10.9.11

La mente en blanco


 

Habláis mucho, chicas. Mira que os quiero pero aún así debo deciros que habláis demasiado de la crisis de los cincuenta, quizás vosotras con algo más de causa, no digo que no. Por lo de la menopausia, la caída de estrógenos, el ensanchamiento irreversible de las caderas, la pérdida de esa tan querida y conservada silueta de guitarra a cambio del síndrome del “armario”. Os decimos (y pensamos) que seguís bellas pero ni puto caso. No en vano Luis Eduardo Aute os dedicó el siguiente “piropo” en su recital en Barcelona, hace escasos días: “Sois unas excelentes actrices”.

Miento. No es tan cierto. Las hay que, aprovechándose del caos organizado por la teoría de las cuerdas y los universos paralelos, practican el positivismo, las hay que utilizan la palabra “maravilloso” hasta para quitarse esa engorrosa mancha de la blusa. Es una especie de pandemia. Intolerante donde las haya, una intolerancia, eso sí, pacífica, incluso podríamos decir mental:


la playa al amanecer es maravillosa

el campo, el sosiego… La naturaleza es maravillosa

los viajes despiertan la mente a nuevas y maravillosas sensaciones

nada como el “crecimiento personal”

la madurez debe ser esto

ser tú y tu universo


-        ¿Oye? ¿El Hatayoga que tipo de meditación practica? ¿La mente en blanco?

-        Sí, la mente en blanco

-        Yo hago la meditación activa. Se trata de un pensamiento consciente. Y, además,  Come menos, come vida, come luz....

-        Pues yo, la que me enseñaron las monjas.

-        (…)

-        Cuento hasta diez y me concentro en la respiración, y vuelta a empezar

-        (…)

-        Claro que como te despistes un poco, ya voy por el catorce y entonces me digo, ¡ay, ya te has pasado!


Los hombres no hablan mucho de estas cosas, quizás porque son más simples, más cautivos del síndrome John Wayne, cuando no del de Dorian Gray: se niegan a envejecer. La mayoría ya no se hacen los duros, incluso algunos “presumen” de hormonas femeninos. Padecen el síndrome de Estocolmo, lo femenino les arrastra como el río arrastra los guijarros. Sí, eso es, parecen de piedra.

No soy el primero que una vez, en una galería de Consejo de Ciento, y ante uno de sus últimos cuadros, exclamó



-          ¡Mira! Se han dejado una pintura sin poner, sólo hay el...

       -          Sí que es una pintura. Mira el distintivo en la pared.


Y era cierto, junto al cuadro el distintivo en metacrilato decía “Blanco sobre blanco”. Hicimos algunos comentarios sobre la pintura abstracta, nada originales como no podía ser de otra manera, y nos reímos un poco de nuestra ignorancia. Bien, exactamente nos reímos de mi-ig-no-ran-cia. En esto, siempre encuentro colaboradores entusiastas.


Esta anécdota me lleva siempre, soy de rutinas, de costumbres, de aquí para allá, de abajo para arriba, de arriba para abajo (en ascensor, claro está). De mi angustia no se muere nadie, ni siquiera yo, y así vamos hasta que nos cansemos. Así pues la historia del blanco sobre blanco me llevó a la otra historia, la del pintor Plasson, de “Océano mar” (Antonio Baricco) que pintaba solamente cuadros del mar… ¡Y eran cuadros de color blanco! (azules hubiera sido todo un desastre para Baricco, digo yo); algunos, sólo algunos, con un leve “detalle” que llamaba la atención. También, la de Auggie Wren (Harvey Keitel), el estanquero de Brooklyn que personifica la rocambolesca historia de cómo consiguió su cámara fotográfica y de por qué se decidió a elaborar su singular colección de fotografías: el mismo encuadre de la casa de enfrente a lo largo de 14 años, en “Smoke”, la película “escrita” y dirigida por Paul Auster….



Aunque no me hagáis demasiado caso. Los que buscamos sin brújula nos movemos necesariamente entre lo real y lo onírico… y con tales ingredientes la verdad es que casi siempre nos perdemos. Por eso mismo, sin lo “aparentemente absurdo” nunca nos moriríamos, como les ocurre a las ratas en el subsuelo de Nueva York. Y eso sí que sería una condena. Ni pranayamas ni hostias. Una verdadera putada.

Casimir malevich   500 x 448 blanco sobre blanco
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1.8.11

La defensa francesa



Rick Blaine está jugando al ajedrez contra sí mismo (las reglas del juego también están para jugar contra ellas) cuando le acercan un talonario para que garabatee su conformidad. En la parte inferior del talón vemos claramente el día y el mes: tres de diciembre. El año queda fuera del campo de la cámara, aunque ese dato nosotros lo conocemos perfectamente. Se trata de 1941. Quedan cuatro días para que los japoneses ataquen Pearl Harbor.

Esto no es Casablanca ni yo Rick Blaine, eso ya lo sabéis vosotros de sobra,  aunque ya me gustaría dejaros en paz de una vez (and viceversa) y anclarme en un Café de alquiler (por favor, nada de hipotecas por favor), Le Café Pierre, por ejemplo, y contemplar como pasa la gente, sin tanto humo. Desde que salió la Ley que permitía no fumar, como bien dijo la inteligente y socarrona Maite, aunque siempre marcando las distancias, todo se ve más claro. Esto es París y aunque no es exactamente una fiesta sí que lo es mi barrio (quartier) repleto de restaurantes turcos, tunecinos, hindúes… donde no te encuentras ni por casualidad a la francesita chic con los labios de un rouge dibujado con punta fina, un peinado impecable y unos ojos azul turquesa (sic) que te cagas, ni el chico de tez blanca como la leche con ojos como navajas de afeitar y cierta  prisa, corbata y maletín.
No, que va, aquí todo son putonas potentes, o simplemente hermosas como un rinoceronte, que diría Dalí. Sí, en la rue des Petites Ecuries, cruce con Saint Denis (donde mi chica y yo vivimos temporalmente), antigua carretera a alguna parte, lo negro es casi bello y, desde luego, jamás “bajito”. Todos ellos campeones de “altura”,  la mayoría de buen porte, la mayoría con su particular elegancia donde abunda la chaqueta o el pantalón blancos, porque mola su contraste con la piel negra, porque sólo algunos delaten un cierto aire macarra… Parece que vivan en des Petites Ecuries, rondando la calle todo el día, como montando guardia frente a toda una hilera de coiffeures cheveux afro siempre a rebosar donde les pintan –o les ponen de postizas e infinitos colores- las uñas a las jovencitas con rasta que anuncian ya, a su incierta edad, sabrosos culitos de pera, las que sus mayores lucen, despampanantes, con unas tetas que se salen de las órbitas de sus escotes y de mis ojos, barriendo con sus desbordantes caderas la acera de energúmenos con bermudas y cara de pato como el que suscribe. ¡Qué contraste con los refinados y retraídos hindúes! No por ello, todo sea dicho, menos atractivos que Brad Pitt… Pero ahí están los mastodontes: un café noir en cada puerta, en plan Babilonia.



Aquí me tenéis, pues, en París siempre vale una fiesta, un mozo como yo, en plena primavera de su vejez, que cumplo los sesenta el mes que viene y, aunque me la traiga floja, confieso que ya empiezo a estar un poco harto de tanto ir y venir por este  planeta Tierra, ¡cómo no!, acompañado siempre por mi oscuro pasajero. En París y con un único libro de cabecera, el bueno de Bill Bryson: “Una breve historia de casi todo”, donde explica, como si lo hiciera para niños de ocho años (toda una habilidad) que el Universo no se entiende bajo cualquiera de las perspectivas newtonianas, o sea, que el universo no es finito ni infinito, sino todo lo contrario: el universo es el universo y lo demás es nada. Nada de verdad, no de la que se encuentra en el Corte Inglés o en las Galerías Lafayette. Y, aunque dicho así parezca una entelequia, una tautología o simplemente una idiotez, la madre que parió a Edwin Powell Hubble, Albert Einstein y compañía, pues entre mi amigo Bryson y la rasca y ventolera en el Bateau Much, no he tenido más remedio que pasar de la jornada completa de Lisboa, Praga y Nápoles, a la más amable y compasiva, también llamada "reducida" (es decir, de 9 a 15 horas) pateando las calles de París y por las tardes siestear dos horas como tienen reglamentado las Morsas, se hallen en su medio natural o exiliadas como el menda.

Esto significa levantarme con un cafetera de las grandes tatuada en la frente, poner a Louis Armstrong, "That Old Feeling", ese disco mano a mano entre el mencionado trompetista y el gran Oscar Peterson, descargar las fotos del día, fumarme un canuto y esperar a que mi querida esposa se despierte después de una exhausta  "journée complète à le mer", en la que se incluye una compra de zapatos después de probarse cuarenta (había oído hablar de eso pero siempre pensé que era una leyenda urbana fomentada por las multinacionales del calzado o por una campaña antitabaco.

Aguarden… Ahora mismo acaba de aparecer, arrastrado su hermoso camisón de algodón en rama directa hacia el lavabo, musitando un enosdías como para niños de ocho años, y al salir, ya un poco más despabilada lo primero que ha dicho es "¡Qué asco, esto huele a tabaco! Ah, les femmes... lo mejor de ellas son sus andares de princesa (es decir, el morbo y el sexo, en este orden) y lo peor… ¡Ay! Lo peor es que siempre lo quieren TODO. Así, cuando uno juega con las piezas negras no le queda otro remedio que recurrir a la “defensa francesa”.

Rick también juega con las piezas negras y, como no podía ser menos en territorio “libre” de la Francia de Vichy, lo hace con una defensa francesa. Una defensa “valorada por algunos entendidos – nos cuenta Manuel Rodríguez - como difícil de jugar para el negro”.

"Esta es, digamos, la posición inicial, donde comienza la escena – prosigue Manuel Rodríguez- , y les toca mover a las blancas. Rick está en el lado de las negras. Es una defensa francesa, valorada por algunos entendidos como difícil de jugar para el negro pero en la que puede haber una larga lucha. Es sobre esta partida donde medita Bogart, y en la que, a lo largo de toda la escena, efectúa ya un solo movimiento, pues Peter Lorre aparece y comienza a contarle algo que merece la pena escuchar, y aunque no parece que Bogart descuide el juego, es evidente que la concentración ya no es la misma. El movimiento que hizo con blancas es Cb5."

Rick hace como que no se entera pero, francamente, yo creo que acaba descubriéndolo a medida que Ilse (Ingrid Bergman) deja de convertirse en un recuerdo y se convierte en una realidad pura y dura. Sí, ya lo sé. ¡Bien que lo sé! Aparece con su belleza resplandeciente, aunque acompañada de un combatiente con cara de estar por otros asuntos y un policía de uniforme con pinta de Louis de Funès.

Se ha enfatizado mucho sobre la pregunta de Ingrid Bergman a Michael Curtiz: Pero... ¿De quién estoy enamorada, de Rick o de Laszlo?  Respuesta del director: tú, de momento, haz como que de los dos. Lo que nos lleva directamente a otra pregunta idiota: ¿Puede enamorarse uno de dos personas a la vez? Luego está lo de la atmósfera del Café Rick's, Sam tocando Knock on wood. Sam tocando otra vez As time goes by. Sí, lo de caer en la tentación de creer en la magia de pensar que el mundo puede ser un café, o poco menos. Y el pasmo de la peli: Todo preparado para el primer plano Ilse, imposible encontrar rostro más luminoso, presencia más resplandeciente, contención más expresiva.

No he oído cosa más absurda (y por eso mismo, “enternecedora”) que la parrafada final de Rick a Ilsa. Y el remate final del nacimiento de una bella amistad, con Claude Rains ya es virtuosismo puro. Rick está cansado de aventuras inciertas, y la relación con Ilse lo es de todas, todas. No hay segundas partes buenas. Su renuencia inicial a ayudar a los buenos, aunque finalmente se deje arrastrar por los acontecimientos, es una muestra de ello. Bajo su capa de cinismo se esconde una honorable indiferencia (que no cobardía) ganada a pulso. Rick deja que Ilsa se vaya con Dios porque sabe que París no volverá, que esto de la pareja requiere un esfuerzo, que segundas partes nunca son buenas. Él lo que quiere es quedarse tranquilo con su café, sus trapicheos con Ivonne y sus partidas de ajedrez, que siempre evolucionan como a él le da la gana ("¡De todos los cafés que hay en el mundo, ella tuvo que venir al mío!”). Honorable deseo que, a la vez, convierte en honorables a todos los que alguna vez perdimos alguna batalla y acabamos reconociendo que, a veces, es mejor que siempre nos quede París que ninguna parte, pero que, en todo caso, ya estamos a gusto con la molicie de nuestra rutina y nuestras manías, sin necesidad de que nadie, hombre o mujer, nos diga qué tenemos que ponernos, ni que película hay que ir a ver.

Manuel Rodríguez: La variante Casablanca, (METAJEDREZ)
http://chessmagic.juntaextremadura.net/modules/news/article.php?storyid=350
 

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17.2.10

Goodbye, adiós, bienvenidos y buena suerte…


Todo empezó probablemente pasado el verano de 2002. Con el otoño suele llegar la melancolía y la relación entre este estado emocional y los meses de tardío es de sobra conocida. Quizás por eso Ferran Jordà me ofreció crear una Web personal donde publicar mis “Informes”, y fue entonces cuando, después de reflexionar unos instantes, le respondí que por qué no una Revista. Le gustó la idea, así que nos pusimos manos a la obra y un jueves 27 de marzo de 2003, en la cafetería librería CAT-Guinardó (que ya no existe), se presentó una Web de literatura y otras hierbas.

Su nombre: “Literatuya”. Fue un ejercicio de imaginación a dos manos, aunque Jordà aportara, además, la creatividad e imaginación de su tecnología, en su elogiado diseño de la Web. El que suscribe contribuyó con el andamiaje conceptual, basado en el mágico mundo de los Cronopios, las Famas y las Esperanzas, de Julio Cortazar, poniéndole nombre a cada casilla de la Revista y, también, un poco de filosofía de bolsillo, que, a fin de cuentas es la que mejor funciona. Y como Ferran me pidió un titulo que tuviera connotaciones con el vocablo “literatura” se me ocurrió, en uno de esos escasos momentos de gracia o inspiración que hasta el más mísero habitante del planeta tiene alguna vez, el término “Literatuya”, que como su morfema pretende querer decir: “nuestra Literatura también es tuya“. De ahí, asimismo, la expresión que acompaña al título: “escribo porque escribo y porque tú”, que de esta guisa se convirtió en el lema de la revista. La cosa duró hasta noviembre de 2006 y fueron tres años la mar de fructíferos en los que, todo sea dicho, los cronopios nos divertimos de lo lindo.

Treinta y dos cronopios andan sueltos por ahí, pues la revista sigue navegando por la red, sin rumbo pero con garbo. De ahí, muy probablemente, el título de la crónica de su presentación en sociedad: “Alguien anda suelto por ahí”. Y poca cosa más. Una de ellas, sin embargo, la obligada la mención a algunos cronopios que, con su constante presencia animaron y fortalecieron el viaje. Fueron Rosa Mora, Juan Manual García Ferrer y Jorge Brotons, por mencionar a los más entusiastas. Gracias, Rosa, Juan Manuel, Jorge...

Finalizada la singladura de “Literatuya”, y ya plenamente enredado en la “red“, el 17 de febrero de 2006 nació el blog “Morsa dice…” con un artículo premonitorio titulado “Buenas noticias”, una breve crónica sobre la película “Crash” de Paul Hagáis. Un total de 453 “Informes” jalonan estos 4 años, ni un día más ni uno menos, hasta el 17 de febrero de 2010.

Y ya andaba yo rumiando sobre las estrecheces del blog, cuando mi amiga Paloma, en un encuentro casual en la Cerdanya, se ofreció a construirme una Web en un plis plas, y le quedó tan guapa como todos sabemos. Mi propuesta no pudo ser más sencilla y a la vez ambiciosa. Para empezar, y permítaseme que a partir de aquí utilice el plural, lo primero que hicimos – pues fue una sugerencia - como casi siempre acertada de Juan Manual- fue eliminar la “selectividad”, o dicho forma más clara, la censura. Acto seguido, ofrecimos a la peña que se soltara, que creara su propia sección, garito, rincón, o como queramos llamarlo. Luego nos enrollamos, como siempre hacemos los cronopios, apenas percibimos la oportunidad -¿impunidad?- del soliloquio, invitando a:

todos aquellos que han “hallado” pero, también, aquellos que siguen buscando, entendiendo por búsqueda tal como la definió Cortazar en Rayuela: “buscar era un signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas”. Los cronopios somos expertos en socavar cualquier cosa sospechosa de statu quo que se nos ponga a tiro, sean brújulas o manuales de urbanidad. Y a veces, como le ocurre a nuestro admirado Vila-Matas, nos da la locura y salimos a la calle con la sana intención de “acabar (de una vez por todas) con los números redondos”. Quizás por eso dicen que somos un poco artistas y otro poco iconoclastas. Puede que tengan razón y también que exageren, vaya usted a saber. Lo cierto es que difícilmente pediremos permiso para hacer de las nuestras, aunque nunca renunciemos a nuestra “presunción de inocencia”. La inocencia de la pasión por el juego, apreciando el significado semántico de “juego” en el sentido en el que lo expresó Johan Huizinga en su Homo Ludens: "Todo lo que en la poesía se va reconociendo poco a poco como cualidad consciente: belleza, carácter sacro, poder mágico, comienza por estar dentro de la cualidad primaria del juego."

Su constructora es nuestra amiga y cronopia Paloma, y el “administrador” (¡Uy, que palabreja!) un tal “cronopio”, servidor de ustedes. Para su construcción no hemos pedido ayuda al Señor de los Anillos pero sí “Señor de los cronopios”, Julio Cortazar, quien nos ha enviado un telegrama desde el otro lado de acá (¿desde dónde sino?) con un escueto: “allá ustedes… mientras no prohíban fumar y pongan de vez en cuando un disco de Coleman Hawkins o de Bessie Smith, aquí nadie va a quejarse”. Así pues, la estructura de la revista está inspirada claramente en la “nomenclatura” cortazariana, que es con la que los cronopios nos sentimos más a gusto. Sólo una advertencia: no admitimos adhesiones inquebrantables. Así que nadie se preocupe por si le gusta o no el escritor argentino. Bienvenidos y bienvenidas pues, también todos aquellos que detesten las etiquetas.”
Así que aquí estamos otra vez, dando la lata. Bienvenidos y buena suerte.

Web Literatuya, escribo porque escribo y porque tú: http://www.literatuya.com/
Web Literatuya. Editorial: http://www.morsadice.com/index.php/editorial
Blog Morsa dice: http://arturomontfort.blogspot.com/
Web Morsa dice...: http://www.morsadice.com/

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11.2.10

Fira jugar X jugar





Fira jugar X jugar
Quart Concurs Ciutat de Granollers de creació de jocs de societat
Programa
Campionats i concursos Concurs de creació Espai d'estands Programa Racó dels autors
REGLAMENT
del Quart Concurs Ciutat de Granollers de creació de jocs de societat, convocat per l’Ajuntament de Granollers

1. El Concurs està obert a tots els creadors de jocs, sense límit d’edat. Hi poden participar jocs de societat INÈDITS, és a dir, no editats anteriorment, comercialment o en forma d’autoedició, encara que sí que es poden presentar jocs publicats a internet. Els jocs presentats poden ser de qualsevol tipus, tret de jocs solitaris i jocs informàtics.

2. El Concurs consta de tres etapes:
- Tramesa de regles i primera selecció.
- Tramesa de maquetes dels jocs preselecciona3. Els participants hauran d’enviar les regles del joc i una fotografia dels elements que el formen. Les regles no podran excedir de 10.000 caràcters. També enviaran en un document a part una fitxa tècnica amb les dades de l’autor (nom, adreça, telèfon de contacte i adreça electrònica) i les següents dades del joc: nom, públic a qui s’adreça (infantil, familiar, jugadors experimentats, altres), edat dels jugadors, nombre de jugadors, durada aproximada de la partida, materials del joc, descripció d’un torn de joc. Tota aquesta documentació s’enviarà per correu electrònic, utilitzant exclusivament formats .pdf i .doc, a ccorrea@ajuntament.granollers.cat , fins al 8 de març de 2010. La documentació pot estar escrita en català, espanyol, francès o anglès. Si un creador envia més d’un joc, cada un l’enviarà en un missatge diferent.

4. L’organització del Concurs enviarà un acusament de rebut dels dossiers de documentació presentats.

5. Els autors dels jocs preseleccionats seran avisats per correu electrònic el dia 15 de març de 2010. Hauran d’enviar una maqueta del joc completa i preparada per ser jugada fins al 6 d’abril de 2010, en un envoltori prou rígid que permeti tornar-la a enviar al seu autor. Els danys que puguin tenir les maquetes en la tramesa no seran imputables a l’organització del concurs. A cap lloc de la documentació enviada (regles, tauler i/o altres elements de joc, capsa, etc.) hi haurà el nom de l’autor, per tal de garantir l’anonimat dels tests dels jocs presentats. Si hi hagués algun nom, l’organització l’esborrarà. Les maquetes s’enviaran a

Concurs de creació de jocs
Granollers Mercat
Carrer de les Tres Torres, 18-20
08401 Granollers

6. Els jocs preseleccionats es testaran i se n’escollirà un màxim de deu per a la reunió del jurat. Els autors dels jocs finalistes rebran una comunicació per correu electrònic de la condició de finalistes dos dies abans de la reunió del Jurat.
ts i selecció de finalistes.

7. Un jurat format per especialistes en jocs es reunirà a Granollers els dies 1 i 2 de maig de 2010. Si alguna causa de força major ho fa necessari, el jurat es reunirà el cap de setmana anterior o posterior. Designarà el guanyador del Quart Concurs Ciutat de Granollers de creació de jocs i, si ho creu convenient per la qualitat dels jocs presentats, atorgarà un accèssit. La seva decisió serà inapel•lable. El jurat valorarà l’originalitat, la jugabilitat, l’adaptació a diferents tipus de públics i els valors culturals dels jocs finalistes. En cap cas, el disseny gràfic o la presentació de les maquetes serà tinguda en compte pel jurat.

8. Les maquetes que hagin resultat guanyadores quedaran en poder de l’Ajuntament de Granollers. La resta seran tornades per correu certificat als seus autors abans del dia 31 de juliol de 2010.

9. La decisió del jurat es farà pública el dia 15 de maig de 2010 a la Fira jugarXjugar. El guanyador del Concurs recollirà el premi a Granollers aquest mateix dia. Rebrà 750 euros i tindrà la nit pagada a l’Hotel Granollers, per a ell i un acompanyant. També rebrà un val-regal de 750 euros, per gastar a la botiga de jocs online LaPcra. Si el jurat atorga un accèssit, el guanyador rebrà 300 euros.

10. L’organització lliurarà als principals editors espanyols informació sobre el joc guanyador i els altres jocs finalistes.

11. La participació en el Concurs significa l’acceptació integral d’aquest reglament.
- Reunió del Jurat i designació del guanyador.


Presentació d'Oriol Comas

Jugar ha estat des de sempre una activitat quotidiana de la humanitat. Jugar a jocs de tauler, els jocs socialment més elevats, és també una pràctica constant des de fa no menys de 4.500 anys. L'estudi i la divulgació d'aquest autèntic fenomen social i cultural ocupa ara tota la meva activitat professional. Fa cap a trenta-cinc anys, però, que el joc és la meva passió, com a jugador, creador, col•leccionista.


En aquestes pàgines (http://www.comascoma.com/cat/index.htm) podreu llegir i veure les meves creacions i els diferents projectes que he desenvolupat des de 1985 en l'àmbit del joc, projectes que molt bé poden interessar a la vostra organització, pública, privada, ONG, mitjà de comunicació, universitat o escola. Projectes que tenen en el joc una eina i un potent suport de comunicació en esdeveniments culturals i festius.
També es poden llegir en aquestes pàgines algunes de les coses que al llarg dels anys he anat escrivint sobre el joc i els jocs. Encara, si és això el que vols, trobaràs alguns jocs meus que podràs jugar amb només una mica de feina. Algú altre estarà interessat, en canvi, per la vincloteca que proposo per anar als que considero els millors webs del món sobre jocs de tauler.
Oriol Comas i Coma: http://www.comascoma.com/cat/index.htm

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4.1.10

El león de la Metro


La biblioteca de mi padre se reducía a medio centenar de libros, todos ellos encuadernados con tapa dura, generalmente azul o roja y con el título y el nombre del autor impreso en el lomo. Absolutamente todos los libros eran de Ramón Sopena Editor, Biblioteca de Grandes Novelas, con el texto a doble columna, y he de reconocer que, aunque la encuadernación me privara en su momento de poder encandilarme ante esas portadas que ahora nos parecerían kitch, más propias de tebeos, y que entonces lo eran de las novelas por entregas, la verdad es que, en aquellos tiempos de falsa paz, por lo demás exigua y roñosa, y de una realidad en blanco y negro, encuadernar los libros daba un toque de pulcritud, de orden y concierto.
Como la botella de coñac Fundador sobre la mesa o el pote de Leche Condensada La Lechera. Efectivamente, eran tiempos en que lo mejor que podías hacer era encuadernar los libros, tiempos del “Diario Hablado de Radio Nacional de España” y de los malvados sortilegios de Di Stéfano, Puskas y Gento. Tiempos en los que recorría, junto a mi madre, kilómetros para comprar gasolina o carbón ahorrándonos, así, la peseta del tranvía y en los que mi padre trabajaba mañana y tarde, los días laborables pero también los domingos y fiestas de guardar. Para sobrevivir, pero también para burlar a la miseria, aunque fuera por una sola vez y sin que sentara precedente, y poder de esta forma comprarse su ansiada motocicleta Ossa de 125 centímetros cúbicos.

Y por eso mismo, porque el color de la ansiada realidad, la del bienestar y la prosperidad, el de un mundo que no estaba quieto, como aseguraban los portavoces de la España goyesca y sombría, el color de la felicidad sólo se encontraba en las películas de la Metro Goldwyn Mayer (¡AAAUUURRGGG!), mi madre no se cansa de repetir que cuando aparecía en la pantalla el “León de la Metro” eso quería decir que la película era de las buenas. Y será por eso que al volver a casa después de ver una de esas películas no dejábamos de sorprendernos de hallar lo que habíamos dejado: los baldes para las goteras, las paredes manchadas de humedad evocando extraños “desnudos” dibujados con tosquedad, el mobiliario de formica de siempre y, en el techo, esa horrible lámpara de lagrimillas tirando a rococó, tan difícil a la hora de sacar el polvo. Y, en un hueco del comedor, la nevera de hielo que nunca cerraba bien.
Todas esas cosas y muchas más amenazaban nuestro hogar, asediados como estábamos por las goteras y los seriales radiofónicos de Sautier Casaseca, con Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa en los papeles principales. Cuando todo eso pasaba, y las noticias del mundo mundial procedían de la bendita radio y poco más, encuadernar los libros con tapa dura otorgaba, como digo, una cierta prestancia, un signo inequívoco de lesa supervivencia. Digo yo que era eso, tanto esfuerzo por mantenerse a flote, primero la moto y luego el seiscientos, y la máquina de coser, y la carn d’olla, y el champán de marca, y el turrón de Jijona en Navidad.
Los libros lucían, de esta forma, cuidadosamente ordenados en la vitrina situada en la parte superior de mi mueble-cama, convertible en mesa de estudio. Una verdadera “maravilla” del diseño de la autarquía, coincidente con los Planes de Desarrollo. Sus ásperas páginas amarilleaban claridades insospechadas y aventuras sin fin. Las extensas mesetas de la Patagonia, por ejemplo, ese territorio con nombre de mamífero placentario, que se fundía imperceptiblemente con la Pampa argentina, y sus ríos de fantasmales nombres que ríete tú de nuestros prosaicos Duero, Tajo, y Guadalquivir. En lugar de eso, denominaciones como Negro, Deseado y Colorado danzaban ante mis ojos como arlequines dándome la bienvenida a un mundo al revés, es decir, a un mundo de verdad, sin goteras y donde las puertas no cerraban ni bien ni mal ya que, sencillamente, no se entraba por ellas sino a través de la imaginación.
Y debo decirlo, porque de no hacerlo faltaría a la verdad: aquellos libros no llevaban tantos años en la vitrina pero en realidad parecían haber estado siempre allí, como las pirámides de Egipto o la Muralla china. Desde siempre. Y no estaba prohibido leerlos como lo estaba, entre otras muchas cosas, mencionar la guerra civil. En mi mundo de raquítica ignorancia los veía como una reliquia del pasado, aunque también como el testimonio vivo de una serie de secretos que me tocaba desentrañar, por mucha pereza que me diera habérmelas con las incógnitas del futuro, tan a gusto como estaba regodeándome en el interior de mi cuarto, oscuro como boca de lobo y oliendo a calzoncillos sucios y sopor de enfermo.
Como si la sombra de la humillación que siempre se cernía sobre nosotros, sobre todo de adolescentes, no fuese, en realidad, precisamente lo que nos impelía a vincularnos a los demás, a salir al raso, caiga quien caiga, hasta arrojarnos en el mar.

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1.1.10

El Barça de les sis (6) copes




El seis (6) es el número natural que sigue al 5 y precede al 7


Representación de 6:
Propiedades matemáticas:
Es el primer número perfecto, puesto que sus divisores propios (1, 2 y 3) suman 6. El siguiente número perfecto es el 28.
Es el tercer número triangular, después del 3 y antes del 10.
Es el factorial de 3, ya que 6 = 3 × 2 × 1.
El polígono de 6 lados se denomina hexágono. El hexágono regular tiene todos sus ángulos de 60º.
El poliedro de 6 caras es el hexaedro. El hexaedro regular se denomina cubo y sus caras son cuadrados.

Características:
6 es el número atómico del carbono.
Euclides llamó al 6 número perfecto por ser igual a la suma de sus divisores.
San Ambrosio lo hace símbolo de la armonía perfecta.
También lo es en la Qabala que le adjudica el sexto sefira Tiferet que significa, Belleza.

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4.11.09

Una cuestión personal. II. En tierra de nadie


Cuando menos me lo esperaba, un día entre tantos otros días, la profesora se fue. Se esfumó. Kaput. Final de la historia. Sin avisar, sin despedirse siquiera. Ese día apareció el director acompañado del sustituto: un monstruo de las cavernas con gafas oscuras y una cartera andrajosa, como todo en él. Al shock inicial le siguió un proceso lento y cruel. Descubrí, poco a poco, sin prisas, que el amor es frágil pero que también puede ser humillante. En los meses posteriores a su marcha, pensé mucho en ella. Delinquiendo de la forma más vil, odiándola primero y perpetrando, luego, artimañas a la cuál más miserable para invocar la magia de su regreso, el retorno de su socorro, su protección, sus caricias.

Y lo hacía, atormentarme, mientras permanecía echado en el hueco del portal de casa, acompañado de una sensación agridulce: la de la pérdida de Laura –porque así se llamaba la profesora, la mujer que me había abandonado- y, a la vez, el descubrimiento de una nueva y maravillosa sensación: esa atracción irresistible que, aunque todavía me hallaba lejos de estar en disposición de llamarla amor o deseo, me había transformado en otra persona. Ni puñetera idea de que hay momentos en los que uno cambia para siempre. De esta forma, abrumado por este nuevo y extraño sentimiento, que me producía a la vez dolor y alegría, dejaba que pasaran los automóviles y los tranvías, y el tiempo, si se le puede llamar así a un tránsito irreconocible, más lento todavía, sin interferirme en su premioso y cansino progresar.

Luego llego la realidad. Llegó con sus bravatas, su ley de la gravedad, su al pan, pan y al vino, etc. Y, por supuesto consiguió arrastrarme con sus cantos de sirena. Hasta al punto lo hizo que, de entrada, no reconocí ninguna de sus falsedades aunque lo que sí hizo fue amortiguar mi furor, llamémosle prerromántico. Alcanzado este punto, la confusión era notable. Mucho antes de llegar al metalenguaje de los logaritmos neperianos ya había perdido la poca inocencia que me quedaba y, con la mosca tras la oreja, empecé a contemporizar de forma vergonzante con la gnosis de la culpabilidad. Y fue entonces cuando decidí desertar, pasarme al enemigo. Aunque en esto también erraba. En realidad, no había más enemigo que yo mismo. De esta forma me metí en tierra de nadie y sin saber qué hacer.

Algo hice, sin embargo. Abandoné la práctica humanitaria –sino imaginaria- de la lucha de clases, los estudios de Arquitectura y, desde luego, sustituí el póster del Che Guevara (del estudio) por el más pragmático de la bella Rinko Kikuchi. Y por suerte, descarté cualquier salida heroica al conflicto, como reventarle los sesos al Jefe de Servicio, que me hacía la vida imposible. Hubiera sido una verdadera putada para mi hija adoptiva, para mis queridos suegros pero, sobre todo, para madre. Como éste es un mundo de sordos nunca llegué a saber qué era mejor, si escuchar a los demás o a mí mismo. Lo primero resultó un esfuerzo inútil y lo segundo un sufrimiento injusto.

Lo del cabreo siguió luego. Era una sensación parecida a cuando metes el zapato –y con él los bajos del pantalón- en un charco de barro, y tu ailoviu no se ríe –que es lo propio- sino que te dice que el campo es una maravilla. Como la lluvia en Sevilla. Lo del cabreo: ¡De acuerdo! Ya lo he entendido. Había errado mi camino en lo fundamental. ¿Pero, cómo podía saber yo que los sentimientos ni se compran ni se venden? Que el olvido no es una elección, que los recuerdos no son más que eso, recuerdos, fotografías con sonrisas de patata, imágenes desgajadas de los sueños, nada más que palabras y recuento, algo en definitiva tan superficial como ese abrigo que nunca te pones pero del que te resistes a desprenderte…
Y como siempre que hay algo peor que este silencio ninja que produce la sordera a perpetuidad, sólo me queda ese cuchillo que ha atravesado mi piel y se ha instalado dentro de mí a perpetuidad. Y sólo cuando dejo de luchar para huir de mí mismo, sólo entonces acepto que la historia de Laura tuvo una secreta continuación que nadie conoce y, que, ciertamente, a veces el ser humano yerra el camino pero lo hace a conciencia. Porque de no ser así hubiera evitado por todos los medios saber dónde está Laura, que hace y deja de hacer, cuántos hijos tiene, a qué se dedica su marido, cuántos amantes ha tenido, etc. Y que a pesar de habernos convertido, tras largas y a veces torpes peripecias, en dos desconocidos, no puedo conseguir romper del todo su imagen, dejar de sufrir lo indecible cuando el fru fru de su vestido me sigue rozando al pasar justo a su lado. Saber que su mirada es en realidad la mía, que en un momento determinado dejó de ser su fulgor lo que me trastornaba para pasar a ser mi propio trastorno -convertido en un viejo y tosco Pigmalión-, lo que nunca dejaba de conmoverme.

Y ahí empecé a entender. Yo, que nunca me he perdonado, porque siempre hay algo por lo que hacerse perdonar y, por mucho que insista en la perversidad de no aceptar ese perdón por amar mi propia obra, aunque ahora mismo sea un individuo aparentemente sensato y medianamente respetable, y a pesar de que repita historias que otros ya vivieron, de qué no haya inventado nada nuevo, no puedo olvidar las palabras de Rainer Maria Rilke, que me martillean una y otra vez en la soledad de mi inconsciente: "ser amado es pasar y, en cambio, amar es permanecer con luz inextinguible porque, en definitiva, lo único que uno ama es ser." ¿Quién puede pedirme cuentas por esto? Yo os lo diré: nadie. Pasa como con el pasado. Jamás se pide cuentas al pasado. En el mejor de los casos, revientas para que te deje vivir en paz. Aquí estás, muchacho, en tierra de nadie.

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24.10.09

Una cuestión personal. I. La inocencia


Los polos de fresa costaban una peseta, esa es una de las cinco certidumbres de mi infancia –de las otras cuatro, mejor no hablamos-, aunque he de confesar que sentía verdadera debilidad por los helados de vainilla y no digamos por los de chocolate, aunque estos últimos costaran el doble. Así pues, la cosa tampoco era tan fácil. ¿Fresa? ¿Vainilla? ¿Chocolate?

Podía permitirme tales divagaciones, seamos sinceros, y, además, se lo contaba a mis amigos porque, a tan tierna edad, todavía no sabía que el planeta Tierra era un mundo de sordos. A falta de otra cosa mejor que hacer, cuando me cansaba de pegar los cromos con las estampas de los jugadores de fútbol, o de construir artefactos convencionales con mi Meccano Número 3, lo cierto es no me quedaba otra opción que aburrirme como una ostra. Mucho más tarde, descubrí –pasmado- que una lista interminable de intelectuales de renombre, se explayaban acerca de las maravillas de la infancia. Por ejemplo, estaba el lingüista Roland Barthes que, sin despeinarse, escribió que "en el fondo, no hay más país que el de la infancia." Y el surrealista André Bretón, en un momento de delirio in tremens, o simplemente para reafirmar alguna de sus originales teorías, afirmaba sin pestañear que: "si le queda un poco de lucidez al hombre, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia, que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado."

Lo de los educadores mejor lo dejamos, porque esto se alargaría demasiado. Lejos estaba yo de sospechar que el Atlas de Geografía Universal en general y el cosmos en particular me depararían más sorpresas que la filosofía en general y la literatura en particular, es decir, sin saber lo esencial de mi condición. Contemplaba el paso de los tranvías por la calle y escuchaba junto a mis colegas - la pandilla, nos llamábamos a nosotros mismos, necesitados como estábamos de ponerle nombre a todo- su traqueteo, y, de vez en cuando, la cantinela de su clanc, clanc. Y pensábamos: a ver si se sale el trole y se arma la de Dios es Cristo, y se mueren unos cuantos. Porque todo y lo críos que éramos, ya empezábamos a sentirnos un poco asesinos.

Así, mientras nuestras madres separaban las lentejas picadas de las buenas y, luego, les añadían Avecrem Gallina Blanca, en el mundo exterior una perrita llamada Laika navegaba en silencio por el espacio que cada vez sabemos más infinito y en el mundo de acá el silencio era otro, más extenso todavía, interrumpido solamente por los anuncios de la radio, nosotros todavía seguíamos sin saber que nos hallábamos en un planeta de sordos, así que casi siempre caíamos en la trampa de acabar discutiendo si Pelé era mejor que Kubala y tonterías por el estilo. Sin embargo, la mayoría de las veces no ocurría nada grave, si exceptuamos el letargo de las tardes. Unas tardes que se estiraban como la goma de mascar Bazooka -el chicle Bazooka, el mejor de todos-, tardes anodinas e interminables que desembocaban, finalmente, en un estallido de hilaridad y monumental rechifla ante el sonido continuado del timbre de las cinco, cuando la siniestra academia soltaba a sus mocosos. Sí, señores poetas, esos mismos monstruitos de ahora, acompañados de sus progenitores, sus guardaespaldas, sus managers, agobiados todos en sus tareas extraescolares, las de sus retoños y las suyas propias. Educadores de mierda, a los que puede que algún día me decida a rociar con mi lanzallamas. Porque cuando lo haga no quedará de ellos ni la cenizas. Lo juro.

Claro que cuando crecen, no mejoran necesariamente. Mirad, por ejemplo, a los pobres currantes, sólo por mencionar a un colectivo del que formo parte inactiva: Firmes ante el reloj de control esperando que se agote el minuto para fichar. Nuestra patética lucha diaria para “ganar” un minuto, para meternos en los ascensores atiborrados provocando que sus ocupantes refunfuñen por lo bajini. Esa falsa sensación de libertad, ese camelo, nos tiene hipnotizados. ¡Qué fácil ir a guerrear a las Galias con tipos como nosotros! Uniformados con aquellas patibularias batas a rayas, impregnadas todavía de ese olor a membrillo y orín, como adherido con UHU, el pegamento alemán que lo pegaba absolutamente todo, con las manos sucias, salíamos pitando del colegio y no nos cansábamos de correr y saltar y aporrearnos con las carteras hasta llegar a casa, sudorosos, para, una vez allí, reclamar, con la autoridad que otorga el no tener todavía ni puñetera idea de la escisión entre el Yo y lo Otro: ¡La merienda! Olvidándonos en un plis plas de los deberes y los coscorrones. Para escuchar, ya en casa, entre bocado y bocado, la sintonía de Tambor, el único programa radiofónico del mundo en el que las hormiguitas y las abejas hablaban por los codos.

Y quizás por todo eso, por esa melancolía manchada de lamparones y chorretes que ya entonces embargaba mis rodillas y las tardes en la academia, por todo eso, cuando llegó la nueva maestra, tan joven y guapa, - y tan diferente a la vieja momia de antes -, tan exuberante con esos vestidos de radiantes estampados, con esos lunares de colores, cuyos dobladillos volaban al andar y que yo no me cansaba de espiar… Por eso y por todo lo demás (el miedo al futuro cruzándose con la carcoma del fin de semana sin saludarse siquiera), no pude menos que enamorarme de ella. ¿O qué otro sentimiento podía responder a ese sufrir indecible cuando el fru fru de su vestido me rozaba al pasar justo a mi lado? ¿Cuando con esa mirada y no con otra me perdonaba la vida? Me perdonaba yo no sabía qué, aunque siempre había algo por lo que hacerme perdonar: no saberme la tabla del nueve, por ejemplo, eso tan fácil para mi aguerrido adversario de pupitre, porque nueve por siete era como un adulto mirándome por encima de sus gafas, porque no sólo era la tabla del nueve, peor todavía era mirarla a los ojos y no sentir una llama viva abrasándome el corazón.

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3.10.09

Guardando las distancias

Harto está de pasear su impotencia como si fuera un perro, pero, sobre todo, de escuchar al cirujano y dejarse los ojos y oídos intentando escudriñar en qué palabra, entre tantas, ha de fijar su atención, dónde se acaba la estrategia del tecnicismo y dónde empieza la amenaza real. Harto de constatar, una y otra vez que están en sus manos. Es en estos casos cuando uno descubre que no cree en el destino.

Nada que no ocurra con cierta frecuencia, por otra parte. A su mujer le han encontrado un tumor del tamaño de un pomelo. De esta forma tan simple –y tan común, por otra parte-, la fragilidad se ha instalado de forma repentina, brutalmente, en su territorio más íntimo.

Y, dadas las circunstancias, no deja de asombrarse ante la diligencia con la que se levanta por las mañanas. La eficiencia con la que se afeita, aunque la corriente de su pensamiento gotee como un grifo mal cerrado y el espejo acabe quebrándose sin llegar a romperse. La presteza con la que se ducha y elige camisa y corbata, pone la cafetera y escucha la radio, para acabar posándose como un animal herido en el escondrijo de su escritorio. Allí consumirá su primer cigarrillo y revisará las entradas de su correo electrónico. Ese miedo a que la alteración de las costumbres suponga una tácita aceptación de que algo ha cambiado. Así, sin más, sin mayores explicaciones, piensa. Ese bultito que no parecía nada. Porque muchas de las veces nadie avisa en esta casa llena de fantasmas que es nuestro cuerpo. Y no quiere ni pensar por qué ese pedazo de carne enferma está dónde no debería estar. Dónde no se le ha llamado. Y van y le ponen un bonito apellido: tumor mixto benigno. Benigno, si exceptuamos el pequeño detalle de que se halla muy cerca de la vena carótida, y que esta arteria no admite bromas. Y de esta forma enmarañan su nomenclatura médica, de forma respetuosa y guardando las distancias, no sea que ruja como un león y se encabrone, y el domador se quede con lo puesto. Es decir, con un cadáver más en el quirófano.

Y ahí se produce la escisión, sin más, esa casualidad tan frecuente, dicen los ojos del cirujano, el que manda ahora, y manda mucho, que no su boca, ahora sellada, no sea que le arranque una palabra de ánimo que pueda crear falsas expectativas, “no sé si me entiendes, le cuenta a su amigo Pedro”. Y ese esfuerzo tan profesional en disimular que tras sus pausados y venerables gestos se oculta la sucia cara de la rutina.
Porque, al fin y al cabo, frecuente quiere decir que pasa todos los días, y eso, lo habitual, hace que el exorcismo funcione y el mete-saca de las placas en la pantalla del consultorio parezca un trámite más. Y lo es, claro está, y eso lo disminuye, le intimida si cabe más: no es nuestra radiografía, es una radiografía más. Y de ahí esa desazón, esa ansia en percibir un gesto, una señal, una muestra de algo, una frase compasiva que no llega. ¡Pues sí que es seria la cosa, cuando hasta la mentira piadosa se acobarda!

Nada que ver la monotonía de los hospitales con esta rigidez interna que invade cada uno de los días previos a la operación. Nada que ver con esta melancolía que para él siempre ha sido una sensación anterior a la razón, a la memoria misma. Esa parásita melancolía, tan gorrona y garrapata, tan hambrienta que ahora mismo se anticipa a hechos que todavía no han ocurrido pero cuya amenaza le secuestra y paraliza.

Claro que, bien pensado, ¿qué puede esperarse de un tipo que habitualmente se pone a bailar en el comedor, al son de Tu Vuó Fa’L’Americano, de Renato Carosone? Nada bueno. De un tipo que mientras su mujer espera la entrada en el quirófano reclama un espacio de tregua y alto el fuego, se alquila una película, Zulú, por ejemplo, y se deja caer en el sofá abriendo un paréntesis en la incertidumbre que lo reconcome y no lo deja conciliar el sueño. Y ahí están: un puñado de casacas rojas resistiendo como jabatos ante cuatro mil zulúes. Ciento cuarenta soldados británicos para ser exactos, dirigidos por los tenientes Chard y Bromhead. Éste último nada menos que un Michael Caine guapísimo, con su pelo rubio y caracoleado.

Sólo le restaba esperar. Y recordar las palabras de Pedro. Esta espera es como la de unas oposiciones, le dijo, afectuosamente: Las oposiciones, como el boxeo, generan individuos noqueados, individuos con dificultades para el trato social, para moverse con soltura fuera del gimnasio de ese programa académico que constituyó su entrenamiento.

La operación fue un éxito, el cirujano desempeñó su tarea con eficacia. No en vano le dedicó una parte de sus plegarias para que el doctor M. se creyera, efectivamente, un pequeño Dios, y que, además, se levantara el día de la operación fresco como una rosa, sin malos rollos porque el coche no arrancase, porque su equipo de fútbol perdiera en la Champions, porque la víspera se estropease el televisor y tuviera que soportar la eternidad de una cena con su esposa y los niños y acudiera al quirófano con ciertas dudas sobre los misterios de la vida...

Y, sin embargo, reconoce, antes del feliz desenlace, esa seguridad con la que avisaba y advertía a familiares y amigos de que todo iría muy bien, era tan débil como cualquier convicción que se basa en la necesidad. Por eso mismo, se sabía mísero, y también cómplice. Cómplice de todos aquellos que también mentían, aunque fuera por compasión, porque, al fin y al cabo, su esperanza se basaba, como nunca, en un claro soborno a la razón y las estadísticas. Traicionando sin pudor una de mis más firmes convicciones, cuando la verdad es lo de menos y sólo importa la vida. Como esa afirmación tan suya y que ahora mismo esconde como se esconde una vergüenza: la de que lo peor siempre está por venir.

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