27.11.09

Impresionante el cojo Espinosa




Impresionante, la nueva obra de Albert Espinosa. Sirvieron de bien poco las bondadosas advertencias sobre el nuevo registro del autor, aunque, a decir verdad, para aquél que haya leído y disfrutado con su libro “El món groc” no puede haber mucha sorpresa en el hecho de que el autor -en su añorado regreso al Espai Lliure- finalmente haya echo confluir de una forma explícita el conjuro de su poética: el amor y sus poderes sobrenaturales. Y del amor, como una enredadera, el sexo, la piel, los intestinos, la imaginación…

Y déjenme que dedique estos tres puntos suspensivos a Albert, Lo entenderán cuando vean la obra, no exenta, por cierto, de su humor característico. Roñoso el crítico de La Vanguardia que sólo le dedica tres asteriscos, que deben traducirse por un equívoco “vale la pena”. ¡¿Qué es eso de vale la pena?!
Lo reconozco: soy un adicto a la adicción. Y, como no podía ser de otra manera, soy un adicto a Albert Espinosa, pierna ortopédica incluida. De esta forma, sin más, y después de juramentarme en no leer ni siquiera el programa de mano, ni mucho menos recurrir a hurtadillas a los “subrayados” de ese librito amarillo que tengo medio escondido en la mesita de noche, escribo estas líneas, todavía confuso, si es que esa es la palabra adecuada. No, no lo es, quería decir, todavía con la boca abierta. Escribo rápido (ya corregiré después), no sea que esta aureola que me emboba merme mas rápidamente de lo deseado y el monstruo de la costumbre me borre no tanto la memoria como la emoción. Ya saben a qué me refiero. Basta un cartelito en el ascensor, repleto de faltas de ortografía, convocándome para una reunión “urgente” de vecinos para que la magia se esfume y empiece a recordar que tengo que tender la colada de la lavadora y cosas por el estilo.
Que se tranquilicen los adictos: Espinosa sigue siendo Albert. Sólo ha liberado su poemario interno, esa fantasía tan personal, tan original y tan real por otra parte que tiene el poder de que uno pueda extasiarse contemplando el continuo girar del bombo de una lavadora. Dejemos aparte el descoloque de una pareja, saliendo -a mi vera- del teatro, más vieja que joven, y cuyo referente principal parecía ser “Planta Cuarta”. Porque intentar racionalizar el espectáculo, una obra “de cámara” densa y fluida a la vez, en la que la lectura racional le puede dejar a uno tan cojo como al propio Espinosa. La obra requiere, obliga sería mejor decir, a una “lectura” sensual de los sentimientos. A eso se le llama la unidad de los contrarios. Amor y pasión. Sexo y amor. Vida y muerte. Sueño y realidad. Recuerdo y realidad… Las dicotomías se ensamblan con una potencia y sutilidad que la música de jazz –en directo- y la plasticidad de la pintura hacen de la obra una pieza de música, una pintura no figurativa. Se trata, nada menos que del mundo amarillo de Espinosa. Un mundo en el que la vida, el amor, la amistad son un don, un poder oculto y sutil sólo al alcance de los elegidos. No. Miento. No de los elegidos, sino de los que eligen. Un mundo en el que los números bailan claqué y sus protagonistas perseguidores incansables de sus almas gemelas, de esos “dobles” sin los cuales nos vemos abocados a la más negra y absoluta soledad.
teatre lliure
“El fascinant noi que treia la llengua quan feia treballs manuals”
creación y dirección: Albert Espinosa
intérpretes: Roger Berruelo (extraño), Juanma Falcón (dani), Albert Espinosa (marcos)
desde el 11 de noviembre al 13 de diciembre

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24.11.09

Los Tres Mosqueteros (¿O eran cinco?)



Paco Gallardo era l’enfant terrible del grupo. Declaraba, sin pestañear: “Te miré y me quedé loco para siempre”. Y es que hay pasiones que matan, y por eso mismo, atrapado por el lado canalla, les deseaba lo peor a los maridos de las mujeres de las que se enamoraba:”Que se los comieran vivos las cucarachas”, por ejemplo. En su corazón roto aleteaba “l’amour fou”, pero quizás más que eso, toda la turba famélica de la nouvelle vague sacando las vergüenzas al exterior y el romanticismo a flor de piel. De la hecatombe sólo se salvaba la genialidad de Jacques Tati. Por supuesto, Paco era un transformista que cuando atardecía deseaba ser Jean Paul Belmondo, en “À bout de souffle”. Exactamente como en la película, es decir, para, finalmente, caer fusilado por el discurso del método. Porque envejecer, decía, parafraseando a Oscar Wilde -y con muchísima razón- corrompe que es una barbaridad.

Las manos que palpitantes retrataban tu cuerpo
Embelesan el aire y le hacen bucles

En una esquina opaca de meadas y murmullos.”

Escribía Emilio Cortavitarte. Como si lo hiciera desde el interior de la sofisticada caverna de las canciones de King Crimson, Emilio, escribía poemas desde donde ordenaba crucificar el hálito lunar y nos confesaba que “en las paredes de salitre muchos pies inscritos esconden sus huellas, calzando zapatos de cuero y disfrazando sus besos de sigilo”. Lo hacía con su habitual bonhomía y, también, con una elegancia muy personal que lo hacía con su característica seducción, que contrastaba con ese ambiente de bajos fondos contraculturales en el que nos movíamos como Pedro por su casa. Devoto de la buena música, estaba Charlie Parker, pero también Mick Jagger. Y apuesto que –aquí me falla la memoria- Henry Miller. Emilio nos escribía sus cartas con la primorosa caligrafía de su pluma estilográfica. Decían que había actuado como cantante solista en un grupo de rock, pero nunca pude saber mucho más que eso.
Algunos cuentan que Genís Cano fue en algún momento un “pijo” preuniversitario, que paseaba su cuerpo serrano por los bares de dentro y de cada una de las facultades de Pedralbes. Sin embargo, cuando le conocí, críptico, templado y curioso como nadie, ya parecía un agente secreto de la poesía marginal. Genis era el más joven del grupo, sobrepasaba con creces la estatura media nacional y poseía un aire dulzón y seductor, tirando a místico. Gustaba de presentarse, cuando le daba la real gana, con una zanahoria auténtica colgada del cuello y parecía complacerle sobremanera nuestra incontenible verborrea. Para dar fe de ello, pronunciaba invariablemente la misma sonora palabra, ”acuuuullunant”, vocablo éste, intraducible, al menos al castellano, ya que su homónimo, “cojonudo”, no posee los matices, la suavidad ni el esplendor de su versión catalana. Eran, aventuro, tiempos de aprendizaje, porque posteriormente se convirtió en un adalid de las literaturas sumergidas, junto a personajes como Julià Guillamont o el siempre entusiasta y entrañable David Castillo.

Con su lupa psicodélica investigaba en el Bar London por si pillaba al poeta Rimbaud liándose un porro con Francesc Fanés, Jaume Quadreny o Pere Marcilla. Ellos estaban en algún rincón del garito, festejando al unísono: Merde pour le poésie! Y mientras los buscaba, Genís advertía, premonitorio: “que mai fem oblit de la capacitat de sorprendre’ns” (“que nunca caigamos en el olvido de la capacidad de sorprendernos”). Y por fin los encontraba, claro, y entonces les recitaba uno de los poemas que escribiría veinte años después:

"El trapecista s’engronxa
ultratja tots els ocells
que volen posar niu al seu barret
sodomitza tots els dracs
que s’enrosquen a les botes
se’n fot de les deformitats que esperen i somriuen
tira de la cadena
i riu
fins a fer-li mal les barres de tant de riure"
(1)


Pere Marcilla, como tan bien cuenta David Castillo, era “un auténtico iconoclasta, que detestaba los mitos”. Merodeaba, con su contagiosa y vehemente radicalidad, entre las brumas del London, el “viejo” Zeleste” y el Café de la Opera. De la Plaza del Rei a la de Sant Felip Neri (nuestro diminuto santuario). Escuálido y jovial, ya entonces empezaba a tomar forma su gran magnetismo personal, que más tarde le caracterizó y que tanta admiración y afecto cosechó. Somos pocos los que lo sabemos, pero suya fue la versión catalana del mayo del 68; aquella que decía, en las paredes de la Universidad, del metro, de los ascensores y de los aseos –por llamarlos de alguna manera- de la plaza Catalunya: "Follem, folleu, que el món s'acava". (“Follemos, follad, que el mundo se acaba”).
Xavier Sabater aparecía en nuestras reuniones con su larga y negra melena, su inigualable y volátil sonrisa y esos ojos curiosos y juguetones que siempre le han distinguido. Lo hacía –comparecer-, provisto de sus consignas underground y sus poemas infernales. Como un miembro más de los Stones, como un funambulista antes de realizar una de sus grandes acrobacias. Al igual que todos nosotros, pero un grado más, simpatizaba con el diablo, y es que nos sentíamos más próximos a las sombras, al reverso de Dionisos que a la claridad engañosa de Apolo y, por supuesto, abocados al otro lado en general. Pasados los años, Sabater pasaría a convertirse en lo que todavía es hoy: el gran referente de la Polipoesía y la Perfomance. Un buen tipo, por otra parte, que regenta y alienta con su natural bonhomia la poesía sumergida. Sólo él, entre todos nosotros, ha sido capaz de llegar indemne al XVII Festival de Polipoesía, celebrado recientemente en el barrio de Horta-Guinardó. La polipoesía de Sabater: la poesía fonética recitada con la ayuda, inteligente y hábil, de sintetizadores, distorsionadores, flangers y demás artefactos modernos. En el antiguo local de La Papa tuve el privilegio de presenciar las actuaciones de Enric Casassas y Xavier Sabater, mano a mano, soliviantando a un escogido y selecto público, síntesis anacrónica de la vocación marginal, la manera underground, la contracultura y la madre que nos parió.

Daría un año de vida por averiguar algo más acerca de aquella esquiva quimera que acabó burlándose de nosotros, antiguos argonautas de los setenta, aquellos tiempos en los que no teníamos nada mejor que hacer y no nos dignábamos siquiera a mirar hacia el lado del tiempo. Un tiempo que pasaba por nuestro lado repleto de meritorios oficinistas y turistas en general, de excursionistas y boy scouts estrenando mochila, de agonías franquistas y sesudos militantes del PSUC disfrazados de futuro. Lo cierto es que estos tres mosqueteros (o cinco, para ser exactos), insobornables a los cantos de sirena del nuevo orden, optaron por el otro lado de la realidad. Y en ello, a algunos les fue la vida. Pere Marcilla y Genís Cano ya no están entre nosotros. Vaya desde aquí un saludo a los supervivientes y un homenaje a los que se fueron.

(1) Genís Cano i Soler: Els sots piscodèlics, poema sin título, página 18, s.edicions, Barcelona 1991
El trapecista se columpia
ultraja todos los pájaros
que quieren poner nido en su sombrero
sodomiza todos los dragones
que se enroscan en sus botas
se burla de las deformidades que esperan y sonríen
tira de la cadena
i ríe
hasta dolerle la mandíbula de tanto reír

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4.11.09

Una cuestión personal. II. En tierra de nadie


Cuando menos me lo esperaba, un día entre tantos otros días, la profesora se fue. Se esfumó. Kaput. Final de la historia. Sin avisar, sin despedirse siquiera. Ese día apareció el director acompañado del sustituto: un monstruo de las cavernas con gafas oscuras y una cartera andrajosa, como todo en él. Al shock inicial le siguió un proceso lento y cruel. Descubrí, poco a poco, sin prisas, que el amor es frágil pero que también puede ser humillante. En los meses posteriores a su marcha, pensé mucho en ella. Delinquiendo de la forma más vil, odiándola primero y perpetrando, luego, artimañas a la cuál más miserable para invocar la magia de su regreso, el retorno de su socorro, su protección, sus caricias.

Y lo hacía, atormentarme, mientras permanecía echado en el hueco del portal de casa, acompañado de una sensación agridulce: la de la pérdida de Laura –porque así se llamaba la profesora, la mujer que me había abandonado- y, a la vez, el descubrimiento de una nueva y maravillosa sensación: esa atracción irresistible que, aunque todavía me hallaba lejos de estar en disposición de llamarla amor o deseo, me había transformado en otra persona. Ni puñetera idea de que hay momentos en los que uno cambia para siempre. De esta forma, abrumado por este nuevo y extraño sentimiento, que me producía a la vez dolor y alegría, dejaba que pasaran los automóviles y los tranvías, y el tiempo, si se le puede llamar así a un tránsito irreconocible, más lento todavía, sin interferirme en su premioso y cansino progresar.

Luego llego la realidad. Llegó con sus bravatas, su ley de la gravedad, su al pan, pan y al vino, etc. Y, por supuesto consiguió arrastrarme con sus cantos de sirena. Hasta al punto lo hizo que, de entrada, no reconocí ninguna de sus falsedades aunque lo que sí hizo fue amortiguar mi furor, llamémosle prerromántico. Alcanzado este punto, la confusión era notable. Mucho antes de llegar al metalenguaje de los logaritmos neperianos ya había perdido la poca inocencia que me quedaba y, con la mosca tras la oreja, empecé a contemporizar de forma vergonzante con la gnosis de la culpabilidad. Y fue entonces cuando decidí desertar, pasarme al enemigo. Aunque en esto también erraba. En realidad, no había más enemigo que yo mismo. De esta forma me metí en tierra de nadie y sin saber qué hacer.

Algo hice, sin embargo. Abandoné la práctica humanitaria –sino imaginaria- de la lucha de clases, los estudios de Arquitectura y, desde luego, sustituí el póster del Che Guevara (del estudio) por el más pragmático de la bella Rinko Kikuchi. Y por suerte, descarté cualquier salida heroica al conflicto, como reventarle los sesos al Jefe de Servicio, que me hacía la vida imposible. Hubiera sido una verdadera putada para mi hija adoptiva, para mis queridos suegros pero, sobre todo, para madre. Como éste es un mundo de sordos nunca llegué a saber qué era mejor, si escuchar a los demás o a mí mismo. Lo primero resultó un esfuerzo inútil y lo segundo un sufrimiento injusto.

Lo del cabreo siguió luego. Era una sensación parecida a cuando metes el zapato –y con él los bajos del pantalón- en un charco de barro, y tu ailoviu no se ríe –que es lo propio- sino que te dice que el campo es una maravilla. Como la lluvia en Sevilla. Lo del cabreo: ¡De acuerdo! Ya lo he entendido. Había errado mi camino en lo fundamental. ¿Pero, cómo podía saber yo que los sentimientos ni se compran ni se venden? Que el olvido no es una elección, que los recuerdos no son más que eso, recuerdos, fotografías con sonrisas de patata, imágenes desgajadas de los sueños, nada más que palabras y recuento, algo en definitiva tan superficial como ese abrigo que nunca te pones pero del que te resistes a desprenderte…
Y como siempre que hay algo peor que este silencio ninja que produce la sordera a perpetuidad, sólo me queda ese cuchillo que ha atravesado mi piel y se ha instalado dentro de mí a perpetuidad. Y sólo cuando dejo de luchar para huir de mí mismo, sólo entonces acepto que la historia de Laura tuvo una secreta continuación que nadie conoce y, que, ciertamente, a veces el ser humano yerra el camino pero lo hace a conciencia. Porque de no ser así hubiera evitado por todos los medios saber dónde está Laura, que hace y deja de hacer, cuántos hijos tiene, a qué se dedica su marido, cuántos amantes ha tenido, etc. Y que a pesar de habernos convertido, tras largas y a veces torpes peripecias, en dos desconocidos, no puedo conseguir romper del todo su imagen, dejar de sufrir lo indecible cuando el fru fru de su vestido me sigue rozando al pasar justo a su lado. Saber que su mirada es en realidad la mía, que en un momento determinado dejó de ser su fulgor lo que me trastornaba para pasar a ser mi propio trastorno -convertido en un viejo y tosco Pigmalión-, lo que nunca dejaba de conmoverme.

Y ahí empecé a entender. Yo, que nunca me he perdonado, porque siempre hay algo por lo que hacerse perdonar y, por mucho que insista en la perversidad de no aceptar ese perdón por amar mi propia obra, aunque ahora mismo sea un individuo aparentemente sensato y medianamente respetable, y a pesar de que repita historias que otros ya vivieron, de qué no haya inventado nada nuevo, no puedo olvidar las palabras de Rainer Maria Rilke, que me martillean una y otra vez en la soledad de mi inconsciente: "ser amado es pasar y, en cambio, amar es permanecer con luz inextinguible porque, en definitiva, lo único que uno ama es ser." ¿Quién puede pedirme cuentas por esto? Yo os lo diré: nadie. Pasa como con el pasado. Jamás se pide cuentas al pasado. En el mejor de los casos, revientas para que te deje vivir en paz. Aquí estás, muchacho, en tierra de nadie.

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