El elefante
¡Lo que hay que hablar para aguantar un miserable cuarto de hora de parloteo! Quince minutos de reloj. Esto lo comprobó Juan mientras ensayaba su discursito sobre Kafka ante al paciente y sacrificado Alfonso.
Alfonso poseía un corpachón monumental y la paciencia del santo Job. Y Juan mucha cara. Mozo y administrativo, respectivamente, del almacén de materias primas de una empresa del ramo de la química. Juan abusaba de la bondad de Alfonso obligándole a que hiciera las veces del supuesto público que debería escuchar extasiado su brillante disertación sobre una novela de Kafka que empezaba así: Un día se despertó Gregorio Samsa convertido en un repelente escarabajo..., etcétera.
A modo de venganza, cuando Alfonso le sorprendía adormilado, recostado sobre uno de los sacos de gelatina del almacén, se acercaba sigilosamente, entre escobas nuevas, mezclas y colorantes, y le atacaba con una ferocidad que rayaba lo hilarante, arrojándole varias toneladas de papel higiénico marca El Elefante. El papel higiénico El Elefante venía envuelto en un papel de celofán de un tono amarillo chillón, aunque de baja calidad, con el simpático y gracioso dibujo del citado proboscidio.
Alfonso se reía de Juan. Lo hacía sin malicia, su risa era ancha como la estepa y sonora como el trueno. Se reía del tal Kafka, de ese Marcuse y, por supuesto, de los hermanos Marx y Engels, pero, sobre todo, se reía de Juan. Y lo hacía mientras sorbía su dosis impuesta de agua mineral, ya que debía beberse dos botellas diarias, prescripción médica por un riñón que le daba la lata. Se reía dentro de su mono azul y su risa se vertebraba a través de su amplia panza para convertirse, así, en un eco sarcástico, aunque benigno. Los pobres seguirán siendo pobres y los ricos, ricos, yo trabajaré toda mi vida para malvivir y nunca tendré un Mercedes. Y tu te casarás, te comprarás un piso y un coche o yo no me llamo como me llamo.
Le decía como jactándose, pero con un característico fondo de ternura en sus palabras. Desde Sócrates, no ha existido filósofo más lúcido que Alfonso.
Alfonso poseía un corpachón monumental y la paciencia del santo Job. Y Juan mucha cara. Mozo y administrativo, respectivamente, del almacén de materias primas de una empresa del ramo de la química. Juan abusaba de la bondad de Alfonso obligándole a que hiciera las veces del supuesto público que debería escuchar extasiado su brillante disertación sobre una novela de Kafka que empezaba así: Un día se despertó Gregorio Samsa convertido en un repelente escarabajo..., etcétera.
A modo de venganza, cuando Alfonso le sorprendía adormilado, recostado sobre uno de los sacos de gelatina del almacén, se acercaba sigilosamente, entre escobas nuevas, mezclas y colorantes, y le atacaba con una ferocidad que rayaba lo hilarante, arrojándole varias toneladas de papel higiénico marca El Elefante. El papel higiénico El Elefante venía envuelto en un papel de celofán de un tono amarillo chillón, aunque de baja calidad, con el simpático y gracioso dibujo del citado proboscidio.
Alfonso se reía de Juan. Lo hacía sin malicia, su risa era ancha como la estepa y sonora como el trueno. Se reía del tal Kafka, de ese Marcuse y, por supuesto, de los hermanos Marx y Engels, pero, sobre todo, se reía de Juan. Y lo hacía mientras sorbía su dosis impuesta de agua mineral, ya que debía beberse dos botellas diarias, prescripción médica por un riñón que le daba la lata. Se reía dentro de su mono azul y su risa se vertebraba a través de su amplia panza para convertirse, así, en un eco sarcástico, aunque benigno. Los pobres seguirán siendo pobres y los ricos, ricos, yo trabajaré toda mi vida para malvivir y nunca tendré un Mercedes. Y tu te casarás, te comprarás un piso y un coche o yo no me llamo como me llamo.
Le decía como jactándose, pero con un característico fondo de ternura en sus palabras. Desde Sócrates, no ha existido filósofo más lúcido que Alfonso.
Etiquetas: crónicas
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