13.7.09

Buenos días, amor

Nunca nos gustó hablar de la muerte. Para empezar, no nos gustaban los cementerios, ni los ritos funerarios, ni mucho menos las coronas de flores, ritual obligado donde los haya, con sus habituales frases y procedencia (de tus compañeros de trabajo, de tus queridos hijos), y en general de una despedida guiada por expertos ajenos al dolor. Evitábamos incluso mencionar esa palabra, muerte, y por eso cuando era del todo imprescindible cedíamos a la tentación del eufemismo. Así, la gente fallecía o faltaba o ya no estaba, estaba ausente o se había ido no se sabía dónde, pero jamás se moría.

Amé a Antonia todo lo que me fue dado amar. El amor es como el dolor, no hay vara de medir. Cada uno ama lo que sabe y puede, y sufre lo que sufre. Por eso, cuando ocurrió su inevitable y, por otra parte, anunciado final, no dudé ni un momento en respetar su decisión de ser incinerada, muy a pesar de las protestas de Julia, de tía Julia, su hermana, y, sobre todo, de mis dos hijos, de Ana fundamentalmente, que en seguida montó un numerito de los suyos y se puso poco menos que histérica, algo que me sorprendió, primero por el hecho de dar tanta importancia a que Antonia regresara a las cenizas, a la nada de donde todos procedemos, antes o después y, luego, porque tanta monserga con el tema procediera de una ex hippy, y eso si es que alguna vez lo fue, y a quien no le inquietó demasiado mi opinión, y mi dolor, cuando decidió irse a vivir a una especie de comuna de descerebrados con ansias de cambiar el mundo, ella que ahora lleva a su hija a una escuela con pedigrí, con clases de piano incluidas, se subiera a la parra vociferando no sé cuantas barbaridades sin ton ni son, todavía Antonia en cuerpo presente. Les comuniqué mi decisión irrevocable, o mejor dicho, nuestra voluntad profundamente meditada de no ir a engrosar ese hotelucho de triste confinamiento.

No te reconozco. Te estás volviendo un amargado, juraba y perjuraba mi hijo Andrés. No me preocupé en responderle, ni mucho menos en argumentarle. Se amarga el que quiere, el que confunde los primeros estigmas de la vejez con una cierta predisposición hacia la muerte. La vejez son otras muchas cosas, por supuesto. ¡Pero cuéntaselo a Andrés! Hecho todo un Peter Pan, sólo ve lo que quiere oír. Lo malo del paso del tiempo, no es lo que ha de venir, es entretenerse en mirarlo desde la distancia, porque el pasado visto desde tan lejos acaba por hacer daño, sobre todo cuando, además, se ve pervertido por la ambigüedad del lenguaje.

No en vano, el gran Cary Grant afirmaba que decirle a alguien ¡Qué joven estás! Es también una manera de decirle ¡Qué viejo eres! Lenguaje torticero donde los haya. ¿Será por eso que, cuando te haces mayor de verdad, para decirlo más claramente, cuando empiezas a perder las facultades no sólo físicas sino mentales, se te terminan las palabras, te vuelves silencioso, o repites siempre lo mismo, como una especie de bucle perverso que va reduciendo tu mundo hasta el tamaño de una canica, de las que utilizabas para jugar cuando eras niño? Y, para ahondar en la herida, si se me permite: ¿cómo puede existir un destino tan cruel y selectivo que va borrando tu memoria reciente y, avanzando como una tuneladora lo devora todo arrojándote, arrinconándote a los días de tu niñez y adolescencia, dejándote apenas un mísero y fragmentado polvillo de ceniza entre los dedos. Eso debe ser el cansino regreso al origen, a la primera residencia, a la mentira del Edén. Gran parte de nuestra vida está, si no forjada, sí al menos, anclada en la niñez, aunque esto no nos sirva tampoco de mucho consuelo.

Ahora mismo, no podía hacer otra cosa que volver la mirada hacia atrás y recordar nuestro primer encuentro, cuando conocí a Antonia quiero decir, como si fuera ayer mismo.

Nuestro primer encuentro tuvo un carácter casual y nada romántico, aunque a mí no me lo pareciera entonces, atrapado como estaba por el “principio poético” de que algunos hombres y mujeres nacen para estar encontrándose, y no como otros, para permanecer diariamente en la línea azul del metro sin encontrar no molestarse en buscar. Lo cierto es que todavía recuerdo las palabras de Antonia cuando, después de prestarle mi billete al verla encallada en el acceso automático a la línea quinta me dijo, con un desenfado que me dejó más indefenso que un portero ante un penalti:

- ¡Todavía quedan caballeros!

Y mira por dónde, el primer pensamiento que me asaltó, habiendo tantos de sugerentes y tan a mano, y mientras enrojecía vergonzosamente, fue el de que odiaba llevar cualquier prenda que no fueran tejanos limpios y planchados y justo ese día llevaba unos pantalones de lino que parecían más arrugados que los rostros más viejos de los pasajeros que nos rodeaban por doquier.

Nunca me he creído “la versión” de que la primera impresión es la que vale. Siempre la he considerado una hipótesis sencillamente gratuita. Por eso mismo he de confesar que, contrariamente a esta convicción, todavía conservo el estremecimiento que me produjo Antonia, cuando añadió a la mencionada frase de reconocimiento una sonrisa que a mí me pareció más que una sonrisa, no sé si me explico, porque si ahora les digo que, visto en perspectiva, me dolió en el alma no haber traído un ramo de flores conmigo para poder ofrecérselas, pensarán sencillamente que estoy loco. Eso y envolverla con mi mirada, como si mis ojos fueran mi piel, y pudiera tocarla con sólo mirarla. Dirán que se trataba del clásico “flechazo”, pero yo digo que las cosas siempre acaban esperándote. Hay personas que se buscan con los ojos. Hay cosas que se tocan con los lados. Hay personas que se enamoran y resulta inevitable su fascinación. A veces, las palabras son las que te conducen por el camino recto… Yo tampoco lo entiendo, pero es así, y así debemos aceptarlo de buen grado.

Estuvimos horas, días y semanas besándonos. En una de esas me dijo, no te asustes si lloro. Cuando me emociono mucho me pongo a llorar. Debe ser como una descarga de adrenalina. O, quizás también, que creía que este momento no llegaría nunca. Esta confesión me trastornó aún más. Y me conmueve recordar esa tarde, una tarde emborronada de nubes esponjosas y blanquecinas tras los cristales de la ventana de mi dormitorio, como salidas de una fotografía en blanco y negro.

Conocí a Antonia en el acceso automático del metro de la estación de Hospital Clínico, un lugar impensable para este tipo de encuentros. Sí, en la vida a veces pasan estas cosas, aunque nunca creí que sería yo uno de los elegidos. Pensaba que un hombre no le saca a la vida más que lo que pone en ella, pero me equivocaba. Ella, después de su airosa repuesta, y ya en el andén, se dejó acompañar transmitiéndome, sin necesidad de palabra alguna, que era ese tipo de mujeres más bien tímidas pero, a la vez, resolutivas, es decir, que saben lo que quieren. Mientras, mi maltratada memoria, sabiendo sin duda que no podía fiarse de mí, se esforzaba ya en conservar para el futuro, siempre incierto, ese rostro gótico y oscuro, engalanado de bucles del mismo color que la paja.

De pronto, la detuve cogiéndole el brazo y la besé. Mentalmente, quiero decir. Fueron mis labios la me enviaron un mensaje equívoco, como si la reconocieran desde siempre y, claro, me quedé transpuesto y sin saber qué decir. No era yo un dandy precisamente, así que ese fenómeno, imprevisiblemente sensual, al primero que sorprendió fue a mí mismo, el beso fue tan real que me quedé perplejo mientras que Antonia fingía no enterarse de lo que ocurría. Ella se paseaba entre el efecto de mi turbación y el desatino de mi atrevimiento, sin saber a ciencia cierta a qué carta quedarse, pero divertida al fin y al cabo. Mi actitud vacilante acabó incitándola a seguir el juego, así que seguimos hablando hasta que el convoy del metro paró en la estación. Protestó ligeramente cuando me vio elegir su mismo itinerario, pero más lo hizo al día siguiente, y al otro, cuando le iba a recoger a la salida del taller, y cuando ella refunfuñaba alegando que no nos conocíamos de nada y que su madre por aquí y su madre por allá, yo le respondía simplemente que sólo quería invitarla a un refresco y la volvía a besar lentamente desde el abismo de mi imaginación, abordándola continuamente con mi contemplación, sin acabar por ello de descubrir su soledad oculta. Yo tampoco sabía lo que ella pensaba, lo que se repetía mentalmente, no te enamores o acabarás llorando inevitablemente, como siempre.

Y nunca me quedaba solo tras su partida porque no había manera de huir de aquel perfume tan extraño.
Claro que, una vez en la cafetería o en el restaurante, ella decía quiero una coca-cola y yo saltaba, pero chica, tómate algo más fuerte aunque sólo sea para acompañarme y ella, finalmente, pedía un vermut. Y después de la comida dábamos no sé cuántas vueltas merodeando por la ciudad hasta encontrar un cine, quiero decir hasta encontrar el valor para entrar en un cine, porque no había manera de convencerla para ir al cine, claro que de todo eso hace ahora mismo tanto tiempo que parece como si realmente no hubiera ocurrido, y tampoco sé muy bien porque me viene siempre a la memoria no siendo ni mucho menos lo más importante. Me pregunto por qué el tiempo borra los malos recuerdos, o simplemente los sustituye por los buenos. Y también, también me pregunto, por qué los recuerdos, aún siendo buenos, llegan como una carga, con un recado de desconsuelo. Porque me entristece tanto aquel “Hola” que me diste la primera mañana que despertaste en el hospital, tan diferente de los demás, más lento, más tierno, envuelto en la cinta de una sonrisa.

Ayer tiramos las cenizas al mar. - Vaya problema -, había dicho Andrés, sobrado de argumentos como casi siempre, es decir, haciendo un problema de todo. ¿Y dónde las tiramos? ¿Cogemos la golondrina? No seas ridículo, le cortó Ana, que propuso que nos montáramos en su Volkswagen y nos acercáramos a Sitges y echáramos las cenizas mar adentro. A Ana le encantaba Sitges, como ella misma repetía una y otra vez, a la menor ocasión. Me encanta Sitges. Pero todavía le encantaba más el “mar adentro”. A mí, la verdad, me daba igual; pasados los primeros días me resultaba indiferente lo que hiciéramos con las cenizas. Qué absurdo, ¿no? Nunca me lo hubiera imaginado. Pero, tampoco me había imaginado este momento. Dicen que siempre hay una primera vez para todo. Lo cierto es que pasados los primeros días, y las semanas, la gente dejó de asediarme, sobre todo Ana y Andrés, mis dos guardaespaldas, tanta empalagosa amabilidad y benevolencia que, en realidad, encubrían mucho compromiso (u obligación, llámenlo como quieran) y bastante ordeno y mando. Tanta atención y tanta compañía llegaron a agotarme. ¡Por no mencionar las llamadas telefónicas! La cortesía puede abrumar al más pintado. Aunque por fin todo acabara por volver a la normalidad, es decir, a la soledad, que, hasta que se demuestre lo contrario, es el estado natural del ser humano. Y aunque algunos columnistas de pro digan que pasear es también civilización, para muchos viejos pasear es, sencillamente, además de un riesgo físico evidente, retardar el momento de volver a casa para reencontrarse con sus fantasmas. ¿Qué otra cosa es, si no, la soledad, aparte de saber que siempre seremos felices donde no estamos? Es decir, en ninguna parte.

Debo reconocerlo, así era. Al final me daba igual qué hacer con las cenizas. Ana me miraba acusadoramente, en tanto repetía su idea de peregrinación marítima, desplazarnos a Sitges, sesenta euros por una barca y un viajecito hasta aguas profundas, otro cementerio a la postre. En lugar de pensar en las cenizas, cada mañana, al despertarme, me invadía ese sabor amargo a manzanas y a aire limpio de nuestro primer encuentro. Lo reseguía mentalmente mientras me resistía a abandonar la visión del techo, la lámpara de campana glaseada y luz halógena vibrando ligeramente al paso del metro, su resplandor amarillento. Y una ensoñación arrasándolo todo. Aquel techo inundado, de pronto, de una muchedumbre de cielo sin estrellas. Sin ninguna maldita estrella.

La normalidad era, para ser precisos, un amanecer cruento, la inhumana estampa del edifico de enfrente, con sus múltiples ventanas naciendo lánguidamente a la luz de sus lámparas. Y entre las tinieblas de mi vista cansada, las siluetas de las personas, esas personas que probablemente se tenían unas a otras, que se hablaban y se reconocían al despertar. Al despertar miraba instintivamente hacia el lado de Antonia y la visión de la almohada, sin una arruga ni una marca, sonaba algo así como un golpe seco en la nuca. El hueco de ese despertar sin alma me empujaba hacia el balcón, la humedad restallaba en el mosaico de la fachada y la luz mortecina del amanecer me hacía daño con su indiferencia, como un temporizador que retardase la hora una y otra vez e hiciera de toda espera un castigo.

Así era mi vida... hasta que tiramos las cenizas al mar. Fue un acto que no consiguió conmoverme. Ana y tía Julia muy previsiblemente acabaron llorando mientras Andrés se mantenía digno en esa edad en la que todo gesto es nuevo y nada cansa. Yo no lloré y quizá por eso me gané una mirada expectante, furtiva y finalmente recriminatoria de mi hija. Es verdad, ni siquiera se me humedecieron los ojos, quizá porque presentía lo que ocurriría después, es decir, a la mañana siguiente de verter las cenizas en el mar, cuando desperté y no pude resistir la tentación de mirar en la cama la almohada impecable de Antonia, de mirarla con un deseo incierto de combatir ese olvido que ya iba creciendo a mi alrededor como una triste enredadera, restaurando a los objetos su inocencia original, un olvido que, sin duda, aunque muy lentamente, no tardaría mucho en invadirme con su playa de arenas movedizas (al fin y al cabo el olvido no era más que el recurso para seguir viviendo). Ensayé una vez más la convicción y la necesidad de seguir viviendo y fue desesperante, realmente fue desesperante contemplarla como siempre plácidamente dormida, con sus bucles de un blanco ceniciento arremolinados sobre la almohada, y ese breve ronroneo que era más antiguo que yo mismo, que algunas veces se parecía a la eternidad. “Buenos días amor”, esa frase que sonaba a benévola rutina en boca de cualquiera menos en la de Antonia y que ahora yo volvía a escuchar, como cada mañana durante más de treinta años.

Fotografía de Marcelo Aurelio: “Sobre el Cementerio”
Nocturama Fotoblog
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1806

Fotografía de Ferran Jordà: jhia dar
Álbum Woman. flickr: Galería de Ferran

Etiquetas:

Estúpido Cadillac



Nada de noche de póquer con los chicos. Nada de chicos, excepto los jovencitos. Nada de grupo parroquial, nada de partido revolucionario, nada de ir al bar al salir del instituto, nada de pandilla de baile (lo cual habría explicado las botas que llevo), nada de amores románticos imposibles, nada de nada, excepto estas fotografías clavadas con tachuelas que cuelgan en la pared de mi cuarto, donde se me ve con aspecto de macarra con esas estúpidas punteras que sobresalen de las botas.

Nada de pegarles el rollo a los alumnos, nada de ser profesor regeneracionista, nada de cambiar las mentalidades de las nuevas generaciones, nada de nada. Estúpido un rato. Sí, me dijo a mí mismo, eres francamente estúpido. Y todo lo demás. Vanidoso, vengativo, mentiroso, fraudulento y adúltero. Y estúpido. No obstante…

No obstante, quién puede esperar algo más de un chico de postguerra. Los chicos de la posguerra y de los putos planes de desarrollo no éramos modernos, no éramos nada, ni siquiera llegábamos a neorrealistas. Danzábamos con esa cara de imbéciles por las calles sin asfaltar, con nuestros pantalones cortos y el estúpido tirachinas. Y casi todo lo hacíamos en blanco y negro. Por eso mismo, acabé convirtiéndome en un vulgar fumeta, un cocainómano de mierda, hasta hice de camello una corta temporada entre esa panda de mamarrachos que se chiflaban tanto por el colorido de los automóviles americanos de los años cincuenta y de la señora Harley Davidson. Cubiertas de negro, y con los guardabarros plateados.

Escondía como podía la droga en la habitación que compartía con mi hermano. Cuando entraba y él dormía, no encendía la tulipa rosada del techo, que daba a la habitación un tinte de hálito pálido que parpadeaba, escondía la coca en la caja de selección de cedés de King Crimson y me quedaba tumbado en mi cama oyendo las olas o ni siquiera oyendo las olas, sin oír nada.

Difícilmente podía colgar el póster de un Cadillac último modelo, o de la Harley, porque el mercado no ofrecía estos productos o porque mis padres se negaban terminantemente a ensuciar esas paredes que tardarían su tiempo en ser pintadas de nuevo. O por lo primero y lo segundo y, además, porque mi hermano me los hubiera arrojado por la ventana del patio interior. No en vano mi vida siempre había sido cuartelaria, con aquella foto del general Franco en la pared del aula. El militar que llegó a general más joven en Europa, afirmaba el burro de mi profesor de Historia.

Pero sí tenía una foto de Ursula Andrews, que cada mañana, al despertarme, me susurraba al oído: “No es una pena, Joe, que no quieras comprarme… cuando eres la única persona a la que podría venderme”.

Para empezar el día, nada mejor que un “revolcón” con Ursula, ya me entienden. Y es que fantasear con otros mundos acababa aburriéndome. A no ser que alguien estuviera dispuesto a regalarme un Cadillac último modelo, modelo años cincuenta, por lo menos, que son los que me vuelven loco. Uno de color rojo pastel o azul turquesa, inmensamente largo y descapotable a poder ser.

Y esa ilusión me aligeraba un poco, no demasiado esa es la verdad, de esa ansiedad que tanto me disminuía ante los adultos. De una responsabilidad agobiante ante mis padres y ante el mundo, que esperaban un día tras otro que creciera, que demostrara algún atisbo de madurez. Y por eso mismo, cuando no podía más, cuando me entraba el “bloqueo”, me calzaba mis viejos zapatos y salía a la calle, como un aventurero en esas selvas de ojos fulgurantes que sólo existían en las novelas que devoraba por las noches. Me montaba en mi Cadillac imaginario y enfilaba una de esas carreteras interminables cuyo confín se perdía más allá de mi mirada. Más allá de las montañas y los ríos.

Etiquetas:

9.7.09

Charo: Unas gafas modernas y fashion

Le contaba a Lucas, un compañero de la sexta planta: ¡Algo ha cambiado en este país! No sólo las farmacias ya no son lo que eran. “Ayer mismo –prosiguió sin darle tiempo a Lucas ni a respirar-, y para no ir más lejos, el operario de la lavadora se presentó, al día siguiente de la avería, y de mi aviso. Lo que oyes: se presentó, previa atenta llamada a mi teléfono móvil. Lo tendrías que haber visto. Su maletín era digno de un técnico especialista diplomado en período de prácticas.”
Y, efectivamente, así fue como ocurrió. El operario mecánico se lo quedó mirando y él no dudó en confesarse:
- Son unas gafas Ray Ban. Modernas y fashion. Todo a la vez.
El hombre aguantó perfectamente el envite y se acercó, sin más, a la lavadora.
- ¿No carga el agua? Ummm...
- Pero el motor funciona, dijo él.
- Ummm... respondió el mecánico, mientras manejaba la lavadora, con la misma pericia con la que Juan Manuel solía manipular su mando a distancia.
Comprendió en seguida que el segundo Ummm quería decir, más o menos, déjeme tranquilo, yo a lo mío y usted a lo suyo. Oiga, soy un profesional. Creyó notar también una cierta decepción por no encontrarse con la habitual ama de casa que le acribilla a preguntas y le cuenta lo bien que iba la lavadora hasta que regresó de vacaciones. Por eso le dejó en paz. De profesional a profesional.
- ¡Señor!, - acabó reclamando su atención, al rato, desde la galería, hurgando en sus “caja” de herramientas, mientras él se hallaba regando las plantas, no fuera el caso de que le confundiera con el amante sarnoso de la ama de casa, y también por aquello de las apariencias, es decir, practicando alguna tarea útil en consonancia con las circunstancias.


- ¡Ya esta listo! Remató con satisfacción. Era... Bueno, para qué contarles. Les pasaría lo mismo que a Juan Manuel. ¿A quién no le falla una válvula al regreso de unas vacaciones pasadas por agua?
Fue el mismo Lucas, su compañero de Nóminas, quién aprovechando que la conversación había derivado de la lavadora a algún comentario malicioso sobre Olga, la de Devoluciones (“lo cierto es que la pobre lleva una sortija que le destroza la cara, no hace más que acentuarle todavía más las arrugas de la cara”), y de allí a la observación de Juan Manuel sobre su perentoria necesidad de un cambio de gafas.
Conozco una óptica que está en pleno centro, muy cerca de Pelayo, le sugirió Lucas. “Rompen precios y, además, ofrecen un trato personalizado, marcas de prestigio, en fin, que te sientes bien atendido”. Juan Manuel se lo quedó mirando sobre sus gafas achatadas, mientras manipulaba un documento, es decir, con desconfianza. Baste señalar que le faltó tiempo para especular sobre las posibilidades de que la óptica en cuestión fuera del primo de Lucas, o de su cuñado. Claro que cuando, tras una breve pausa, Lucas añadió: “Ideal para llegar al final de mes", con una sonrisa no exenta de complicidad, es decir –prosiguió-, “ideal para parados, funcionarios de a pie, ascensoristas, profesores de secundaria y gente poco productiva en general”, entonces le pidió dirección y teléfono.
Charo, la dependienta de la Óptica que lo atendió, trabaja hasta las nueve de la noche.
Aquella tarde de primavera-verano, Juan Manuel cogió el metro y sólo entrar en el vagón una ola de frío le congeló los huesos, quedándose como un pollito sacado de una cámara frigorífica. ¡Gran invento, el del aire acondicionado! Pensó, mientras le entraban unas ganas terribles de agredir al conductor, supuestamente responsable de aquella temperatura polar. Aunque su mente, por pura y maldita costumbre, empezó con sus cábalas, los pros y los contras, etcétera, una deformación cuya culpabilidad habría que atribuírsela a tanto cursillo en el trabajo desde la llegada del nuevo director, un apasionado de la formación como instrumento de motivación. ¡Y de autobombo! También sospesó las formas y maneras de ocultar su acción criminal: uno tiene que estar majareta para no prever cómo va a ocultar las pruebas en un caso de homicidio, a menos que espere salir limpio de él. Existe algo que legalmente se llama “pillado con el cuerpo del delito”.
Se dejó caer en la tienda una tarde en la que se hallaba totalmente atiborrada de público, y cuál no fue su sorpresa cuando en el rostro de la dependienta que lo atendió en menos tiempo en lo que se tarda en dar un suspiro, no se reflejaba ni rastro de fatiga. En su solapa podía leerse su nombre en un distintivo de metacrilato: Charo. Más tarde fue cuando averiguaría que Rosario trabaja hasta las nueve de la noche.
Deben hacer turnos, se dijo a sí mismo, mientras esperaba. Y cuando escuchó ¿Señor De Tal, por favor?, percibió en su interior esa agradable sensación del cliente bien atendido. Ni un atisbo de indiferencia, ni mucho menos de sorna en los ojos de Charo cuando a él le dio por contarle que, justo cuatro días antes de iniciar las vacaciones, se le cayeron las gafas de la mesita de noche, quebrándose uno de los dos cristales, por valor de 143 euros. Y tampoco nada de esa temida y burlona sonrisa cuando acabó confesándole que, quince días después, ya en plenas vacaciones, y después de practicar el sexo en un páramo selvático del Baix Ebre, aplastó con su pie, talla 43, el otro cristal, por valor de 90 euros (admiren la diferencia). Y Charo no le llamó por eso Señor Gafe. Nada de eso. Dijo exactamente: Señor De Tal. No digan que no es de agradecer...


Al contrario. Charo no sólo mantuvo su amabilidad inalterable sino que, además, se dejó llevar por la suave pendiente de la conversación, mientras en la posición en que manipulaba con habilidad montura y cristales con sus instrumentos de precisión, dejaba ver mejor la bella sombra –vulgarmente llamada canalillo- en el ecuador de sus dos hermosos pechos. “Tengo para rato”, le dijo, respondiendo a su anterior pregunta. “No salgo hasta a las nueve de la noche”. Pero antes de llegar a eso ya había tenido tiempo para sugerirle un oportuno cambio de monturas. “Tengo unas Ray Ban modernas fashion que están hechas para ti”.
Un calorcillo interior, la verdad. Eso es lo que sintió cuando, en la última frase, finalmente Charo le tuteó, aunque más que el cambio de tratamiento lo que Juan Manuel agradeció fue la caricia en los ojos de sus manos mientras le colocaba las gafas, “¡Ah, perfectas!” Ni autoestima ni sandeces del estilo. Cuando se lo llevó al cuartito donde la silla que parecía una silla eléctrica, adosada con tantos elementos de tecnología avanzada y, a un metro de distancia, cruzó las piernas. Entonces, donde terminaba el uniforme blanco podían vérsele las ligas y un palmo largo de carne morena. Entonces fue cuando se desmayó por dentro y su imaginación voló al paraíso, justo cuando el pelo de Charo se había desparramado sobre la almohada igual que un tintero volcado. Yacía de costado y le contemplaba desde las honduras de las sábanas mientras le sonreía nuevamente y alzaba la mano haciéndole una seña con el dedo para que se acercase.
Y cuando, al escuchar sus palabras que más bien parecían un susurro, el ansia se le diluyó en una nada transparente, dio media vuelta y se alejó hacia la salida lleno de satisfacción hacia Juan Manuel el infame, el individuo con más suerte del planeta.
Esperó hasta las nueve, claro está. Hubiera esperado hasta que el infierno se helase. Hasta que Dios le fulminase con un rayo.
Foto de Marcelo Aurelio: “Irene”
Nocturama fotoblog
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=2480
Foto de Marcelo Aurelio: “El gran Fran”
Nocturama fotoblog
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1743

Etiquetas: