21.10.07

El resplandor

Tenía el pelo entrecano y lo llevaba muy corto, vestía falda azul oscuro y una blusa de algodón de un azul más claro. Primero me recordó a una antigua compañera de la época universitaria. Más tarde, coincidimos en la puerta del restaurante, recién tomados los cafés, para fumarnos un cigarrillo. Hablamos un rato de cómo había ido la cena y cosas por el estilo, para acabar comentando la creciente soledad del fumador. Y, llegados hasta aquí, acabamos riéndonos. Sin prisas ya por volver a ese otro tiempo de la sobremesa, dentro del restaurante. El frío estaba a punto caer sorpresivamente una de estas noches, pero nosotros todavía no lo sabíamos y, por otra parte, en la calle se estaba muy bien.
Era de ese tipo de mujeres, no especialmente agraciadas físicamente, que tarde o temprano necesitan bromear para que quede constancia de que ya saben que no son Kate Moss, ni la MacPherson, aunque darían la mitad de sus ahorros por parecerse, al menos, a Meg Ryan. No me sorprendió el paréntesis, aunque lo encontré innecesario. Por otra parte, esa compulsiva necesidad por justificarse me produjo un cierto sentimiento de ternura. Era la única persona sin pareja de entre más de veinte comensales.
Al día siguiente, pensé en ella mientras preparaba la cena. En el transistor se oía, más mal que bien, una de mis melodías preferidas: "May way" de Frank Sinatra. Caía la tarde. Nunca deja de sorprenderme lo triste que puede llegar a ser la luz del día cuando la tarde se desploma como un viejo cansado. Quizás por eso, el tiempo se detuvo por un momento y los muebles y objetos de casa desaparecieron durante un largo instante, como si se hubieran ido pese a permanecer allí, quietos como siempre.
Tras la cena, apagué el televisor y reemprendí la lectura del libro de Joan Marsé, justo en el párrafo en el que cuenta que “... la matanza de Chucoti quedó grabada en la mente de los lanceros del Vigesimoséptimo de la Brigada Ligera como una herida que jamás se cerraría. Un resplandor plateado casi cegador, que proviene de la vasta llanura entre las colinas de Balaklava, y el galope de los lanceros del Vigesimoséptimo se expande por la platea casi vacía. Los seiscientos cabalgan por el Valle de la Muerte”’.
Soporto la soledad, la ausencia de conversación y el contacto humano sin mayores problemas, y muchas veces con alivio, para qué negarlo. Pero siempre acabo deseando estar de nuevo al aire libre, sentir la luz, y por eso mismo no pude evitar poner la película de Michael Curtiz para contemplar de nuevo el “resplandor plateado, casi cegador, que proviene de la vasta llanura entre las colinas de Balaklava”. Para acabar escuchando esa profunda voz “en off”: “Media legua, media legua, media legua más arriba’... Los seiscientos cabalgan por el Valle de la Muerte.”
Y pensé nuevamente en aquella mujer sin pareja. Y deseé fervientemente que no estuviera, en ese preciso instante sentada en el sofá, con las manos apoyadas en las rodillas y la cabeza gacha mirando al suelo. Por eso, detuve la imagen en modo Pause y un impulso incontrolado, y puede que absurdo, me llevó a llamarla por teléfono para confesarle que todavía recordaba sus bellos ojos marrón claros. Para convencerla, en definitiva, de que, como había escrito Gesualdo Bufalino en un hermoso libro, “en cada miseria carnal puede ocultarse una muchedumbre celeste.”
Me respondió una voz extraña y huraña, y entonces comprobé, irritado e impotente, que había anotado mal su número de teléfono.
Fotografía de Carles Verdú: pescao4

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20.10.07

Rafa Ferrándiz: Preguntas y respuestas




La pintura abstracta“ resulta, muchas de las veces, un impacto visual desconcertante para el “otro”, ese individuo, al que llamaremos “espectador” y que se encuentra al otro lado de cualquiera las deflagraciones que ha supuesto un cambio radical en historia de la interpretación pictórica de la realidad. No es de extrañar, pues, el estupor de los no entendidos, entre los que, lo confieso sin pudor, me encuentro.
Impelido por la necesidad de una explicación de lo que veo, pero también de lo que “no veo” he hurgado aquí y allá, como un pobre buscador de tesoros escondidos sin mapa, ni brújula. De algunas de las definiciones leídas, déjenme destacar la que expresa Susan Woodford en su libro “Cómo mirar un cuadro”.
Dice Woodford, refiriéndose a una pintura de Jackson Pollock (Ritmo otoñal, 1950): “No localizamos en él (cuadro) ningún aspecto reconocible del mundo que nos rodea; no hay ningún bisonte que capturar, ninguna historia religiosa que contar, ninguna compleja alegoría que desenmarañar. En cambio, (Pollock) deja constancia de la acción del propio pintor arrojando pintura al enorme lienzo para crear una estructura abstracta, animada y apasionante. ¿Cuál es el propósito de tal obra? Su intención es poner de manifiesto la actividad creativa y la evidente energía física del arista, informando así de la acción del cuerpo y su mente en el momento de emprender la producción de una pintura.”
“Cómo mirar un cuadro”, propone Woodford. De acuerdo. Nada que objetar, sino todo lo contrario. Pero permítaseme convertir esta proposición en una pregunta, para mí siempre inquietante aunque reveladora: ”¿Cómo responder a las preguntas de un cuadro?
Porque esa y no otra fue la pregunta a la que me condujo irremisiblemente la turbadora obra de Rafa. Quizás por eso, en mi primera percepción de sus pinturas, y en una reacción totalmente inesperada, me entraron unos deseos irresistibles de tocar la tela. Porque - pensé entonces - muchas veces la mirada no es suficiente. En la mayoría de los casos, jamás lo es. Claro que yo me hallaba ante una pantalla de ordenador y, por otra parte, en el museo me echarían los perros si intentara hacerlo, acercarme a tocar una pintura como si de un objeto inanimado se tratara.
Y fue entonces cuando descubrí, quizás demasiado obvio se dirá, no sin razón, que las pinturas de Rafa Ferrándiz me producían, sobre todo, sensaciones. Impetuosas y apasionadas sacudidas en el hueso sacro. Y fue en la emoción de ese diálogo sin texto donde hallé el camino de la emoción. Y también comprendí que cada una de sus obras, aparentemente anónimas, en el sentido de que no encuentras “aspectos reconocibles del mundo que nos rodea”, en cada color, en cada trazo estaba biografiado el espíritu del artista. De Rafa. Nada más próximo a una experiencia absolutamente personal. Y recordé, cómo no, sus propias palabras, las del autor, cuando me dijo en una ocasión: “Es como si en esos momentos, cuando agarras el pincel y te enfrentas a la precariedad de la tela desnuda, sin una idea determinada, te dieras cuenta de que sólo puedes esperar que la propia pintura te conduzca por el camino que ella misma dicte."

¡Qué mayor aventura que ésta! ¡Qué gran libertad! Y, a la vez, reconozcámoslo, qué búsqueda a ciegas, ésta en la que el hallazgo te elige a ti y no al revés. En la que resulta tan fácil pasar de perseguidor a perseguido.
“No puedo pasar sin pintar, y, a la vez, sin sufrir ante el lienzo en blanco”, me confesó el artista. Rafa Ferrándiz. Pintor. Un tipo que hurgando en sí mismo, de alguna manera, y puede que sin ser plenamente consciente de ello, acaba retratándonos a todos nosotros. Y también, creo yo, al mundo que nos rodea.
Rafael Ferrándiz. Pinturas. Galería Paspartu. Verdi, 25

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18.10.07

Carles Verdú & Rafael Ferrándiz


Carles Verdú, fotógrafo y
Rafael Ferrándiz, pintor
entre otros
exponen en la Galería Paspasrtou,en Verdi 25, el próximo sábado, veinte de octubre de 2007

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11.10.07

La buena vida


Cuando me llamaron a filas, mi ardor guerrero se fue a pique, esa es la verdad. A los olvidadizos, los mayores, se les olvidaba con gran facilidad, o no lo entendían así (y yo creo que un poco de todo y también cierta estulticia general) lo que significa a los veinte años que te birlen de la cartera de la vida, tan vacía todavía, un año y medio con el objeto de familiarizarte con un mundo tan sórdido como el militar. Por otra parte, a mis padres, y a la mayoría de su generación les encantaba vernos con el cuero cabelludo bien rapado y con esa pinta de guapos y sanos. Tanto debía afligirles nuestras pintas de escarabajos melenudos y la mala vida que llevábamos. Para calamidades, la incomunicación entre parientes. Como el muro de Berlín, pero sin final.
Porque yo ya había aprendido que donde falta la inteligencia o el linaje no hay más remedio que echarle esfuerzo y constancia, así que me amilané lo justo cuando me destinaron a las maravillosas islas Baleares, procurando encontrar, como había aprendido en el tajo de la vida ese difícil, pero nunca imposible, equilibrio entre la carrera de obstáculos y
la práctica de la buena vida.
Claro que esto del servicio militar más que una carrera de obstáculos parecía una carrera de salto de vallas con pinta de maratón de esos que los atletas llegan en estado catatónico. Unos se desmayan, otros levantan los brazos con cara de carnero degollado, como si la gloria pesara más que un whiskie en The Quiet Man. Y los más tocados acaban dando vueltas alrededor de sí mismos y se quieren volver por donde han venido. Y es que quince meses pueden ser una eternidad.
Fauna toda la que quisieses. Los había listos como el hambre. Luego, estaban los indeseables, los aguerridos, esos que allá donde vayan disfrutan con las reglas cuartelarias, con su argot y los abusos a los más flojos o indefensos, esos individuos que en la calle no son nada, pero ahí lo eran todo. Los más, sin embargo, sabíamos que debíamos dejarnos la piel para conseguir
un pase pernocta por la cara
una moña de whiskie sin que el brigada se entere
una imaginaria escribiendo cartas a la novia
un amigo quinqui muy útil cuando se te atasca la cerradura de la taquilla y necesitas urgentemente una “llave maestra”
saltar la alambrada y esperar la salida del sol sentado en las almenas de lo que queda de muralla, junto a la catedral, fumando sin parar y acompañado de un individuo del que no te separas un segundo y de quién, cuando esto acabe, no volverás a saber jamás
arreglártelas para no salir el último a formar y librarte así de la maldita cocina y sus odiosas perolas
colarte en la biblioteca de los queridos alféreces para escribir en tu diario "la distancia es vulnerable..."

Claro que más tarde o más temprano acababan pillándote con las manos en la masa. Eso ya me lo temía yo cuando el sargento, un sujeto diminuto y achaparrado, de quien se contaban cosas terribles, como que llevaba una prótesis de metal en lugar de cráneo debido a no sé qué turbia historia, gritó mirando hacia ese espacio vacío del techo a donde no llegaba el polvo: ¡El de las gafas! Ese mierda que escribe. Lo quiero aquí a la voz de ¡Ya!

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9.10.07

A las cinco de la tarde


"Creo que empieza así. Un individuo entra en un bar de Chicago a las cinco de la tarde y pide tres whiskies. No uno detrás de otro, sino tres a la vez. El camarero se queda un poco perplejo ante tan insólita petición, pero no dice nada y le sirve lo que le ha pedido: tres whiskies escoceses, colocados en fila sobre la barra. El cliente se les bebe uno tras otro, paga y se va.
Al día siguiente, aparece de nuevo a las cinco y pide lo mismo. Tres whiskies a la vez. Y vuelve al otro día y al otro, y así durante dos semanas. Finalmente, el camarero no puede reprimir por más tiempo la curiosidad. No quisiera meterme donde no me llaman, le dice, pero lleva dos semanas viniendo por aquí y siempre me pide tres whiskies, y simplemente quisiera saber por qué. La gente los pide de uno en uno.
Ah, contesta el cliente, la respuesta es muy sencilla. Tengo dos hermanos. Uno vive en Nueva York y el otro en San Francisco, y los tres estamos muy unidos. Para honrar nuestra amistad, entramos cada uno en un bar a las cinco de la tarde y pedimos tres whiskies, brindamos en silencio a la salud de los demás, y hacemos como si estuviéramos juntos en el mismo sitio. El camarero asiente con la cabeza, entendiendo por el fin el motivo de tan extraño ritual, y se olvida de la cuestión. El asunto dura cuatro meses. El individuo va todos los días a las cinco de la tarde, y el camarero le sirve las tres copas.
Entonces ocurre algo. El hombre se presenta una tarde a la hora acostumbrada, pero esta vez sólo pide dos whiskies. El camarero se queda preocupado, y al cabo de poco se arma de valor y dice: No quisiera entrometerme, pero leva cuatro meses y medio viniendo aquí y siempre me ha pedido tres whiskies. Hoy me pide dos. Ya sé que no es asunto mío, pero confío en que no haya pasado nada malo en su familia.
No ocurre nada, contesta el cliente, tan animado y alegre como siempre.
¿Qué sucede, entonces?, pregunta el camarero.
Pues muy sencillo, contesta el cliente. Yo he dejado de beber.
Paul Auster: Viajes por el Scriptorium, Anagrama, 2007
Fotografía de Marco Aurelio: El dueño del bar, 18 de enero de 2007
http://www.arte-redes.com/nocturama/

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7.10.07

Carles Verdú: Leer






Se llama Pau y tiene siete años.


Siempre lleva una libreta para hacer dibujos, una actividad que le ocupa gran parte de su tiempo libre.


Aproveché una luz especial para pedirle que posara.


Ocurrió durante un viaje que realizamos a Francia en el mes de agosto.


Carles Verdú: Leer


Un retratista tan minucioso como académicoVive y trabaja en su Barcelona natal, donde inició hace tres lustros sus estudios fotográficos y adquirió su primera reflex. Concluidos sus estudios, se especializó en moda, desnudo, técnicas polaroid, fotografía de viajes y fotografía de autor. Ha participado en numerosos concursos cosechando un buen puñado de galardones y ha sido jurado de diversos certámenes.




Actualmente expone en la donostiarra Real Sociedad de Guipúzcoa, y el próximo 20 de octubre en la Sala Paspartú, Verdi, 25, de Barcelona.

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Las Fontaneda



El primer dilema que se planteó “en serio” fue el de la existencia de Dios, si es que resulta razonable hablar en estos términos en el caso de un niño.

Algo bastante natural en aquellos tiempos tan oscuros, y también el hecho de que de esta cuestión (ahora completamente secundaria) pendieran, como de un hilo muy delgado, algunas otras preguntas igualmente trascendentales. Como el de la “categoría, cargo y destino” del ser humano en la esfera Tierra, el origen del Universo y, en mayor medida, el sentido y significado del bien y del mal. No es menos cierto, sin embargo, que la beatería católica le ponía de los nervios. Y eso que no sabía lo que le esperaba cuando se hiciera mayor.
No por nada. Y menos porque su escasa sabiduría – en estos temas y en cualquier otro - alcanzara a intuir algo más que la sospecha de que alguien andaba errado en lo esencial, aunque todavía no sabía si el equivocado era Dios, los terrestres o él mismo.
Quizás fuera ese el motivo, alcanzó a discurrir, para preservarlo de tan escabrosos débitos, que sus padres decidieron que el traje de su primera comunión fuera de marinero. En la foto que recuerda esta efeméride, aparece con el rostro hierático de las grandes solemnidades. Sus guantes, blancos como el traje, blancos como el color de la nieve, sostenían un catecismo de cantoneras doradas del que colgaba una cadenita con un crucifijo.
Todavía recuerda su espanto ante la sola idea de que, en un acto reflejo, se le ocurriera morder la sagrada hostĭa, es decir la galleta que el sacerdote, en un acto ritual sin precedentes (y sin igual) le depositaría sobre la lengua. Tanta era su convicción de que en esa galleta de pasta blanda, tipo barquillo, plana y redonda como las Fontaneda (las galletas de toda la vida) se hallaba el cuerpo de Cristo.
Pero lo peor, el comienzo del fin, sucedió antes del momento de la matraca de la Eucaristía. Sucedió cuando ejercitó la última confesión antes de la ceremonia y el baboso padre Tapias le hizo arrodillarse, requiriéndole el listado de pecados leves, graves y muy graves - todos ellos al cuál más sarnoso -, del último mes en curso. Y lo fue porque no tuvo más remedio que mentir. Mentir, una vez más, como un bellaco. Y tal tesitura, teniendo en cuenta que todavía no había llegado a ese gran momento de madurez en el que la mentira le atraería mucho más que la verdad, resulto un tanto humillante.
Humillante, en primer lugar, porque el padre Tapias le esperaba en el rincón de la capilla, encorvado y diminuto, tapándose el rostro tras unas grandes manos que desprendían un intolerable hedor a sangre caliente, manos que siempre acababan dispensándole sus caricias bajo la falsa coartada del afecto y la misericordia. Humillante, sobre todo, porque la confesión, más que un alivio, resultaba un ejercicio consciente y abrumador de hipocresía apócrifa. Mortificante desde el preciso instante en que se sentía atrapado por su propia culpa y su gran temor a Dios. Por ese miedo que atenazaba sus músculos y su mente ante la sola idea de arder para siempre en la inmensidad de los infiernos.
Pero más que la humillación, más que el miedo al infierno católico, apostólico y romano, lo que le dejó completamente aturdido fue esa conciencia súbita y devastadora de que la puerta de ese mundo de bebedizos mágicos y seres omnipotentes que lo había protegido has entonces se había cerrado a sus espaldas. Y que ahí fuera le esperaba la realidad. Y no le pregunten por qué, pero él ya sabía que nada bueno podía esperar de ella.

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6.10.07

Carles Verdú: Kristel

Tiene solo diez años y es una de las hijas de mi hermano Eduardo.


De color tostado, con risa de niña y discurso adulto, mantiene la esencia de Méjico y su pureza. Su carácter tímido no merma la hermosura de su mirada.

Carles Verdú: Kristel


Un retratista tan minucioso como académico
Vive y trabaja en su Barcelona natal, donde inició hace tres lustros sus estudios fotográficos y adquirió su primera reflex. Concluidos sus estudios, se especializó en moda, desnudo, técnicas polaroid, fotografía de viajes y fotografía de autor. Ha participado en numerosos concursos cosechando un buen puñado de galardones y ha sido jurado de diversos certámenes.


Actualmente expone en la donostiarra Real Sociedad de Guipúzcoa, y el próximo 20 de octubre en la Sala Paspartú, Verdi, 25, de Barcelona.

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