto dueños de su destino. Esa huida constante hacia ninguna parte.
Esta es otra. Romain Duris, el telonero de la banda anti-okupas de “De batrre...” también me recordó bastante al Servais Mont de L’important c’est d’aimer (Andrzej Zulawski, 1974), una película terriblemente nihilista y romántica que hizo furor en su época y en la que la semejanza en la relación padre-hijo con la película de Jacques Audiard tiene un paralelismo brutal. Llegados hasta aquí sólo me queda decir que el personaje - notablemente interpretado por Romain Duris - es una relectura del arquetipo moderno del outsider. Dentro y fuera, pero en ninguna parte.
El hecho de que el propio “Sistema” al que, a la vez, se agarran y repudian, se los coma con patatas fritas, no contradice nada de lo expuesto: todos los rebeldes acaban perdiendo, incluso los que ganan. Aunque se nos revele mediante recursos argumentales diversos. En el caso del film de Godard, la traición de Patricia (Jean Seberg); en el de Zulawski, el suicidio de Jacques (Jacques Dutronc) y el abrumador sentimiento de culpa de Servais y Nadine (Fabio Testi y Romy Schneider). Dicho sea de paso, la mejor interpretación de la Schneider, que yo conozca.
Por supuesto, la película se merecía otro final, un final con más mala leche, si se me permite la expresión. Uno que hiciera verdadero honor a su título.
Jean-Luc Godard: A Bout de Souffle (Francia, 1960). Guión: Jean-Luc Godard, François Truffaut. Música: Martial Solal. Fotografía Raoul Coutard. Jean-Paul Belmondo, Jean Seberg, Daniel Boulanger, Jean-Pierre Melville, Van Doude, Henri-Jacques Huet.
Jacques Audiard: De battre mon coeur s’est arrêté (Francia, 2005). Guión: Jacques Audiard, Tonino Benacquista. Música: Alexandre Desplat. Fotografía: Stéphane Fontaine. Romain Duris, Niels Arestrup, Linh-Dan Pham, Aure Atika, Emmanuelle Devos.
Andrzej Zulawski: L’important c’est d’aimer (Francia, 1974). Guión: Una adaptación de Christopher Frank y Andrej Zulawski de la novela de Christopher Frank "La nuit americaine". Música: Georges Delerue. Fotografía : Ricardo Aronovich. Romy Schneider, Fabio Testi, Jacques Dutronc, Klaus Kinki, Claude Dauphin, Roger Blin

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16.5.06

Un tres por dos


Los tullianos (http://www.tullianos.com/) celebrarán su Cuarta Convención el próximo 15 de julio en Gavà (Barcelona). Pero un día antes, el 14, Glen Cornick, bajista de Jethro Tull en los discos This was (1968), Stand up (1969) y Benefit (1970) se dejará caer por la cervecería Flabiol (Rambla del Brasil, 55, Barcelona).
Y, para acabar con el noticiario, el pasado jueves, 11 de mayo, Jethro Tull actuó en la sala anexa del Palau de la Música de Barcelona. Lo hizo ante un reducido y selecto público. Lo de reducido era evidente. Lo de selecto pretende ser puramente descriptivo. Quiero decir que allí no estaba nadie de paso. Nada de ruido mediático. Los únicos que hacían ruido eran Ian Anderson, Martin Barre y compañía. Apurando la cosa nostálgica, sólo mencionar ese tres por dos (tres long plays por dos años) de los inicios de los setenta: Atom Heart Mother (Pink Floyd, 1970), Stick Fingers (Rolling Stones, 1971) y Aqualung (Jethro Tull, 1971).
Ya no es ninguna novedad que los viejos rockers regresen del más allá con una puntualidad suiza y un sonido impecable. "Lo mejor que se puede decir de ellos es que suenan como antes", suelen afirmar los columnistas de turno, como si acabaran de descubrir no sé qué.
Porque, en el fondo, se trataba de eso. De escuchar las viejas canciones, de cantarlas a coro, de multiplicar la noche entre guiños y sobreentendidos. Como un encuentro entre viejos camaradas. Sin tabarra mediática, ni empujones. Nada de sorpresas, ni avalanchas, ni ese furor por conseguir una entrada. Y nadie se quejó de que fuéramos pocos. Todo lo contrario. Cómo íbamos a quejarnos si tuvimos sesión privada de Thick As A Brick y de Aqualung para nosotros solos, no sé si me explico. Y alguna cosa de This Was y de Stand Up.
Es cierto, no obstante, que la voz de Ian Anderson anda por las horas bajas y que esta circunstancia desequilibra y perjudica la potencia e impacto de algunas canciones memorables. Sólo por esto deberían pensar en dejarlo estar. La próxima, mejor nos vamos de cena.
Aqualung, 1971, Chrysalis Records Ltd.Discografía. CDAtom Heart Mother, 1970, EMI Records Ltd.Discografía. CDSticky Fingers, 1971,VirginDiscografía. CD

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14.5.06

El desertor



Los polos de fresa valían una peseta, aunque Manuel sentía verdadera debilidad por los polos de vainilla y no digamos por los de chocolate aunque estos últimos costaran dos pesetas. También por el sidral, ese polvillo efervescente, el refresco preferido de toda la familia. Y por la leche condensada La Lechera, y por el pan con vino y azúcar. Aunque con frecuencia debiera conformarse, como ya hemos visto, con los polos de fresa, los más baratos. Esto alimenta menos que un trozo de hielo, le decía su madre, un sufrido producto de la hambruna civil de la postguerra y, quizás por eso mismo, protectora y castradora al tiempo.
Chupaba su polo pero también miraba, todo sea dicho. A Manuel también le gustaba mirar, y lo hacía con indeleble placer. Contemplaba el paso de los tranvías y escuchaba, echado en el suelo y con la espalda contra la pared, su traqueteo, y, con un poco de suerte, su clanc, clanc. Y pensaba, a ver si se sale el trole y se arma la de Dios es Cristo y se mueren unos cuantos. Porque todo y lo peque y crío que era, ya se sentía muy asesino.
Así, mientras su madre cocinaba las lentejas con Avecrem Gallina Blanca, en el mundo desarrollado aparecía el Cadillac y en España la televisión. Y Franco era el Caudillo por Dios y de la Patria, en todo el mundo, el primer vencedor del bolchevismo en los campos de batalla. Y Pelé era el mejor, en eso no había discusión. Aunque a Manuel todo eso no le importara demasiado, preocupado como estaba, obsesionado sería mejor decir, en que el dichoso tranvía descarrilara de una vez por todas.
Sin embargo, la mayoría de las veces no ocurría nada grave, si exceptuamos el letargo de las tardes. Unas tardes que se estiraban como la goma de mascar Bazooka, tardes interminables que desembocaban, eso sí, en un estallido de hilaridad y regocijo ante el timbrazo de las seis, cuando la siniestra academia soltaba a sus mocosos. A partir de ese instante, no se cansaban de correr y saltar hasta llegar a casa, sudorosos, para, una vez allí, reclamar con autoridad ¡La merienda! Olvidándose en un tris tras de los deberes y los coscorrones. Uniformados todavía con sus patibularias batas a rayas, impregnadas éstas de ese olor a membrillo y meaos, como adherido con UHU, ese producto alemán que lo pegaba absolutamente todo. Para escuchar, ya en casa, entre bocado y bocado, la sintonía de Tambor, el único programa radiofónico del mundo en el que las hormiguitas y las abejas hablaban por los codos. Y todo eso en el diminuto territorio del comedor, acotado por la presencia de su madre, con el plis plas de la plancha y su devota adicción al programa de Elena Francis, consejos amorosos para jóvenes descarriadas...
Y por todo eso, y por esa melancolía manchada de lamparones y chorretes que ya entonces embargaba sus tardes del colegio, por todo eso, cuando llegó la nueva maestra, tan joven y guapa – y tan diferente a la vieja momia de antes -, con esos vestidos de alegres estampados, con esos lunares y esos dobladillos que no se cansaba de espiar, por eso y por todo lo demás, Manuel no pudo menos que enamorarse de ella. ¿O qué otro sentimiento podía responder a ese sufrir indecible cuando el fru fru de su vestido le rozaba al pasar justo a su lado? ¿Cuando con esa mirada y no con otra le perdonaba? Le perdonaba no sabía qué, aunque siempre había algo por lo que hacerse perdonar, no saberse la tabla de multiplicar, por ejemplo, eso tan fácil para su aguerrido adversario de pupitre, siete por siete cuarenta y nueve, porque la tabla del siete era la más difícil, tan difícil como mirarla a los ojos y no sentir una llama viva (en ese sitio intangible donde los curas decían que rondaba el alma) como abrasándole.
Un día no muy lejano, la nueva profesora se fue por donde había venido. Sin despedirse siquiera. Ese día apareció el director acompañado del sustituto, un monstruo con gafas y una cartera andrajosa, como todo en él. Fue un proceso lento y cruel. Manuel descubrió, poco a poco, que el amor es frágil pero que también puede ser humillante. En los meses posteriores a la marcha de la profesora, pensó mucho en ella. Delinquiendo de la forma más vil, odiándola primero y perpetrando, luego, artimañas a la cuál más miserable y mezquina para invocar la magia de su regreso, el retorno de su socorro, su protección y sus caricias.
Y lo hacía, atormentarse, mientras permanecía echado en el portal de su casa perseverando en su espera a ver si por un casual se salía el trole del tranvía y se armaba la de Dios, y arrasaba con todos los transeúntes, y se morían todos, descuartizados, blandiendo sus muñones aquí y allá.
Sin embargo, la realidad acabaría amortiguando su furor y, al mismo tiempo, liquidando sus ilusiones una a una. Por eso mismo, mucho antes de la llegada de los logaritmos neperianos ya había perdido la poca inocencia que le quedaba y empezó a contemporizar de forma vergonzante con la derrota final. Y fue entonces cuando decidió desertar, pasarse al enemigo. Pero eso era otra dificultad a sumar a todo lo que se le venía encima. ¿Dónde diablos estaba el enemigo?
Por eso mismo, cuando saltó a tierra de nadie, sacudiendo los brazos en señal de rendición, agitando su pañuelo lleno de mocos para que quedara más clara su capitulación, ya nadie le creyó, ni le hizo el menor caso. Nadie acudió a restañar sus heridas, ni a rogarle que se quedara. Lo último que escuchó fue la voz del maestro sustituto, un verdadero hijo de puta, señalándole con su dedo roñoso mientras le decía: ¡Caballero! Sí usted, el de la última fila, a ver si maduramos, que ya toca.
Fotografía 2: Big foot, de Ferran Jordà

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7.5.06

The Quiet Man


Ray Davies fue el fundador de The Kinks, una de las bandas míticas del rock británico de los sesenta. Eran tiempos de grupos como Status Quo, Small Faces (quienes con la llegada de Rod Stewart y Ron Wood pasarían a llamarse simplemente Faces), Ten Year Afters, Humble Pie, Manfred Mann, Who y tantos otros. También The Animals y Spencer Davis Group (con Steve Winwood que luego formaría Traffic) aunque estos últimos más inclinados por el rithm & blues.
Ray es un hombre tranquilo que pasea su porte de gentleman de la música rock. Su mirada cáustica, su donaire bromista (a lo clown) y su físico imponente quedan, sin embargo, superados por la conjunción de unos ojos de largo alcance y una sonrisa de amigo. La combinación se agradece. Da buen rollo.
Porque Ray gusta de debatir largos minutos, entre canción y canción, para castigo y penitencia de los que no entendemos un pijo de inglés). Nada de ¡Hola Barcelona! ni ¡Visca Catalunya!, ni banalidades al estilo de los rockers al uso. Ray es un tipo inteligente. Lo demostró, hace unos años, en su visita al Tívoli y lo ha hecho ahora en el Razzmatazz, ante un reducido grupo de incondicionales. Y digo incondicional porque... ¿Quién le niega el pan y la sal al grupo con el que, a tus dieciséis años sacabas de quicio a padres, profesores y demás gente de orden? Por eso mismo, por su estilo inconfundible, a los Kinks, sus incondicionales les llamábamos los kinkalleros.
Y pese a que ya hicieron bastante quebrando nuestros huesos, evitando con el ruido infernal de sus guitarras males mayores para nuestro educación sentimental, ayudándonos a sortear nuestro terrible futuro de atletas de oficina y babosos de los Beach Boys, aún así, Los Kinks, de la mano de Ray Davis, hicieron más que eso: supieron salvar la valla traidora de los sesenta y hacer buena música y cada vez música diferente. Es decir, siguieron dando caña (su distintivo de origen) al estilo de You Really Got Me o All Day And All Of The Night y, a la vez, consiguieron piezas realmente hermosas como Autumn Almanac, Waterloo Sunset, Days, Wonderboy, Lola...
Es realmente increíble, déjenme explayarme, que, después de tantos años, Davies sea capaz de construir otra magnífica canción - para poner un ejemplo - como The Tourist. El pasado sábado mi cuerpo ondeó (y flameó) al son de la armonía de esta canción, acompañado de mi hermano (otro virtuoso de la guitarra) y de un poquito de hierba, en la sala dos del Razzmatazz, donde un laico y respetuoso auditorio coreó entera la letra de Dead en street.
Pero no se engañen, tranquilo no quiere decir timorato. La salvaje danza que perpetramos los allí presentes con You Really Got Me - que cerró la sesión -, eso sólo está al alcance de una turba famélica, de ninguna manera dispuesta a rendirse ante una mierda de hipoteca o treinta años de más. ¡Ni hablar! Que todavía me duelen las agujetas del gusto que me dí...

Ray Davies, Razzmatazz, sábado 6 de mayo de 2006
Ray Davies: Other People’s Lives, 2006 V Music Limited

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3.5.06

Ferran Jordà: Bajorrelieve


¿Impaciencia, excitación, esfuerzo contenido? ¿Puede que tensión?
En todo caso, esta conversación fluye entre afinidades y divergencias que acaban entrelazadas, casi sujetas del nudo de unas manos.
Unas manos sometidas ahora mismo a la fuerza de las ideas (sin posibilidad de escapar, de abandonar), que permanecen cautivas de su propia necesidad de consumación. Como si el tiempo se hubiera acabado.
El bajorrelieve de las palabras (imagen que me sugiere la foto de Ferran Jordà) surge como de la nada, de lo que representan pero también de lo que se espera de ellas.
El mundo – las palabras, al fin y al cabo – cabe perfectamente en esos puños desdoblados, esculpidos sería mejor decir, cual bajorrelieve del discurso que sustentan, resurgiendo así - como en el milagro del lenguaje - del plano de la mesa. Como formas en construcción.
Posibilidad, en suma, de estar el uno en el otro. Y viceversa.
Ferran Jordà: Conversations IV

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2.5.06

Demarcación



“Demarcación” fue una palabra elegida al azar, una contraseña, un santo y seña en el argot guerrero. Una consigna un tanto extravagante, si se quiere. Se le ocurrió al gran piojoso.
El piojoso era el segundo en la escala de mando del pelotón de Steiner en La cruz de hierro, película de Sam Peckinpack. James Coburn es Steiner (de largo su mejor interpretación) en una de esos raros y valientes films bélicos en los que el virtuosismo de la acción, siempre tan atractiva en Peckinpack, se convierte aquí en un doble discurso en el acaba predominando la náusea ante la carnicería de las guerras y sus miserables intereses. Fiel reflejo, por otra parte del lado oscuro del ser humano, del poder en sus múltiples variantes y de las abstracciones más nauseabundas, en las que se esconde y a las que utiliza sin escrúpulo alguno, provocando como resultado de todo ello que te quedes agarrado al sofá de tu casa como si de una silla eléctrica se tratara. Y eso, por mucho que los beatos del Dry Martini afirmen que la violencia es consustancial al ser humano.
Lo que más le repugna de la violencia a Manuel, sin embargo, es la dosis de humillación que conlleva. Mucho cardigan – le dice a Elena - en esos hombres del traje azul y mucho palique en esas señoras que uno no sabe muy bien si son esposas o amantes, porque lo uno, a esas edades roñosas, nada tiene que ver con lo otro.
No pasa un mes sin que Manuel y Elena se dejen caer por el Dry Martini. Esas estanterías del vestíbulo, repletas de botellas de whisky y licores de todas clases siempre les han evocado las de una librería. Y sus etiquetas podrían aparentar fácilmente las de una biblioteca. Un conjunto, el del imaginario Dry Martini, que resumen sus placeres favoritos: un buen libro, un cocktail, de champan si puede ser, un cigarrillo humeante y la mutua compañía.
La cruz de hierro es una película que cuenta las peripecias de un pelotón alemán en la fase agónica de la batalla de Stalingrado, al mando del sargento Steiner. Un poco al estilo de las novelas de Sven Hassel, un maestro del género (publicado aquí por la editorial El Ciervo), al que ya nadie recuerda.
El pelotón de Steiner quedó atrapado en zona rusa. Lo cierto es que en Stalingrado la supuesta línea del frente acabó siendo algo subjetivo. La batalla podía estar a tu espalda, en los ojos del enemigo antes de dispararte. Steiner y su pelotón se afanaban para regresar a su lado de la trinchera (y quizás por eso lo de la ocurrencia del piojoso, demarcación), porque el ser humano no es nada sin su territorio, y en algún lugar tiene que haber esa línea – imaginaria o no – que separa a los unos de los otros. Ellos no sabían, sin embargo, que allí les esperaba el odiado Stransky (un producto genuino de la aristocracia prusiana; soberbia interpretación, por cierto, de Maximiliam Schell) cuya obsesión era conseguir la Cruz de Hierro.
- Como nuestro Dry Martini – apuntilló Elena, sonriendo, mientras encendía un Lucky Street.
- Sí, como esto – respondó Manuel, asintiendo con los ojos, mientras le pedía al camarero dos cocktails de champán con azúcar en los bordes.
- A ver, una contraseña - , preguntó Steiner.
- ¿Demarcación? -, soltó el piojoso, mascullando entre dientes, como si la cosa no fuera con él.
Steiner ni pestañeó.
- ¿Por qué no? Sea. Demarcación.
Demarcación es una palabra arbitraria. Se le ocurrió al piojoso así de pronto. Palabra arbitraria como casi todos los signos, que diría Saussure. Las estrellas son estrellas porque decidimos llamarlas así. Se colocan en la ventana y se pegan como huellas de palomas y simulan la pereza del tiempo pero también la del Universo, tan tonto él, tan ahí arriba (y abajo) y tan hilarantemente infinito. Tan insustancial. Como esperando no se sabe qué.
La tristeza es un estado crepuscular, básicamente endógeno, específico y privativo de quienes la sienten. Y será por eso que uno acaba por no saber si se trata de una fiebre contagiosa, puro ascendente genético o una adicción, es decir, un vicio adquirido, porque ya se sabe que sarna con gusto no mata. Hay personas que se provocan el llanto para desahogarse. Y aún así, sobrevivimos de alegrías limitadas, de un tresillo y un libro y una lamparita, una televisión, una caricia, una tarde, un beso, una ventana...Steiner gritó el santo y seña, Demarcación, pero el capitán Stransky ya había dado la orden de disparar a matar. ¡Son rusos disfrazados de los nuestros!, aseguró a los soldados apostados en la trinchera. Se cargaron a todo el pelotón.
- Bang, Bang, Bang...
Y así, cuando sus camaradas los reconocieron (¡Es Steiner! ¡Es Steiner!) ya era demasiado tarde. Estaban todos muertos. Todos menos Steiner, que dando un salto de rabia aterrizó en el barrizal de la trinchera y descargó su arma, hasta la última bala, sobre Kruger, el lacayo de Stransky.
- Y es entonces – le dijo Elena, invitándole a seguir, ofreciéndose a acompañarle en el tramo final del relato, como sabiendo ya de siempre su significado.
Y fue entonces cuando Manuel descubrió, después de tantos años, que estaba cómodamente instalado en una trinchera desguarnecida. Que llevaba, no días, sino meses y años tratando de encontrar el valor de decirle a Elena, de decirse a mí mismo, que nadie ni nada llegaría para salvarlos de su propia trampa, que su relación ya no era ni siquiera una zanja desde donde resistir las embestidas de la soledad. Que se habían quedado sin víveres, ni munición. Que, como Steiner y el Piojoso estaban destinados a perecer. Que ahí fuera esperaba su propio fracaso, cimentado por sucesivas derrotas no aceptadas, mal digeridas.
Nada menos que Stransky y Kruger esperando ahí fuera, dispuestos a asesinarlos por casi nada, ni siquiera por una maldita cruz de hierro.
La cruz de hierro (Cross of Iron, 1977), Sam Peckinpah, Reino Unido-Alemania-Yugoslavia, 1977. Según la novela de Willi Heinrich, The Willing Flesh. James Coburn (Sargento Rolf Steiner), Maximiliam Schell (Capitán Stransky), James Mason (Coronel Brandt), David Warner (Capitán Kiesel), Klaus Löwitsch (Kruger), Vadim Glowna (Kern), Roger Fritz (Triebig), Dieter Schidor (Anselm), Burkhard Driest (Magg), Fred Stillkrauth (Schnurrbart), Michael Nowka (Dietz), Véronique Vendell (Marga), Arthur Brauss (Zoll), Senta Berger (Eva).

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