Los frescos del barrio
Jaleado por mis dos
profesores, a los que queríamos tanto (Oleguer y
María Victoria), profesores de ciencias y de letras, respectivamente, me pronuncié por la especialidad de “Letras”
(también por las palabras y poemas de María Victoria, confesémoslo), para
llevarles la contraria a mis padres, a
mis tíos y al director de la academia, quienes no daban un duro por mi futuro.
Mi retina no está para demasiados trotes, pero todavía conserva la imagen del
Consejo Familiar en la que mis tíos convencieron a mis padres de que mis
capacidades, con mucha suerte, no llegaban más allá de la Oficialía Química.
Nada casual que mi primo fuera Perito Químico (¡Una hazaña!), con perdón para
los del ramo. Humillado por tanto menosprecio ante mis atributos intelectuales,
decidí que haría Filosofía y Letras. Y me quedé tan pancho.
Mis padres, sufridores al
máximo, recibieron –esto lo supe luego- mi
extravagancia como una desgracia, como un crochet de izquierda, o peor que eso,
como un castigo, aunque, todo hay que decirlo, en ningún momento se atrevieron
a imponer su autoridad, con dolor en general porque, teniendo en cuenta los
tiempos de precariedad y escasez en los que nos encontrábamos, mi decisión fue
considerada poco menos que una frivolidad. “Los artistas se mueren de hambre”,
sentenció mi padre. “¿Y qué tendrán que ver los artistas con esto?”, pensé yo.
Muy astutamente, elegí como
asignatura optativa “Introducción a la Sociología”
porque ya había decidido transformar el mundo y debía, por lo tanto, prepararme
convenientemente para tan ardua tarea. La empresa exigía un esfuerzo y, sobre
todo, una imaginación descomunal. Y también alguna que otra actividad que
podríamos llamar complementaria. Leerse a Marx y a Lenin, por supuesto. Y a sus
divulgadores, Althusser y Marta Hannecker. Y, ¡ay!, también algo de Mao Tse
Tung. Confieso que esto último fue lo más duro del lote. Claro para según que
situaciones apuradas siempre podías salirte por la tangente (transversalidad
decimos ahora) y recurrir a algo más atractivo, por no decir sugerente, del
tipo “Psicoanálisis y Marxismo” de Marcuse, que también daba el pego. No
obstante, para doctorarse en Herbert Marcuse, el héroe de la revuelta
estudiantil de Berkeley, había que leer, fijo, “El hombre unidimensional”. Lo
intenté, lo juro, y efectivamente, sucumbí en el intento.
Parecía todo una
película de Sergio Leone, en la que los buenos eran los revolucionarios, los
feos los revisionistas y los malos, por supuesto, los capitalistas. Aunque si
en algo estábamos de acuerdo unos y otros, buenos y feos, era en que la
práctica frente a los malos debía ir debidamente diseñada y escoltada por la
teoría.
De estos términos
y de su significado poco a nada queda ahora. Ni siquiera el capitalismo, por
obvio, se menciona se hace servir en esta fase convulsa del nuevo siglo en el
que el lenguaje es lo único barato: corrupción financiera, bancos, sobornos y
sobornados, falta de escrúpulos, ladrones, desahucios… Quizás porque los ojos
de la Historia nunca revelaron como ahora la esencia corrupta de nuestra
especie.
Tanta teoría y
praxis obligaba, en definitiva, a
constantes y fatigosas reuniones de célula, término curioso, por otra parte,
que reafirmaba el carácter “científico” del asunto. Exigía, por supuesto,
agudizar en todo momento las contradicciones del sistema, promover asambleas
reivindicativas e implementar incursiones a las zonas nada residenciales de la
ciudad para incitar al proletariado a la Huelga General Revolucionaria. Esta
tarea me jodía más que otra cosa, ya que imponía levantarse a las cuatro para
llegar a tiempo a Pueblo Nuevo, pongamos por caso, a tiempo de desparramar las
octavillas en la puerta de las fábricas antes de que llegaran los obreros. Y,
enseguida, la policía. ¡Vaya ganas! Pienso ahora, unos y otros, y pido por
favor que no se me tenga en cuenta esta frivolidad.
Éramos algo así
como los frescos del barrio, sólo que en lugar de dispensar bollería,
repartíamos cuartillas, todavía calentitas, recién salidas del “horno”, o de la
vietnamita, que venía a ser lo mismo.