28.12.12

Los frescos del barrio






 
En tercero de bachillerato suspendí tres asignaturas. En cuarto, cuatro, en quinto cinco y en sexto sólo recuerdo que aprobé una. Tanta simetría lejos de amedrentarme con alguna posible amenaza cabalística desfavorable me dejó indiferente. En realidad, mi padre, considerando una consigna del Partido (del partido de los pobres y de los perdedores) no expulsar la guerra civil de casa mediante El Imperio del Silencio e instruirme en el espíritu de la resistencia, lo único que consiguió fue acrecentar mi sensación de que yo era un subnormal. También es cierto que nunca caí, como otros, en el recurso de creerme un niño adoptado. Ojala hubiera sido así. 
Jaleado por mis dos profesores, a los que queríamos tanto (Oleguer y María Victoria), profesores de ciencias y de letras, respectivamente,  me pronuncié por la especialidad de “Letras” (también por las palabras y poemas de María Victoria, confesémoslo), para llevarles la contraria  a mis padres, a mis tíos y al director de la academia, quienes no daban un duro por mi futuro. Mi retina no está para demasiados trotes, pero todavía conserva la imagen del Consejo Familiar en la que mis tíos convencieron a mis padres de que mis capacidades, con mucha suerte, no llegaban más allá de la Oficialía Química. Nada casual que mi primo fuera Perito Químico (¡Una hazaña!), con perdón para los del ramo. Humillado por tanto menosprecio ante mis atributos intelectuales, decidí que haría Filosofía y Letras. Y me quedé tan pancho.
Mis padres, sufridores al máximo, recibieron –esto lo supe luego- mi extravagancia como una desgracia, como un crochet de izquierda, o peor que eso, como un castigo, aunque, todo hay que decirlo, en ningún momento se atrevieron a imponer su autoridad, con dolor en general porque, teniendo en cuenta los tiempos de precariedad y escasez en los que nos encontrábamos, mi decisión fue considerada poco menos que una frivolidad. “Los artistas se mueren de hambre”, sentenció mi padre. “¿Y qué tendrán que ver los artistas con esto?”, pensé yo.


 
Muy astutamente, elegí como asignatura optativa “Introducción a la Sociología” porque ya había decidido transformar el mundo y debía, por lo tanto, prepararme convenientemente para tan ardua tarea. La empresa exigía un esfuerzo y, sobre todo, una imaginación descomunal. Y también alguna que otra actividad que podríamos llamar complementaria. Leerse a Marx y a Lenin, por supuesto. Y a sus divulgadores, Althusser y Marta Hannecker. Y, ¡ay!, también algo de Mao Tse Tung. Confieso que esto último fue lo más duro del lote. Claro para según que situaciones apuradas siempre podías salirte por la tangente (transversalidad decimos ahora) y recurrir a algo más atractivo, por no decir sugerente, del tipo “Psicoanálisis y Marxismo” de Marcuse, que también daba el pego. No obstante, para doctorarse en Herbert Marcuse, el héroe de la revuelta estudiantil de Berkeley, había que leer, fijo, “El hombre unidimensional”. Lo intenté, lo juro, y efectivamente, sucumbí en el intento.
 


 
Parecía todo una película de Sergio Leone, en la que los buenos eran los revolucionarios, los feos los revisionistas y los malos, por supuesto, los capitalistas. Aunque si en algo estábamos de acuerdo unos y otros, buenos y feos, era en que la práctica frente a los malos debía ir debidamente diseñada y escoltada por la teoría.
De estos términos y de su significado poco a nada queda ahora. Ni siquiera el capitalismo, por obvio, se menciona se hace servir en esta fase convulsa del nuevo siglo en el que el lenguaje es lo único barato: corrupción financiera, bancos, sobornos y sobornados, falta de escrúpulos, ladrones, desahucios… Quizás porque los ojos de la Historia nunca revelaron como ahora la esencia corrupta de nuestra especie.
Tanta teoría y praxis obligaba, en definitiva,  a constantes y fatigosas reuniones de célula, término curioso, por otra parte, que reafirmaba el carácter “científico” del asunto. Exigía, por supuesto, agudizar en todo momento las contradicciones del sistema, promover asambleas reivindicativas e implementar incursiones a las zonas nada residenciales de la ciudad para incitar al proletariado a la Huelga General Revolucionaria. Esta tarea me jodía más que otra cosa, ya que imponía levantarse a las cuatro para llegar a tiempo a Pueblo Nuevo, pongamos por caso, a tiempo de desparramar las octavillas en la puerta de las fábricas antes de que llegaran los obreros. Y, enseguida, la policía. ¡Vaya ganas! Pienso ahora, unos y otros, y pido por favor que no se me tenga en cuenta esta frivolidad.
Éramos algo así como los frescos del barrio, sólo que en lugar de dispensar bollería, repartíamos cuartillas, todavía calentitas, recién salidas del “horno”, o de la vietnamita, que venía a ser lo mismo.