30.7.06

Pintar o hacer el amor. Oh, Madeleine, Madeleine...

Salir del cine después de haber visto una peli del estilo de Peindre ou faire l’amour no deja de representar un dilema. Peor todavía que el de Madeleine. Ya saben: pintar o hacer el amor. Con Peindre... uno se mueve constantemente en la frontera, un tanto diletante, es cierto, entre lo natural y sencillo y lo insólito e inesperado. Aclaremos que no es la típica película que “se deja ver”. Aclaremos también que no me esperaba una película así. Que no sabría decir si me pareció profunda o todo lo contrario, un tanto artificiosa. En todo caso Una película aparentemente cuidadosa, con esa plácida atmósfera de delicada poesía digna del mejor Rohmer. Un film al estilo de Le Genou de Claire, aunque más directa en lo que al sexo se refiere. Puestas así de difíciles las cosas (recordemos: hace mucho calor en la calle Verdi, tenemos sed y todos los bares están a rebosar), finalmente encuentro una respuesta digna de un tonto en apuros: ¡Es muy francesa!
Es muy francesa, le digo a mi acompañante y ella, benévola, me responde que efectivamente, que esa es la palabra, muy francesa: tan exquisita en los modales, todo tan en su sitio, profusos mon cheri y mucho “glamour”, que no en vano la palabra es francesa. Un Daniel Auteil efectivo como siempre, y una Sabine Azema (Madeleine) hermosa y exuberante en su elegante madurez. ¡Y por Dios! Un Sergi López haciendo de alcalde ciego que te cagas. Fantástico este López, con su francés macarrónico que llena la pantalla con ese aquí estoy porque he venido que le ha hecho tan inconfundible.
Pues sí, tanto circunloquio para decir que la película me gustó, aunque fuera demasiado francesa. ¿Y eso de francesa qué quiere decir, señor Morsa, acotará Popaul, a quién no se les escapa una? Y yo, como siempre no sabré que contestarle. Bueno, sí. Alguna cosa. Pienso en esas pelis francesas, en las que el savoir-faire es tres important y en las que el té se sirve con bandeja, servilleta y un clavel en un pequeño cubilete de cristal. Esas pelis en las que madame se echa un amante con esa misma sencillez y naturalidad con la que se toma un Pernod Ricard y cruza sus hermosas piernas en la terraza del Boulevard Saint Germain. ¡Ah... Los franceses! Inventores, al fin y al cabo, de aquella frase tan chic: fair l’amour. Y de l’amour fou. Y de tantas cosas, y no digamos del ménage à trois.
Aunque, puestos a no saber contestar, tampoco me atrevería a responder con convicción a la pregunta de la crítica: “¿Todavía hay vida después de treinta años de matrimonio? Oigan, a mí que me registren. Lo que sí puedo decir es que Madeleine (OH, Madeleine, Madeleine...) se merecía aquella casa, y que Adán la confundiera (?) con Eva. Adán, Eva y el Paraíso Terrenal. Porque, en general, todos se merecían aquel montárselo tan guapo. Por otra parte, cuando vean la peli comprenderán porque últimamente me dedico a visitar fincas rústicas en venta.
Arnaud Larrieu, Jean-Marie Larrieu: Pintar o hacer el amor. Peindre Ou Faire L'amour. Francia 2006. 1,40 min. Sabine Azéma (Madeleine), Daniel Auteuil (William), Amira Casar (Eva), Sergi López (Adán), Philippe Katerine, Hélène De Saint-Père, Sabine Haudepin, Roger Mirmont, Jacques Nolot, Marie-Pierre Chaix, Florence Loiret, Thiago Telès

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24.7.06

Zulo


En mis cinco principales del terror personal tengo como líder destacado, precisamente, el secuestro con zulo. Por supuesto, con independencia de quién y por qué. El segundo es la tortura, que también puede ser un complemento del primero. El tercero no lo cuento porque se daría una panza de reír.
Zulo es una película, según la crítica, “arriesgada y valiente”, que de tan valiente fenece en el intento. Y lo hace con nota. Convengo en la hipótesis de que Carlos Martín Ferrera no se ha permitido recursos fáciles. Nada sabemos entonces de los secuestradores, porque así, tan anónimos se persigue la moraleja un tanto cándida de que esto le puede ocurrir a cualquiera. Que le secuestren y todo eso. ¡Vaya descubrimiento! Tampoco es imprescindible pensar en ETA. Uno va de vacaciones a Estambul y los hijos de Mohamed le secuestran confundiéndolo con un periodista del Cronical Expres. Ya está, ya tenemos un motivo tan plausible como otro cualquiera. ¡Diablos! Ferrera no es Kafka precisamente. El proceso está escrito y muy bien escrito, por cierto, y ya todos obtuvimos nuestras conclusiones. Y Dumas se recreó con El Conde de Montecristo en el castillo de If. Pero lo dicho: Ferrera no es Kafka. Ni siquiera Dumas. ¿Qué todos tenemos nuestro “zulo” esperándonos a la vuelta de la esquina? De acuerdo. Son ganas de complicarse la vida. A ver cómo se sale de ésta me pregunté mientras miraba el reloj, reconociendo la impaciencia del que ya adivina que va a recibir una sesión de De Profundis.
Puestas así las cosas, sólo nos deja al pobre secuestrado. ¡Vaya papeleta! ¡Vaya forma de cavar su propia fosa!
Zulo es una peli que no progresa ni a la de tres. A la hora de película nos hallamos donde estábamos a los cinco minutos. Abandonado el recurso (¿fácil?) del flash-back, de ventanas a lo onírico y de la imaginación en general, sólo le quedaba a Ferrera la nada desdeñable práctica de los efectos especiales, esa pirotecnia ha salvado más de una película mediocre. Tampoco. Este director es terco e inflexible. Así que acabamos sin saber nada del protagonista, ni de los secuestradores, ni (lo peor) de lo que siente, además del dolor. No es que nos interesara demasiado, pero probablemente nos hubiera hecho un poco más soportable el film. En lugar de una visión instrospectiva del personaje (sus recuerdos, sus paranoias...) obtenemos un relato de un descriptivismo ramplón y plano. Tan plano que a medida en que avanza la película nuestra capacidad de emoción se desmorona y crece la impaciencia.
La trampa (como diría nuestro venerado Angel Fernandez Santos) la encontramos cuando nos damos cuenta de que llevamos nuestro tiempo esperando que Miguel (el sufriente) se decida a hacer la pregunta del millón. ¿Por qué? Es decir, por qué del secuestro. Pero el pobre Miguel sólo atina a preguntar ¿Por qué yo? Pues sí. Lo dicho, los pocos espectadores del Verdi acabamos muriendo de tanta originalidad.
Carlos Martín Ferrera: Zulo España, 2005. 82 min. Guión: Pep Garrido. Música: Pau Vallvé. Fotografía: José Luis Bernal. Jaume García Arija (Miguel), Isak Ferriz (encapuchado uno), Enric López (encapuchado dos)

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23.7.06

Tu vida en 65 palabras



En realidad, son 65 palabras y no 65 minutos, si no lo entendí mal. O puede que sea la metáfora de la metáfora, que ahí Ripoll se pasa alguna calle. Una, como mínimo.
Tampoco acabó de gustarme el desenlace final del film, en esta misma línea que decía de la metáfora de la metáfora: la peli es un bucle, cuyo círculo se cierra al final. Luego está el prota, Dani (Javier Pereira). Ahí también se les va la mano al dúo Ripoll-Espinosa (directora y guionista respectivamente, éste último, además, autor de la obra de teatro en que se basa la película). Lo de la voz en off de Dani, perfecto, O.K. Pero es que el personaje se asfixia de tanto romanticismo extremo, tanto adorno de arrebato amoroso y, claro, finalmente se produce el inevitable decalage. Hay que saber lo que se mezcla. O Haces Paseo por el amor y la muerte o una comedia agridulce, más agria o más dulce, eso da igual, porque para hacer de Dios ya está Billy Wilder. Luego, como de la virtud no hay que abusar, esos movimientos acelerados de la cámara al estilo video-clip publicitario (que a mi me chiflan cuando el que los hace es Wong Kar-Wai) no están muy bien dosificados que digamos.
Y ahora viene lo mejor. Me gustó la película. He dicho bien, no me gustaron muchas cosas pero me encantaron otras tantas. Ripoll es valiente, osada y cuando acierta está fantástica. El argumento en su conjunto, la relación entre los tres amigos, Dani (Javier Pereira, Francisco (Marc Rodríguez), Ignacio (Oriol Villa), de una espontaneidad, frescura y profundidad - esta vez sí - impecables. Las interpretaciones de los tres, de subidón notable, y también la de Tamara Arias (Cristina). Las escenas del tanatorio y de la fiesta post mortem (en tono de comedia de enredo) están repletas de estupendos y desternillantes gags; los movimientos de cámara acelerada; esos exteriores pillados con sabiduría y ternura, en plan anticrónica urbana... En fin, una peli construida con el arte del sentimiento, pero también con el lucidez de la razón, es decir, arbitrando una técnica que otros más espabilaos ya querrían para sí. Con altibajos, es cierto, pero con puntazos de primera.
No diré aquello de que para una opera prima está muy bien, porque creo que la gente se merece un respeto y la condescendencia en según qué casos me parece indecente. Ya sé que en la pareja esto es inevitable pero, por ejemplo, mi primer editor sostenía con una perseverancia inexplicable que el primer libro siempre era el mejor. A mí se me ocurrían mil ejemplos para desmontarle el tinglado pero no lo hice porque al editor, sea el primero o el último (pero, en todo caso, más al primero que al último) hay que hacerle la pelota, caiga quien caiga, tu honra o tu vergüenza.
María Ripoll: Tu vida en 65 palabras, España 2006. 1,40 h. Guion: Albert Espinosa. FOTOGRAFÍA José Luis Alcaine. Sonido: Ferrán Mengod. Javier Pereira, Marc Rodríguez, Oriol Vila, Tamara Arias, Nuria Gago, Irene Montalà

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21.7.06

Curso del 62


Apenas levantaba un metro del suelo y ya percibía la relatividad de las palabras con respecto a su supuesto significado. O lo que es lo mismo: que lo que él creía EL MUNDO ENTERO no acababa en el perímetro de calles que configuraban su barrio. Y segundo, que ese barrio que él creía inmenso e infranqueable era una diminuta mota de polvo comparado con la fantástica secuencia que los enanos roñosos de su clase no dejaban de recitar una y otra vez: Barcelona está en España, España en Europa, Europa en la Tierra y la Tierra en el Universo.
Y de alguna manera todo se explica, si pensamos que en sus correrías, José apenas había traspasado la frontera de la plaza de la Sagrada Familia. Fue allí donde aprendió, junto con sus colegas de entonces, a escupir desde lo alto del columpio,
- José: ¡A ver quién llega más lejos!
Hasta que aparecía el vigilante nocturno y les expulsaba del parque. Lo cierto es que no entendían muy bien el por qué de aquellas expatriaciones, aunque poco a poco fueron aceptando que tenía que ser de esa forma, que el orden era eso y así, tan uniformado, impaciente y malas pulgas. Fue en ese momento cuando José empezó a imaginarse a Dios uniformado como los guardas de los parques y al Universo como un gran columpio sin cuerdas que lo sujetasen a ninguna parte. A Dios no, por supuesto.
Porque el mundo exterior no acababa en esas imágenes festivas y lejanas que les mostraban los triunfos del Real Madrid en la Copa de Europa. O de Santana y Gisbert en la Copa Davis. Además, a esa edad, el mundo era más pequeño todavía, mucho más de lo que parecían en los atlas y los libros de Geografía Universal. El mundo se componía de unas cuantas calles conocidas y de cuatro amigos con las rodillas sucias, llenas de chorretes y arañazos. Aunque, dicho sea de paso, toda la pandilla, sin exclusiones, eran unos verdaderos jabatos en el arte de las canicas. Gua y al hoyo.
¿Y qué decir del tiempo? Los años quedaban escrupulosamente delimitados y encerrados dentro de los períodos de cada curso escolar. Aquel año, o mejor dicho, la navidad de aquel año nevó intensamente en Barcelona. La verdad es que José nunca ha vuelto a ver nevar como aquel día. Tenía once años. Apenas sabía qué era eso del amor. Un hombre y una mujer se besaban en la boca, sus labios pegados con ridícula y asquerosa vehemencia. Y luego venían los niños. Y así empezaba el misterio, si es que había algún misterio, que todo parecía indicar que sí.
Las horas eran poco más que el colador por donde se escapaban, adelgazándose y escurriéndose, las rutinarias soledades del compás, el plumier, la tinta china y el desconchado libro de Ciencias Naturales. Y las tardes se parecían cada vez más a la espiral de frías baldosas que tenían su origen en el vestíbulo del colegio, los días de lluvia, un vestíbulo todo mamás y aserrín húmedo y portero cascarrabias. Llevaba pantalones cortos, claro, y los muslos se le quedaban en seguida de piel de gallina. Las tardes tenían ese run run violáceo y lluvioso de la infancia que uno siempre recuerda con esa mezcla de nostalgia, Colacao y Matilde, Perico y Periquín.
El curso del 62 fue su estreno en el Bachillerato. El director de la academia, un tipo gordo, bajito y malas pulgas, con cierto parecido con el Amito Morcillón, el del TBO, intentó convencer a sus padres de que, dadas las escasas condiciones del muchacho para el estudio, lo mejor para él, y para todos los presentes, era que estudiase Comercio y Contabilidad y se dejase de heroicidades. Sus padres, más asustados todavía ante el poder que el pobre José ya estaban como siempre, sí massa, sí buana, pobrecito mío, que no hay manera de que estudie, que no se fija en nada, que siempre está pensando en las musarañas, lo que usted diga señor director.
Pero aquel año lo que le salvó fue la gran nevada. El día siguiente, festividad de San Esteban, amaneció como en la canción de Bing Crosby. Por la radio decían que la gente había sacado los esquís del cuarto trastero y se deslizaba Balmes abajo, aunque José nunca vio a esos improvisados esquiadores. La calle Balmes estaba demasiado lejos del mundo.
Un grupo musical denominado 'The Beatles' estalló en pleno corazón de Europa con su primer disco 'Love me do' instaurando la 'beatlemania'. En la tele en blanco y negro aparecían unos barbudos revolucionarios en medio del lío de los mísiles rusos en Cuba. En Israel Adolf Eichmann fue finalmente ahorcado, aunque él seguía afirmando que era un mandao. Ah, pero ese mismo año moría Marilyn Monroe, mientras que el inefable José Guardiola arrasaba con su canción “Di, papá”. Y todo eso mientras por aquí, en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa se instituía por decreto el estado de excepción.
La verdad es que todo parecía transcurrir con cierta lentitud. Más bien dicho, a José la parsimonia con la que se sucedían los acontecimientos llegó a aburrirle. Las guerras púnicas apenas duraban tres páginas pero su infancia se hacía injustamente eterna. Sobre cualquier otra sensación, predominaba el rancio olor del aula, un olor a meaos y a bocadillo de mortadela que sólo mejoraba en mayo cuando la ofrenda de flores a María. Entonces sí, entonces colmaban el entarimado de la profesora de flores malvas y blancas y todo olía como a cementerio el día de todos los muertos. Porque novedades, lo que se dice novedades, más bien pocas. Todo lo más una nueva profesora y los libros nuevos de cada curso, todo tan poco a poco y de aquella manera, como aquellas tardes cansinas y radio Barcelona: me voy a afeitar con la Hoja Palmera, que no tiene rival, que no tiene rival.
Pero algún día, vete a saber cuál, las estrellas rsurgieron del mapamundi y empezaron a moverse. Y con ellas, el Sol y la Tierra, y aquí abajo todo empezó a ser diferente. Las cosas dejaron de ser como los tebeos, los cromos y los aventis. Avenutarse en la tercera dimensión abrumó a José. Así, de esta forma tan sencilla desapareció la magia. Un día, como pasó con Mariló, su primer gran amor no correspondido, todos aquellos años, y también el curso del sesenta y dos, dijeron que se iban y se fueron. Se fueron de verdad.
Y fue entonces cuando José empezó a pensar seriamente que no tenía otro remedio que usurpar el lugar del otro, de alguno de sus héroes de papel, aunque su verdadero deseo era cambiar el nuevo mundo por el otro, ese mismo que, por no existir, no existía ni en sus sueños. Y no hay forma humana de narrar como se puede perder una batalla como ésta sin apenas presentar combate.

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14.7.06

Cincómonos: La Señora del General

Me gusta El Cabaret y el Café-Teatro. Me gustan los juegos de mesa, sea el póquer o a la Jota Negra, el Siete y Medio o el Parchís. Mientras se juegue en serio todo me vale. Y me gusta fumar. Mala suerte la mía. Mi entorno, que diría mi admirado Johan Cruyff, está por lo convencional: las cenas de parejas, las dietas macrobióticas, la obsesión por la segunda residencia o el senderismo mixto, léase: el Camino de Santiago. Por etapas, claro. Fatal.
Desde que en el Llantiol (todavía en activo, ya veremos hasta cuándo), en el que he pasado noches señaladas, así como alguna que otra medianoche de magia potagia, nos sacaron al escenario a hacer el caimán - con mi consiguiente regocijo y ataque de pánico de mis acompañantes -, nadie quiere saber nada de mis gustos falleros.
Puestas así las cosas, no tuve más remedio que hacer surgir mi lado oscuro y engañé alevosamente a mi hermana. ¡A cualquier sitio menos al Llantiol! Me suplicó sin saber lo que se le venía encima. Así que me la llevé al Cincómonos.
Aparentemente el Cincómonos, espai d’art, es una especie de coffee shop, donde uno puede tomarse una copa (o un café) tranquilamente, consultar sus notas, leerse un libro, organizar la fundación de una revista literaria o practicar la tertulia. Justo lo que antes hacíamos en el Velódromo o en el Zurich y ahora es del todo imposible, porque el primero ha desaparecido y el segundo ya no es lo que era. Por no mencionar a la joven turba de Vila-Matas, que ocupan la mega-mesa del Salambó padeciendo una contaminación acústica de aquí te quiero ver.
En “Cincómonos Art” Lucía Jurjo ha creado un alma de máscaras y sombras, una escuela o, mejor, un taller de teatro, en el que se persigue, como se explica en la web, “la investigación, la búsqueda de las posibilidades del teatro como acceso al conocimiento y a la creación personal”.
Le prometí a Lucía que acudiría al espectáculo. ¡Y por fin pude presenciar La Señora del general! Era una noche de mundial, ya saben, del fútbol del mundo mundial, así que la adicción de los allí presentes, en principio, no ofrecía muchas dudas. La Señora... es una obra en clave dramática que exprime las facultades de las tres actrices que la interpretan y que, a la vez, tensa al máximo la distancia con el espectador en el reducido pero “caliente” espacio del Cincómonos. Un espectador generalmente acostumbrado a verlas venir en la oscuridad del cine o en el ancho mar de los teatros convencionales. El truqui de la obra (excelentemente interpretada, ¡Bravo!) se basa, diría yo -que, por supuesto, soy entusiasta más que crítico-, en el juego de espejos que las tres actrices efectúan en torno a un mismo personaje (la puteada Señora del general) y sus contrarios: entorno social, familia y amo. Tres en uno. El intercambio de identidades, la delgada –casi inexistente- frontera entre el diálogo y el monólogo, hacen de esa hora y veinte minutos un excelso ejercicio de psicomagia, que diría el gran Jodorowsky. Las protagonistas se desdoblan, intercambian sus personalidades y, en suma, se desnudan... Pero no. Miento: se arrancan la piel a tiras hasta mostrar su interior más descarnado y verídico. De esta forma, deshojando la dolorosa margarita del “yo aparente” y del “yo oculto”, la catarsis humana entre el dominador y el dominado se convirtió esa noche en una bofetada para el espectador. Ay, que risa... A mi hermana se le cayó el posavasos y no tuvo arrestos para agacharse, tanta era la tensión del asunto. ¡Y qué decir del trasunto!
Por supuesto, el hecho de que el personaje elegido sea el de una mujer es todo menos casual. Casi nada es casual, como ustedes saben. Ahí fuera, la tontolaba futbolera festejaba su banalidad a gritos. En el Cincómonos, en cambio, (y perdonen la petulancia) nos miramos en los espejos deformados de la Señora de un general. Y nuestros ojos casi parecían sulfatados con vitriolo. Porque así somos algunos. Nos va la marcha. Nos gusta que nos den caña de vez en cuando.
Cincómonos teatro: La Señora del General. Una obra de Jorge Salinas. Con Lucía Jurjo, Cristina Fabregat y Vanesa Buchaca. Diseño escenográfico: Edu Mol. Diseño luces: Christian Salinas. Dirección Arte: Pablo Salinas. Vestuario: Lidia Becerra. Coreografía: Pedro Gea. Producción: Claudia Salinas

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13.7.06

Manuela


Era un barrio de casas pobres, es decir casas de apenas cincuenta metros cuadrados, con ese aspecto de estar construidas con la modestia de la miseria. De adobe, yeso y unos tejados con goteras. Con goteras permanentes, por mucho que rellenásemos las grietas entre ladrillos con ingentes cantidades de alquitrán. En su interior debíamos caber todos, además de un poco de dignidad para los vencidos por el nuevo régimen, aunque tanto o más importante era que cupiera el mueble cama para el segundo hijo (que resulta que fui yo). Una casa en la que el comedor tenía... ¡Seis puertas! Y en la que, en lugar de baño o plato de ducha, había un retrete al otro lado del celobert, es decir, del cielo abierto. Se cocinaba con carbón y la nevera era un artilugio que sólo admitía un trozo de hielo para refrescar los alimentos. Y para lavar la ropa había que llenar el cesto, echar la pastilla de jabón Lagarto y marcharse cuatro manzanas más allá, hasta la lavandería comunitaria de la calle Freser.
Y si era de menester, de una casa se hacían dos. La otra la ocupaba la Manuela, que hizo las funciones de mi abuela protectora hasta que la “prosperidad” de los años sesenta y la insistencia de la constructora de turno nos envió a un piso con baldosas como las de los anuncios de la tele. Manuela era una mujer diminuta, pequeñita pero de una energía inusitada, jefa de la brigada de limpieza de una empresa cuyo nombre nunca conseguiría recordar. Enviudó demasiado joven, aunque no por ello perdió su ánimo y su buen humor, ya que siempre hacía frente a las adversidades con un coraje envidiable y, además (y como si todo esto no fuera suficiente) en algún rincón de su casa los Reyes Magos siempre dejaban olvidado para mí algún que otro regalo suplementario.
Luego todo ocurrió muy rápido, y más en esa etapa –la adolescencia- en la que somos inexcusablemente olvidadizos y especialmente desagradecidos con aquellos que nos limpiaron los mocos y restañaron las heridas: cuando me rompí el brazo por tres sitios y me enyesaron hasta la cintura acudí en seguida a la Manuela para que me acompañara a dar una vuelta a la manzana a los efectos de que TODOS pudieran comprobar y admirar al guerrero vencido, que no derrotado, mostrando sus heridas con orgullo. La Manuela siempre decía que sí a todo, aunque no dejaba de soltar algún que otro comentario jocoso al respecto.
Cuando llegó la constructora, la Manuela tuvo que marcharse de casa. Bueno, marcharse, lo que se dice marcharse, nos marchamos todos, aunque nosotros regresáramos a los tres años. Manuela no. Ella se quedó en un pisito de la Merdiana y presumía, la pobre, de lo poco que comía y de lo bien que se las arreglaba, sola como estaba. Y como soy un cobarde (y a veces puedo ser un perfecto miserable), puede que negociara conmigo mismo algún signo de agradecimiento y le dedicara un par de visitas. Entonces, cuando la visitaba, me ofrecía el Nescafé y depositaba su caja de galletas sobre la mesa. Pero, sobre todo, me ofrecía sus recuerdos convertidos en migajas. Y las dos veces no encontré el momento de irme, de huir de aquel recuerdo molesto.
En una de esas escasa visitas, recuerdo que me contó algo que consiguió estremecerme. Cuando me pongo mal – me dijo-, cuando me siento enferma, entonces salgo a la calle y me voy a pasear adónde sea, porque así, si me pasa algo, si me caigo redonda al suelo, al menos me recogerán y me llevarán al hospital, mientras que si me quedo en casa me encontrarán muerta al cabo de un mes, como un pajarito disecado. Y lo dijo sin pestañear, señalándome la caja de galletas, vamos, cómete otra, ¡Qué buen mozo que estás hecho!
Manuela fue durante muchos años la abuela que nunca tuve. Y ni siquiera fui a visitarla cuando se la llevaron a una residencia de ancianos en L’Hospitalet de Llobregat. Su vida fue un largo ejercicio de soledad. Aun así, todavía recuerdo cuando, de muy pequeño, me introducía subrepticiamente en su casa y gateaba despacito para acabar trabándome entre sus piernas, dándole un susto de muerte. Pero la Manuela por no ser, tampoco era rencorosa. Me hacía carantoñas y me preparaba siempre mi plato preferido: una tortilla de patatas. Cuando mi madre la visitaba – pocas veces, es cierto, hay cosas duras de tragar- me contaba que a veces la mirada se le quedaba sin tiempo, como rebuscando entre los estragos de su descalabrada memoria, y entonces pregunta por mí: ¿Y el Arturete?
Imagen de Carolina Alfaro
Título: Niño
Fotografía con tratamiento digital, texturas y saturación de colorwww.galeriagoya.com (Arte Digital)

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12.7.06

Ferran Jordà: Pensamientos


Hay muchos tipos de pensamientos. Tenemos la variedad de flores a partir de la mutación de la viola tricolor de la planta de la que procede. Y, por supuesto, tenemos el nuestro propio, ese que nos permite una lucha (puede que) digna con el tiempo y el espacio. La diferencia, en suma. En todo caso, creo yo, nos encontramos ante una pertinente analogía de significados a partir de un término único e indisoluble.
Hay horas, hay momentos en los que, cuando nos detenemos a pensar, conseguimos el efímero pero intenso milagro de que el tiempo también se detenga, que todo quepa en ese instante: entre el ayer y el hoy, entre el ahora y el después. En realidad nos estamos aventurando en el territorio de las sensaciones. Y los sentidos, es de sobras conocido, preceden a las palabras.
“Laisse penser tes sens” (dejar pensar a los sentidos) dijo el poeta Paul Fort. Al hilo de esta frase, la imagen de Ferran Jordà me sugiere ese claroscuro oblicuo en el que la luz y sus sombras construyen pensamientos que tarde o temprano se recompondrán (¿florecerán?) en palabras. Y este momento se sustenta en la soledad.
La soledad tiene muchos agujeros, es cierto, pero también ayuda a meditar. Y a proyectar el deseo. Porque amar, lo que se dice amar, se empieza con el pensamiento.
Ferran Jordà: Conversations I

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10.7.06

Mario Benedetti. Cartas volanderas



En el buzón del tiempo se deslizan
la pasión desolada / el goce trémulo
y allí queda esperando su destino
la paz involuntaria de la infancia /
hay un enigma en el buzón del tiempo
un llamador de dudas y candores
un legado de angustia / una libranza
con todos sus valores declarados.

En el buzón del tiempo hay alegrías
que nadie va a exigir / que nadie nunca
reclamará / y acabarán marchitas
añorando el sabor de la intemperie
y sin embargo / del buzón del tiempo
saldrán de pronto cartas volanderas
dispuestas a afincarse en algún sueño
donde aguarden los sustos del azar.
Mario Benedetti: Buzón de tiempo
Anagrama, Madrid , 1999
Mario Benedetti nació el 14 de septiembre de 1920, en Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó, República Oriental de Uruguay, pero su familia se trasladó a Montevideo cuando sólo tenía cuatro años. Su producción literaria abarca todos los géneros, incluyendo famosas canciones, y suma mas de sesenta obras, entre las que destacan la novela Gracias por el fuego (1965), el ensayo El escritor latinoamericano y la revolución posible (1974), los cuentos de Con y sin nostalgia (1977) y los poemas de Viento del exilio (1981). En 1987 recibió el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional por su novela Primavera con una esquina rota. Sus libros más recientes son Despistes y franquezas (1990), Las soledades de Babel (1991), La borra del café (1992), Perplejidades de fin de siglo (1993) y su más reciente novela Andamios (1996). Su obra poética completa ha sido recogida en Inventario Uno (1950-1985) e Inventario Dos (1986-1991) y sus cuentos en Cuentos completos (1947-1994). Existe una biografía de Benedetti escrita por Mario Paoletti, que se titula Mario Benedetti, el aguafiestas.

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2.7.06

David Castillo: Tango de la Barceloneta



Conocí a David Castillo a partir del recuerdo de Pere Marcilla, con el que compartió experiencias poéticas y vitales inenarrables. Y de Pere López, del que fue compañero en el Insti, aunque todos ellos fueran en realidad camaradas de barrio, de la Sagra, que era como llamábamos a esa zona de la Plaza y el Templo de la Sagrada Familia, que para nosotros nunca fue templo ni nada, sino una obra que jamás veríamos terminar y un destino fácil y recurrente donde ir a jugar y hacer el ganso.
O dicho de otra manera, nuestra relación es tangencial, iniciada a través de las actividades de David con respecto al homenaje y recuerdo de tres poetas desaparecidos, Pau Maragall, Albert Subirats y Pere Marcilla. Claro que David Castillo es uno de esos tipos que te cae bien a la primera, entusiasta y eficaz en todo lo que hace y, sobre todo, buena gente, como se dice ahora con los pocos que consiguen hacerse merecedores de semejante apelativo.
Concretamente, me conmovió, y no poco, su Poética de la Contracultura, texto dedicado al poeta y amigo Marcilla.
Luego hemos coincidido mediante el uso del correo electrónico en relación con la grave enfermedad de Xavier Sabater (otro paladín de la contracultura) y con su feliz recuperación. También le sigo eventualmente en el dominical del periódico Avuí, del que es director del suplemento cultural.
Ahora, hace poco de eso, me he encontrado con uno de sus poemas en Babelia y no puedo resistir la tentación (las tentaciones están para eso, para no resistirse a ellas) de reproducirlo. Cualquier excusa es buena para reencontrarse. Y ésta todavía más. Dicen las crónicas que...
David Castillo (Barcelona, 1961) es poeta, novelista, crítico y periodista. Desde 1989 dirige el suplemento cultural del diario Avui. En la adolescencia participó en los movimientos contraculturales gestados en Barcelona coincidiendo con la salida de la clandestinidad. En los ochenta, colaboró en diarios y revistas literarias de Barcelona y Madrid.
Ha publicado dos antologías, una biografía de Bob Dylan (1992) y ocho libros de poesía en catalán, antologados en Bandera negra (Sial) y traducidos al castellano en el volumen En tierra de nadie (Ayuntamiento de Málaga). Ha obtenido varios premios como crítico y articulista, y el Carles Riba por su poemario Game over. Su primera novela, El cel de l'infern (El cielo del infierno, 2001), obtuvo el premio Crexells a la mejor novela catalana de 1999. La segunda, No miris enrere (Sin mirar atrás, 2003), obtuvo el premio Sant Jordi 2001. Ambas novelas han sido traducidas del catalán por Anagrama.
En el año 2000 se le otorgó el Premio Atlàntida al mejor articulista en lengua catalana. Recientemente ha publicado Downtown (Icaria).

Tango de la BarcelonetaA Mar Lage
Cuando me colgaste
Se me habían acabado las palabras.
No tuviste tiempo de decir adiós.
Ni un impulso, ni un rechazo,
Un rebote en la línea. Punto.
Partida en blanco.
Concluyente, contundente y coherente,Reiterada rima falsa,
“tienes una manera de querer que me hace daño”,
un bolero, una broma, que se convierte en tango.
Y yo, misántropo de salón,Dando tumbos,
Sin ver los ojos azules saltar por la ventana,
Sin ver el bisturí con el que me autolesionaba.
Sin ver el fin de los buenos tiempos,
De los manjares
Y del amor con Satie en la media tarde.
Vuelvo a la calle como un perro sin amo.Lejos de Cerdanyola,
El mar me ha estropeado los zapatos.
EL PAIS, Babelia, 24.6.2006

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