30.8.08

Radio Kabul

Me desperté con el aliento del tabaco pegado al paladar y un sabor a almendras amargas subiéndome por la boca del estómago. Me apresuré todo lo que pude pero Rosa, diligente como pocas, ya me esperaba al volante del Ford. Del Ford que había robado a su padre. También le vació la caja fuerte, la que tenía escondida tras el cuadro falso de Van Gogh. Una imprudencia tras otra. Dejábamos tantas pistas que sólo faltaba colocar nuestra tarjeta de visita pagada a la puerta.
- ¿Has escuchado Radio Kabul? - me preguntó, inquieta, posiblemente nerviosa a juzgar por sus manos sudorosas y por ese cigarrillo que no paraba quieto en sus dedos. Echamos pestes sobre los talibanes, una manera como otra cualquiera de retardar el paso del tiempo, incapaces como éramos de localizar la emisora de la policía, eso que tan fácil parece en las películas. En cambio, nos enteramos por enésima vez de que los talibanes leen la charia y su único vicio es apedrear a los amantes.
- Vaya fiesta, ¿no?- sentenció Rosa. Hasta aquí bien, pero lo que dijo acto seguido fue, sin lugar a dudas una mala idea. Quiero decir que Rosa nunca debería haber pronunciado la frase más odiada por el gremio:
- ¿Sabes? Tengo un mal presentimiento.
Las mujeres son así, incluida Rosa. Si no hablan revientan. Buenas amantes si se lo proponen pero malísimas en la observancia de un secreto. Y nada más secreto que nuestro porvenir, ahora, en ese mismo instante. Nadie le pedía a la verdad tener la mala suerte de encontrarse con ella. Todos sabemos, y ella más que nadie, que un mal presagio es peor que un perro rabioso, porque todos sabíamos, y ella más que nadie, que quien busca la verdad acaba encontrándose con una pistola encasquillada.
Puso la primera y el coche arrancó de una sacudida. - Tranquila, nena, ya verás como todo va bien - Pero no pude acabar la frase: un viejo renqueante se había plantado delante de nuestro coche. En el disco del semáforo, la silueta del peatón estaba de color rojo. - Tranquila, nena - dije, casi en un susurro. Rosa echó el cigarrillo por la ventanilla y las aletas de su nariz temblaron al respirar. A veces, en los momentos más inesperados uno se convierte en su propia memoria. Suele ser una metamorfosis que te golpea sin avisar y que a mí me dio de bruces con el rostro del viejo, que me recordó a mi padre, sentando en la mecedora de nuestro jardín, aunque sería más preciso llamarlo huerto, porque entonces los jardines sólo existían en las películas de la Paramount. Recordé a mí padre fumándose un purito, dándole vueltas, saboreándolo, palpándolo, mirándome desde su mundo, ese mundo que yo, en mi inocencia, creía perfecto. Ahora, al enfrentarme a su recuerdo, ya sabía perfectamente que los pobres, y nosotros lo éramos, lo perdonan todo, la soberbia de los ricos pero, todavía más, su propio fracaso. Cuando entendí esto es cuando empecé a odiar a mi padre, cuando alcancé a comprender que su perfección nacía de su conformismo ante la escasez y la penuria, el trabajo duro y la pleitesía ante los más fuertes y poderosos. Pero en aquellos tiempos acaso más felices, por la noche, en su mecedora fumándose su puro, con la satisfacción del que sabe que la tierra es redonda y no para de dar vueltas, todavía lo admiraba.



El vigilante jurado yacía como una araña boca arriba revolcándose con dos balas en el estómago, sin cesar de chillar. No pensaba morirse, al menos de momento, y eso empeoraba las cosas. Como quiera que fuese, El Biodraminas se había arrancado el pasamontañas y gritaba:
- ¡Qué nadie mueva el culo o lo dejo como una regadera! Toda esta mierda que tengo aquí delante la quiero en el suelo, con los brazos en la espalda. ¡Vamos, hijos de puta!
Rosa tenía razón, después de todo, y yo lo había sabido desde el primer momento. Justo desde el instante, durante la víspera, en que el Biodraminas se me quedó mirando con ese vacío de sus ojos descerebrados que ya empezó a ponerme nervioso. Ya lo sé, nunca debería haber aceptado este trabajo, claro que... ¿Cuántos tipos, con la condicional consumiéndolos a fuego lento, no han repetido esta misma frase? Esto se lleva escrito en el vitae. La cagas una vez y luego vienen más. Es inevitable. Y así hasta que llega El Jefe, te dice esto es un golpe fácil, el dinero sólo espera que lo cojamos, o cualquier otra mentira del estilo y vas y te lo crees. Siempre es así. Laínez estaba desvalijando la caja, ayudado por Emilio, ajenos los dos a la fiesta que se había montado aquí, en el vestíbulo. El Biodraminas seguía dando la vara:
- ¡No quiero oír ni vuestra respiración! ¡Puta! ¡Cállate de una vez o te reviento el ojo de un balazo!
- ¡Laínez! ¡Emilio! - grité- ¡Acabad ya!
Emilio se estaba haciendo un lío con las sacas. Los lingotes de oro pesaban lo suyo. Este pensamiento me traicionó, me atrapó en ese agujero de tiempo que el reloj es incapaz de captar, el agujero de un segundo rumiando ¿Qué hará Luis con los lingotes? Desperté de ese agujero negro con el resplandor que venía de la puerta de entrada. El segundo fogonazo envolvió al primero y luego escuché la detonación. Como llevaba la recortada, el policía uniformado que me había disparado hasta dos veces desde la puerta, salió despedido por el impacto y fue a estrellarse en el parabrisas de un coche aparcado. Justo al lado del Ford todo terreno en el que Rosa se fumaba sus Marlboro esperando pacientemente. El primer disparo destrozó un tubo fluorescente pero el segundo me alcanzó. Noté la mordedura del calor en la cadera y un vómito de sangre en las encías. Mi lengua se acartonó y perdí definitivamente la noción del tiempo.
- Ni lo sueñes - recuerdo que le dije al guarda jurado confundido en su propia sangre y, a pesar de eso, con una obsesiva fijación en el revólver situado a un metro de su mano derecha. Inexpiablemente, lo que me dolía no era el costado, que había mal taponado con mi mano izquierda y el pañuelo, sino el brazo. Luego llegaron las agujetas en el hombro.
- Laínez ¡Ya está bien!
Laínez salió disparado hacia el coche cargado de sacas como un Papa Noel, seguido a corta distancia de Emilio, renqueante por el excesivo peso que se había adjudicado. Me quedé unos instantes para dejar pasar a Luis, que no se reprimió en darle una patada en pleno rostro al guarda jurado.
- ¡Eh, Biodraminas! - le grité a dos metros de distancia.
Biodraminas giró su cara hacia mí. Fue un acto reflejo. No hay nada más eficaz que llamar a las personas por su nombre. O, mejor, por su alias. Biodraminas no debería haberse parado, pero lo hizo. Lo que hizo exactamente fue girar el cuello con irritada expectación ante mi llamada y recibir un cartucho para matar bisontes que le separó la cabeza del tronco. De momento, todo está saliendo según el plan previsto, recuerdo que pensé con sorna, mientras sujetaba mi pañuelo empapado en rojo.
Lainez entró por la portezuela de atrás, el muy idiota, sin apercibirse de que delante de él, en el asiento delantero, el del chofer, tan sólo tenía el cadáver de Rosa, con un orificio en la sien izquierda, muy cerca de la araña que la deflagración había dejado en el cristal de la ventanilla del Ford. Rosa seguía mirando la lejanía del infinito pero sus ojos estaban ahora mismo más tristes que de costumbre. En realidad, la tristeza se había convertido en una llovizna que acabaría calándonos a todos. Resulta extraña la desolación que pueden abarcar unos ojos cuando están vacíos.
Me hice cargo de la situación enseguida, al cruzar la puerta del banco. Allí estaba concentrada toda la bofia de la ciudad. Disparaban de todas partes. Algo parecido al infierno. Mi mente volvió a funcionar, el olor a pólvora siempre me ha aclarado las ideas. Conclusión: El Jefe nos ha vendido. Hechos: la pasma había aumentado su personal en nómina y había renovado sus uniformes y armamento. Claro que, a estas alturas, lo previsto y lo real se daban de patadas. Hechos: a Emilio ni le vi. A Laínez, sin embargo, le perdió su obsesión por las sacas, es decir, por el oro. Y su inexperiencia. Lo cosieron a balazos en el asiento trasero del Ford mientras yo corría, más rápido que un talibán con sus faldones a cuestas perseguido por una lluvia de disparos y gritos, uno que se escapa, hacia el Volvo de la esquina que había dejado aparcado la víspera, porque, dicho sea de paso, yo no trabajo con presentimientos sino con la cabeza. Ventajas de ser un profesional. Arranqué a la primera y me dije, buen chico, con un poco de suerte les doy esquinazo. Llevaba como mínimo medio kilo en los bolsillos. Hombre precavido vale por dos, siempre me han pirrado más los billetes pequeños y usados que el oro.
Texto: Artur Montfort
Ilustraciones: Frank Miller (Sin City)
http://www.guiadelcomic.com/comics/sin_city.htm

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14.8.08

El archivo secreto

Cuando desperté, legañoso y cansado, mi aspecto estaba más cerca de un protagonista de una canción de Sabina que de otra cosa. Las siete en punto. Miré el reloj despertador con una creciente animosidad, pues no estaba dispuesto a levantarme mucho antes de las nueve. Aún así, me dije, tengo tiempo de sobra antes de la entrevista de la diez. Y, entretanto, podría poner una lavadora, afeitarme con esmero. Podría prepararme un buen desayuno, fumarme medio paquete si venía al caso.
El flash habitual de la oficina, un poco antes de despertar, la imagen de los despachos todavía en penumbra y yo llegando con mi maletín atiborrado de proyectos y planos de canalizaciones. La mujer de la limpieza, espectral, recogiendo papeleras y sacándole el brillo a la mesa de reuniones. Pero no todos los despachos. El de Jorge Juan casi siempre aparecía iluminado. Jorge Juan escudriñando la pantalla de su ordenador, manejando listados que, extendidos, desbordaban su mesa de trabajo.
Por otra parte, no era de extrañar mi pereza. Todavía no lo sabía, pero acaba de tomarme el día libre. A las 07:15 mi mano acarició el lado amable de la vida, es decir, tropezó con el culo de Aurora, y luego con su nalga. Con el pliegue armonioso de su culo y su nalga, enclave del que me enamoré al instante y que me tuvo hipnotizado durante unos minutos.
- No sé que le veis los tíos a los culos de las tías - Me decía repetidamente Aurora.
Así que mientras hilvanaba algún que otro pensamiento impuro, olisqueaba su piel suave y, sin pretenderlo, tuve una erección de muy señor mío, lo cual me envaneció y lamenté quedarme con la noticia para mí sólo. Podía escuchar la respiración de Aurora, ese riachuelo de vida que brotaba de su boca y llenaba la almohada de un olor a pétalos de rosa. Aunque Jorge Juan siguiera en la semioscuridad de su despacho, hurgando en los archivadores.
Aurora se dio la vuelta, agarrada a su almohada, y sus pulmones emitieron un pitido reconocible de fumadora empedernida. Su camisón corto de seda se le había quedado trabado a la altura de las caderas. Por supuesto, dormía sin otra prenda interior, así que me desvelé por orden de la superioridad, y ya sabemos quién es la superioridad. Mi mano recorrió parsimoniosamente su tibia piel con todo el cuidado del mundo, como si destapara un tarro de miel, y todo eso a las dos de la madrugada, cuando el silencio parece una estampa similar a la superficie lunar, en el que si te asomas al balcón a respirar el cielo estalla en su bruma negra y cada rumor parece un sacrilegio.
Admiré las exquisitas curvas de Aurora. Siempre he sabido apreciar la belleza femenina. Otra cosa muy distinta es que el hecho de que un tipo como yo, experto en la Staatliches Bauhaus, y más específicamente en personajes tan poco aptos para la conversación del cortejo, como Walter Gropius y Mies van der Rohe cruce interesante donde los haya, para quién le interese la historia de la arquitectura, claro está, es decir, a muy pocos, y cuya enseñanza tantas satisfacciones me ha creado, un tipo así acabe trabajando en una Sociedad Limitada de Arquitectos y Ayudantes, diseñando vallados y algún que otro chalet adosado y, por si esto no fuera poco, espiando en los lavabos.

Espiando hasta en los lavabos desde que Jorge Juan escupió la maldita frase, no me parece correcto, y me dio un calambre en el estómago. Que va a la caza de mi preciado cargo esto ya lo sé de sobras. Pero, maquinaciones aparte, ¿Por qué oscura razón salieron él y Núñez, el gerente, cuchicheando como dos infiltrados preparando el golpe final?
Casi siempre ocurre lo mismo. Me refiero a la resistencia inicial de Aurora, que murmura, que se queja, pero que da paso enseguida a una risa entrecortada y a unas breves escaramuzas en las que, finalmente, dos bocas apelmazadas se buscan perezosas pero hábilmente, a tientas, entrelazando sus alientos amargos y la sequedad de sus salivas, para dar lugar a un ovillo vertiginoso de piel y deseo. Incluida esa fragancia ancestral, mezcla de sudor y esperma que siempre incluye un rabioso mordisco de absorbente desespero en la espalda, y un débil arañazo que sólo sirve para enervar pasiones, que sirve también para encender aún más el jolgorio de risas justo cuando el despertador empieza a hacer el imbécil interrumpiendo nuestro espeso jadeo.
Mientras dudo entre el deleite de mecerme un rato más en el cuerpo de Aurora o repensar una estrategia vencedora contra la conspiración de Jorge Juan, Núñez y compañía. O las dos cosas a la vez (pero ahora quizás más la segunda que la primera) decido rasurarme la barba. Mientras me afeito, no dejo de observarme encerrado (casi prisionero) en mi repertorio de muecas, hábitos y ritos heredados, en este caso, de mi padre, o del padre de mi padre. Lujo gratuito, éste de mirarme al espejo, consulta con el psicólogo de casa, que miente como siempre, pertinaz, insinuándome con su gélida sonrisa que nunca seré un ganador. Y quizás un tanto vengativo. ¿Será por esas alumnas que me tiro cada trimestre y a las que nunca apruebo? ¿Será por eso que me creo algo superior a la media general? Extravagante creencia que Aurora no dudaría en calificar de procedencia dudosa, por no decir de un complejo de inferioridad de tomo y lomo. Pobre bagaje, me confirma el supuesto psicólogo del espejo, cuando ser arquitecto de recolectores de aguas sucias y profesor colaborador es poco más que nada comparado con ser un ejecutivo de una multinacional seria y emprendedora, y respetuosa con el medio ambiente. Entre mentira y mentira, precisamente cuando la palabra fracaso se pasea, caracoleando, por la corte en el labio, producto de los mordiscos de Aurora, hace sólo un momento, es cuando mi archivo secreto, que no es electrónico, ni falta que le hace, dispara a bocajarro sin contemplaciones y me avisa: Jorge Juan. ¡Hijo de puta!
- No me parece correcto.
El hijo de la gran puta sólo dijo eso, no me parece correcto. La frase quedó suspendida durante unos instantes de lo alto de la atmósfera limpia y aséptica de la sala de reuniones, lo suficiente como para que Núñez, el gerente, la codificara, la tradujera, la malinterpretara. Quiero decir: la volviera contra mí, objetivo fundamental de Jorge Juan.
Cuando mi archivo secreto, ese artilugio que inventó algún indeseable que no tenía otra cosa mejor que hacer, esa máquina que los “lumbreras” de la conducta humana llaman subconsciente, abrió su Windows y me reveló su última imagen, ésa de Núñez, el gerente de la sociedad, subiendo al Beemeuve de Jorge Juan, entonces yo ya olía a cadáver. Así que empecé a ponerme nervioso y a sentir de pleno la atracción del vacío. Intenté desviar mi atención hacia otros asuntos menos inquietantes. Por ejemplo, el hematoma que Aurora lucía justo en el hombro derecho, contusiones nada usuales en una judoka y con las que, sin embargo, su marido tragaba una y otra vez sin inmutarse. Nos conocimos en el gimnasio. Yo le mostré mis flamantes bíceps y, de paso, mi Rolex de oro de importación y ella se rió de mí hasta cansarse, todo eso mientras usaba mi cuerpo para practicar su llave favorita. Finalizó su actuación presionando mi yugular con su pie de princesa, mientras me miraba con una satisfacción un tanto morbosa. Fue entonces cuando me encoñé perdidamente de ella.
Lo averigüé, que no acudiría a la reunión, cuando paré mi coche justo enfrente del bloque de apartamentos donde vivía Jorge Juan. Miré mi Rolex falso, que justo marcaba las diez y diez, cuando la puerta del parking ascendía automáticamente mostrando el reluciente morro del Beemeuve y, tras el cristal delantero, la cara morcillona de Jorge Juan, también llamado el trepa. Mi archivo secreto es lento de búsqueda pero no suele incurrir en errores fuera de un margen admisible, así que interpreté mi presencia allí como un mandato del destino. Le seguí como buenamente pude. La cosa no fue todo lo fácil que le resulta a Gene Hackman. Es por ese motivo que casi atropello a tres transeúntes, casi uno por cada semáforo que me pasé en rojo, así que conseguí finalmente pegarme a su parachoques trasero justo cuando llegábamos frente a un edificio de toldillos de listas blancas y azules donde un conserje, haciendo ostentación de un estilo cercano al servilismo le abrió la puerta.
Eran cerca de las once de la mañana y los árboles empezaban a agitarse con la brisa que precede a la tormenta. Si algo estaba empezando a averiguar era que mi archivo secreto ya no era lo que fue en su momento. Si no fuera así, ya haría tiempo que me habría advertido de algo tan elemental como que Aurora, aparte de mí, se cepillaba al cretino de Jorge Juan. Vete a saber la de cosas que me había perdido. Decidí despedirle sin más. A mi archivo secreto, quiero decir. En eso fui implacable. Lo desconecté y que nadie me pregunté cómo lo hice, porque el asunto tiene mucho de escabroso y nada de ejemplar. De hecho, yo ya sabía que no se conformaría así como así. Luego, me dediqué a contar los minutos, que, definitivamente, fueron eternos, hasta que, con esa falsa euforia que sólo da una prudente dosis de cocaína, hinchado de hombros, fondón, y con su habitual y estúpida sonrisa, apareció Jorge Juan, de nuevo, por el portal del edificio.
Aunque digámoslo todo, digamos también que su rostro cambió varias veces de registro en poco menos de quince segundos. De babosa, su cara adquirió el semblante de las víctimas de Hitchcock (ay, el esqueleto de la abuela) cuando pisé el acelerador con rabia y le embestí de frente, con tal brutalidad que prácticamente su cuerpo reventó contra la pared.
Y, finalmente, cara de idiota, la mejor de todas, la propiamente suya, cuando, convertido en un objeto inanimado, inerte y quebrado, con la sangre manando rápida y espesa, me miraba sin acabar de verme, sus ojos abiertos como buscando un ascenso en el purgatorio, justo cuando bajé del coche para escupirle en la cara, desoyendo, esta vez sí, y con plena conciencia, los múltiples, repetitivos y desesperados consejos de mi archivo secreto, lárgate ya, no seas loco, la bofia está al llegar, mi querido archivo secreto que, pertinaz e infatigable, se resistía a perder su empleo para siempre jamás.

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10.8.08

Vuelven la Maga y El Club de la Serpiente


DICE EL CLUB DE LA SERPIENTE:
“… Ya ha pasado el tiempo
y nos apetecía hacer una nueva “discada”.
Cortazar crea/recrea a Rayuela, las “discadas”. Reuniones donde un grupo de amigos que se autodenominan El Club de la Serpiente, se reúnen para escuchar Jazz, beber vodka y filosofar sobre política, literatura, arte y relaciones humanas.
Si ya habéis venido a alguna discada anterior, os esperamos de nuevo. Si no, ara tenéis la oportunidad.
Los cuatro primeros sábados de noviembre estaremos en el Teatro Romea, en Barcelona. Nos gustará saber que estás ahí.
ACERCA DE LA MAGA Y EL CLUB DE LA SERPIENTE
La Maga y el Club de la Serpiente, es el resultado de combinar una dramaturgia de un fragmento de RAYUELA, la novela de Julio Cortazar, y la música de Bix Beiderbeke, Louis Armstrong, Duke Ellington, Besie Smith, Coleman Hawkins, y otros que se mencionan en la novela.
La compañía está formada por Quim Lecina, Andrea Fantoni, Laia Porta y la SWING SET. QUIM LECINA, tiene una dilatada y reconocida experiencia como actor y director de teatro, con diversas obras en cartelera o en gira; fue miembro cofundador del Teatre Lliure. ANDREA FANTONI es una actriz de origen uruguayo, que ha intervenido en numerosas obras de teatro y películas. LAIA PORTA es una de las grandes voces que hay en el país, y sin duda una de les que tiene más personalidad. Es una habitual de la escena catalana. SWING SET es una banda formada en 1998 por músicos que tocan o lo han hecho en formaciones como la locomotora negra, bcn swing orquestra, bb jazz Maresme, y otros grupos de jazz, swing o new orleans. Han subido a escenarios y festivales de Catalunya, Euskadi i Francia.
MORSA DIJO:
Bien empezamos. Y ahora, díganme, ¿por dónde continuamos o reempezamos esto? Empecemos, pues, por la luminosa construcción de un “argumento” narrativo, basado principalmente en uno de los capítulos del libro, al que Quim Lecina saca petróleo con una tempo que a mí, personalmente, me sorprendió - y en momentos me emocionó- por su desarrollo y, a la vez, por su eficaz solapamiento con el otro “argumento”, el musical, a cargo de Ángel Molas.Conjunción en el que todo encaja con la fluidez que tanto hemos echado en falta en otras recientes adaptaciones y reajustes de la obra de Cortazar. Si a esto sumamos el derroche de ardor, vehemencia y convicción, la llama, en definitiva, del Lecina narrador, no podemos menos que dejarnos caer por el París de finales de los 50, en un tal barrio de St. Germain-des-Prés, en el interior de una buhardilla o cuchitril lleno de humo, jazz y voces roncas por el vodka y el desorden, “el desorden en que vivíamos – cuenta Oliveira -, es decir el orden en que un bidé se va convirtiendo por obra natural y paulatina en discoteca y archivo de correspondencia por contestar”. Y si la dirección musical de Àngel Molas consigue huir de la geometría fácil del centro consiguiendo que canciones como “Get Back”, “Jazz Me Blues” y “Mamie’s Blues” suenen a gloria y, consecuentemente, que uno, anclado en el despiste del olvido, de vuelta a casa, rebusque entre el maremagnum de cedés hasta encontrar el disco-libro “jazzuela” con las mismas cosquillas en los dedos de quien busca y abre la caja de Pandora.Continuemos, pues, con la Maga contándole a Horacio la vez que la violó el negro del ConventilloPor Andrea Fantoni tomándole y devolviéndole la palabra (y el pulso) a Horacio, jugando al juego de las verdades y mentiras como un caballo de ajedrez que se mueve como una torre que se mueve como un alfil. Con él y con Osito Gregorovius (“en el fondo –dijo Gregorovius-, París es una enorme metáfora") y, en definitiva con los muchachos del Club de la Serpiente, apoyando su linda cabecita en el hombro de Sergio, el saxo alto, mezclando las palabras como si ojeara un álbum de fotos o viera una película de Fritz Lang, las palabras una tras otra rellenando el vacío y en las que saxo es sexo, jazz es blues y el vaso de vodka y el tercer cigarrillo del insomnio la prolongación natural de sus dedos nerviosos, y todo eso cuando probablemente Andrea, la Maga, era la única del Club que vivía el presente de indicativo, y así lo expresaba cuando afirmaba: "¿A qué le llama tiempos viejos usted? A mí todo lo que me ha sucedido ayer, anoche a más tardar". A lo que Horacio respondía: "Swing, ergo soy".
Por Laia Porta, Miss Bessie Smith, que la emprende con ”Empty Bed Blues” y toma castaña, ya la enredamos otra vez…
Porque entonces el trombonista Víctor González se descuelga cantando con su voz, menos gruesa (o grave) que la de Big Hill Broonzy, pero igual de efectiva, por no hablar de su entrañable empaque y frescura, “Get Back” y entonces es el acabose, Pep Rius cambia el contra por la guitarra y Sergio Fructuoso se marca un solo con su saxo barítono ante la fila uno y acaba sacándose el sombrero, cuando eso es lo que tendríamos que hacer nosotros, sacarnos el sombrero ante el solo de trompeta de Miquel Donat. Y no digamos cuando todo el Club de la Serpiente, de la mano de la SwingSet le hace coro a González con su “¡Get Back, Get Back, Get Back!”, momento para morirse, si no fuera que, sin dejar de respirar y no mucho más tarde vuelven a la carga con la mándala de Earl Hines, es decir, con “I Ain’t Got Nobody”. Entonces no es para morirse, es que hasta los muertos de la última fila del último vodka del último cigarrillo de la noche de la última astracanada se levantan de sus cenizas para poder volver a morirse de risa, y así no sé cuantas veces más…
Por la Maga, en definitiva, dándole un empujoncito al azar, acariciándole los oídos y la vista - ella a quién tanto le gusta que le acaricien el pelo - al espectador del Primero Segunda que, el pobre no sabe lo que se le viene encima, mientras cae la lluvia sobre la claraboya. En fin, literatura.

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2.8.08

La calle era una fiesta

Salía de casa, tan tranquilo, una mañana de verano, finales del mes de julio para ser un poco más concretos, bajo un sol lacerante y un calor que te cagas.
Salía el probo ciudadano, pues, a echar un montón de cartones al container de color azul (sí, el de papel y derivados, el de la boca de buzón) situado justo en el cruce con Cartagena. De tal guisa, iba introduciendo mis cartones y periódicos viejos entre las duras hebras de su “cepillo” y, sea por prisa o despiste, o por las dos cosas a la vez, resultó que, tras los cartones y el papel, también se me deslizaron de los dedos las llaves de casa.
- ¡Maldición!
Exclamé, junto con algunas obscenidades más, del todo proporcionadas al fiasco. Nada más patético que un individuo peleándose consigo mismo. Nada menos caballeroso.
- ¿Y qué hago ahora?
Me pregunté. Sin llaves y sin móvil no soy nadie. Un extraño en mi propio barrio. Me asomé a las profundidades del recipiente, arañándome la cara con las puntas del “cepillo”. Estaba casi vacío, afortunadamente. ¿Afortunadamente? Pero… ¿Quién puede hablar de fortuna en casos como éste? Cuando la gente ya empieza a mirarte como si fueras un delincuente.
Haciendo oídos sordos a tanta mirada inquisitiva, estudié detenidamente la posibilidad de meterme dentro, recoger mis preciosas llaves y volver a mi lugar de origen. Una temeridad, además de una maniobra técnicamente improbable. Ver a un hombre literalmente tragado por las fauces de un icono de salvemos el mundo sería un espectáculo de tal magnitud que alarmaría al barrio entero. O lo que es peor: el ridículo sería espantoso.
El cerrajero se negó rotundamente a meterse en aquel agujero.
- Esta parte del trabajo le toca a usted – dijo con la firmeza de un representante sindical.
Llamamos al 010:
- No se preocupe. Es usted un hombre con suerte – me dijo la operadora. Esta noche pasa el camión de recogida.
Decididamente era mi día de suerte. No iba a esperar solo. El cerrajero se quedó plantado dispuesto a percibir su remuneración, cayera granizo o elefantes blancos. Bien. Al menos tendría alguien con quien charlar, pensé. Y es que a veces uno se encuentra con un amigo en el momento más inesperado. Incluso llegamos a contarnos historias de la mili, porque el camión tardó diez horas en llegar. De nada sirvió mis promesas de hacerle una transferencia o enviarle un cheque, la crisis es la crisis…
- Además, no tengo otra cosa mejor que hacer – me dijo finalmente, apiadándose de mí.
A estas alturas la calle era una fiesta. Y es que un hombre sin llaves, ni móvil, ni billetero no es nadie. Un extraño en su propio barrio. O en cualquier otra parte.

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Daniel Verdú: El embudo en la cabeza


"Déjese de éticas y de leches. Si me chiva la respuesta le sello el carné y le dejo irse a casa. A-ca-sa."
Resulta imposible resumir la trama picaresca y siempre sorprendente de esta obra ambientada en una oficina de empleo. Sus figuras centrales son dos de los personajes más memorables de la literatura contemporánea: Mario, el funcionario –una mezcla de Jack Isidore castizo, Don Quijote adiposo y el idiota de Dostoievski– y Luis, el parado –una mezcla de Bartleby parlanchín, Sancho Panza delgado y Münchhausen ético–. Luis se retrasa 20 días en sellar su carné de paro y debe inventar hasta seis excusas a cuál más 'demensial' para convencer a Mario de que dice la verdad. Los personajes secundarios son tan exóticos (y neuróticos) como los de una película de los hermanos Marx: Ángel, el obrero del casco puesto, y sus apañaos compañeros de la construcción; la hermosa Felpa de Matute y la rapaz Linda Promenade; Cabriopo Lagarto, el diabólico jefe que levita; Comodín, que se transporta por la oficina en monopatín; Louis Armstrong, el que tocaba sus frases en el barro de Nueva Orleans; el profesor Tragafantas y su pez de colores; la planta carnívora; el trébol de cuatro hojas;el pico tijeras... y tantos otros personajes inolvidables.
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