21.4.08

Las lágrimas de Van Gogh


No ocultaba nada si no era imprescindible no hacerlo: todo lo que era lo aireaba a los cuatro vientos, lo que le permitía convertir sus defectos en virtudes, sus debilidades en fuerzas. Cada vez que caía se levantaba con más deseos de luchar, y eso lo hizo más fuerte que otros, aparentemente más dotados. En la oficina se le criticaba por esto y aquello. Prefería un enemigo que un mediocre, pero nadie le dio esa oportunidad.
Durante la noche, mientras dormía, la luna rodaba por los tejados, dando saltitos, hasta formar la luna llena. Luna llena radiante y rojiza. Luna de color calabaza. Luna llena amarillenta como una naranja de cámara frigorífica. Luna llena evaporándose en sus contornos, diluyéndose a veces entre nubes negras, pero siempre luna llena.
A veces, en plena madrugada, se le abrían los ojos como platos y sentía que estaba al otro lado del mundo. El espanto de sus párpados tenía algo de ese miedo del niño cuando se despierta, sobresaltado. Rechinar antiguo del perchero tras la puerta. Laberinto de sombras y puertas de diamantes, como en los cuentos.
Esa madrugada de labios y cabellos trepadores y almohada de salivas y legañas en el corazón, los dedos del otoño ensuciaron su ventana. Cuando se levantó para tomarse un vaso de leche, comprobó que los platos y recipientes de la víspera estaban invadidos de hormigas. Corrían de un lado para otro sin orden ni concierto. Descubrió el agujero por donde entraban pero no hizo demasiado caso y las dejó trabajar en paz.
Por la mañana, se despertó sin rechistar, sin una queja, evaporándose con el impreciso límite de la nebulosa luminiscencia del sol anunciando un día nuevo. Entre los pórticos de luz de las ventanas y la Danza andaluza de Granados, su boca pastosa se le antojó una mariposa perseguida por implacables fumigadores.
Entonces recordaba sus sueños. Sólo retazos. Los caballos eran plumas al viento y los rinocerontes, quizás los animales más feos de la creación, aparecían junto a los ciervos y las jirafas en las fotografías de su álbum de nubes.
Entonces pensaba, no sin razón, que los recuerdos yacían en el dorso de las palabras. Y también en el eterno fuego de la vida, aproximándose, a la velocidad de la luz, como esas estrellas en las que los elementos (carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno) nunca se pusieron de acuerdo en inventarse una mísera miasma.
En su álbum de nubes, el silencio representaba las llamas que no arden. Las palabras, sin embargo, eran las alas del ave que planea, las olas enfurecidas que dibujaban animales prehistóricos. Cuando regresó a la cocina, las hormigas se habían esfumado, preparó la cafetera, encendió la bombilla de cuarenta vatios y se recogió en su bufanda de claridades. Y entonces, comprobó, no sin sorpresa, que afuera llovía intensamente.
En su álbum de nubes, la luna sólo aparecía cuando él la invocaba. Mientras hacía la cama todavía notó que la almohada estaba empapada con el sudor de sus sueños. Aunque quizás fueran las lágrimas de Van Gogh: esa desesperación sin límites manchando de amarillos y azules intensos el declinar del día.
- ¡Todavía con esas láminas clavadas con chinchetas en la pared!- le recriminaron las hormigas, que habían regresado en multitud, pisándose unas a otras.
Rogándole, o mejor dicho, ordenándole que se callase:
- ¿Qué es ese alboroto? – exclamaban al unísono - ¡La noches son para dormir!
Y él se dejaba flagelar sin una queja, consciente de que seguía al otro lado del mundo. Paciente, a pesar de todo. Entonces, empezó a pasear, tambaleándose, por el pretil del horizonte. Como los equilibristas del circo de su álbum de nubes. Y aunque la bruma matinal desnudara el cielo de perfiles y destellos, él seguía contemplando la luna, con sus arrugas y mechones, con sus ojos, su nariz y su boca. Como un espantapájaros en medio de los campos de trigo de Van Gogh. Siempre encendido, espantando a las mariposas.
Texto: Artur Montfort
Pintura: Van Gogh, La noche estrellada, 1889, óleo sobre lienzo, 73´7 x 92´1 cm
Nueva York, The Museum of Modern Art.

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18.4.08

Nos queda lo que nos queda


Cómo pasear sin zapatos.
Cómo hacer un libro que llegue a ser un acto en sí mismo.
Porque la mimosa que le regaló su amigo Nubo ahora es enorme y hermosa y flanquea el páramo retando al viento y la lluvia. Y tuvo a su hija en sus manos, y pudo ver como crecía, como decía sus primeras palabras. Ahora, cuando responde al teléfono con monosílabos sabe perfectamente que está viendo los dibujos animados de la tele y no quiere ser molestada. Sin embargo, los libros que ha escrito guardan silencio, como en un cementerio de palabras.
¿Cómo conservar un libro?
Ahí está la sabia respuesta de un tal Felipe Benítez Reyes, que él leyó y subrayó en un suelto de EL PAÍS: “De los libros nos queda lo que nos queda en los dedos cuando atrapamos una mariposa. Los libros leídos se recuerdan como se recuerdan los cuerpos amados o el frescor de las aguas del mar: con la impresión de haber sido dueños de un espejismo que se manifestó en el pasado.”
Quizás sea por eso que le acecha la tentación de dejarlo. Porque dejar de escribir podría ser también sea una forma de escribir, una postura. No porque no haya más remedio, como diría el loqueras de Leopoldo María Panero, sino como un gesto, como hicieron el poeta Rimbaud, el surrealista Duchamp y el ajedrecista Bobby Fischer.
Es una isla sin náufrago. Cada día amanecen pequeñas explosiones de silencios. Como fuego de artificio, las palabras suponen un parapeto ideal para negociar con la realidad. ¡Negociar! Nada de combatir. Nada de ganar. En esta lidia no hay vencedores ni vencidos. Tanto tiempo mareando la perdiz para llegar a la amarga certidumbre de que su memoria es su disolución. Sólo cadáveres. Llegados a cierta edad, mirar atrás deja de tener poesía. Es, la mayoría de las veces, un puro trámite. Un sello de caucho estampado en un impreso. Un certificado. ¿La muerte? Cualquier día alguien se mesará el cerebro pesando en qué contenedor echa sus papeles, sus objetos.
Me desperté una mañana convertido en un repelente escarabajo”, dijo Kafka, aunque – piensa él- no es del todo imprescindible llevar las cosas a este extremo. Y tampoco es que baste con El Mesías de Haendel para calmar un espíritu carcomido por la atemporalidad general y el portero en particular. El portero de la finca es peor que un taxista renegando del caos que se cierne sobre el mundo, desde la cruda perspectiva de las noticias de la radio y la inmejorable panorámica de su GPS. En eso también hay disputas. Una mayoría relativa de vecinos afirma que el portero es peor que un taxista porque al portero hay que aguantarlo todo un día. En algo estamos todos de acuerdo. Si fuera ministro, nos detendría a todos por mil razones, la primera por entretenernos demasiado con el ascensor y entorpecer el tráfico de un edificio de ocho plantas, con cuatro puertas por planta. Y es que hay trabajos que marcan la belicosa impronta que desde los sirios y los guerreros de terracota llevamos dentro. Una marca en nuestros genes. Un certificado.
Tímidas lluvias y claros por toda la península. La pertinaz sequía. Él sabe perfectamente que no viene al caso, pero este tiempo tan variable impide que las chicas se destapen. Ya sabe que suena horrible, que en estos casos es mejor callarse. Punto en boca. Pero añora ese momento festivo en que ellas se ponen de un provocativo que, francamente, resulta un pecado mortal no mirarlas. En lugar de eso, los semáforos propagan sus colores primarios y el frufrú de los paraguas a medio usar levanta paisajes agrisados.
Aunque él siempre ha sido un hombre agradecido y positivo. Por eso mismo, se le levanta el ánimo sólo con comprobar que su compañera de oficina lleva un sostén fino, de encaje, y no una de esas sosas prendas de uniforme que llevan las enfermeras y las muchachas de la limpieza, o las mujeres que ya han tirado la toalla en lo que se ser refiere a su aspecto físico.
Porque, y esto no deja de ser una digresión más, una teoría general sin ninguna pretensión científica, un hablar por hablar, cuestiones banales y aparentemente frugales como ésta, le son, en cierta medida, necesarias. Si del decurso de los acontecimientos que creemos sustanciales – reflexiona - desaparecieran todas estas cosas, la vida dejaría de ser, incluso, imperfecta y no nos quedaría ni lo que nos queda.
Texto: Arturo Montfort
Fotografía. Eduard: xarxa (to Mrgud)
Barcelona. 31 de Octubre de 2006
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16.4.08

Bukowski, el vagabundo


"Bukowski: Henry Bukowski. Así que me dije: ‘Henry Bukowski no suena bien.’
Luego probé Charles Bukowski. Charles es una palabra recta y Bukowski sube y baja. Así que una contrarresta a la otra. Me dije: ‘Ahora sí que suena a escritor. Charles Bukowski.’ De modo que me he convertido en Charles Bukowski por dos motivos: el primero es que me he cansado de que mis padres me llamaran Henry y luego por un motivo, digamos, puramente fonético.
Pero en realidad tampoco me gusta que me llamen Charles, suena muy bien en la página escrita, pero tener a alguien que dice: ‘¡Oh, Charles!’, tampoco me gusta eso, de modo que estoy muy confundido, y le digo a la gente que me llame Hank. ¿Entiendes?, es todo un follón.
Sí, Charles Bukowski está muy bien en la página escrita, pero no quiero que me llamen Charles. Hank, el buen diablo, Hank Bravo, viejo Hank.”

“Siempre he admirado al malo, al forajido, al hijo de puta, No me gustan los buenos chicos de pelo corto, corbata y buen empleo. Me gustan los hombres desesperados, los hombres con dientes rotos y el cerebro roto….
Me interesan más los pervertidos que los santos. Con los vagabundos consigo relajarme porque yo también soy un vagabundo. No me gustan las leyes, la moral, las religiones, las reglas. No me gusta dejarme moldear por la sociedad.”
CHARLES BUKOWSKI. Entrevista con Fernanda Pivano en Lo que más me gusta es rascarme los sobacos, 1982, Anagrama, 2000, Pág. 29 y 90

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12.4.08

La noche americana

Y a pesar de que la profesora seguía de pie ante el encerado, en ese entramado de olores a tiza, humedad y libros viejos prestados en la biblioteca, con sus pláticas sobre el arte etrusco, y la escritura cuneiforme, Alberto creía percibir en sus gestos algún tipo de bienvenida hacia su persona, una mirada furtiva, una señal en definitiva, justo cuando ella les leía a Rabindranath Tagore, el gran poeta bengalí, como extraído de una chistera mágica que sólo ella poseía, y todo el mundo acababa proclamando su propia ocurrencia al respecto. Y así llegarían invariablemente al final de la noche, a ese famélico momento al borde de las palabras en que, cansados, escucharían no sin cierto alivio:
- “¡La hora!”
Y se pusieron los abrigos y cazadoras y, sin dejar de hablar, se abrieron a la otra noche, la del adiós y hasta mañana, y Alberto, sin poderlo evitar, sin poder evitar que ese tiempo se le escurriera de entre los dedos, y con él la noche toda entera, y sin poder hacer otra cosa que contemplar como ella, Alicia, la profesora, se alejara para siempre, o hasta mañana que para el caso era lo mismo. Sí, ese pequeño y espeso mundo que para él era la noche, que le subía por el esternón hasta el cerebro y allí se quedaba durante un buen rato hasta que le volvían a invadirle una vez más esos deseos absurdos e inconfesables, su boca llenándose de su boca y de su piel, sus pezones oscuros endureciéndose en su lengua, seres extraños, los dos, en un planeta extraño que se extingue, o que se expande, que para el caso era lo mismo. Para acabar durmiéndose entre sábanas blancas, olor rancio a tabaco y cuarto cerrado, como si todo fuera mentira y él mismo, y sus malditos sueños, más invención que la propia mentira.
Para regresar al día siguiente, y al otro, a la normalidad, si es que podía llamarla normalidad a esa agonía que lo torturaba. La normalidad con su acorde suave de plumas, el chirimiri de los cuchicheos de los otros alumnos y el imperceptible aleteo de las páginas. Vayamos, – decía Alicia- hasta la página ciento treinta y dos. Es cierto que, a veces, las palabras de Alicia conseguían apaciguarlo, tranquilizarlo, de algún modo que ni él mismo comprendía. Aunque era en situaciones como ésta cuando, sin previo aviso, se encontraba con sus ojos - justo cuando José Luís le anunciaba alguna comidilla Súper Interesante que le contaría a la salida – y un vuelco en el corazón lo dejaba K.O. para toda la noche. Y era justo entonces cuando se sentía más cobarde que nunca.
Y todo eso ocurría en un tiempo que, intuía, todavía no era el suyo. Siempre el mismo e interminable transcurso de las noches de invierno, los abrigos y tabardos amontonados sobre los pupitres del rincón, las manos manchadas de boli, como mariposas en los dedos, y la sombra de ceniza en los párpados de aquel tiempo minúsculo que se resistía a marcharse, colándose por los agujeros de las cerraduras. Y, sobre todo, bajo la mezcla de polvo de tiza y neón gastado, ese entramado de secretas y diminutas complicidades que se materializaban en el acto de abrocharse el abrigo, de percibir con agrado, al salir a la calle, esa gota de humedad en los ojos justo antes del último adiós, cada noche.
Y así hasta que a Alicia se le ocurrió decirle:
- En el Verdi reponen una película de Truffaut. Podríamos ir el domingo…
El susto fue mayúsculo. Contó precipitadamente los días que faltaban para el domingo y el nudo que se le formó en la garganta casi le impedía respirar.
Y mientras regresaba a casa, cabizbajo, porque a veces cuando los sueños se materializan es todavía peor, pensó para calmar su ansiedad.
- Bueno, sí, esos matinales que no comprometen a nada.
Al atravesar el umbral de la entrada al cine, el brusco cambio de luz casi la obligó a cerrar los ojos, mientras buscaba a Alberto entre las escasas personas del vestíbulo. Inmediatamente una figura borrosa fue a su encuentro y levantó la mano en un ademán de saludo ciertamente tosco, aunque más bien parecía que pidiera socorro. Quizás por eso le agradó. Fue entonces cuando percibió sus ojos ahora más luminosos que nunca, diciéndole “¡Hola!”, dejándose llevar los dos por una especie de encantamiento. Y, enseguida se pusieron a hablar. Hablaron de la película mientras cruzaban el vestíbulo hacia donde la taquilla y él le contaba todo lo que sabía referente a la magia del cine, ya no como en clase, cuando él contestaba a sus preguntas, sino con autoridad, como se habla a un amigo que te escucha con interés exclusivo, y más concretamente acerca de esa disciplina llamada “noche americana”, una técnica que se sacaron los americanos de la manga, ¿quién, si no? Y que consistía en rodar las escenas nocturnas durante el día sirviéndose de unos filtros y con todas las ventajas de rodaje consiguientes.
- Genial ¿no? - dijo él.
Entraron en la sala y fue entonces cuando a Alicia le cayó encima la oscuridad ruidosa y fría. Sí, es cierto, pensó en “la noche americana”, una técnica, le acababa de contar Alberto, para simular que el día es la noche. Y, claro, consideró la circunstancia de aquella cita, pensada en todo momento como casta, un matinal blanco y perezoso que fluctuaba ahora mismo en sus labios como un ensueño. Y al sentarse y rozar su pierna, Alberto se encogió en el fondo de su butaca, estableciendo un puente de salvación con la pantalla, tratando de recordar por un instante, y quizás por toda la vida, que junto a él se hallaba Alicia, con sus elegantes gafas ray ban y su jersey rojo, y el cabello recogido con aquel vistoso pasador de cuero.
Recordar, sí, lo más difícil sería recordar que alguna vez se halló instalado en una mañana soleada de invierno y no en aquella aula desvencijada repleta de constelaciones opacas y medio dormidas, recordar que su respiración pendía como un hálito de calor sobre su pecho, que el tiempo volaba suave y nuevo en aquel abismo matinal, sin la protección de los pupitres y la atmósfera sofocante invadida por las risotadas patibularias de los alumnos. Recordar que el codo de Alicia rozaba su brazo inmóvil, inerte, paralizado. Recordar para siempre esa delgada mano que acariciaba su pecho, sus labios, sus ojos.
Y entonces pensó que amaba a Alicia. Porque, lo averiguaría mucho más tarde, el que ama es el afortunado. Y con sólo ese pensamiento se sintió feliz, tan feliz, tan dichoso, que descansó, descansaron sus tensos músculos. Sus ojos reposaron finalmente bajo los inermes párpados, y cerró por fin el libro de Kafka y desistió de escribir aquella frase en la libreta y depositarla luego a escondidas en el libro de su profesora, “¡Vaya idea más extravagante!” Sí, cerró el libro y dejó caer lentamente su cabeza sobre los brazos formando una cruz sobre la mesa y se quedó dormido hasta que su madre se acercó sigilosamente y cerró la lámpara de la mesita de noche, y se quedó así, tan dormido en aquella noche de invierno casi sin estrellas.
Texto: Arturo Montfort

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Daniel Cantero: El túmulo de Susana Llanes


Podría convenir deciros algo acerca de Susana LLanes. Pueblo o ciudad pequeña, infierno grande. Casi todos nos conocemos más o menos. O nos presentimos.Susana era uno de esos tres o cuatro iconos sexuales que siempre los hay. Una persona bastante desagradable en el trato, brusca, no bonita aunque sexy y voluptuosa. Extremadamente voluptuosa. Ella leía a Sartre, a de Beauvoir, a Camus y en eso estaba. Incluso, en su casa, organizaba lecturas comentadas de "La náusea", de "Los mandarines", etc. Cierta vez, en Isla Mala (pueblecito uruguayo), fuimos con la coral del Liceo, cantamos, luego un baile. La invité a bailar. A la segunda o tercera pieza de baile me dice y me dejó paralizado: "eso que estás por decirme no me lo digas". Bien. Nunca acabaré de entender ese sexto sentido de las mujeres. ¿Cómo es que se dan cuenta?

En las agarraderas del arroz del papel donde te desvaneces
Las aguas desarrollan sus lagartos de piedra
En el fondo ambarino ella es toda la tristeza y sus púlpitos
Aquella mañana esposada con el equilibrio del aire que nació
Llevaba una cesta para mi abuelita
Dormida en la obsidiana de los lobos
Y encontré el túmulo de Susana Llanes
Suspenso en las sombras elásticas
Bajo las cuales Susana sueña contrariedades
He vuelto a ver la mano
La misma que espanta al borrapaisajes
En un envión de huesecitos viene hacia mí
Cae en mis labios
Tacta la luna rota
La luna de los gemelos
Y el ojo milimétrico
Y el ojazo planetario cautivo miran la criatura
Que se desteta de la mano
Es el maldito sol grita la lisboeta de las plazas
El quemador celeste en su calesa
Y el mar que huelo La maldita pecera negra dice la ciega de Belvedere
Dos pares de ojos en dos pares de órbitas cientos de pares de ojos en cientos de pares de órbitas que salen y arrastran luz y entran y tumban luz en las troneras
Es el viento loco del páramo gime la paramera niña quien habita el recodo del canal de la mano de la miel de las hadas
Es la lluvia de las cigüeñas musita el campanero
La lluvia de la sequía hirió el seno de la lluvia de las inundaciones y usa un vestido de trillones de gotas abatidas
burbujeadas
despampanadas
Y el fuego desbocado exclama el quitabosques
El fuego humeante hasta las mejillas de Liverpool
Es la tormenta brama el farero con la boca llena de gaviotas y alevines
La isla de las voces del pecho de la tormenta
Las voces de la isla de corazón tormentoso y tórax de hayas arrancadas de cuajo
La tempestad que riza la mesa de los judíos
El vendabal empecinado La irrespetuosa cola del látigo de 7 gatos
Es el cielo por los colores debilitado dice el piloto de Saint-Exupéry
El cielo económico de los pobres
Que aplasta pisatierras
Y es la tierra dice el hortelano
La ruidosa
La desagradecida
La polvorienta
La orgullosa tierra donde se combate
Eso dicen las voces arboladas en el lenguaje
El sentido de las palabras con cuchillos que
No cortan el pan de la lengua
Las palabras magmáticas con uñas de cristal
Que sostienen a los muertos
El día llega a su último coleóptero
Y en el túmulo de Susana hay otra piedra
Como si las piedras no fuesen otros tantos cuervos acantilando víctimas y verdugos
Las grúas de la tarde se llevan los amores de los niños
Texto: Daniel Cantero
Fotografia. NinaNik: XXX
New album. Bulgaria. 13.1.2007
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10.4.08

Cuando te disparan, sangras

Hace tiempo, cuando se estrenó Grupo Salvaje, de Sam Peckinpah, en la rueda de prensa una periodista alzó la mano y preguntó en tono inquisitivo: ‘¿Qué necesidad creen que hay de mostrar tanta sangre?’.
Ernest Borgnine, uno de los actores, respondió con aire perplejo: ‘Pero, señora, es que, cuando te disparan, sangras’. La película se filmó en plena época de la guerra del Vietnam.
Me gusta esta frase. Posiblemente sea uno de los principios básicos de la realidad. Aceptar las cosas difíciles de desentrañar, aceptar el hecho de sangrar. Disparar y sangrar.
Es que, cuando te disparan, sangras.
”Haruki Murakami: Sputnik, mi amor, Tusquets, Andanzas, 2007, Pág. 156

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6.4.08

Julio Cortazar: la hora del café con leche


"Vos tendés a moverte en el continuo, como dicen los físicos, mientras que yo soy sumamente sensible a la discontinuidad vertiginosa de la existencia. En este mismo momento el café con leche irrumpe, se instala, impera, se difunde, se reitera en cientos de miles de hogares. Los mates han sido lavados, guardados, abolidos. Una zona temporal de café con leche cubre este sector del continente americano. Pensá en todo lo que eso supone y acarrea. Madres diligentes que aleccionan a sus párvulos sobre la dietética láctea, reuniones infantiles en torno a la mesa de la antecocina, en cuya parte superior todas son sonrisas y en la inferior un diluvio de patadas y pellizcos. Decir café con leche a esta hora significa mutación, convergencia amable hacia el fin de la jornada, recuento de las buenas acciones, de las acciones al portador, situaciones transitorias, vagos proemios a lo que las seis de la tarde, hora terrible de llave en las puertas y carreras al ómnibus, concretará brutalmente. A esta hora casi nadie hace el amor, eso es antes o después. A esta hora se piensa en la ducha (pero la tomaremos a las cinco) y la gente empieza a rumiar las posibilidades de la noche, es decir si van a ir a ver a Paulina Singerman o a Toco Tarántolaz (pero no estamos seguros, todavía hay tiempo). ¿Qué tiene ya que ver todo eso con la hora del mate? No te hablo del mate mal tomado, superpuesto al café con leche, sino al auténtico que yo quería, a la hora justa, en el momento de más frío. Y esas cosas me parece que no las comprendés lo suficiente."
Julio Cortazar: Rayuela, Cátedra, 1984, edición crítica de Andrés Amorós, Capitulo 41, Págs.

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5.4.08

Bustamante


En el curro yo era el “segundo de a bordo”, es decir, el ayudante del “Jefe”, que no era exactamente el jefe, sino el ayudante del encargado o similar. En aquel almacén faltaban estanterías metálicas y sobraba cualquier atisbo de organigrama, pero el sentido de la jerarquía es como una mancha de aceite, se expandía hasta los límites más recónditos. “Mi Jefe” era Bustamante. Juntos descargábamos camiones y trailers procedentes de Alemania y Holanda, y también de Bélgica y Luxemburgo (que antes se llamaban el Benelux, como el desodorante). Llegaban repletos de material de construcción, estructuras metálicas, cañerías y grifería, el material más pesado del mercado. Nosotros no fabricábamos ni un tornillo. “Somos distribuidores”, decía ufano el Jefe del ayudante. Bustamante era un cretino, siempre anunciaba “Viene un camión de los Países Bajos” y a Contreras le daba la risa porque le recordaba, decía, a las viejas cuando hablan de que a fulanita la han operado de abajo. Mientras tanto, yo le daba a la petaca, aunque un trago me sabía a poco y sólo cuando me cepillaba la petaca entera empezaba a ver las cosas con un cierto optimismo. Sin embargo, la petaca ya no enroscaba bien, y siempre acababa manchándome los pantalones, así que parecía que me había orinado encima.
- Te has meado encima, so guarro.
Me soltaba Bustamante, con sus piernas arqueadas de jinete picador sin pica ni caballo. Bustamante hacía tiempo que me buscaba las cosquillas. Además, se pasaba todo el día colgado de su canuto y nunca invitaba, una descortesía inaceptable desde mi punto de vista, máxime cuando yo siempre le ofrecía de mi petaca. Me miraba a través de la neblina, de sus ojos sucios y afantasmados y se hacía el ausente. Y cada dos por tres me tocaba descargar todo el camión porque él ya estaba contándole su vida a las cañerías de la estantería 24, cuarto palé a la derecha, su butaca preferida. Aunque lo que más me molestaba de Busta eran sus cuescos. De aquí saqué mi particular teoría general sobre el origen de las especies y del Universo en particular: el famoso Bing Bang fue un pedo de Dios, el gran pedómano. Una llufa de las que llaman con rabo: la que empieza fino y termina con porra y huele mal. También se la tiran los electricistas mientras te reparan la instalación para las nuevas lámparas halógenas, los municipales, los funcionarios y las amas de casa en su habitual ronda en el Super. Reflexiones profundas como ésta me hacían sentir como CASI HEMINGWAY echándose un cuesco mientras disparaba contra los elefantes.
Así que un buen día se me cruzaron los cables y le aticé a Bustamante con un tubo del dieciocho. Si hubiera cogido uno del nueve seguramente la cosa habría quedado en una minucia, apenas tres puntos en el ambulatorio y ahora no estaría contándoles esto desde la cola del paro y con una citación judicial en el bolsillo por agresión con agravante de premeditación y alevosía, pero con uno del dieciocho no podía albergar excesivas esperanzas. Un reguero de sangre negruzca se le enroscó por la oreja hasta formar un pequeño y mísero charco. Suficiente para llevarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos pero no lo bastante como para acabar en el tanatorio. Yo, francamente, esperaba una sangría al estilo de La Matanza de Texas, pero de eso nada, demasiadas películas. La realidad siempre es así, descorazonadora, nunca está a la altura de lo que se espera de ella.
Texto: Arturo Montfort

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2.4.08

Mientras duerme


Cada mañana es una hora menos, no solamente hoy (habitual cambio de horario de primavera), mientras él dormía, que a las tres eran las cuatro, Cada mañana debe poner los relojes en hora porque es un hombre que utiliza los ojos y la cabeza, aunque también la ironía cuando conviene, y cuadernos sin pautar en los que escribe cosas que oye u observa, con su bolígrafo Plot punta fina y azul. El azul es su color preferido para escribir, cuando no lo hace en el ordenador. El amarillo para todo lo demás. Hay días en que esa telaraña de códigos, costumbres y reglamentos le hacen la vida más llevadera. Otros, sin embargo, resulta una pesada carga. También miente, o por eso mismo, con frecuencia, sobre todo cuando dice:
- Los Leo lo soportamos todo.
Mientras viaja en el metro, cada palabra pensada es tan ceniza sin una página en blanco que apenas oye el traqueteo del vagón. Él bastante tiene con acomodar el torbellino de su pensamiento a las palabras y frases, procurando que guarden algún sentido, intentando poner orden donde no lo hay, porque incluso las comas y los puntos van y se ponen de pie y empiezan a andar por sus meninges, convirtiendo una historia en una histeria, un cuento en una fórmula cuántica, reinventando una escena de domingo por la tarde, el fuego de la chimenea y el crepitar de sus llamas meciéndose entre una suma de silencios, y un pomo igualmente silencioso que gira sobre si misma para dar paso a la mano de un asesino con una navaja en la otra mano.
Admira a Hopper porque cada pintura suya encierra el germen de una historia estática y opaca, triste y melancólica – como ésta que está a punto de imaginarse - y quizás sea por eso que su propia fragilidad le haga buscar gente despiadada con la que congraciarse con un mundo que no hace concesiones a la bondad. Ha perdido dos kilos en el último mes y le gustaría tener un perro y un estudio más amplio desde donde poder ver el mar sin las barreras de los edificios y el mutismo de los tejados.
Su día perfecto siempre es mañana pero cada noche, mientras duerme, es una hora menos y a las tres son las cuatro, y entre una cosa y la otra algo debe ocurrir porque, justo ahora cuando, en el interregno del insomnio, se halla tan a gusto sentado en su sofá contemplando las llamas de la chimenea, sin saber si son las tres o las cuatro, escuchando plácidamente Stabat Mater, de Vivaldi, le ha parecido oír un leve ruido, algo así como un pomo girando sobre si mismo, una puerta abriéndose lentamente, empujada hábilmente por la mano de un asesino.
Texto: Arturo Montfort
Pintura: Edward Hooper. Office at Night, 1940.
Walker Art Center, Minneapolis, Minnesota
WebMuseum, París

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