25.11.07

El hacedor de sueños


”¿Por qué no te callas?” Le digo yo también a mi particular hacedor de sueños. Ese “doble” - que dicen - todos tenemos en algún lugar del planeta y que yo tengo la dichosa “fortuna” de tenerlo más cerca, tan cerca que hasta noto su aliento en mi pescuezo. Esto nos podría llevar a otro enunciado interesante: “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”, del gran Raymond Carver, pero hoy no tenemos tiempo para disquisiciones.
Mi “doble” aparecía en la pantalla, en uno de los canales más matracas (probablemente el cinco), metido en un traje de buen corte que debía de haberle costarle un ojo de la cara - a mi cuenta, por supuesto, a la de quién sino -, con corbata a juego y elegantes gafas con montura de concha. Y digo “le costó” porque se trataba de un sueño y, en materia onírica, los sueños no son el reflejo, detritus o premonición de lo que nos ha acontecido o del devenir inmediato, como siempre han afirman algunos ingenuos y todo el mundo cree a pies puntillas. Yo sé perfectamente que el que sueña por mí es un perfecto impostor. Un traidor. Me arrastra a historias rocambolescas, sin sentido alguno, y aunque el ilustre Ernesto Sábato dijera aquello de “de un sueño puede decirse todo menos que es falso” a mi no me engaña con sus melindres. Falso no será, pero pérfido y cabrón, la mayoría de las veces. ¡Y hasta aquí podíamos llegar!
Este maldito impostor se pierde días y días (noches sería mejor decir) con algún bisnecito que a mí ni me va ni me viene. Por eso, cuando me despierto, de madrugada, y voy al lavabo a echar una meadita, me lo tomo como un respiro, como cuando te escapas de la oficina con la sana intención de fumarte un cigarrillo para, luego, volver resignado a la historia de siempre. Ya lo sé, me lo dijo mi sicoanalista, riéndose como nunca la he visto reír, y es que a veces la confianza da asco, aunque no me lo tomé a mal, sino todo lo contrario, yo también me descoyunté.
Entre risas, me dijopero vamos a ver, no sois dos: eres tú mismo el que sueña”. Y yo, reconociendo lo aparentemente absurdo de mi afirmación, esquizofrenia venial, perdonable si se quiere, consciente de que le estaba “brindando” una anécdota inapreciable a su colección de patologías jocosas y sorprendentes, (psicópata, dijo entre dientes: siempre lo negó pero yo bien que la oí) insistía, sin embargo, que de ninguna de las maneras, que ese forjador de sueños infames no podía ser yo. ¡Ni hablar!Ferran Jordà: les choses, les plus simples (the simple things we said)
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7.11.07

Cuando los viejos se morían a una edad decente

Esto no me gusta nada. Envejecer es una cosa y entrar en el paraíso de los zombis es otra muy distinta. Cuando leo el titular de esos dos periódicos que, bajo la coartada de la renovación han perpetrado un proceso de ósmosis mutua realmente sorprendente (por lo descarado, por lo obvio), no sé muy bien si alegrarme o apenarme. En realidad, lo que me siento es amenazado. Vivir más tiempo es una cosa. Zambullirse en la niebla de la decrepitud y la senilidad y acabar de oficiante de espectro, eso es otra muy distinta.
La razón se disuelve con el tiempo. El amor nunca. Eso afirmaba algún poeta, cuando los viejos se morían a una edad decente, y a quien, lógicamente, no se le ocurrió que el tiempo tuviera que ver con la dignidad, tan preocupado estaba con la matraca del amor. Ahora ya no es la razón la que genera monstruos. Es la longevidad la que nos convierte en seres deformes y patibularios, arrastrando nuestros cuerpos sin mente (o nuestras mentes sin cuerpos) por los pasillos de las penitenciarias, oficialmente llamadas geriátricos y actualmente denominadas amablemente residencias.
Cuando hago mi entrada en la residencia donde se extingue la hermana de mi padre, el tétrico pesebre que contemplo me congela la sangre. El pelotón de cuidadoras, con esa alegría profesional (contra la que nada tengo, sino todo lo contrario), que contrasta con la taxidermia reinante, me estremece. Pulso el botón del timbre para que se abran las puertas del edificio. Las puertas cerradas, no sea que alguno de ellos, en un descuido, salga tan campante en busca de un pasado que ya no existe; o de un presente que tampoco le pertenece. Lo han perdido todo, su casa, sus pertenencias, incluso el afecto de sus seres queridos, porque en ocasiones, el afecto familiar es como una herencia que aceptas ejercer de buena gana. Los familiares, pues, que en muchos de los casos están deseosos de que acabe esta auténtica pesadilla gore. Porque no siempre es cierto, amigo poeta, que el amor nunca se extingue. Todo se acaba, o peor todavía, se desgasta, se descompone, se pudre. Todo menos el ácido desoxirrubonucleico. Misterios de la vida. Ese código de barras inerte que delata y acusa, tal como lo hiciera aquel famoso Je acusse de Emilio Zola.
De vez en cuando, mientras cruzo el vestíbulo, una mujer que se ha quedado extraviada entre los oscuros pasillos de su memoria, me pregunta:
- ¿Dónde está la puerta?
Y yo, experto ya en ésta y otras tramas de la tragedia, le respondo con otra pregunta:
- ¿Adónde quiere ir usted?
A casa, me responde. Quiero ir a casa, con mi mamá.
Y la primera vez se me nubló el alma, pero a todo se acostumbre uno, incluso al horror. Cómo decirle a esa nonagenaria que su cuerpo no era muy bien un cuerpo, que era un dibujo mal pintado, torpemente trazado, como realizado por una niña: sin guardar las normas de la perspectiva ni de la correspondencia de colores, dimensiones y distancias. Un dibujo sobre un trozo de papel, que se estaba borrando a marchas forzadas: cada vez un perfil de menos, un contorno borrado, un espacio en blanco donde debería haber unos ojos o una boca.

Cómo decirle que la vuelta al pasado (por el atajo hacia su madre, a su infancia, en definitiva) era una quimera. Que la ciencia le había jugado una mala pasada, que como los hígados, riñones, corazones y sangre sigan manteniéndose con el gota a gota de la pericia médica, ella será una más de las heroínas del milagro de la longevidad. Que saldrá – ahora ya anónimamente - en la portada de los periódicos como una esperanza (la esperanza de vida llega a los ochenta años).
Una broma pesada.
La vejez, fotografía de Marcelo Aurelio
Nocturama Fotoblog
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1118

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1.11.07

A las tres serán las dos


A las tres serán las dos, ordenan desde los mass media. A mandar. Venga cambiar las manecillas de los relojes. Cambian la hora y nos dejan a oscuras los capullos del G7 a partir de las cinco y media. Me encanta. Me corro de gusto. Como si nos dicen ¡Láncese usted por la ventana! No seré yo quien les contradiga.
- ¡Déjenme sitio que ahí voy! Y me tiro por la windows, faltaría más.
Aunque siga levantándome a las siete, una voz de ultratumba me dice: a las siete serán las seis. Pues vale. A mandar. El despertador, vendido al sistema lanza su universal sonido a las siete, como si pensara que soy idiota, que no sé que en realidad son las seis. Claro que siempre están los optimistas, los del no hay mal que por bien no venga. Ahora, cuando salgo es de día, dicen, y se quedan tan felices.
Pero aquí, en mi estudio, cuando son las siete es que son las siete. ¡Faltaría más! Llueva en Nápoles, caiga el frío en Burgos. Haga sol o nublado, sin descartar alguna precipitación ocasional en el norte y este de la península, sea laborable o festivo. En mi guarida sólo mando yo, que quede claro. Yo decido cuando hay silencio y cuando suena “All that you can’t leave venid”, de los fantásticos U2...
El mejor bálsamo para las heridas.

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