29.8.06

El visitante


Se despertó a las 5,35. Un poco demasiado pronto, incluso para sus costumbres. En la esquina de la habitación una lámpara de cerámica con forma de cebolla gigante que había permanecido encendida toda la noche, desprendía una luz de estrellas y culebrillas. Ningún secreto a la vista, pues se trataba de las formas de los orificios con las que el artesano había tenido a bien dar rienda suelta a su creatividad. El gato reposaba dormido en una esquina de la cama. Le miraba con esa mezcla de placidez y curiosidad con la que los felinos suelen investigar a los humanos. Sólo movería su breve esqueleto para lamerse las patas o cuando olfatease la renovación diaria de su pienso. En la mesita de noche, un libro de C. Clark.
Decía C. Clark ayer mismo que "por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo". En ese preciso momento, con una cefalea de cojones, legañoso, sin afeitar, con los cabellos revueltos y esas abultadas bolsas bajo sus ojos turbios, una afirmación de tal calibre le pareció una SOBERANA ESTUPIDEZ. Se rascó los sobacos mientras la cafetera empezaba a calentarse. Dichosa cafetera que cuando sube el café parece que vaya a producirse un terremoto. Pensó una vez más que debía comprar cuanto antes un difusor ya que el artefacto no encajaba en el soporte del fogón y cualquier día el frágil equilibrio podría provocar un accidente doméstico. Pensado y hecho. Justo cuando la cafetera parecía a unto de explotar y él intentaba agarrar su asa sin las correspondientes manoplas, la cafetera se desplomó hacia el lado adecuado, es decir, el de su mano derecha que, instintivamente y por su cuenta y riesgo - puro reflejo - intentó evitar el estropicio y lo único que consiguió fue abrasar los cuatro dedos de su propietario. El dedo gordo se salvó de milagro.
Como hizo un cursillo de socorrismo sabía perfectamente que no debía perder tiempo en buscar pomadas, pastas dentífricas ni mariconadas similares, que tratándose de quemaduras el tiempo es oro, así que maldiciendo a rabiar se abalanzó hasta el grifo de la cocina y sometió su mano a una constante y reparadora ducha de agua fría. Una vez más tranquilo, metió la cabeza dentro del congelador y agarró la bolsa de los cubitos de hielo para el whisky, aplicándosela a los dedos, percibiendo enseguida un creciente alivio. Cuando el hielo se fundió recurrió entonces a la bolsa de los guisantes congelados. Y pensó, como el que piensa porque no tiene otra cosa mejor que hacer, que nunca debería faltar un paquete de guisantes en el congelador.
A regañadientes preparó otra cafetera, realizando cada movimiento con la misma cautela que si estuviera sobre un campo de minas. Ya en su escritorio, encendió por fin el Marlboro y saboreó ese primer cigarrillo del día. El sol asomaba por el Este, con la rapidez de costumbre, ofreciéndole un preludio de dos violines y trompa en la menor. Entre nubes negras y un firmamento de lilas. Fue entonces cuando volvió a recordar la frase de C. Clark. Nadie más amante de la literatura que él. Nadie más respetuoso con la magia oculta de los libros. Nadie más devoto por la poesía, sea en verso o en prosa. Sin embargo, esta vez no pudo menos que dejarse llevar por sus instintos más primarios, así que se dirigió como absorto hasta el dormitorio, agarró el librito del bienaventurado C. Clark y lo arrojó por la ventana de su escritorio con toda la energía y mala leche (y una cierta satisfacción, todo sea dicho) de la que fue capaz a esas horas de la mañana. Con la rabia, el despecho de un lector vilmente engañado.
Y ya empezó a encontrarse mejor. Ya estaba percibiendo una cierta mejoría en su estado general, complacido como estaba en el bienestar de su dedo gordo (el único que se salvó de la quema, como ya sabemos) cuando el mismísimo Oscar Wilde abrió la puerta de su estudio. Sin pedir permiso, como en él era habitual. Asomó su careto de Dorian Grey después de visitar su retrato y le soltó una de sus frases lapidarias: Ni siquiera los Dioses pueden modificar el pasado. Naturalmente, lo echó a patadas.

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27.8.06

La educación según Kafka


Todo y nada se ha dicho sobre los Diarios. Sobre los diarios “íntimos” hay teorías para todos los gustos. Los más audaces sugieren sentimientos de culpa, de desahogo, de debilidad de carácter... No creo demasiado en afirmaciones tan alegres y con tan acentuada vocación psicoanalítica. Tampoco estoy demasiado de acuerdo con la afirmación de Simone de Beauvoir: "Curiosa cosa un diario: lo que se calla es más importante que lo que se anota”. Si nos ponemos trascendentes podemos extender perfectamente tal afirmación a cualquiera de nuestras relaciones personales, el de la pareja incluida, o sobre todo. Y quizás diga esto porque yo mismo soy un empedernido diarista.
Dejémonos de historias y centrémonos en el placer. Porque toda lectura, hasta nueva orden es (o debe ser) un placer. El placer, por ejemplo, de leer los Diarios de Kafka, el Libro del desasosiego de Pessoa o el Diario de un artista seriamente enfermo, de Gil de Biedma. Por mencionar sólo tres casos espectaculares, además de entrañables.
En el caso que nos ocupa, Franki (que así lo llamaban sus amigos) aparece como de carne y hueso, es decir, su desesperación pero también su agudo sentido del humor; la forja donde templaba sus amores y también su absoluta incapacidad de entregarse por completo. ¿Y qué mayor desgracia que ésta? Pues siempre he creído que no ser correspondido es una bagatela comparado con la tortura (y su gnosis) de la incapacidad de amar. La conciencia, la lucidez en suma, de que estaba escribiendo una gran obra y la clarividencia de la brutal e inmensa soledad del individuo (nunca mejor expresada que en la descomunal paráfrasis de La metamorfosis).
Pues sí, resulta que Franki era un tipo socarrón, cuando no gracioso. Y eso, a pesar de su condena al insomnio perpetuo y al castigo de su abrumadora cobardía. Pero déjenme pensar. Déjenme decirles una cosa. Diría que fue Antonio Tabucchi quien escribió (en Réquiem) que “la cobardía ha producido las páginas más valientes de nuestro siglo, piense por ejemplo en ese checoslovaco que escribía en alemán, ahora no me acuerdo de su nombre, ¿no cree que escribió páginas de una valentía terrible?” Pues eso mismo.
"A menudo reflexiono y siempre tengo que acabar diciendo que mi educación, en muchos aspectos me ha perjudicado mucho. Este reproche va dirigido contra una serie de gentes que, por lo demás, aparecen todas juntas y, como en las viejas fotografías de grupo, no saben qué hacer unas al lado de otras; ni siquiera se les ocurre cerrar los ojos, y no se atreven a reír a causa de su actitud expectante. Ahí están mis padres, unos cuantos parientes, algunos maestros, cierta cocinera, algunas muchachas de las lecciones de baile, algunos visitante de nuestra casa en los primeros tiempos, algunos escritores, un profesor de natación, un cobrador de billetes, un inspector escolar, y luego algunos a quienes sólo he encontrado una vez por la calle, y otros que no puedo recordar exactamente, y aquellos a quines no voy a recordar nunca más, y aquellos, en fin, cuya enseñanza, por hallarme entonces distraído, me pasó completamente desapercibida. En una palabra, son tantos que uno debe andarse con cuidado para no citar a uno dos veces. Y frente a todos ellos, formulo mi reproche, hago que, de este modo, se conozcan entre sí, pero no tolero réplicas. Porque he aguantado ya, realmente, demasiadas réplicas, y como me han refutado en la mayoría de los casos, no tengo más remedio que incluir estas refutaciones en mi reproche y decir que, además de mi educación, estas refutaciones me han perjudicado en más de un sentido.”Franz Kafka: Diarios (1910-1913), domingo 19 de julio de 1910

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26.8.06

Mecano número tres



Emmanuel Kant era el Gran Mago: todo lo que percibimos como realidad no es más que la ilusión de nuestros sentidos. Hegel era el gran ciclista, el amo de la pista: todo lo racional es real y viceversa. Y además, la realidad era mutante e interactiva, luego no era sólo esencia como afirmaban los muchachos de medioevo, ergo era dialéctica. Y como la teoría del movimiento había sido reafirmada y certificada, desde Galileo a Hubble, todo encajaba: con un movimiento dialéctico, era forzoso que tenía que existir el progreso. Y con el progreso la justicia, y vaya a saber usted qué barbaridades más.
Manuel se llamaba como Kant, pero hasta aquí las coincidencias. Manolo nunca dudó de su incapacidad para retrotraerse a la inocencia que hizo posible su creencia a pies puntillas en la existencia de los Reyes Magos. Según averiguó más tarde, los antropólogos definían la etapa del conocimiento mágico como aquella que precede al científico y que reside, fundamentalmente, en explicar los fenómenos naturales a partir de causas sobrenaturales. Esta podía ser una explicación. Aunque había más. La experiencia – escribió Joseph Conrad - significa siempre algo desagradable y contrapuesto al encanto y la inocencia de las ilusiones. Los adultos, en todo caso, dispuestos a proteger a sus retoños de la peligrosa etapa del conocimiento mágico, siempre andaban obsesionados por implantar en sus hijos (por vía oral, intravenosa o, simplemente, a martillazos) una precoz adicción al principio de realidad. Iniciaban su perversa labor mediante demostraciones empíricas tendentes a convertir los fantasmas en simples abrigos colgados de los percheros; a convertir la naciente sexualidad en una necrosis cancerígena, es decir, negando torpemente el desarrollo de instintos primordiales tales como la masturbación o el amor carnal hacia la profesora de francés - a quien se le veían las bragas cuando cruzaba las piernas con gran elegancia no exenta de morbosidad - , la vecina jamona o la primita que quería jugar - ¡Uauuu! - a médicos y enfermeras. Para empezar, les revelaban la verdad y nada más que la verdad sobre la existencia de los Magos de Oriente. Todo ello perpetrado bajo sórdidas coartadas, como esa de que para qué se lo cuenten otros. O aquella otra, no menos mezquina, de que con los caros que se están poniendo los juguetes... Porque todo lo racional es real y viceversa, como diría el amo de la pista.
Porque la magia de los tres reyes bondadosos, con sus maravillosos presentes era, muy al contrario que la experiencia cotidiana, y degradante, de los adultos, una magia blanca, espléndida y, sobre todo, excitante. En la breve historia de tal efeméride - recuerda Manuel – lo magnífico era la espera: cumplimentar con estricto rigor la hojita pautada, y sufrir lo indecible por aquello de que la carta no se extraviara. Y abrirse a la deliciosa expectativa de la impaciente espera. ¿Cómo sería el Mecano que había pedido? Porque el primero de la lista era el Mecano número tres.
Y, mientras tanto, saborear, con santa inocencia, todo hay que decirlo, esa inagotable sorpresa (y perplejidad) ante la manifiesta indiferencia de los adultos que, incomprensiblemente, seguían con sus aburridas rutinas, inmunes a los devastadores efectos de la máxima emoción. Siempre con prisas. Haciendo y deshaciendo sus aburridas y tan necesarias e imprescindibles prácticas de supervivencia, los quehaceres más insustanciales y laboriosos, sin tiempo para saborear el paso del tiempo. Para hacer todo menos lo que Manolo: sentarse en el portal de casa y contar una y otra vez los días, las horas y los minutos que faltaban para la llegada de la noche más hermosa. Inclinación inédita, ésta, la de empezar a meditar en el método más eficaz para detener el tiempo, debatiéndose entre lo magnífico de la espera y lo maravilloso del instante. Imaginándose el fantástico coche de bomberos pero, sobre todo, la colosal grúa que nacería del Mecano número tres.
En la fábula de Melchor y compañía lo maravilloso era el instante. Cuando, finalmente, impelidos por la ávida curiosidad, él y sus hermanos se abrían paso hasta el Abra-Cadabra del balcón. Allí, cuidadosamente dispuestos, estaba el flamante coche de bomberos. Y el balón de reglamento, los soldados de goma de la segunda guerra mundial... Y, por supuesto, el Mecano número tres. Y esparcidos aquí y allá: los doblones de chocolate. La torna del tesoro. Y, más allá, la puerta por donde se habían ido los Reyes del Mambo, los únicos, los incontestables, los auténticos. Y el rastro de botellas vacías: de agua potable para los camellos y de coñac para los viajeros. Nuestras manos trémulas mientras Manolo Kant sonreía desde la cueva de Platón.
Llegó un día en que el conocimiento científico, con sus habituales malas artes - el chivatazo del amigo envidioso, y por eso mismo corrupto -, prevaleció finalmente. Fue la personal y dolorosa incursión de Manuel en ese mundo en el que todo lo racional era real y viceversa. Pero, contrariamente a lo que se podía esperar, aquí no acabó todo.
Porque Manuel no tardó casi nada en descubrir que sus sueños no habían hecho más que empezar. Que como la materia, los sueños no desaparecían sino que, muy al contrario, se transformaban en otros. Y fue entonces, como empujado por un destino a la vez voraz e inescrutable, cuando se enamoró de la nueva maestra. Para experimentar ese nuevo abismo, más vertiginoso todavía que los anteriores. El mismo precipicio, y en ese momento empezó a comprenderlo todo, en el que el amo de la pista se había dado el gran castañazo. Y también presentía que este descubrimiento no dejaría de traerle fatales consecuencias. Y aún así se reconoció a sí mismo que era imposible volver atrás. Porque un sueño puede serlo todo. Todo menos falso.

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La echaron a patadas


La inmovilidad de los objetos me fascina. Miro el sillón hasta confundirme con él. Error, todo movimiento. Eso dijo Jacques Rigaut en plena efervescencia surrealista, todavía caliente el cadáver de Dadá. Me gustó su actitud de insumisión (y osadía) ante la relación espacio-tiempo. No me extraña que se suicidara, hay ciertas fijaciones que acaban convirtiéndose en todo un estilo y Rigaut tenía mucho estilo.
Leo frecuentemente a Vila-Matas, un escritor bastante heterodoxo, es decir, seducido por lo raro. Como suele ser frecuente, el éxito le ha llegado con aquello que hace menos bien pero gusta más: las novelas. Dice en alguno de sus libros que "lo que hace soportable la vida es la idea de que podemos elegir cuándo escapar". Ayer los del sindicato me pasaron un papel en cuya cabecera invocaba: Yo también ayudé a morir a Sampedro. Firmé, naturalmente, aunque mi fe en la solidaridad y en las reivindicaciones bienintencionadas es parecida a la que uno siente al salir a las tantas de la noche de una reunión de la comunidad de vecinos habiéndose pasado horas hablando de bajantes, grietas y goteras.
Es decir, estos que parece que lo tienen tan claro son una excepción. La mayoría vacilan, ensayan y acaban haciendo el paripé. Boris Vian, cantante y leyenda perenne a uno y otro lado del Sena (nuestro Sena es peor que el de los parisinos, se llama casticismo y es imposible atravesarlo sin mancharse de historia), era un perfeccionista a su manera. Afirmaba que cuando uno se molesta a sí mismo, ya tiene el motivo y la excusa, y si se deshace entonces de lo que le molesta… de sí mismo… alcanza la perfección. Un círculo que se cierra.
Hace ahora diez años que murió Mª Angeles, condenada súbitamente a un tumor cerebral con ramificaciones homicidas. Mª Angeles era un encanto. Mi querida Mª Angeles, honesta e inteligente muchacha de dieciocho nos dejó de la peor de las maneras: después de una horrorosa agonía debido al maldito tumor. Pensé en ella para secretaria cuando sólo tenía dieciocho años. La única entre la turba de boys boys por su inocencia, por su total renuncia a la vocación generalizada del chismorreo y porque no pertenecía a ninguno de los grupitos que reniegan y critican en el submundo del sector oficinas y despachos. Cuando le propuse ser mi nueva secretaria se asustó la pobre y dijo “¿podré hacerlo bien?”, que es lo que suele decir y pensar la gente seria y solvente cuando le proponen una nueva responsabilidad.
Lo cierto es que Mª Angeles se fue sin previo aviso. Le arrancaron ese aire de encantadora de serpientes, esa belleza que sólo la espontaneidad y la frescura de su sonrisa hacían resplandecer cada día. Ella no quería escapar, apenas había empezado a vivir - y eso se notaba en tantas cosas pero, sobre todo en su alegría y vitalidad- y tampoco se le permitió elegir el momento de salir. La echaron a patadas.
Conclusión evidente: la vida es una mierda. Bueno, eso ya es cosa sabida. Me cago ahora mismo en esa pandilla de almas caritativas consigo mismas que dicen estar en armonía con el Universo, que la vida no se concibe sin la muerte, etcétera. Ahí las querría ver yo. Batallando con un puñado de ramificaciones escarbándote y acuchillándote el cerebro y con el de la bata blanca escupiéndote a la cara la frase maldita: no es benigno, mientras interiormente se rasca el entresuelo pensando que esta noche le espera un polvo memorable con la amante, amiga íntima de su mujer. Como se entere, nos mata.
No te rindas, sin embargo, dicen las damas and gentleman. No dejes que la muerte te acobarde. Pero que yo sepa no me he rendido. Ni siquiera me han hecho prisionero. Y tampoco es que ofrezca ninguna resistencia. Claro, que cualquier día me echan a patadas y se quedan tan frescos.
Vale, los hay que tienen prisa. Burroughs, por ejemplo. Dijo: “Desde mi llegada, hace unos 500.000 años he tenido un solo pensamiento en mi mente. Lo que llamáis historia de la humanidad es la historia de mi plan de huida. No quiero amor. No quiero perdón. Todo lo que quiero es salir de aquí”. Pero no era el caso de Mª Angeles. Ni el mío. Yo no tengo prisa alguna. Me gusta la penitencia.

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6.8.06

Las cuatro y cinco de la tarde



En la Estación del Norte, donde ya no hay trenes, ni vías, ni pasajeros, trabajé en un edificio anexo hasta hace dos años. En la remodelación de la antigua estación, los capos del diseño tuvieron la feliz idea de conservar el viejo reloj, y me llevó su tiempo llegar a la conclusión (nada convincente, ya lo sé) de que debía tratarse de un reloj de cuerda, porque andaba siempre estropeado. Marcaba permanentemente las cuatro y cinco de la tarde. A esta conclusión llegué con la ayuda de Carlos, compañero de trabajo y, sin embargo amigo, con el que desayunaba y comía cada día. Uno de esos amigos de los que solemos decir que caben en los dedos de una mano. Convenimos los dos en que quizás se tratase de un reloj de cuerda y que era una pena que ya no existiera ese simpático individuo uniformado llamado Jefe de Estación y que, aparentemente, no tenía nada mejor que hacer, aparte de agitar el banderín y hacer sonar su pito, que darle cuerda al reloj.
Los de la ONCE, con cierta frecuencia, alquilaban la Estación (convertida, a la sazón, en un Polideportivo Municipal) para sus encuentros y fiestas. Y digo fiestas a tenor del escándalo y charanga que armaban. Entonces sí, entonces, cuando venían los de la ONCE, sorprendentemente, algún empleado del Ayuntamiento le daba cuerda al mecanismo en cuestión, y durante unos cuantos días teníamos la hora correcta. Claro que los de la ONCE…. Ya me entienden. Entonces fue cuando Carlos dijo aquello de que el amor es ciego, el amor es ONCE o no es.
Así es la amistad. A veces se sustenta en experiencias y vivencias compartidas, en la complicidad y las confidencias, pero también, y sobre todo, en el placer de las naderías, en la sustanciosa y divertida constatación de convergencias y divergencias. En la amable construcción de rituales y lugares comunes. Como aquella especie de leyenda del reloj de la estación.
Mientras escribo esto me entretengo a ratos viendo una vez más Smoke, la excelente película de Wayne Wang escrita por Paul Auster. En la peli, un novelista, Paul Benjamín (William Hurt) cuenta la anécdota que da título a la película. Sir Walter Raleigh (quien por cierto introdujo el tabaco en Inglaterra) apostó con la reina Isabel I que podía medir el peso del humo. Auggie, el dueño del estanco donde se realizan las tertulias (Harvey Keitel) responde de forma contundente: “Eso no se puede hacer. Es como pesar el aire”. Paul acepta la dificultad de la propuesta: “Reconozco que es extraño. Casi como pesar el alma de una persona. Pero Sir Walter era un tipo listo. Primero cogió un cigarro nuevo, lo puso en una balanza y lo pesó. Luego lo encendió y se lo fumó, echando cuidadosamente la ceniza en el platillo de la balanza. Cuando lo terminó, puso la colilla en el platillo junto a la ceniza y pesó todo eso. Luego restó esa cifra del peso original de un cigarro entero. La diferencia era el peso del humo”.
A veces, la amistad, incluso la aparentemente más sólida, no deja de ser como un buen cigarro puro. Cuando te lo acabas parece que ya no exista. Pero es lo que yo acostumbro a decir: si el humo se puede pesar es que el humo existe. Y Carlos se esfumó como el humo. Y si he de ser franco, le echo de menos. Un buen día, el reloj de la estación volvió a funcionar, esta vez de forma permanente. Vete a saber cuál fue el verdadero intríngulis de la historia. Ya no trabajo en la Estación del Norte. Ya no paso cada día delante del averiado reloj de la estación. Ya no son siempre las cuatro y cinco de la tarde. Carlos desapareció, se evaporó, y sin embargo todo eso existió. Puedo jurarlo. Nos dolían las mandíbulas de tanto reírnos cuando comentábamos jocosamente, aunque sin un ápice de malicia, que a los de la ONCE les daría igual si el reloj marcase la hora que marcase. Algunos oficinistas somos así. Necesitamos reírnos cada día para alejar el cáncer del aburrimiento y la monotonía. Ya no tengo noticias de Carlos. Y sin embargo nada parece haber cambiado. Vaya topicazo eso que dicen en el Telediario y en el Tanatorio, que la vida sigue, pero resulta que es cierto. Mira por dónde, es la hostia de cierto. La vida sigue y sigue, con esa pasmosa indiferencia que nunca dejará de asombrarme.
La antigua Estación ferroviaria del Norte, construida en 1861 y situada en la calle Alí Bei 80 de Barcelona, actualmente es el núcleo central de las llegadas y salidas en autobús de la ciudad de Barcelona.
Wayne Wang: Smoke, USA 1995, 108 min. Guión: Paul Auster. Música: Rachel Portman. Fotografía: Adam Holender. Harvey Keitelm William Hurt, Giancarlo Esposito, José Zuñiga, Stephen Gevedon, Jared Harris, Daniel Auster, Harold Perrineau Jr., Forest Whitaker, Stockard Channing, Ashley Judd

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4.8.06

A su manera


No utiliza agendas convencionales. Suele comprarse una libreta escolar en la Papelería donde la Laura, una libretita de espiral, de las baratas y así se organizaba los días y sus observaciones. Porque le gusta hacer las cosas a su manera.
Pidió las vacaciones en la Oficina. Las firmó su jefe, se la entregó él mismo a una de las secretarias del jefe de su jefe y ésta se levantó y la echó sobre una bandeja repleta de papeles, en la estantería de distribución. Su Top y falda a tono no llegó a deslumbrarle como otras veces, ya que no dejaba de mirar el miserable papel disipándose entre tantos otros. En el ascensor todo el mundo le preguntaba por las vacaciones. A veces se le cruzaban los cables y se imaginaba las veinticuatro horas seguidas con Ana y los niños, y así un día tras otro... Entonces empezaba a tartamudear por dentro. Y trataba de imaginarse algo peor que las vacaciones. Y por más esfuerzos que hacía no encontraba nada.
Nunca salgas de viaje con una persona que no amas, dijo una vez Hemingay. A él le parecía bien todo lo que dijera Hemingway, aunque más bien pensaba que todo es relativo, que quizás un viaje pueda conseguir que dejes de amar a la persona que amas.
Le llevó los gatos a su madre. Mifú. Uno de los gatos se llamaba Mifú. Las tres se pusieron de acuerdo, madre e hijas y él se quedó con su propuesta de “Jabato” entre los sobacos. Y es que, además, su madre no estaba nada de acuerdo en que al segundo gatito le hubiera puesto el nombre de “Cenicero”. Porque aquí se jugó la vida y no llegaron a las manos de milagro, aunque lo que si llegó fue la reglamentaria semana de morros, en la que, por supuesto, él siempre salía derrotado. Gritó y vociferó y ellas acabaron cediendo como se cede ante un loco o un tonto. “Imagínate un cenicero de agua”, le explicó a su madre, proponiendo una imagen surrealista que le era muy querida pero a la que su progenitora respondió con un gruñido. Compró un cepillo de púas nuevo, dos cajas de pienso de los que tanto le gustaban a Cenicero y dos saquitos de arena para sus necesidades. Por supuesto, Cenicero era su favorito y a Mifú lo puteaba todo lo que podía.
Todavía recordaba, seis meses atrás, cuando le propuso a Ana que le iría pero que muy bien “una tarde libre” a la semana. Para “respirar”, añadió, siendo entonces plenamente consciente de que la había cagado. Porque con el trabajo –prosiguió a la desesperada- , las interminables labores domésticas, los gatitos, las visitas de sus suegros y dos hijas peleonas, el tiempo libre prácticamente se esfumaba como el humo. -¿Y tú necesitas una tarde libre?- Le respondió su mujer, con esa mirada inquisitiva que casi siempre conseguía fundirle les plomos. Él trató de explicarle que a ella también le convenía un respiro, que le iría de fábula un tiempo libre, quizás alguna cena con sus amigas, una visita a mamá, pero, sobre todo, una tarde de compras. Tardó unos segundos en contestar. Para mirarle a los ojos y decirle que no le gustaba ir sola de compras. Y entonces él recordó aquel tipejo tartamudo cargado de bolsas (sí buana) y obligado a opinar sobre indumentaria femenina, electrodomésticos de la sexta generación, así como de sillones, lámparas de pie y muebles auxiliares, concebidos y creados por mentes enfermas. Intentó comparar esa tortura con las vacaciones y entre tanta oscuridad se le fundieron las palabras. Y en pleno atasco, sucumbió a la tercera opción: otra semana de morros, la especialidad de la casa. Justamente lo que se había ganado con la dichosa propuesta.
Cuando, al día siguiente, tiró el móvil al contenedor de la esquina y se fue al Dry Martini, con unas bermudas estilo rancio pijo de toda la vida, precisamente cuando en el reloj dieron las seis de la tarde y Ana, después de ir a recoger sus gafas a la óptica, de acudir a la cita con el comercial de la Inmobiliaria para ver una "ganga" de piso en el Eixample, de hacer una compra de urgencia en el Super, de recoger a los niños a la salida del cole y dejarlos en casa de su madre, le esperaba impaciente en la puerta de El Corte Inglés, justo entonces, cuando dieron las seis de la tarde, él pidió al camarero del Dry Martín un cóctel de champán, largo de champán y corto de vodza, justo cuando removía ligeramente el poso de azúcar para darle ese tono dulzón que tanto le gustaba, precisamente entonces empezó a sonar la canción de Sinatra, A mi manera. Y justo cuando fue consciente de lo que estaba haciendo percibió, como un amago, la amenaza del terror nocturno, su otro compañero de desdichas. Y, sin embargo, esta vez le gustó esa sensación. Este miedo no se parecía al otro. Este miedo tenía un sabor agridulce, como el cóctel, como esa sensación de libertad tan difícil de explicar que le embargó desde los pies hasta la cabeza, cuando llamó a su casa desde una cabina y dejó un mensaje en el contestador advirtiéndole a Ana que no le esperara despierta, que volvería tarde, si es que volvía.
"My Way" es la versión inglesa de la canción francesa "Comme d'habitude", compuesta por Jacques Revaux, Claude François y Gilles Thibault. En 1968 Paul Anka adaptó la letra al inglés para Frank Sinatra. La canción apareció por primera vez cantada por Sinatra en el álbum My Way de 1969. Existen versiones españolas de Gypsy King, Julio Iglesias y Paul Anka.

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