27.9.08

El cadáver


Era de las pocas personas que no olvidaban jamás que la cara de un tipo influía siempre en la idea que pudiera hacerse del comunismo o la civilización maya, ni que la forma de sus manos estaba presente en lo que su dueño pudiera sentir frente a Truman Capote o Dostoievski. Por eso eligió al detective Jake Gittes.
Para no aburrirse en casos aburridos como los adulterios el señor Gittes, de vez en cuando, decidía trabajar, sin cobrar, investigando un caso de alta corrupción, sin importarle que le apaleasen, le disparasen o le dieran un tajo en la nariz. Al fin y al cabo “sólo me duele cuando respiro” manifestaba con sorna mientras la majestuosa Evelyn Mulwray le curaba la herida. Gittes nunca pierde el humor. Su especialidad son los chistes sobre chinos. No en balde ejerció en el barrio de Chinatown.
Cuando le llamé por teléfono desde una cabina (nunca se sabe) para contarle mi caso concreto y le pregunté “¿Esta usted sólo?”, refiriéndome, claro está, a si tenía el despacho atiborrado de detectives y ayudantes, él me respondió con la mayor naturalidad del mundo: “¿Y quién no lo está?”
Otra cosa muy distinta fue explicarle que “había caso”, como dicen los abogados en las películas, y que en éste no faltaba de nada: una trama maquiavélica, una persecución y, cómo no, una mujer. Y un cadáver, por supuesto. Hasta aquí escuchó pacientemente sin hacer preguntas, haciendo solamente mención de su minuta por este tipo de investigaciones. Claro que cuando le aclaré que el cadáver era yo mismo, me preguntó “¿Cuántos abogados ha consultado antes que a mí?” Y al responderle que nueve, lanzó una risotada y acto seguido colgó. Y eso que me cuidé muy mucho de pronunciar la palabra maldita: Chinatown. Pero ni así.

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22.9.08

La máscara de agua (masajes chinos)


Pasan los días y el teléfono no sonaba ni por error, así que abrí la puerta, salí de casa y entré en la calle, por decirlo de alguna manera, sin pensármelo dos veces. Di vueltas por el mundo, es decir, vagabundeé por avenidas y callejones y ni siquiera me sorprendí cuando tuve la impresión de que le gente me miraba y se reía de mí. "Fumo demasiado", deduje. "Demasiados canutos al día. Me estoy volviendo majareta."
En el metro todavía fue peor. Los viajeros deambulaban con su traje de buzo murmurando que Toulouse-Lautrec es un enano y un renacuajo. ¿Por qué Toulouse-Lautrec y no Javier Bardem, por mencionar a alguien, que está más de moda? La perplejidad iba transformando lentamente mi rostro en una máscara de agua. A falta de mejor explicación, interpreté mi metamorfosis como un acto de rebeldía. ¿No fue el poeta Paul Éluard quien dijo que “el lirismo es la máxima expresión de una protesta”? "Pues sí. Vale. Lo que tú digas. Cuéntame otra, que ya le voy cogiendo el hilo." Aquí, el tiempo de detuvo un buen rato.
Estaba a punto de “salvar” el día, que ya es mucho decir, pero tuve la mala suerte de pasar por mi peluquería (antes tenía la de Enrique, pero los invasores la han convertido… ¡en un establecimiento de masajes chinos!) y junté la mala suerte con la mala idea de entrar en el local (o de salir de la calle, que para el caso era lo mismo) y permitir que Gonzalo me diera un repaso a mi menguada cabellera, negándose en redondo a recortarme la papada.
- Cerramos a las ocho – dijo con la crueldad de un funcionario de prisiones.
Entonces, mientras me seccionaba, con su puntería y sutileza habitual, los pelitos de la nariz, tuvo la mala ocurrencia de mencionar que el año pasado se había corrido la maratón de Nueva York.
¡Maldición!
Fue como un disparo en la sien, pero sin suicidio. Tranquilos: morir no es contagioso. La derrota sí. Me sentí tan viejo y tullido que mi mascara de agua se deshizo como un helado en un quiosco de bebidas subsahariano, quedándome con mi patibulario, amargo y reseco rostro de siempre. Como si quisiera protegerme del cielo que se derrumbaba encima de mí a pedradas, a duras penas llegué a casa, a rastras y con la triste máscara de la derrota pegada a mi cara, pidiendo a gritos un masaje… ¡chino!

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19.9.08

Fumo mucho


SI NO ESTOY EN LA TUMBA ESTOY EN EL BAR DE ENFRENTE. VUELVO EN CINCO MINUTOS
"Fumo mucho. En el cenicero hay
ideas y poemas y voces
de amigos que no tengo."
Una palabra de Nietzsche sirve para conquistar a una novia y un párrafo de Hegel para destruir a un enemigo.”
LEOPOLDO MARÍA PANERO: J. BENITO FERNÁNDEZ: El contorno del abismo, 1999, Tusquets, Pág. 77

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18.9.08

Beale Street Blues


SI NO ESTOY EN LA TUMBA ESTOY EN EL BAR DE ENFRENTE. VUELVO EN CINCO MINUTOS
No te fíes de las verdades. Ni de los recuerdos... Mira, mejor no te fíes de nada. La bondad la inventaron los escribas y algunos necesitados que andaban por ahí. Y para distraerte de tanta falta de fe lo mejor que puedes hacer es irte al bar de enfrente y reirte un rato de lo que dijo el bueno de Manuel Puig en una de sus estipendas novelas: "Pero tonto, es que los boleros dicen montones de verdades, es por eso que a mí me gustan tanto."
Claro que también puedes escuchar la trompeta de George Lewis en Beale Street Blues.
Ahora mismo no se me ocurre otra cosa mejor que hacer.
Bueno, como última sugerencia, y me voy, puedes salir a la calle ahora que se acerca el otoño y sopla un vientecillo suave que hace ondear los bajos de las faldas de las chicas y trae el fresco olor de los árboles jóvenes.
Texto: Artur Montfort
Fotografía: Marcelo Aurelio. Yo aprendí filosofía… dados… timba… y la poesía cruel …
NOCTURAMA FOTOBLOG, 18 de Febrero de 2006
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=619

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9.9.08

Que descanse la conciencia


Los domingos eran ásperos y hablábamos de la semana inglesa como los astrónomos de la vaporosa y escurridiza luna de Plutón. Y a pesar de todo, el cinismo todavía no se había instalado en nuestras existencias. Y por no saber, tampoco sabíamos que sólo era una cuestión de tiempo y de sabiduría. Aunque ya lo dijera la buena de Maruja Torres: “Vivir consiste en perder a menudo, ganar de vez en cuando, pero casi nunca en saber.” Y, para colmo de ingenuidad, pensábamos que las circunstancias eran la insufrible decoración de cada día, sin intuir apenas que eran mucho peor que eso, ni más ni menos que aquello frente a lo que deberíamos decidir quiénes y cómo seríamos. Dicho de otra manera, no sabíamos lo poco que decidiríamos, y todavía más, desconocíamos el sabor de de la derrota.
Cuando no podíamos ni imaginar que, con los años, el olor de las peluquerías nos provocaría una breve pero eterna melancolía (décadas más tarde Pablo Neruda fue incapaz de explicarle – o no quiso, por pereza o vete a saber por qué - esta metáfora al cartero, en la película del mismo nombre).
Cuando los amigos ya no están solteros (y si lo están ýa no son lo que eran) y quedar con ellos para un simple café o, lo que es peor, negociar la película, supone un esfuerzo tan arduo y fatigoso que uno echa de menos cuando se dejaba caer por los sitios habituales y simplemente se los encontraba ahí. Y algunos, en su pertinaz sequía, o quizás debido al rancio dogmatismo y la petulancia que en ellos dejó el marxismo o la Escuela de Empresariales, siguen negando, erre que erre, que la historia nos ha echado a patadas de nuestros antiguos y razonables sueños. Y es que tampoco sabíamos que la razón engendra monstruos.
Cuando te sentabas frente a la máquina de escribir portátil, ajustabas el folio por sus extremos y golpeabas cada letra sin otro recurso que el folio en blanco, ni una amable cursiva, ni una triste negrita, ni un flamante corta y pega que te echara una mano. Y, con tu típex líquido, sudabas tinta para convertir el paisaje atravesado por la navaja de Van Gogh en tres frases decentes, mientras Truman Capote te miraba bajo su sombrero de fieltro con ala y su mirada felina parecía silabear su melodía preferida: ¡Vaya escritor mediocre!
Cuando París era una peregrinación obligada (en realidad, más que eso: una metáfora) y soportabas las risas de los mayores cuando les recitabas con pasión a Guillaume Apollinaire: “París sale lentamente de los caminos enlazados, redondos que se dispersan por las alturas donde dormían albas colinas. Última estancia encantada.”
Ella sonrió. Le había tomado tanto gusto a mis lamentos que ya nunca se cansaba de escucharme y - decía - ya no sabía si deseaba que acabase algún día. Desde la primera vez que intercambiamos unas palabras, me sentí fuertemente atraído hacia ella y, poco a poco, esa atracción fue mudando hacia un sentimiento sin retorno. Durante unos instantes, reinó un ligero silencio, como una alusión al paso del tiempo. Mientras, yo miraba como se reía con sus tejanos ajustados y su suéter ajustado, y eso me animó a seguir contándole cuando París (la metáfora) era la última estancia encantada.
Era una muchacha tan encantadora que no quise decirle que mi mayor deseo era marcharme. Dormir. No pensar. Algo así como el sueño eterno. Que descanse la conciencia.
Texto: Artur Montfort
Fotografía: Marcelo Aurelio. La fuga
17 de Marzo de 2008
NOCTURAMA FOTOBLOG
Serie:
por el mar, por mis amigos
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1550

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3.9.08

Despedirse como es debido

Primero fueron unos débiles golpes en la puerta del dormitorio. Me armé de valor y abrí la puerta, pero allí no había nadie. Aquel día amaneció como tantos otros: despojos de silencios por todas partes, en el dormitorio, en el comedor prácticamente y en todas las estancias de la casa, pero también en la terraza, en las azoteas y, cómo no, más allá de la terraza, en el firmamento. Por otra parte, me dije, es normal, incluso lógico, que los objetos inanimados permanezcan en silencio. Tampoco crujió la estantería de nogal, como hacía tantas veces durante el día. Lo más raro fue, sin embargo, que no se oía a los vecinos, ni sus habituales trapicheos matutinos. Era como si el edificio e hubiera quedado vacío.
Fue entonces cuando me sorprendió nuevamente la imagen de tus ojos gastados. Yo ya sabía que tu imagen en el espejo era falsa, aunque, si lo pienso mejor, debo aceptar que falsa es una palabra demasiado grande, tan inmensa que da hasta miedo llegar a sus dominios. De querer expresarlo todo acaba no expresando nada, tan ampulosa ella, tan cerrada – como un ataúd sellado a martillazos – que ya no creía en ella. Cuando te fuiste, es decir, desde que instalaste el final en mi existencia, en las ruinas de cada mes, de cada día, de cada segundo, fue como si el tiempo se hubiese vuelto, de pronto, hipócritamente amable, terriblemente generoso. Y por la noche era todavía peor. Entonces, asfixiado por el smog que tapaba las estrellas con su mortaja blanquecina, susurraba los versos de Gil de Biedma: "En sus tejas roídas por la hierba, la luna se extenúa, se duerme el sol del tiempo”.
Siempre he desconfiado de la amabilidad de los desconocidos, y la fingida amabilidad del tiempo se parecía demasiado a la envenenada tentación del olvido. Pero aún consciente de ello, mi propia debilidad no pudo por menos que aceptar tanta y tan cruel generosidad. Por eso mismo perdí la noción del tiempo aunque jamás conseguí olvidarte. Quizás por eso, mi devoción por los cúmulos estelares ha decrecido hasta casi desaparecer. Al fin y al cabo nadie ha dicho la última palabra de cómo hay que despedirse. Nunca pronunciaste esta frase, Ya sabes que no me gustan las despedidas. Esta frase mejor la reservamos para los personajes de las películas, que la repiten una y otra vez sin aparente fatiga. Parece una manía persecutoria. Y aún así, la enfermedad se te llevó con la prisa de los niños cuando salen del colegio.
Luego fueron unos débiles golpes en el armario. No las tenía todas conmigo cuando abrí sus compuertas y sólo hallé montones de pantalones y camisas colgando de sus perchas. Hacía frío dentro de aquel armario. El frío del silencio había penetrado hasta el hueco más oculto de la casa. Avanzaba lentamente, congelándolo todo a su paso. Los objetos crujían como estalactitas y sus hebras goteaban como lágrimas. Tampoco es tan raro que el rito de la muerte venga acompañado por el frío. Por otra parte, es normal, y yo diría que incluso lógico, que los objetos sollocen de vez en cuando, hartos de su propia y silenciosa inmovilidad. Aunque, a estas alturas, ya sabía que había algo más, que alguien quería reclamar mi atención, quizás alguien deseaba despedirse como es debido, y ese alguien, por supuesto, sólo podías ser tú. Seguía sin oírse a los vecinos y la radio se quedó muda como afectada por una indigesta de malas noticias, pero esta vez no me extrañó en absoluto. Todo lo contrario. Era como si yo mismo me hubiera quedado vacío.
Tal silencio como hoy, las ruinas de agosto anunciaron nuevamente la mancha gris de tu recuerdo. Nada hacía pensar que fuera un día diferente a otro cualquiera. El máximo dolor conduce inexorablemente a la insensibilidad, aunque en mi caso parezca que se haga esperar más de la cuenta. Los edificios se derrumban unos tras otros y finalmente la ciudad arde en llamas como si el ansiado meteorito hubiera acertado de una maldita vez, aunque yo seguí con el café con leche y las galletas. Y lo más sorprendente es que cuando los muebles empezaron a temblar y el techo empezó a derrumbarse como una torre de piezas de dominó, no sentí casi nada. Es posible vivir sin memoria pero es imposible vivir sin olvido. Por eso, cuando tuve la falsa impresión de que empezaba a olvidarte supe al instante que el tiempo de encontrarnos había llegado.
Extendí entonces los dedos por la arena de tus ojos para acariciar los pliegues de tu herida, y justo cuando mi rostro todavía no sangraba, y mientras el edificio se derrumbaba con la cruel lentitud de un cuchillo clavándose en la carne, sentí que tu mano se posaba en mi hombro. No me volví. En realidad no era necesario. Ni aconsejable cambiar de postura con tal lluvia de escombros cayendo por todas partes. Y menos todavía con esa barra de hierro que atravesaba mi muslo de parte a parte, aunque, insisto, tampoco era necesario tanto derroche de dolor, es indigno quejarse de oro sufrimiento que no sea el de los sentimientos. Claro que sabía que eras tú. Lo sabía desde que empecé a oírte llamando a cada puerta. Porque más que una llamada era un reclamo, una invocación. Por eso, posando mi mano sobre la tuya, te dije sin mirarte: descansa mi amor, cesa en tu vagar incierto, hace demasiado tiempo que estoy preparado para acompañarte allí donde el mundo se esconde de sí mismo como lo hace todo el que no tiene sustancia ni nombre, allí donde ni siquiera los astros han llegado todavía en su vagar insulso y casual. Allí donde no hay condena ni penitencia, sino sólo silencio. En realidad la espera me había sabido a demasiado larga, hacía demasiado tiempo que esperaba que la falsa realidad del tiempo estallara en pedazos y nos dejara de una vez solos y en paz.

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