28.4.06

Ferran Jordà: el que escucha


No hay afectación en este abrazo laico y tranquilo (imagen que me sugiere la fotografía de Ferran Jordà) del que, según todos los indicios, está escuchando.
A veces, la comunicación deviene sistémica y el receptor construye y refuerza su vínculo con el que habla mediante su propio cuerpo.
Por eso mismo, la simetría que nos ofrece, amable y casi diría que considerada, no es casual: invita a la conversación.
Podría parecer, por el gesto cruzado, que busca protección pero sería una conclusión limitada o, peor aún, errónea. En realidad, el que escucha tiende a abrirse. Como un desplegable antes de ejercer la función que le es propia. Como un abanico de palabras, que diría Gómez de la Serna.
Ferran Jordà: Conversations III
Ramón Gómez de la Serna: Ismos

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22.4.06

romAmor

romamor
El avión salía a las ocho de la mañana, así que pidió un taxi para las cinco. Con los billetes bien a mano y el pasaporte a la vista, procuraba abstraerse de esa mezcla de alegría y tensión que se le repetía cada víspera antes de un viaje. Aunque el destino fuera una de sus ciudades preferidas, como Roma. Y, sin embargo, no podía dejar de adelantarse a los acontecimientos: verse, al día siguiente, paseando con Susana, tan tranquilos los dos, por la Via dei Plebiscito. Sí, ya se veía callejeando, aunque ahora mismo su cerebro actuase de listero, coordinando cepillos de dientes y dentífrico, calzoncillos, camisetas, gel, el kit de uñas o el libro de Lobo Antunes...
Y el cuaderno de notas, los mapas, el botiquín, los calcetines, la máquina de afeitar, el cargador del móvil, la cámara digital, las biodraminas para el mareo... Y, al final del inventario siempre las mismas instrucciones: cerrar el agua y el gas, desenchufar la antena de la tele, tirar la basura al contenedor.
Los hay que emigran a través de los sueños de sus aventuras infantiles, y también los que cuando viajan lo hacen con la guía Michelín; o los que esperan a la que obtengan gratuitamente en el aeropuerto o en el hotel. En todo caso, la mayoría suelen ir provistos del mapa equivocado, ese que suprime calles arbitrariamente y cuya letra diminuta, de prospecto de farmacopea, obliga al usuario a un esfuerzo denodado y estéril. Los vemos plantados en Via dei Corso Vittorio Emanuele dándole vueltas al mapa, frunciendo los ojos, matándose a cejijuntos, mirándose el uno al otro, perplejos, apurando méritos para la próxima visita al oftalmólogo.
El palindroma de Roma es amor. El Palindroma es una pócima secreta que permite leer el revés de las palabras, darle la vuelta a la tuerca de su significado que, pareciendo el mismo, te instala, ¡Zas!, en la otra perspectiva. La vuelta al día en ochenta mundos, mundo más, mundo menos.
Viajar es útil, abre las fronteras de la mente, apunta Ignacio, su compañero de oficina, el mismo que se olvida con frecuencia el billetero en el desayuno, como parte de una larga y sesuda travesía recaudatoria para pagarse el viaje a Australia de este año. A Juan, sin embargo cuando emigra, le da por divagar. Soñar en otros mundos, quizás el que dejó atrás o aquel en el que nunca estuvo ni jamás estará. Y hacer el amor. Es como irse una noche a un hotel de cinco estrellas pero todavía más lejos, sugiere Susana, con esa sonrisa en la que él siempre descansa y renace. Eso distrae de otras cosas, ellos lo saben muy bien. Uno puede perderse un precioso detalle de la Capilla Sixtina, y luego, a la vuelta llueven las recriminaciones. Pero es lo que él dice a Susana, al modo de Montaigne: ¿Para qué acumular Palazzos, Panteones, Obeliscos y Colosseos, si yo ya sé lo que necesito saber? Cuando viaja, su mejor momento es cuando se hospedan en una terraza, pide un café y un agua con gas, enciende un cigarrillo y expulsa el primer humo, para dejar acto seguido que su mirada pasee, mientras se queda oculto y transpuesto, y como en Babia. Babia: otro mundo la mar de interesante y sugestivo.
Y se quedan mirando como pasa el tiempo, y como pasan, otrosí, los señores y las señoras desplegando mapas. Y las chicas y los chicos haciéndose fotos. Y la muchachada mirando hacia arriba, con el bolso en bandolera y bien agarrado, no sea que les roben el alma y no sepan encontrar el camino de vuelta a casa. Mirando hacia arriba vete a saber que gárgola o estatua de Miguel Angel o de Bernini, eso dice la guía del hotel.
Una ciudad entre tanto recuerdo inútil. Prefieren la molicie. Y ese oasis mundano circundado por un río y una estación de ferrocarril, un círculo bien delimitado que invoca a Juan a sacar sus lápices de colores y dibujar la fuente de la piazza Navona. Tiempo que se deja querer, tiza de sus ojos que no se cansan de vagabundear, acompañado por el clamor de las pizzerías y el silencio de las tiendas de ropa y calzado. Escoltados siempre por la sonrosada luz de los edificios que atardecen como crepúsculos.
Luego, al regreso, llega la penitencia. Cuando le cuenta a Ignacio y éste le inquiere, le interroga y acorrala:
- Cuéntame. ¿Viste la Sixtina restaurada?
- No. Había una cola impresionante.
- ¿Viste los centuriones del Colosseo?
- Los vi. Bueno, vi a uno muy gordo. Gordísimo.
- ¿Y las foto?
- No hay fotos.
- ¿Pues que hiciste? ¿Adónde fuiste? ¿De dónde viniste?
- Dormí, soñé, amé.
- Pero... pero... ¡Para dormir haberte quedado en casa!
No es lo mismo, camarada, no se duerme lo mismo que en casa cuando lo haces en el corazón del Trastevere, en una de las paredes que custodian la Fontana di Trevi o apostado en una terraza de la Navona, justo delante de la fuente del centro. También hay que estar atento donde se sueña.
Finalmente, lo encontraron. Llevaban, eso sí, ese mapa amarillento y necesariamente incompleto en el que apenas se vislumbra la cruz en aspa que marca el lugar exacto donde se halla enterrado el tesoro. A cinco pasos de la base del árbol cocotero, depositario, tras un buen ejercicio de excavación, del gran cofre repleto de joyas, gemas y diamantes, Juan llegó, vio y durmió. Al estilo de Julio César. Y Susana, que velaba su buen dormir, como en los cuentos de Sherezade, le despertaba ofreciéndole la memoria de su sonrisa, justo cuando la fugacidad del sol dejaba al descubierto el sonrosado crepúsculo de las fachadas de los edificios. Y el murmullo de los paganos – los turistas- levantaba un halo como de palomas grises agitando el viento. Y tal vez despertó mejor de lo que era, pero eso probablemente no llegaremos a saberlo nunca, porque el hombre se hallaba tan a gusto, durmiendo en el contramuro de un rincón del Partenon, que daba hasta pena despertarlo.
Roma, abril de 2003

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20.4.06

Ferran Jordà: La espera

Me gustaría que mi vida no dejara tras de ella más murmullo que el de una canción para burlar la espera. Independientemente de lo que llegue o no llegue, lo que es magnífico es la espera.
Dijo André Breton, quizás con un exceso de vehemencia, como tantas otras cosas en ese viejo, osado y genial gruñón que acabó echando a casi todos de su surrealismo. Aún así, y pese a todo, si uno sabe bajar el volumen de sus frases (como si de un tocadiscos se tratara), siempre acaba extrayendo un poco de oro de sus palabras. Con la espera pasa algo parecido.
La espera (imagen que me sugiere la foto de Ferran Jordà) se convierte aquí en la antesala de la conversación y el encuentro. Y en un todo en sí mismo, donde caben a la vez la expectación y la vigilancia.
Una cadencia marcada por esos dedos oscureciéndose unos a otros. Juntos, casi apretados como las teclas de un piano y, sin embargo, creando un espacio tan abierto como el mundo que imaginan y aguardan.
Ferran Jordà: Conversations II
André Breton: L'amour fou

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19.4.06

Mi buzón se abre al revés

Mi buzón se abre al revés. ¡Que no es broma! Le insisto a la Presidenta de la Comunidad de Vecinos mientras ella se disculpa y se ríe, aunque más lo segundo que lo primero. Fue una confusión del operario – me responde - y, claro, no íbamos a gastarnos un pastón para poner otros de nuevos.
Y al fin y al cabo, me digo yo, qué importan unas genuflexiones de más, a las diez de la noche, cuando toda la maraña de papelotes se me cae de las manos, en pleno vestíbulo de la finca, mientras me dejo el aliento procurando que la dichosa tapa no me pille los dedos.
Todo lo contrario de Franz Kafka, el escritor checo, a quien le tenían sin cuidado las características de los buzones. En esto de la correspondencia, el autor de La metamorfosis, se ensañaba con su novia explicándole, con pelos y señales, su teoría del género epistolario en general y del romántico en particular: Echaré esta carta al buzón tal como es, porque me hace sufrir el que no haya al menos una carta mía en camino hacia usted. Su novia, Felice, de la que, sospecho, nunca estuvo verdaderamente enamorado, hacía el afligido papel de la musa de circunstancias. Porque, en definitiva, a alguien debía enviarle Franz sus ejercicios de desesperación, sus Cartas a Felice Bauer. Pues a ella, claro está. Dos volúmenes. Casi nunca aconsejo a nadie su lectura. No quiero problemas de conciencia.
¡Ah, las cartas! Abro el buzón (es un decir, bajo la rampa de descarga, sería la frase más adecuada) cada noche. Es un acto premeditado y consciente, ya que vengo del garaje y me paro expresamente en la planta baja para recoger la correspondencia. Para encontrar, todo sea dicho, el buzón invadido por el dichoso correo comercial.
Aunque otras veces sea al revés:
- Ñaaaaaaaac (el interfono)
- ¿Sí?
- Correo comerciaaaaaaaal
- Meeeeeeeec (abriendo puerta)Recuerdo aquellas maravillosas cartas de mis familiares lejanos. ¿Cómo estáis de salud? Por aquí, nosotros muy bien, a Dios gracias, aunque el tiempo no acompaña. A Juanita, la del posadero, le ha parido la vaca. Y José, el de Ponzano, se ha muerto de repente. Los del cochero han perdido toda la cosecha de almendras por la tremenda helada. Etcétera. Aquellas cartas del pueblo llegaban repletas de faltas de ortografía. Cada palabra parecía más bien caricaturizada que escrita, criptográfica toda ella, tambaleándose como una balsa en el océano de la distancia. Y uno no podía menos que imaginarse a esa buena mujer afanándose con el bolígrafo, absolutamente concentrada en la tarea de escribir a su sobrina de Barcelona, moviendo torpemente su mano a la luz del fuego del hogar. De la misma chimenea por la que yo rondaba y brincaba en vacaciones y con pantalones cortos.
Se me escapa una sonrisa ante un imaginario: el de los reclutas en los cibercafés, tecleando su carta diaria a la novia; costumbre atávica y, sin embargo, extinguida.
Ahora tenemos otros dioses. Los de la comunicación electrónica, por ejemplo. Y porque no soy nada distinto a los demás, arranco el ordenador y abro mis e-mails, algunos de ellos dirigidos a una abrumadora lista de múltiples destinatarios (es decir, confundiéndole a uno con una multitud de desconocidos), avisando del último modelo de virus, generalmente con un apellido estrafalario. No sé, uno encuentra cosas la mar de sugerentes, incluyendo grabaciones radiofónicas y chistes gráficos condensados en documentos que, con cierta frecuencia, no puedo abrir porque no tengo el puñetero programa... O pidiendo firmas de solidaridad: Envíaselo a tus amigos. No rompas la cadena. ¡Sólo es un minuto de reloj! Dicen.
Y también encuentro faltas de ortografía, aunque ahora se deban mayormente a la prisa, al ansia de brevedad o a la simple falta de costumbre (o temor) del personal en explayarse mediante la escritura. Toda una tendencia demoledora que hace que, de vez en cuando, termine añorando la sencilla magia de un sobre caído del buzón. De un sello con su matasellos. De una mano con su afilado abrecartas. De una botella con un mensaje en su interior. De un náufrago con otro náufrago.
Franz Kafka: Diarios (1910-1923)

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13.4.06

Zulu

Harto está de pasear su impotencia como si fuera un perro, pero, sobre todo, de escuchar al cirujano y dejarse los ojos y oídos intentando escudriñar en qué palabra, entre tantas, ha de fijar su atención, dónde se acaba la estrategia del tecnicismo y dónde empieza la amenaza real. Harto de averiguar, una y otra vez que están en sus manos. Y en los de la suerte.
Nada que no ocurra con cierta frecuencia, por otra parte. A su mujer le han encontrado un tumor del tamaño de un pomelo. De esta forma tan simple, la fragilidad se ha instalado de forma repentina, brutalmente, en su territorio más íntimo.
Y, dadas las circunstancias, no deja de asombrarse ante la diligencia con la que se levanta por las mañanas. La eficiencia con la que se afeita, aunque la corriente de pensamiento gotee como un grifo mal cerrado y el espejo acabe estallando en diminutos fragmentos. La presteza con la que se ducha y elige camisa y corbata, pone la cafetera y escucha la radio, para acabar posándose como un animal herido en el escondrijo de su escritorio. Allí se fumará su primer cigarrillo y revisará las entradas de su correo electrónico. Ese miedo a que la alteración de las costumbres suponga una tácita aceptación de que algo ha cambiado.
Así, sin más, sin mayores explicaciones, piensa. El bultito de los cojones. Y nadie avisa en esta casa llena de fantasmas que es nuestro cuerpo. Y no quiere ni pensar por qué ese pedazo de carne está dónde no debería estar. Dónde no se le ha llamado. Y van y le ponen un bonito apellido: tumor mixto benigno. De forma respetuosa y casi servil, no sea que ruja como un león y se encabrone, y el domador se les vaya de vacaciones, les eche a perder la reunión y les deje con lo puesto.
Y ahí se produce la escisión, sin más, esa casualidad tan frecuente – dicen los ojos del cirujano, el que manda ahora, y manda mucho, que no su boca, ahora sellada, no sea que le arranque una palabra de ánimo que pueda crear falsas expectativas, no sé si me entiendes, le cuenta a su amigo Pedro. Y ese esfuerzo tan profesional en disimular que tras sus pausados y venerables gestos se oculta la sucia cara de la rutina.
Porque, al fin y al cabo, "frecuente" quiere decir que pasa todos los días, y eso, lo habitual, hace que el exorcismo funcione y el metesaca de las placas en la pantalla del consultorio parezca un trámite más. Y lo es, claro está, y eso lo disminuye, le intimida si cabe más: no es nuestra radiografía, es una radiografía más. Y de ahí esa desazón, esa ansia en percibir un gesto, una señal, una muestra de algo, una frase compasiva que no llega. ¡Pues sí que es seria la cosa, cuando hasta la mentira piadosa se acobarda!
Nada que ver la monotonía de los hospitales
con esta rigidez interna que invade cada uno de los días previos a la operación. Nada que ver con esta melancolía que para él siempre ha sido una sensación anterior a la razón, a la memoria misma. Esa parásita melancolía, tan gorrona y garrapata, tan hambrienta que ahora mismo se anticipa a hechos que todavía no han ocurrido pero cuya amenaza le secuestra y paraliza.
Claro que, bien pensado, ¿qué puede esperarse de un tipo que habitualmente se pone a bailar en el comedor, al son de Tu Vuó Fa’L’Americano, de Renato Carosone? Nada bueno. De un tipo que mientras su mujer espera la entrada en el quirófano se abona a un espacio de tregua y alto el fuego, se alquila una peli, Zulú, por ejemplo, y se deja caer en el sofá abriendo un paréntesis en la incertidumbre que lo recomcome y no lo deja conciliar el sueño. Y ahí están: un puñado de casacas rojas resistiendo como jabatos ante cuatro mil zulúes. Ciento cuarenta soldados británicos para ser exactos, dirigidos por los tenientes Chard y Bromhead. Éste último nada menos que un Michael Caine guapísimo, con su pelo rubio y caracoleado.
Sólo le resta esperar. Y recordar las palabras de Pedro. Esta espera es como la de unas oposiciones, le dijo, afectosamente. Las oposiciones, como el boxeo, generan individuos noqueados, individuos con dificultades para el trato social, para moverse con soltura fuera del gimnasio de ese programa académico que constituyó su entrenamiento.
Por cierto, la operación salió de puta madre, el médico cumplió con su papel omnipotente, es decir desempeñó su tarea con eficacia y discreción. Y créanle, cuando Carlos afirma que nunca como en ese momento deseó que las cosas fueran como aparentan. En este caso, que el doctor M. se creyera efectivamente Dios, es decir, que se levantara el día de la operación fresco como una rosa, sin malos humores porque el coche no arrancase, porque su equipo de fútbol perdiera en la Champions, porque la víspera se estropease el televisor y tuviera que soportar la eternidad de una cena con su esposa y los niños y acudiera al quirófano con ciertas dudas sobre los misterios de la vida...
Y, sin embargo, Carlos debería confesar que, antes del feliz desenlace, esa seguridad con la que avisaba y advertía a familiares y amigos de que todo iría muy bien, era tan débil como cualquier convicción que se basa en la necesidad. Por eso mismo, se sabía mísero, y también cómplice. Cómplice de todos aquellos que también mentían, aunque fuera por compasión, porque su esperanza se basaba, como nunca, en un claro soborno a la razón y las estadísticas. Traicionando sin pudor alguno sus más firmes convicciones, cuando la verdad es lo de menos y sólo importa la vida. Como esa afirmación tan suya y que ahora mismo esconde como se esconde una vergüenza: la de que lo peor siempre está por venir.
Cy Endfield: Zulu (1964). Reino Unido. Guión de John Prebble y Cy Endfield. Fotografía de Stephen Dade. Música de John Barry. Stanley Baker, Michael Caine, Jack Hawkins, Ulla Jacobsson, James Booth, Nigel Green.

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12.4.06

Maravilloso Jack Palance


¿Por dónde empezar? Porque ya van dos pelis sobre matemáticos más o menos excéntricos – o locos – en poco tiempo.
Para empezar lo malo. La peli está basada en una obra teatral de David Auburn, el guionista. Lo recurrente sería decir que hay demasiado diálogo y poca acción. Y quizá sea cierto pero. En todo caso, a mí no me molestó. ¡Que hablen señor, que hablen! Que si no es peor. Diría, más bien, que a medida en que avanza el film tienes la sensación de que falta algo o de que alguna cosa que debería suceder no acaba sucediendo. En cuanto a la relación “claustrofóbica” (el mano a mano) entre Catherine (Gwyneth Paltrov) y su padre (Anthony Hopkins), no se ve en nada aligerada por un Hal (Jake Gyllenhall) cuyo papel no acaba de cuajar. Y esto sí que me molesta, porque el actor me gusta. Gyllenhall hace de espejo, pero de espejo inocuo.
Y lo bueno. Me gustan ciertos aspectos del montaje, esa forma de (des)ordenar las secuencias, un ir y volver sin previo aviso que da un poco de marcheta a la historia, que buena falta le hace.
Me interesó, por ejemplo, la personalidad torturada de Catherine, agobiada por su elección (voluntaria) de cuidar de su padre y, a la vez, por el dolor y perplejidad de vivir su decrepitud mental.
Y un par de escenas notables: la del funeral y la del desenlace del enigma sobre la prueba (matemática). No doy más detalles para no joder el asunto.
Of corse, estupenda interpretación de Hopkins y Paltrov, pero sobre todo de ésta última, por fin con un papel más que aceptable. Su personaje al final se hace querer. ¡Pues claro! ¿Que la peli es tan aburrida como las mates? Ni lo uno ni lo otro. Que para algo estamos los espectadores agradecidos: para poner nuestro granito de arena. Y las morsas somos así, ni leemos las novelas “de un tirón” ni esperamos que una peli necesariamente siempre nos entre directa por la vena. A veces basta con darles nuestro cariño a los “buenos” personajes, sino, qué sería del cine. Porque no todo ha de ser Jack Palance. Maravilloso por otra parte. Véanlo, sino, en Shane y en Barrabás, curiosamente dos nombres propios.
John Madden: Proof (La verdad oculta). USA. 99 min. Gwyneth Paltrow, Anthony Hopkins, Jake Gyllenhall y Hope Davis.
George Stevens: Shane (1953). USA. 118 min. Alan ladd, Jean Arthur, Van Heflin, Brandon de Wilde, Jack Palance, Ben Johnson.
Richard Fleischer:
Barrabás (1962). Italia. 132 min. Anthony Quinn, Arthur Kennedy, Ernst
Borginne, Harry Andrews, Jack Palance, Silvana Mangano, Vittorio Gassman.

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9.4.06

Nuck


La Vanguardia, 24 de abril: “El Gobierno incluirá en la ESO una asignatura para reforzar entre los escolares la idea de igualdad”. ESO está muy bien, pienso yo, mientras me río, mientras - quiero decir - un cuarto de la población nos dedicamos a especular con el ladrillo y el patrimonio sin importarnos un pimiento, por poner sólo un ejemplo, que otro tercio de vejetes solitarios y abandonados se pegue la gran vidorra en residencias lóbregas y sombrías, con horizontes de humedades y olor a meaos, y cuyo coste triplica el monto de su pensión de mierda.
Y todo eso mientras Nuck me ha sacado de la cama a las siete de la mañana de un domingo de finales de marzo. Permítanme ustedes una alegría idiota, no sé, un gesto de grandeza miserablemente inútil: me inclino por la igualdad y un cierto sentido de la justicia. Ya sé, conceptos abstractos y, según como se mire, sospechosos de ingenuidad, tontería y un cierto grado de inmadurez y estulticia. Ya sé lo que me dirán, los pies en tierra y los dedos acariciando el revolver.
Pero es que yo no puedo dormir tranquilo mientras Nuck solloza mendigando su paseo matutino por el campo, deposición y micción incluidas. Da gusto verlo correr por los senderos y bancales, aquí y allá, husmear por todas partes como si ese pinar fuera el primero, y esta mañana la única, y aunque los sarnosos (pero, sobre todo, ignorantes) digan que un perro siempre será un pelota, a mi me reconcilia con el día a día.
Burro, flojo, capullo, lo que quieran. Ya dijo el maestro Haro Teglen que la justicia “con mayúsculas” no ha existido nunca, así que permítanme que me pasee con mi minúscula preferida. No pretendo hacer justicia, no se equivoquen. Sólo ejerzo mi libertad de elegir a mis amigos.

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8.4.06

Cadillac


Cuando sea mayor, pensaba Luis, seré conductor de tren. Así de sencillo.
Los chicos de la postguerra y de los planes de desarrollo no eran modernos, más bien eran neorrealistas. Danzaban por las calles sin asfaltar con pantalones cortos y el tirachinas. Y casi todo lo hacían en blanco y negro. Por eso mismo, reflexiona ahora Luis, se chiflaban tanto por el colorido de los automóviles americanos último modelo y por las estrellas del balompié. En la habitación que compartía con un hermano, difícilmente podía colgar el póster del Cadillac o de Ladislao Kubala, porque el mercado no ofrecía estos productos o porque sus padres se negaban terminantemente a ensuciar esas paredes que tardarían su tiempo en ser pintadas de nuevo. O por lo primero y lo segundo y, además, porque no se le ocurría ni pedírselo, de disciplinado que era. No en vano su vida era más cuartelaria que nunca, con aquella foto del general Franco en la pared del aula. El militar que llegó más joven de Europa, afirmaba su profesor de Historia.
O aviador. Eso mismo, sería aviador y cruzaría el Atlántico como lo hizo Lindberg.
Y es que para fantasear con otros mundos y otros naves le bastaban los cromos: El Cadillac era un coche de color rojo pastel o azul turquesa, inmensamente largo y plano, aerodinámico, por supuesto, con una fabulosa antena curva oteando hacia el cielo. De una belleza áurea, inalcanzable y muy americana, sino, no era un Cadillac.
También estaban las cajas de cerillas. Como en casa todavía no había televisión ni llegaban los periódicos, Luis debía confiar en los dibujos del anverso de las cajas de fósforos. Así pues, Ladislao Kubala era probablemente rubio y con unos muslos gruesos y sólidos. Kubala casi siempre posaba para las fotos y calendarios con los brazos en jarra, sujetándose las caderas, el balón quieto, reposando sobre el césped junto a uno de sus pies. Esa imagen sugería lo que ya sabíamos, que el jugador era el amo del dribling. Pero es que, además, no existió nadie como él tirando los penaltis. Luis no recuerda muy bien si se trataba de una leyenda o si efectivamente lo escuchó por la radio, como le cuentan sus recuerdos: en una ocasión le dedicó a su madre, recién llegada del otro lado del telón de acero, la ejecución de un penalti. Y la hizo, la dedicatoria, antes de lanzar aquella “falta máxima”, como un torero antes de matar al toro, tan seguro estaba de no fallarlo. A todo eso Luis ya tenía claro que, de mayor sería un malabarista del balón.
Y esa ilusión le aligeraba de esa ansiedad que tanto lo disminuía. De esa responsabilidad agobiante ante sus padres y ante el mundo, que esperaban un día tras otro que creciera, que demostrara algún atisbo de madurez. Y por eso mismo, cuando no podía más, cuando le entraba el “bloqueo”, se calzaba sus viejos zapatos y salía a la calle, como un aventurero en esas selvas de ojos fulgurantes que sólo existían en las novelas que devoraba por las noches. Se montaba en su Cadillac y enfilaba una de esas carreteras interminables cuyo confín se perdía más allá de su mirada. Más allá de las montañas y los ríos.

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6.4.06

Ferran Jordà: Momentos

Diccionario de la Real Academia: Conversación. Acción y efecto de hablar familiarmente una o varias personas con otra u otras. Momento: Lapso de tiempo más o menos largo que se singulariza por cualquier circunstancia.
O también: Oportunidad, ocasión propicia. Ferran dice, más o menos (e interpreto): ocasión propicia para conversar.
Digo yo. Las manos son a los dedos como la conversación a las palabras.
Esa trama que ven no son dedos, son palabras. Su simetría engaña. Su textura no. Es cierto. Volumen y color producen ese efecto de relieve que me resulta tan sugerente. Tanto así como que quedemos esta misma tarde en un bar y ante un café, con el debido respeto, pero, preferentemente, con el tiempo y espacio suficientes para nuestras manos y, sobre todo, para nuestras palabras.
Conversations... IV (Moments, conversations...)
Fotografía de Ferran Jordà

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1.4.06

Mis palabras son como las estrellas

FACSIMIL

GERONIMO (Apache Chiricahua) 1829-1909:
"No existe otro clima o suelo como el de Arizona. Es mi tierra, mi casa, la tierra de mi padre, a la que ahora no me dejan volver. Quiero terminar allí mis días, y ser enterrado entre aquellas montañas".
Mensaje del
Gran Jefe Seattle al Presidente de los Estados Unidos:
"Mis palabras son como las estrellas: eternas, nunca se extinguen. Teneis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada aguja de un abeto, cada playa de arena, cada niebla en la profundidad de los bosques, cada claro entre los árboles, cada insecto que zumba es sagrado para el pensar y sentir de mi pueblo. La savia que sube por los árboles es sagrada experiencia y memoria de mi gente.Los muertos de los blancos olvidan la tierra en que nacieron cuando desaparecen para vagar por las estrellas. Los nuestros, en cambio, nunca se alejan de la tierra, pues es la madre de todos nosotros. Somos una parte de ella, y la flor perfumada, el ciervo, el caballo, el águila majestuosa, son nuestros hermanos. Las escarpadas montañas, los prados húmedos, el cuerpo sudoroso del potro y el hombre..., todos pertenecen a la misma familia."

Nunca imaginé
ver a un indio piel roja
llorando junto al monumento de Nueva York
Ni siquiera
cuando Charlie Chaplin sonrió
tristemente
ensombreciendo por un momento demasiado largo
todo el continente americano
Era preciso encender una hoguera
en nuestros corazones de poeta
y olvidar las aceras cuadriculadas
de los rostros de Miami
Nunca imaginé
a pesar de todo
ver a un indio piel roja
llorando junto al monumento de Nueva York
(siempre me lo imaginé
cazando búfalos más allá de las praderas
)

Arturo Montfort, 1972

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