Saltando la alambrada


Algo de alambrada de espinos debería tener aquel Preuniversitario de Ciencias, que tantas bajas produjo entre el personal maltratado por un Bachillerato excesivamente largo, romo y más muermo que un Presidente de la Comunidad de Vecinos cuando le da el ataque de protagonismo y empieza a empapelar vestíbulo y ascensor con comunicados y amenazas de convocatorias de reunión. Pero no es menos cierto que no hay alambrada que se resistiera a un jovenzuelo proletario dispuesto a dejarse la piel por acceder a la ansiada (y mitificada) Universidad, aunque fuera por la puerta de servicio. Algo parecido a lo que ocurrió cuando las hordas bárbaras invadieron las casas de campo de senadores y patricios, en las afueras de Roma.
Cuando ese ejercito de plebeyos -sin oficio ni beneficio- nos favorecimos de la flojera del último franquismo no es que esperásemos encontramos con los siete sabios de Grecia,
- Hola, Mileto, ¿cómo andan las cosas por aquí?
pero tampoco esperábamos aterrizar en ese panorama tan desalentador. Los muros pintarrajeados. Los bedeles en franca decadencia, venidos a menos, exentos por completo de la autoridad que siempre les ha caracterizado. Los miembros de La Secreta descaradamente reconocibles dentro de sus inefables gabardinas. Los profesores, confundidos, huidizos o conspirativos pero, en cualquier caso, impotentes ante la turba famélica que atiborraba sus aulas, resignados la mayoría a que la clase se viera interrumpida una y otra vez por el agitador de turno, que se levantaba de su asiento y exclamaba: ¡Compañeros...! Estudiantes cantores: alumnos que siempre acababan voceando exagerados y airados discursos.
Y además, a falta de Mileto y Cia., allí ocurrían cosas rarísimas: envejecidos catedráticos eran abucheados en sus aulas. Bustos del dictador eran arrojados por la ventana del rectorado. Bellas señoritas con camisetas floreadas y andrajosos blue jeans se sentaban en las escaleras, en el suelo, encima de los pupitres tarareando canciones de Janis Joplin y fumando hachís. Grupitos de barbudos cuchicheaban en los rincones y se pasaban papeles secretos a hurtadillas.
Lo cierto es que, después de mucho buscar y husmear, en las aulas, en el bar... me costó Dios y ayuda encontrar algún que otro pijo, de los del suéter sobre el hombro y gafas de espejo, pero parecían más bien Náufragos que Capitanes.
Yo no salía de mi asombro. Y nada sería tan absurdo como negar que todo aquello me pareció terriblemente interesante.
Yo no salía de mi asombro. Y nada sería tan absurdo como negar que todo aquello me pareció terriblemente interesante.
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