24.10.09

Una cuestión personal. I. La inocencia


Los polos de fresa costaban una peseta, esa es una de las cinco certidumbres de mi infancia –de las otras cuatro, mejor no hablamos-, aunque he de confesar que sentía verdadera debilidad por los helados de vainilla y no digamos por los de chocolate, aunque estos últimos costaran el doble. Así pues, la cosa tampoco era tan fácil. ¿Fresa? ¿Vainilla? ¿Chocolate?

Podía permitirme tales divagaciones, seamos sinceros, y, además, se lo contaba a mis amigos porque, a tan tierna edad, todavía no sabía que el planeta Tierra era un mundo de sordos. A falta de otra cosa mejor que hacer, cuando me cansaba de pegar los cromos con las estampas de los jugadores de fútbol, o de construir artefactos convencionales con mi Meccano Número 3, lo cierto es no me quedaba otra opción que aburrirme como una ostra. Mucho más tarde, descubrí –pasmado- que una lista interminable de intelectuales de renombre, se explayaban acerca de las maravillas de la infancia. Por ejemplo, estaba el lingüista Roland Barthes que, sin despeinarse, escribió que "en el fondo, no hay más país que el de la infancia." Y el surrealista André Bretón, en un momento de delirio in tremens, o simplemente para reafirmar alguna de sus originales teorías, afirmaba sin pestañear que: "si le queda un poco de lucidez al hombre, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia, que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado."

Lo de los educadores mejor lo dejamos, porque esto se alargaría demasiado. Lejos estaba yo de sospechar que el Atlas de Geografía Universal en general y el cosmos en particular me depararían más sorpresas que la filosofía en general y la literatura en particular, es decir, sin saber lo esencial de mi condición. Contemplaba el paso de los tranvías por la calle y escuchaba junto a mis colegas - la pandilla, nos llamábamos a nosotros mismos, necesitados como estábamos de ponerle nombre a todo- su traqueteo, y, de vez en cuando, la cantinela de su clanc, clanc. Y pensábamos: a ver si se sale el trole y se arma la de Dios es Cristo, y se mueren unos cuantos. Porque todo y lo críos que éramos, ya empezábamos a sentirnos un poco asesinos.

Así, mientras nuestras madres separaban las lentejas picadas de las buenas y, luego, les añadían Avecrem Gallina Blanca, en el mundo exterior una perrita llamada Laika navegaba en silencio por el espacio que cada vez sabemos más infinito y en el mundo de acá el silencio era otro, más extenso todavía, interrumpido solamente por los anuncios de la radio, nosotros todavía seguíamos sin saber que nos hallábamos en un planeta de sordos, así que casi siempre caíamos en la trampa de acabar discutiendo si Pelé era mejor que Kubala y tonterías por el estilo. Sin embargo, la mayoría de las veces no ocurría nada grave, si exceptuamos el letargo de las tardes. Unas tardes que se estiraban como la goma de mascar Bazooka -el chicle Bazooka, el mejor de todos-, tardes anodinas e interminables que desembocaban, finalmente, en un estallido de hilaridad y monumental rechifla ante el sonido continuado del timbre de las cinco, cuando la siniestra academia soltaba a sus mocosos. Sí, señores poetas, esos mismos monstruitos de ahora, acompañados de sus progenitores, sus guardaespaldas, sus managers, agobiados todos en sus tareas extraescolares, las de sus retoños y las suyas propias. Educadores de mierda, a los que puede que algún día me decida a rociar con mi lanzallamas. Porque cuando lo haga no quedará de ellos ni la cenizas. Lo juro.

Claro que cuando crecen, no mejoran necesariamente. Mirad, por ejemplo, a los pobres currantes, sólo por mencionar a un colectivo del que formo parte inactiva: Firmes ante el reloj de control esperando que se agote el minuto para fichar. Nuestra patética lucha diaria para “ganar” un minuto, para meternos en los ascensores atiborrados provocando que sus ocupantes refunfuñen por lo bajini. Esa falsa sensación de libertad, ese camelo, nos tiene hipnotizados. ¡Qué fácil ir a guerrear a las Galias con tipos como nosotros! Uniformados con aquellas patibularias batas a rayas, impregnadas todavía de ese olor a membrillo y orín, como adherido con UHU, el pegamento alemán que lo pegaba absolutamente todo, con las manos sucias, salíamos pitando del colegio y no nos cansábamos de correr y saltar y aporrearnos con las carteras hasta llegar a casa, sudorosos, para, una vez allí, reclamar, con la autoridad que otorga el no tener todavía ni puñetera idea de la escisión entre el Yo y lo Otro: ¡La merienda! Olvidándonos en un plis plas de los deberes y los coscorrones. Para escuchar, ya en casa, entre bocado y bocado, la sintonía de Tambor, el único programa radiofónico del mundo en el que las hormiguitas y las abejas hablaban por los codos.

Y quizás por todo eso, por esa melancolía manchada de lamparones y chorretes que ya entonces embargaba mis rodillas y las tardes en la academia, por todo eso, cuando llegó la nueva maestra, tan joven y guapa, - y tan diferente a la vieja momia de antes -, tan exuberante con esos vestidos de radiantes estampados, con esos lunares de colores, cuyos dobladillos volaban al andar y que yo no me cansaba de espiar… Por eso y por todo lo demás (el miedo al futuro cruzándose con la carcoma del fin de semana sin saludarse siquiera), no pude menos que enamorarme de ella. ¿O qué otro sentimiento podía responder a ese sufrir indecible cuando el fru fru de su vestido me rozaba al pasar justo a mi lado? ¿Cuando con esa mirada y no con otra me perdonaba la vida? Me perdonaba yo no sabía qué, aunque siempre había algo por lo que hacerme perdonar: no saberme la tabla del nueve, por ejemplo, eso tan fácil para mi aguerrido adversario de pupitre, porque nueve por siete era como un adulto mirándome por encima de sus gafas, porque no sólo era la tabla del nueve, peor todavía era mirarla a los ojos y no sentir una llama viva abrasándome el corazón.

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3.10.09

Guardando las distancias

Harto está de pasear su impotencia como si fuera un perro, pero, sobre todo, de escuchar al cirujano y dejarse los ojos y oídos intentando escudriñar en qué palabra, entre tantas, ha de fijar su atención, dónde se acaba la estrategia del tecnicismo y dónde empieza la amenaza real. Harto de constatar, una y otra vez que están en sus manos. Es en estos casos cuando uno descubre que no cree en el destino.

Nada que no ocurra con cierta frecuencia, por otra parte. A su mujer le han encontrado un tumor del tamaño de un pomelo. De esta forma tan simple –y tan común, por otra parte-, la fragilidad se ha instalado de forma repentina, brutalmente, en su territorio más íntimo.

Y, dadas las circunstancias, no deja de asombrarse ante la diligencia con la que se levanta por las mañanas. La eficiencia con la que se afeita, aunque la corriente de su pensamiento gotee como un grifo mal cerrado y el espejo acabe quebrándose sin llegar a romperse. La presteza con la que se ducha y elige camisa y corbata, pone la cafetera y escucha la radio, para acabar posándose como un animal herido en el escondrijo de su escritorio. Allí consumirá su primer cigarrillo y revisará las entradas de su correo electrónico. Ese miedo a que la alteración de las costumbres suponga una tácita aceptación de que algo ha cambiado. Así, sin más, sin mayores explicaciones, piensa. Ese bultito que no parecía nada. Porque muchas de las veces nadie avisa en esta casa llena de fantasmas que es nuestro cuerpo. Y no quiere ni pensar por qué ese pedazo de carne enferma está dónde no debería estar. Dónde no se le ha llamado. Y van y le ponen un bonito apellido: tumor mixto benigno. Benigno, si exceptuamos el pequeño detalle de que se halla muy cerca de la vena carótida, y que esta arteria no admite bromas. Y de esta forma enmarañan su nomenclatura médica, de forma respetuosa y guardando las distancias, no sea que ruja como un león y se encabrone, y el domador se quede con lo puesto. Es decir, con un cadáver más en el quirófano.

Y ahí se produce la escisión, sin más, esa casualidad tan frecuente, dicen los ojos del cirujano, el que manda ahora, y manda mucho, que no su boca, ahora sellada, no sea que le arranque una palabra de ánimo que pueda crear falsas expectativas, “no sé si me entiendes, le cuenta a su amigo Pedro”. Y ese esfuerzo tan profesional en disimular que tras sus pausados y venerables gestos se oculta la sucia cara de la rutina.
Porque, al fin y al cabo, frecuente quiere decir que pasa todos los días, y eso, lo habitual, hace que el exorcismo funcione y el mete-saca de las placas en la pantalla del consultorio parezca un trámite más. Y lo es, claro está, y eso lo disminuye, le intimida si cabe más: no es nuestra radiografía, es una radiografía más. Y de ahí esa desazón, esa ansia en percibir un gesto, una señal, una muestra de algo, una frase compasiva que no llega. ¡Pues sí que es seria la cosa, cuando hasta la mentira piadosa se acobarda!

Nada que ver la monotonía de los hospitales con esta rigidez interna que invade cada uno de los días previos a la operación. Nada que ver con esta melancolía que para él siempre ha sido una sensación anterior a la razón, a la memoria misma. Esa parásita melancolía, tan gorrona y garrapata, tan hambrienta que ahora mismo se anticipa a hechos que todavía no han ocurrido pero cuya amenaza le secuestra y paraliza.

Claro que, bien pensado, ¿qué puede esperarse de un tipo que habitualmente se pone a bailar en el comedor, al son de Tu Vuó Fa’L’Americano, de Renato Carosone? Nada bueno. De un tipo que mientras su mujer espera la entrada en el quirófano reclama un espacio de tregua y alto el fuego, se alquila una película, Zulú, por ejemplo, y se deja caer en el sofá abriendo un paréntesis en la incertidumbre que lo reconcome y no lo deja conciliar el sueño. Y ahí están: un puñado de casacas rojas resistiendo como jabatos ante cuatro mil zulúes. Ciento cuarenta soldados británicos para ser exactos, dirigidos por los tenientes Chard y Bromhead. Éste último nada menos que un Michael Caine guapísimo, con su pelo rubio y caracoleado.

Sólo le restaba esperar. Y recordar las palabras de Pedro. Esta espera es como la de unas oposiciones, le dijo, afectuosamente: Las oposiciones, como el boxeo, generan individuos noqueados, individuos con dificultades para el trato social, para moverse con soltura fuera del gimnasio de ese programa académico que constituyó su entrenamiento.

La operación fue un éxito, el cirujano desempeñó su tarea con eficacia. No en vano le dedicó una parte de sus plegarias para que el doctor M. se creyera, efectivamente, un pequeño Dios, y que, además, se levantara el día de la operación fresco como una rosa, sin malos rollos porque el coche no arrancase, porque su equipo de fútbol perdiera en la Champions, porque la víspera se estropease el televisor y tuviera que soportar la eternidad de una cena con su esposa y los niños y acudiera al quirófano con ciertas dudas sobre los misterios de la vida...

Y, sin embargo, reconoce, antes del feliz desenlace, esa seguridad con la que avisaba y advertía a familiares y amigos de que todo iría muy bien, era tan débil como cualquier convicción que se basa en la necesidad. Por eso mismo, se sabía mísero, y también cómplice. Cómplice de todos aquellos que también mentían, aunque fuera por compasión, porque, al fin y al cabo, su esperanza se basaba, como nunca, en un claro soborno a la razón y las estadísticas. Traicionando sin pudor una de mis más firmes convicciones, cuando la verdad es lo de menos y sólo importa la vida. Como esa afirmación tan suya y que ahora mismo esconde como se esconde una vergüenza: la de que lo peor siempre está por venir.

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