27.6.08

Connie Imboden: reflejos en el agua y con espejos


Connie Imboden nace en El Paso, Texas, en 1978 se gradua en el Colegio de Arte del Instituto Maryland, de la Universidad Estatal de Towson. En 1988 obtuvo su Maestría en la Universidad de Delaware. Su obra está presente en importantes colecciones, incluyendo la del Museo de Arte Moderno de Nueva York y en el de San Francisco; Museo Ludwing de Colonia, Biblioteca Nacional, en París, etc., además de pertenecer a colecciones privadas. Su primera exposición individual la realizó en 1978, y desde entonces ha expuesto, además de los Estados Unidos, en España, Alemania, Francia, Italia, Holanda, Venezuela, México y, ahora, en Buenos Aires. También integró varias muestras individuales y, entre sus libros, se destacan “Connie Imboden, conversations by Jean Claude Lemagny”, publicado por la Galerie Municipale de Toulouse, Francia, que obtuvo una medalla en la Feria del Libro de Frankfurt en 1993 y “Out of Darkness”, editado en Zurich y París en 1992. que además ganó el premio al Mejor Libro Suizo. En 1999 editó “The Raw Seduction of Flesh” y el más reciente es “Piercing Illusions”. Actualmente vive y trabaja en Baltimore.
Connie Imboden nos acerca a una fotografía altamente original. Su portfolio se divide en dos partes, Mirror Images y Water Images . Imágenes de cuerpos medio sumergidos que esta artista con aspecto de profesora de idiomas retrata debajo del agua. Sumergida y con traje de buzo consigue un efecto desgarrado y perturbador en sus fotografías, como si de espíritus condenados se tratase. Lo mismo con las imágenes en espejos. La misma autora nos dice: He estado trabajando en esta serie de fotografías desde 1984. Las imágenes no han sido manipuladas en el sentido de que no son exposiciones múltiples ni impresiones dobles. Todas están vistas a través de la cámara trabajando con los reflejos en el agua y con espejos. No trabajo con una dirección e idea consciente, así que las imágenes y su significado normalmente me sorprenden. Estas fotografías me han llevado en un viaje a menudo psicológico y a veces espiritual. No sé a donde voy, a menudo me es incluso difícil el saber donde he estado. Tan sólo confío en que la fotografía me llevará a donde necesito estar.“
Connie Imboden: Inmersión Fotográfica
Marzo 7, 2008

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¿Cree Dios en mí?


Entre tantas explicaciones científicas y no científicas, el infinito parece menos real. Cada vez que descubren un espacio más de no materia, de no Universo, somos más pequeños, ya casi somos hormigas, y con esas tenemos que no es de extrañar que los límites del universo hayan perdido bastante de su interés y el infinito casi quepa en el bolsillo de la chaqueta. Después de esto, sólo nos queda lo más próximo. Por decir algo, la breve analogía entre el rumor de una caracola y el sonido de la trompeta de Miles Davis; entre una guitarra y una marioneta; entre el rayo y un verso de Rimbaud:
"Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié.
Yo me he armado contra la justicia.
Yo me he fugado.
Y la primavera me trajo la risa espantable del idiota."

Llegados aquí no es de extrañar, repito, que al cruzar por delante del espejo y ver, casi involuntariamente, mi rostro reflejado en él, me sorprenda con esa expresión extraña. Es mi cara, sin duda, pero esa no es exactamente mi expresión. Quizás, por eso mismo, al comprobar mi sorpresa, Jakob Bronski, me miraste tú también y me dijiste con tu gruesa y profunda voz: “Si me pregunta si creo en Dios, me disculpará que le responda: ¿Cree Dios en mí?”
Tus cicatrices eran tan profundas e internas como tu voz. Una fuerza irresistible te hizo venir aquí. Quiero pensar que no pudiste evitarlo, no pudiste evitar vernos sangrar con este reencuentro imposible con los dos niños que salvaste de morir gaseados, como tantos otros, en el campo de Drancy. Todo empezó cuando Melanie, mi mujer, con la que yo también, a mi manera, he resistido todo este tiempo la maldición y el dolor de la memoria, después de haber sobrevivido, junto con Christopher, a Drancy y Auschwitz, descubrió que seguías vivo y te llamó para devolverte el sagrado encargo que le hiciste. Le entregaste tu cuaderno, tu diario, y le dijiste: escríbelo todo y recuerda. ¡Qué error! ¡Qué inmenso error! Cuando lo que le debiste decirle no es que recordase, sino que… viviese.
¿Por qué viniste, Jakob Bronski? Si sabías, incluso, que Melanie y Christopher todavía estaban enamorados. Enamorados desde que, de niños, la única alternativa a la muerte era su amor, porque, aunque a esa edad los niños sólo se enamoren de una manera caballerosa, a veces lo hacen para siempre.
Dicen que la realidad siempre es peor. Pero no es este el caso, al menos el mío, yo que he tenido que convivir toda una vida con la imposibilidad de hacer ostentación de mi dolor. ¿Cómo hacerlo, rodeado como estaba del dolor de Melanie, una superviviente del infierno de Drancy? Un dolor tan inmenso que no dejaba espacio para ningún otro. Ni para respirar. ¿Qué mayor peso que éste?
Parece mentira que en una vida quepan tantos monstruos como recuerdos, tantos fantasmas como palabras no dichas. ¿Acaso viniste para comprobarlo? ¿Para restañar las heridas? ¿O quizás fue para escuchar la voz de ese Dios que nunca ha creído en ti?
Entonces apareció nuevamente Melanie, avanzó lentamente hacia Jacob y, finalmente, lo abrazó con fuerza, mientras pronunciaba su nombre.
- Sí, soy yo – respondió Jakob Bronski. No sonaba como su nombre, pero lo era.
Paolo Barzman: Aritmética emocional (Emocional Arithmetic), Canadá, 2007. Guión de Jefferson Lewis, sobre la novela de Matt Cohen. Susan Sarandon (Melanie Winters), Chrstopher Plumier (David Winters), Gabriel Byrne (Christopher Lewis), Max von Sydow (Jacob Bronski), Roy Dupuis (Benjamín Winters).

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23.6.08

El gladiador


Sus sueños no eran lo que suele decirse dulces. Tampoco llegaban a la categoría de pesadillas. Eran, más bien, reflejo de su sórdida existencia. Una existencia rutinaria en la que nada ocurría que no fuera previsible. Quizás por eso, pensaba él, por pura y simple ley de la compensación, en sus sueños predominaba la acción. Soñaba con frecuencia en accidentes, atracos y episodios bélicos de variado calado, y, cada vez menos, aquellos más recurrentes, como los de que tenía que empezar otra vez el Bachiller o la mili. Lo que más le escamaba, sin embargo, es que nunca soñaba que viajaba, lo cual sería, en principio, lógico si los sueños se correspondieran con el consciente y no con el subconsciente, como siempre nos han enseñado.
Soñar con un viaje, había leído desde siempre, representa la voluntad oculta de un cambio radical en la vida. Soñar que se está de viaje, significa que se está a punto de conseguir la meta deseada. Por eso mismo, no estaba precisamente satisfecho de que su “otro yo”, vamos a llamarlo así (aunque ya empezaba a dudar de tantas teorías provisionales), fuera tan cobarde como él mismo. O viceversa. Bueno, lo cierto es que cuando llegaba a este punto acababa hecho un lío.
Llegado a este punto, estaba convencido de que no podía caer más bajo, pero, como casi siempre se equivocaba, porque justo en ese tiempo de deriva… ¡Empezó con los sueños de romanos! Para el bien de todos, y, sobre todo para el de nuestro protagonista, éste sería un buen momento para liquidar este relato absurdo. Pero, sencillamente, no le haremos este favor. Y no me pregunten por qué. Hay disputas que lo más sensato es ignorarlas.
Empezó, pues, por lo más fácil: las socorridas historias de gladiadores sacadas del cine. Material de primera mano no faltaba. Tenía al plebeyo Espartaco, un esclavo “formado” en las canteras, donde los romanos extraían el yeso para su actividad inmobiliaria, convertido por azar en gladiador de primera clase y, más, tarde, en general de los esclavos rebeldes. Al general Máximo, “despedido” (y ya sabemos como era los despidos de Roma) por el malvado emperador Cómodo y renacido de sus cenizas como el conocido “Gladiator”. Incluso podía permitirse alguna variante, como la del príncipe judío condenado a galeras, invento fenicio muy perjudicial para los bogantes en cuestión, ya que cuando la galera o “birreme” se iba a pique, los remeros, sujetos con cadenas a la suerte de navío, se hundían con él, muriendo como ratas, y, por eso mismo, convertido en náufrago salvador del tribuno Quinto Arrio y, finalmente, en conductor de cuadrigas, una especie de gladiador de alto estanding, venido que ni al pelo para poder vengarse del malvado Mesala, dicho sea de paso, uno de los mejores malos de la historia del cine, junto a Jack Palance.
El primer “elegido” por su máquina de soñar fue Kirk Douglas, que apretaba los dientes como nadie mientras rugía: ARRRGGG... ¡No soy un animal!, agarrado a los barrotes de su celda. Poco importaba que a cien metros de su casa le esperase un rutilante autobús urbano para llevarte cada día a la oficina, que él, erre que erre, seguía con sus sueños de gladiadores y romanos. No era de extrañar, por otra parte, con lo fácil que resultaba encontrarse cada noche en un circo romano calcadito al de los tiempos de la María Castaña. Salir a la arena armado de una espada corta y una “parmula”, es decir, un escudo oval la mar de resultón y exclamar “Ave, Caesar imperator morituri te salutant Ave…” O sea: "Ave César, los que van a morir te saludan."
¡Miradlo! Parece que se haya pasado toda la vida sobre la arena del circo. El que no parecía nada tranquilo era el Kunta Kinte que habían colocado a su vera, plantado en la arena, con su red y su tridente, y una siniestra mirada que no presagiaba nada bueno en cuanto a sus intenciones. “Exactamente” como en Espartaco. Fue entonces cuando casi se despierta del susto al oír sus propias palabras, lanzadas como un escupitajo:
- ¡Te mataré negro asqueroso!
Justo cuando le empezaba a coger gusto a sus propias bravatas, el tridente del negro buscó su cuello. Y tras el tridente, con un inquietante silbido, serpenteó la red. Y detrás de la red, claro está, aquel chasis inmenso, con un mortífero destello en sus pupilas, con el sinuoso movimiento de una serpiente de cascabel que prepara su picadura mortal, como si en aquel momento no existiera nada más en el mundo que la yugular de su enemigo. Ni la edificante Acrópolis, ni el imponente Nilo, ni el entonces aseado mar Mediterráneo. Pues no, su carótida, nada más hermoso en este Universo de mierda.
Nuestro héroe reaccionó admirablemente, dadas las circunstancias, atajando los primeros ataques del adversario con encomiable habilidad, pericia que no dejó de sorprenderle a pesar de que “subliminalmente” él sabía perfectamente que aquello no era ni más ni menos que un sueño. Todavía ahora no se ha encontrado explicación al hecho de que, finalmente, se hubiera decantado por la rabia intestinal de Kirk Douglas frente a la ira occipital de Charlton Heston. Lo cierto es que a cada golpe del contrincante, respondía él con una risa malévola sacada de vete a saber dónde, quizás del rictus despiadado de Jack Palance. Ya sé que no debería decirlo, que no se revelan los secretos de los héroes así como así, pero lo cierto es en ese preciso momento, y cuando más apurado andaba, con el escudo hecho unos zorros, quiso despertar, es decir, DESERTAR, que por algo era esa su especialidad, y también porque, en el fondo, sabía que su bendita suerte no podía durar ni lo que dura un sueño, y en definitiva, que estábamos en pleno siglo XXI, con los rascacielos, los semáforos, los hipermercados y la Hostia en verso, y todo eso se daba de patadas con el cuento del circo romano y, sin embargo, la angustia era tan real como aquel tridente que finalmente hizo brotar la sangre de su pecho.
Notó el fuego en la herida. Un dolor intenso que le abrasaba pero que a la vez le enardeció. Impelido por esa rabia intestinal, saltó como un tigre sobre la red y puso su pie en la enmarañada sombra, alcanzándole en un ágil brinco con su espada, primero en el antebrazo, con un corte profundo y luego en el pecho, Y, sin darle tiempo a reaccionar, un tercer tajo en el muslo. Fue todo muy rápido y la visión de la sangre le embriagó hasta tal punto que gritó eufórico como un animal enfurecido, aunque cuando, finalmente, el rostro de su víctima se desfiguró, como si en sus ojos se hubiera instalado súbitamente el paisaje de la muerte, se quedó petrificado. Y esa certidumbre le asustó pero, a la vez, le hizo invencible.
Quizás fuese ese motivo, o vete a saber qué cúmulo de circunstancias coincidieron, qué es lo que pasó realmente en aquel agujero del más allá, del otro lado de la vigilia, o del tiempo mismo.
Lo cierto es que nunca llegó a despertar y eso convirtió el lado de acá, es decir, mi vida - en el sentido más prosaico- en una verdadera pesadilla, perdidos los dos para siempre, héroe y narrador (pero, ¿quién era quién?) en un deseo partidos por dos, en dos náufragos, el uno sin el otro, cada uno en una isla diferente, irrevocablemente distantes las dos, una lejanía que ninguna espera podría ser capaz de soportar.

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19.6.08

Ni furia ni ceniza


Ahora mismo, cuando los recuerdos ya son cadáveres, difuntos de los que no queda ni furia ni ceniza, y mientras, de buena mañana y con un sol espléndido, me dedico a ordenar mis cedés y deuvedés alfabéticamente, con la placidez que da el realizar una tarea gratuita y absolutamente prescindible pero que, sin embargo, ha conseguido distraerme de otros asuntos más importantes. Harto ya de arreglar asuntos de mayor enjundia (quizás uno de los más inquietantes, el cambio de operador de telefonía móvil) y mientras una oscuridad azulada va dando forma a un nuevo presente en el que los fantasmas se van jubilando y, por lo tanto, hacen la existencia más agradable, y mientras hago alarde de manejo del abecedario, pienso que la frase mágica de los tanatorios no es tan descabellada: ¡Diablos con el tiempo! ¡Lo cura casi todo!
Porque el presente, mi presente – constato - contiene apenas las huellas del silencio que lo invade. Si exceptuamos, claro, la música – una extensa recopilación de las arias de Maria Callas - y el sordo eco del tacleteo del portátil. Pero todo eso forma parte de la misma soledad. Hay, por qué no decirlo, un cierto regocijo en saborear esa palabra tan gastada, tan piropeada y pirateada por todos, escritores y leguleyos, lugar común donde los haya, tanto poeta raclamando su pertenencia y aquí la tienes muchacho, más tranquila y pacífica de lo que nunca te hubieras imaginado.
Y así, aunque amanezcan blandos cuchillos de agua por el lado oscuro de mis días, ya nada es igual, y, además, todo esto, y algunas cosa más, ya las djo Paul Celan:
"estoy solo y en el vaso lleno
de madura oscuridad
introduzco flores de ceniza"
¡Bravo por Celan! Nada como tres versos para describir con elegancia – y belleza- la hora final. ¿Que haría sin ti, sino encallarme en perogrulladas abstractas. Contigo todo está más claro. Eres como un carro de paradas. Llegas corriendo, acompañado de tus discípulos mas aventajados, y ¡ZAS!, en un tris tras, me salvas la vida, barca sobre un mar sin fondo, tanta playa y ningún recuerdo. ¡Cuánta razón tienes! En las huellas de mis recuerdos sólo encuentro desapego y vacío. Y cuando cambio de disco (¡al diablo la palabra cedé!), el cansado saxofón de John Coltrane me pilla, efectivamente, con el vaso lleno y sin saber qué hacer. Porque no todos somos John Coltrane ni nos sacamos de la manga una maravlla como A love supreme, porque sólo el jazz es capaz de transmitir, diría Gómez de la Serna, “la sabiduría de adornar una melodía con (...) todo lo que llena la vida de chacota, de absurdo, de jolgorio, de banalidad, de incoherencia, de cabaretismo, mezclándose música y vida como dos mares a través de anchísimo estrecho”. Una melodía sincopada imposible de tararear, acepto humildemente mientras cruzo la calle, camino del super o del quiosco, porque cada compás es un agujero, un túnel sin retorno, irrevocable como ese balcón de nieve que debo vaciar a paletadas cada mañana, cuando amanece. Decidamente, creo que ya es hora de jubilar también el carro de las paradas. Se lo regalaremos a House y a sus muchachos, que parecen siempre tan apurados y siempre van a parar a la misma calle sin salida del diazepán diez en vena.

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17.6.08

Javier Pérez Andújar: Los hijos del capitán Grant


"Con Ruiz de Hita voy a enterrar libros a los pies de las torres de alta tensión con la crueldad de quien sepulta un tesoro o el mapa de un tesoro, o una carta secreta, o tal vez vamos a enterrarlos con la devoción de quien deja un ramo de flores a pie de un monumento. Los libros serán el objeto sobre el cual Ruiz de Hita y yo vayamos cimentando nuestra mitología pagana y fetichista de adoradores de objetos por delante de cualquier otra mitología.
(…)
"Ruiz de Hita abre la caja de zapatos con un silencio ritual, que es el callarse de alguien que prefiere la lectura en silencio a la voz pronunciada, y en un gesto natural me desvela que lo que lleva en el interior es un libro envuelto, precintado en un plástico, y de inmediato reconozco el color de oro desgastado, que es también un poco color cobre, de la sobrecubierta de la colección Historias Selección, y con un punto de emoción infantil leo su título, Los hijos del capitán Grant. Ahí está, contra el azul y el blanco de las nieves andinas, el formidable cóndor de la portada levándose a un hijo del capitán Grant.
(…)
"La historia de Los hijos del capitán Grant es la épica de dos niños, una hermana y un hermano, que recorren los océanos del hemisferio sur en busca de su padre desaparecido en un naufragio, y esta ansiedad, y esta impaciencia, y esta ilusión de esos niños la voy a transfigurar sin darme cuenta en mi manera de percibir la incertidumbre y la ilusión contrariada de mi madre, que también partió cuando niña en busca de la memoria de su padre, náufrago en un océano de delaciones y de desapariciones, y de presidios, y de ejecuciones. Mi abuelo, en mi épica de torres de alta tensión y de libros ilustrados, es un capitán Grant que anda perdido en una isla de la que sólo podemos rescatarle con un viaje a la memoria, y ése, como ya se ve, va a ser un rescate literario, y por tanto irrevocable."
Texto: Javier Pérez Andújar. Los príncipes valientes
Tusquets, colección andanzas, 2007, Páginas 123,124 y 131

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La mamaíta


Estábamos tomando el aperitivo en el patio interior de unas galerías comerciales de Salou, flanqueados por sólidos maceteros, por hermosas kentias y altísimos ficus benjamines. Rodeados por lo tanto de una variada selección de tiendas con unos escaparates que, francamente, llamaban la atención. Sólo desentonaba, en una de ellas, una gran fotografía de Paul McCartney en blanco y negro, un McCartney ya maduro, moña diría yo, con las sienes plateadas y la mirada barrida por los éxitos y el agobio de ser demasiado famoso como para parecer verdaderamente real. Los altavoces, pequeños pero potentes, colocados con esmero en el interior de los ficus, hacían posible escuchar a Ricky Martin y contemplar al mismo tiempo el azul turquesa del cielo de la costa Dorada. Y, además al grupo de rock AC/DC por los auriculares, formando parte, el conjunto, de una misma y compacta sensación sin espacio ni tiempo definidos. Aunque, tan pronto acabó el rollo de Ricky Martin pusieron a Radio Futura: Escuela de calor.
Eso ya era otra historia.
Empezaba a sentirme cómodo en mi concha de bonsái, en mi pequeño mirador de escotes y bañadores piadosamente disminuidos en la zona de la ingle. Ella, esa chica fenómeno situada a tres mesas de distancia dejó de reírse por un instante, echó hacia atrás su hermosa cabellera y por fin se fijó en mí por primera vez. Mantuvo durante unos segundos su mirada en la mía, y, ¡cómo no!, se me heló la respiración. Y mira que hacía calor. Percibí enseguida los habituales síntomas de bloqueo, eso que mundanamente se llama timidez y que en mi caso revertía en una parálisis total de cuerpo y mente, incapaz de cualquier movimiento pero, sobre todo, de pensar otra cosa que en el deseo irrefrenable de hallarme a mil millas de distancia (y digo millas y no kilómetros), cuando justo mi padre me sujetó por el cogote en un gesto que pretendía ser amistoso, de camarada, amigo o lo que se llevara en su dichoso mundo en el que el padre es la medida de todas las cosas, y que yo soportaba con una dulce, hipócrita y mezquina mirada inundada de rencor.
Cuando mi padre se explayaba en digresiones afectivas era mucho peor que al natural. Significaba que quería soltarme el rollo de siempre: Pero ¿de qué puede quejarse un mocoso como tú, dieciséis años mal contados, la vida regalada como quien dice, sin trabajar, sin mayores preocupaciones que la de ir a jugar al fútbol sala con los amigos. Mírame a mí. Yo trabajé desde los trece años... Etcétera.
Sí, reconozco que a veces se me cruzan los cables y me lanzo al vacío sin paracaídas. Ya sé que se trata de la osadía del perdedor, de la audacia del que tiene poco que perder, pero aún así, me pasé de la ralla. ¡Vaya si me pasé!
- Papaíto mío – le dije, dispuesto a todo por hacerme el gracioso, craso error, por supuesto - ¿Sabes que necesita una polla huérfana?
- ¿Qué estás diciendo? – respondió él, arrugando el entrecejo.
- … Una mamaíta, je je je
Reaccionó como no podía ser de otra manera. Llamándome enano sarnoso y con una media hostia que me crucificó el tabique nasal.
Texto: Artur Montfort
Fotografía de Marcelo Aurelio: The ship song
Nocturama Fotoblog
Serie "por el mar", 5 de abril de 2008
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1566

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16.6.08

El trastero de mi casa


Desea, con una vehemencia que a muchos les parecería exagerada, que sus palabras no tuvieran ningún sonido, que, auténticas o falsas, no sonasen. Le gustaría sentirlas, desde la primera a la última letra, pero que nunca fueran pronunciadas. Como las que se oyen durante los sueños.
Soñar no le está prohibido, como le están prohibidas tantas cosas, y eso no deja de suponerle un consuelo. Dejarse llevar por esa tempestad de imágenes que nunca piden permiso pero que no por ello son mal recibidas (miente cuando dice a sus amigos que no cree en los sueños), sin necesidad de pasaporte, ni DNI, ni tarjeta magnética, con sus horas morosas y sus ilusorios minutos. Percibe la falsedad de lo que los demás llaman “realidad”, llenándose la boca de plumas, porque ni siquiera saben lo que es una palabra, porque si fueran palabras de verdad no se las llevaría el viento.
Hace tiempo descubrió que, al contrario de los sueños, en la “realidad” todo parecía un déjà vu, algo que ya ha había sucedido antes, algo así como el cuarto trastero de casa, que siempre parece el mismo aunque se vayan acumulando nuevos objetos, y también la sensación de que algo o alguien que se despide para siempre. Quizás sea por eso que, al salir a la calle, despide a esa “realidad” persistente y pelmaza en un gesto a todas luces inútil: ¡Adiós esquina cochambrosa donde aparcan las motocicletas! ¡Adiós tienda de ultramarinos! ¡Adiós cine Verdi! ¡Adiós Video Club de la Travesera de Dalt! ¡Adiós oficina siniestra! ¡Adiós día del espectador! ¡Adiós, por fin, Carrusel Deportivo!
Porque cuando todavía no existía el sofá, y la tele era un miembro más de la familia, aunque sólo tuviera una voz y media, las tardes del Carrusel Deportivo festejaban la melancolía de hogares con atmósfera de derrota y del simulacro de descanso del día y medio del fin de semana. Cuando los críos sin consola jugaban a contar aventis en los portales de las casas, las mujeres cosían las hombreras de las chaquetas de lo hombres, los hombres eran ese tipo de personas que preferían no comer antes que meterse en la cocina y a Gil de Biedma le dolían los ojos de tanto esperar.
Y es por eso mismo, porque nunca dejó de sorprenderse de que cada vez se sintiera menos acompañado en este viaje hacia la distantica, es decir, hacia ninguna parte, todavía le produce una cierta perplejidad su capacidad para moverse, para subir al coche y repetir la misma escena de cada día, entre el fragor del tráfico y la muchedumbre de peatones mascullando palabras ininteligibles. No acaba de creerse que sea capaz de aparcar cuidadosamente el automóvil en el parking y subir en el ascensor para acabar dando los buenos días, como si todo eso fuera el comienzo de algo y no el final, todo eso que confirma, en definitiva, la teoría de que cualquier teoría física es siempre provisional. Ahora un pie, luego el otro. Parece un milagro.
Texto: Artur Montfort
Ilustración: El trastero de mi casa
Pintura de Javier Larrumbide. Descripción: (100 x 81cm. Óleo sobre tela)

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12.6.08

La universidad de la vida


Llegué a Peñíscola, de vacaciones con mis padres. Mis padres eran… Buenas personas, ya saben: Ja, Ja, Ji, Ji, y todo eso. Al observar el castillo del Papa Luna, pensé:
- Te has equivocado chaval, la has jodido hasta el fondo, querido. La has cagado.
Pero ya era demasiado tarde. Allí estaba, como esperándonos, el sol perezoso de Peñíscola, envolviendo con su halo de luz blanca y espesa el promontorio que lo encumbra y enaltece. Más o menos como en las postales pero sin brillo, ni color, ni nada de nada. El casco antiguo de la ciudad repleto de guiris, y más abajo, en la interminable playa, un enjambre de sombrillas. Familias enteras en formación de ataque, armadas con su exagerada intendencia, sus niños, sus sombrillas, sus gafas de inmersión, sus neveras portátiles, su bolsa de bocadillos y tortilla de patatas, sus chanclas, SUS BARRIGONCIOS y sus bikinis a punto de explotar. Luchando sin pudor por un palmo de arena. Sí, señores míos, allí estaba Peñíscola, una mal sueño, una pesadilla, un pozo de recuerdos fastidiosos, año tras año, con su playa de arena fina, escrupulosamente aparcelada por los turistas en general y los madrileños en particular.
Todavía no repuesto de mi gran error, me despertaba por la mañana, me asomaba al balcón del apartamento… A cualquier cosa le llaman apartamento. En realidad, dos habitaciones y una mini cocina absolutamente cutres. En la terraza, lo único decente de la pieza, un sol plúmbeo se desplomaba sobre mi cara achicharrándome los párpados. Acto seguido, chocaba con mi padre en el baño, que exclamaba, con una alegría del todo inexplicable, incomprensible, injustificable, absolutamente fuera de lugar, sobre todo a esas horas de maitines y desgana por todo…
- ¡Hola chaval!
Mientras descargaba un vigoroso manotazo en mi espalda, caricia ésta más propia de un transportista o un vendedor de aspiradoras a domicilio que de un oficinista padre de familia castigado por el salario bruto, al tiempo que yo enumeraba todos sus muertos. Pero… ¿De dónde demonios había sacado mi santo progenitor tan retorcido concepto de las relaciones paterno filiales? De la escuela no, por supuesto. ¿Qué pretendía con ese grotesco ejercicio de optimismo? ¿Ganar un concurso de popularidad?
O, dicho de otro modo: ¿Es que nunca pensaba leerse un libro, aunque fuera el que regalaban con el periódico?
- La mejor Universidad es la vida – me dijo un buen día, en el único arranque poético que le recuerdo. Y, no sé, lo dijo con tal convicción, tal como un profesor del bachillerato nocturno rozando el suicidio por estrés traumático, que me tocó al alma, y por un instante que no duró más que un relámpago, me compadecí de él y casi estuve a punto de abrazarle y mezclar nuestras lágrimas y mocos en una escena a todas luces imposible.
Fue el único instante de gloria en nuestra tortuosa y larga relación.

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10.6.08

Fascinación

Todo en ella se me antojaba una sucesión de gestos destinados a mi personal, exclusiva y desesperada búsqueda de la fascinación. Esa princesa con aparente pinta de pija era sin duda de las que arrastraban un séquito de mamarrachos a su alrededor.
Esa fue mi primera impresión, la impresión de un joven en edad de angustia sexual, dispuesto a cualquier cosa por presumir ante los amigos al regreso de sus vacaciones, aunque fueran amores medio inventados, o inventados al completo. Pensaba concretamente en algunos individuos, que no llamaré precisamente amigos, que presumían de haberse iniciado en el arte de fer l’amour. Sus precisas descripciones de las veladas en las discotecas y, luego, la excursión a la zona oscura y arbolada del césped de la urbanización, muy próxima al límite de la piscina mega-atómica, la toalla en el suelo y aquí te pillo y aquí te mato; muy machito ellos, manejándose en la explicación de los detalles, los jadeos y esa tan bien descrita respiración silbante de la francesita, ¡Oh, mon cheri! Llegando al orgasmo con ese desgarro de seda y perfume de amapolas, como el que echa un puñado de pétalos en un estanque.
Contaban los muy cabrones. Poetas de mierda. Hay individuos que no saben mantener la boca cerrada.
Sí, he de confesar que esos relatos me convirtieron en un amigo vil, porque una cosa es querer a los amigos y la otra muy diferente es aceptar sin un renuncio su prosperidad, de forma que me vi atrapado por la amenaza del pecado capital por excelencia: la envidia. La envidia en forma de pregunta lanzada al aire una y mil veces: ¿Por qué unos tienen tanta suerte y les viene la fortuna de cara, y otros, sin embargo, nos tenemos que ganar el pan con el sudor de nuestra frente? Y ni así. Es decir, con su santidad, la paja. Ho, Ho, Ho. Pregunta cuya respuesta, por su naturaleza evangélica, es decir, por su profunda liturgia, nunca dejó de atormentarme.
Durante aquel verano mi modalidad de aburrimiento preferido era contemplar el mar, las olas enfrascándose con su compás de poesía de mierda, bruuuum, braaaam, slunnng, spoong, agua que te quiero verde, fumando espero, azul que te quiero, espumita blanca peinando la mar. Para cagarse. Me pasaba horas sentado en la rocalla, columpiándome con la tontería de las olas, ahora vienen, ahora van, con el cigarrillo entre los labios y un amago de desdén todavía imperfecto, y mejorable, por lo tanto, que ejercitaba con disciplina carcelaria. Empecé a fumar por llevarles la contraria a todos y cada vez me gustaba más. Las dos cosas, fumar y llevarles la contraria. Ésta era mi particular forma de protesta y reproche. Encontraría más, por supuesto. Todo por una buena causa: mi resistencia numantina al dichoso manual de civismo que tanto entusiasmaba a mi santa madre y a sus numerosos aliados.
¿Qué edad tendría ese portento, diecisiete años, dieciocho, diecinueve acaso? Estaba impresionante, BUENÍSIMA. Elegante en su indumentaria informal: minifalda con estampado escolar y volantes un tanto cursis pero que a mí me despertaban el morbo, sobre todo, ¡ay!, esa apertura lateral... Atiéndame, muchachos, una chica de pasarela, esbelta, inasequible, de pelo negro y efecto mojado. Rostro de anuncio, de Evax-punto-com y mirada turbia. Lucía unas gafas con una montura llamativa, tipo Lolita y unas bragas con estampado de dibujos animados que reanimarían a un muerto. Su blanca palidez era extrema y hermosa, con una estrella de agua en cada una de sus órbitas, y un lunar en la mejilla derecha, una estrella resplandeciente que decía mírame y no me toques.
Cada vez que sus ojos se cerraban y abrían, FLASH, FLASH, me daba el calambre, el hormigueo, la convulsión. Ese aletear de sus ojos, ese abre y cierra de sus párpados húmedos y perfectamente lubricados. Parpadeaba cada tanto, y los cerraba - sus ojos - ofreciéndome el éxtasis de ser ella misma y no otra, y finalmente los dejaba bien abiertos, inconmensurablemente grandes. Y me miraba con sorna. Sí, han entendido bien, me miraba, y eso era sólo un instante, suficientemente dulce y, a la vez cruel, que bastaba para fulminarme. Yo procuraba registrar, fijar, amarrar esos ojos, ese ZIG ZAG de su falda corta y voladiza cuyo eco, técnicamente hablando, no podía llegar a mis oídos pero que yo ya había aprendido a imaginarme. Por eso mismo, procuraba registrar esa reverberación en mi memoria para soñar después, para relamerme en mis heridas de adolescente recién salido de la batalla. Tocado y hundido.
Pero también para mortificarme durante las largas noches mientras me recomía sus muslos, aspirando el olor a crema bronceadora de su pubis, de sus nalgas, de sus pies, y así hasta desmayarme, no antes de le chuparle una vez más el dedo gordo del pie, y su uña pintada de pink, después de desabrocharle su zapatito de tacón rosa, con apliques de dibujos, flores y bucólicas nubes. ¡La hostia! De veras. Sin prisas, con todo el tiempo del mundo (a la mierda el mundo), junto a mi ventana y a mi luna llena artificial, con aureola azul y todo lo demás. Soñando despierto, dejando que me llegara poco a poco la conmoción final, adormeciéndome más feliz que nadie en esta pequeña parte del universo no excesivamente expansivo, temiendo por la realidad de ahí fuera, pero a la vez extasiado por ella, atisbando el porvenir que, como las nubes, parecía no moverse, porque esa era la realidad: no se movía. El futuro estaba ahí, quieto, esperándome, esperándome aunque riéndose, el muy cabrón, allá a lo lejos.
Lo sublime, he de confesarlo, y perdonen que insista, que me haga pesado, ¡que no acabe nunca!, era cuando utilizaba mis poderes ultra sensoriales y ordenaba telepáticamente al tirante de su camiseta una suave caída por la sonrosada pendiente de su hombro desnudo. Es decir, a una distancia de cuatro mesas surgía el último motivo desesperante de mis vacaciones de verano. Aquí donde me ven, mi triste figura, embelesada ante las evoluciones de una chica de las que no quedan.
Y, claro, por un instante pasé por las famosas cuatro fases: euforia, decisión, vacilación y autocompasión, uno de mis itinerarios favoritos, pasar de corrido por la ruta aciaga para llegar lo más pronto posible a mi estado natural, el del fracaso. Lo peor fue la sexta fase, la post mortem, cuando acepté la realidad más miserable: que nunca me movería de mi silla de plástico de color naranja. La certeza, en definitiva, de que, aunque mi horchata hacía siglos que se había acabado y yo empezaba a hacer el idiota, es decir, a hacer ese ruido tan característico con la pajita, succionando los restos de espuma del fondo del vaso, que tanto molestaba a mi madre, nunca jamás cruzaría ese campo de minas que nos separaba y nos separaría para siempre jamás. Porque es así de dura la derrota. Y de vergonzoso el fracaso. Y tan dulcemente cruel la fascinación…

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8.6.08

Algunas canciones de Billie Holiday


Sobre el nivel del mar, mis ojos, cada vez estaban más ciegos. Montamos, juntos, en un tren de cercanías, surcando el planeta a toda velocidad. Ella, a mi lado, sonrió. Le tomó tanto gusto al paisaje...
- Un paisaje que corre más que mi propio pensamiento -, dijo finalmente. También comentó que nunca volvería al sitio de donde había partido. Y parecía digno de creer, porque no llevaba nada consigo. Nada, si exceptuamos algunas canciones de Billie Holiday, que canturreaba de vez en cuando. Vestía tejanos, zapatillas y le asomaban los faldones de su camisa de franela a cuadros por encima del pantalón. Y eso no era todo. La fuerza de la gravedad pudo más que nosotros y nos pasamos de estación.
Nos deslizamos, así, sobre una mañana desperezada de labios y cabellos, bajo un tímido sol de primavera. Una mañana - blanca como el compás armonioso de un violín- sosteniéndose como ropa tendida sobre los tejados de las casas que avanzaban con una velocidad del diablo. Desde la ventanilla del tren, nos despertamos y abrimos la puerta del nuevo día y, al intentar bajar la cortinilla, para que el sol no nos diera directamente en los ojos, percibí el runruneo de un aeroplano, modelo gran guerre.
Y entonces comprobamos que teníamos manchados los dedos de un polvillo gris, casi oscuro. Entonces, ella dijo:
- Cuando mi compañero me acaricia, le aparto sus manos. No tenemos relaciones róticas. No sé qué hacer.
Y fue como una señal. Me levanté y abrí la ventanilla. La brisa de la mañana arrancó de nustros dedos ese polvillo gris, casi oscuro, que cada vez se parecía más a las cenizas de un muerto recién salido del crematorio.

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7.6.08

Javier Pérez Andújar: Es de ellos

Ha ido forjándose en esos días la costumbre de que la televisión, el aparato en su voluntad de mueble vivo, pierda la señal de la emisora como a uno tampoco le llegaran las señales o las señas de su identidad y entonces se levantará mi padre y sacudirá las paredes del televisor a la manera en que se dan un coscorrón o unos azotes en la mejilla.

Cobra así el aparato, claro, algo de objeto castigado porque no ha sabido comportarse en familia, y a la vez mi padre manifiesta en ese gesto el último intento de la clase trabajadora por subyugar a la maquinaria, a la tecnología, con la misma fuerza física que vende a raudales.
(…)
El usual desaparecer de las imágenes de la televisión
dará lugar a que la gente se invente la frase “es de ellos”, que también se va a utilizar mucho en mi familia. Con esta expresión entenderé que en el mundo estamos ellos y nosotros, y que por lo visto todo, hasta las interrupciones, les pertenecen a ellos.
“Será de ellos”, ha murmurado mi tío Ginés con un cigarro en una mano haciendo el cenicero con la otra, y lo ha pronunciado con ese escepticismo de quien lleva calada hasta el tuétano la certeza de que quienes lo ganaron todo fueron ellos. A través de los desajustes de la televisión, voy a asimilar cómo el lenguaje ha encontrado una manera pública de manifestar que vivimos en una España divisible por dos: la de ellos, y la otra.
Texto: Javier Pérez Andújar: Los príncipes valientes, 2007
Tusquets editores, colección andanzas, Páginas 104-106

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6.6.08

Tríptico



Estatura media, ni alto ni bajo, como suelen decir los testigos en las películas de serie B, ordinario, más astuto que inteligente, afable y simpático, pero con una simpatía estudiada, aprendida, como el que lleva un reloj de pulsera para lucir. Ese eras tú, tan frágil es la amistad, tan circunstanciales las relaciones humanas, tan casuales, tan interesadas muchas de las veces, tanto oportunismo que muerde hasta dejarse la dentadura. A la gente le da miedo mezclarse con la circulación de las autopistas de los Ángeles, pero yo te imagino sin carné de conducir, incoloro y ausente, mordiendo una manzana roja, por siempre. Ni Eva ni Adán. Entre tanta desesperación planetaria, un breve cruce de caminos, esto ya lo dijo Oscar Wilde, que de amigos entendía un rato, y de enemigos no digo, y no por maricón sino por soberbio e intransigente. Pero ¿qué es la intransigencia sino una apostura, un escupitajo a la cara por si acaso, una brigada de prejuicios, una muralla hecha de ladrillo y mortero y un tanto de mezquindad?
Conviene recordar – también lo dijo Oscar Wilde, que sabía bastante de todo – que nada de lo que vale la pena de ser conocido puede enseñarse. Por eso mismo, casi todo lo que aprendiste salta a la vista, sobre todo el arte del disimulo, eso debió ser muy de pequeño, por lo que debo deducir que no fuiste muy feliz. No tardé demasiado en averiguarlo. Si hubieras sido feliz alguna vez, nunca me habrías enviado aquella carta tan llena de falsedades (el recordatorio de la muerte de una amiga), o habrías añadido algunas líneas. Algo decente.
Y todo para llegar a ese breve cruce de caminos, la última imagen del tríptico que hemos recorrido juntos y donde el desencuentro se reveló irreversible y el jamás ha quedado apalabrado para siempre, porque, y mira que me duele constatarlo, el cambio de amistad a enemistad es un penoso reconocimiento de que eludir el enfrentamiento es imposible.
Texto: Artur Montfort
Pintura: Francis Bacon. 'Triptych, 1976'

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2.6.08

Mamá ha muerto


Cuando amanece, me quedo embobada ante ese resplandor anaranjado que se entreteje, altivo, entre los grises pliegues del cielo. Esa silenciosa conflagración que nace en la lejanía, se expande con su gama de colores vivos como la púrpura, acaricia los tejados de la ciudad, desciende hasta el jardín y arranca un resplandor carmesí de la pared de obra vista, frente a la piscina. Es una aparición que dura lo que un instante pero que me trasmite múltiples sensaciones que ni siquiera intento descifrar. El último sorbo de café coincide con la claridad del preludio. Y ya no sé lo que es peor.
La claridad del preludio, así llamo yo a mi amanecer silencioso. Será que por mucho que me resista, siempre me atrapa la melancolía de ese instante y su futuro recuerdo. Una melancolía que precede a la voracidad de la monotonía. No sin esfuerzo, intento reconstruir el rompecabezas de cada día, esos hábitos, tan simples por otra parte, que cada vez requieren un mayor esfuerzo. Retiro los platos del desayuno, cambio las sábanas, me limpio los dientes, me embadurno la cara con crema hidratante y enciendo la radio. La sintonía de la radio sustituye la sinfonía de los colores. Sumisa, espero ese dolor en el pecho, ese vértigo sin precipicio. No ofrezco resistencia. El dolor puede ser también una costumbre. Casi no hace daño, sólo destruye poco a poco. Lo hace en silencio, como si no quisiera molestar.
Cuando rompe el día, hace ya rato que Luís ha salido disparado por esa puerta, con un café recalentado en el micro, tres galletas integrales y un cigarrillo en la boca, además de un maletín lleno de papeles, pliegos y escrituras y un montón de kilómetros por recorrer. Viéndolo salir de casa, se consolidan más mis conjeturas acerca de la masculinidad, la del hombre y la zanahoria. Cazador y asno a la vez.
- ¿Tendrá una amante?-, me pregunto en ocasiones, sorprendiéndome a mí misma ante la vacuidad de este pensamiento. Entonces descubro que me importa un bledo si tiene amantes o no. Y esa sensación me encerraba todavía más en el cuarto vacío de mi cuerpo.
Sí, lo mío viene de antiguo. Aún ahora me acechan ruidos de fantasmas y me asusto como un gato faldero: sonidos de papeles quemándose, cristales haciéndose añicos, papel de aluminio arrugándose, una pantalla de televisor reventando en diminutos fragmentos de cristal, Infinidad de cristales quebrándose…
Bueno, este ruido lo vengo oyendo desde hace poco menos de tres meses. Primero pensé que se trataba de una fobia más. Como los ascensores, las ventanas cerradas. Como encontrarme en un atasco y sentirme encerrada en un ataúd y experimentar ese vómito interno, ese ataque de pánico, como el miedo a la oscuridad, despertar a las tantas de la madrugada y descubrir que me han robado la matriz, los intestinos, el corazón
Estas sensaciones se acrecentaron con la menopausia: "Aquí estás, preciosa. Bienvenida, mala hija de puta". Cuando llegó la recibí con dignidad, eso sí. Me preparé resignadamente para las depresiones y el malhumor.
Pero antes de que el fantasma de José Luís cruce el umbral de la puerta, con su maletín negro con cierres dorados, su cabello aplastado con gomina y su afeitado apurado al máximo, dejando su pestilente olor a aftershave, mucho antes de eso, suena el despertador. Primero el de color rojo, modelo convencional, zumbido cimbreante, si se puede decir así.
Odio los despertadores. Y eso que aún tengo guardado bajo llave el que me regaló mi querida cuñada, uno que imita el canto del gallo. Sí, mi cuñada... Me regaló un edredón de un color horrible y chillón, estampado de flores, de esas mismas flores con las que antes se empapelaban los pisos baratos, y un juego de tacitas de té y café de porcelana, y un delantal de plástico con la reproducción de Marilyn Monroe, todo regalos de mi encantadora cuñada, que nunca se olvida de un cumpleaños ni que la maten. Es tan previsible, tan inevitable, diría yo, y, sin embargo, el tipo de mujer que siempre aspiré a ser. Hasta que me di cuenta de la broma, de la farsa del hogar y todo eso. También es verdad que al final acabé cediendo ante su constancia. Sí, acabé llamándola un día para avisarle de las rebajas en la tienda de la Juani y, acto seguido, claro, pienso qué imbécil que soy, y para qué seguir.
Me miro en el espejo y esta vez sí que encuentro algo de mí: yo entre todas las mujeres que peinan a un niño, entre este niño guapo y esas mujeres que se resumen en mí misma, que de pronto se pasan la mano por el rostro e intentan borrar en vano esa expresión de tristeza y siempre con el miedo de que detrás de ese borrón no quede rostro. Le recuerdo a Víctor que revise su mochila. ¡Atención a la agenda del cole! ¿Algún trabajo pendiente para hoy? Le doy un beso y vigilo desde la ventana la puntual llegada del microbús. Es en ese momento cuando oigo por primera vez el ruido de un papel arrugándose hasta quedar prensado del todo. Un bulto dentro del puño. Y es más tarde cuando pienso que quizá no sea un papel arrugándose, que vete a saber si se trata de un montón de cristales rompiéndose, o la luna del armario ropero quebrándose hasta hacerse añicos. Y, acto seguido, escucho, nítido, el sonido del ukelele, aunque un poco más lejano. Y entonces me entran ganas de morirme.
Bajo a la calle para comprar el pan y tropiezo siempre con el bar que hay junto a la droguería. Sé que el guarda del parking, que ahora mismo me está vigilando desde su rincón anda loco para que cruce las piernas sobre el taburete y le enseñe las bragas. El problema es que hoy no llevo, así que mi audacia tiene un límite. Oí por primera vez ese ruido cuando murió mamá. Paco llegó con el rostro compungido pero afable, comprensivo y atento como siempre, me rodeó la espalda con sus largos brazos y dijo: mamá ha muerto. No lloré ni me quejé pero sí que oí el ruido de los cristales quebrándose, ese ruido de cristales desintegrándose en trozos muy, muy pequeños, en pedazos que no medirían más de un milímetro cayendo sordamente sobre unas baldosas que por mucho que se laven siempre parecen sucias. Fue la primera vez, lo recuerdo muy bien, además, este bar tiene ese olor a bares viejos y sucios, olor a fritanga y a poso de café, con sus mugrientos banderines de clubes de fútbol y fotografías viejas, y un camarero que podría ser cualquier cosa, un albañil, un conductor de autobús, todo menos un camarero de los de pajarita y buenas tardes señorita. Un camarero que nunca se imaginó siendo camarero y que cuando le pido una copa de coñac pensará seguro que soy una descarada, una perdida. Entonces, cuando me tomo la copa, y a pesar de la mirada subnormal del guarda, pronto a ahogarse en sus babas, y esto he de reconocerlo, empieza molestándome pero acaba divirtiéndome, es cuando oigo, pero mucho más lejano, el sonido del ukelele.
Llamará a la puerta. Como en las películas de espías. Dos llamadas seguidas, una pausa y una tercera llamada. Dejará su maleta en el sofá. Me ha prohibido terminantemente que me arregle, que me ponga colorete, que me pinte los labios. Ni siquiera me permite que me vista. Hasta aquí lo puedo entender, puedo ser muy comprensiva, incluso cómplice. Lo que no puedo entender es que me ordene que ni siquiera me lave. Le excita pensar que acabo de levantarme de la cama, que aún no me he duchado, que todavía podrá percibir el olor a sudor de mi cuerpo. Eres un cerdo, así de claro, le dije un día, ya te estás comprando una colección de vídeos pornos y vete poniéndote al día tú solito, guapo. Por cierto, cuando le dije esto me cruzó la cara. Me quedé helada de la sorpresa, me abofeteó. Le insulté y acabé mordiéndole la mano. Y, claro, cómo no, eso no pareció disgustarle al señor. Al día siguiente, como disculpa por la mordedura, me puse las gafas de sol que me había regalado y que siempre me negué a ponerme, pues no tengo una vista de lince que digamos y, además, a esas horas, con gafas de sol y camisón de raso parezco, no sé, una putilla. Ahora las utilizo, más que nada, para disimular ante el camarero y el guarda del parking, esas bolsitas azuladas que asoman por debajo de mis bonitos ojos.
Hasta que algo pase de verdad. A veces pienso que los sueños me avisan de los acontecimientos pero todo es pura mentira. Mis sueños no se han cumplido jamás. Quizás por eso los olvido tan fácilmente. Marta, mi cuñada, me convenció finalmente para que acudiera a una vidente. ¿Qué significado tiene ese ruido?, le dije a ese espantajo que tuvo, a pesar de todo, la delicadeza de esconder su bola de cristal. ¿Ese ruido de espejos rotos? Pero no supo contestarme, eso pareció molestarla, esa expresión de clara decepción, que no me molesté en disimular, porque, acto seguido, me vaticinó que moriría joven, aunque eso sí, muy rica. La traté de idiota y débil mental, y por eso Marta tuvo que sacarme a rastras de allí y me retiró la palabra durante varias semanas, hasta las rebajas de enero para ser exactos.
Cuando llegó Amador, ¡vaya nombre para un amante!, y me encontró con las maletas hechas, se pegó el susto de su vida, esa es la verdad. Me dijo que mejor lo dejábamos para mañana, pero no regresó jamás. Mientras lo miraba huyendo como lo que era, un cobarde, pensé que nunca había luchado tanto, ni con tanta desesperación, por sentir amor, amor de verdad, de los de cuentos de hadas. Y durante días no conseguí sobreponerme a la sorpresa de comprobar lo fácil que era desprenderse de un amante sarnoso.
Y esa misma tarde, cuando le dije a Luís que tomara la senda de la puerta y no regresara jamás, ni se inmutó. No es tan fácil, después de todo, desprenderse de un marido normal, con el que has compartido miles de horas, días y semanas. Con el que alguna vez te has sentido razonablemente tranquila, quizás hasta feliz. Yo ya me había hecho mi película mental, pero no ocurrió nada de lo que me había imaginado, nada de esas complicadas discusiones sobre la pareja, el desgaste conyugal, los reconocimientos de culpa y todo eso que se supone que una puede esperar después de tantos años de oscuridad y vacío. Ni siquiera el ruego final, no te vayas, por favor. O eso otro ¿Y ahora que voy a hacer? Me miró de arriba a abajo y me dijo ¿De qué crees que vas a vivir? Y, luego, me soltó: ¡Tú sabrás lo que haces! Me quede de una pieza, mirándome los zapatos como si de pronto me hubiera entrado un feroz ataque de limpieza. Estaban llenos de polvo.
Faltaban apenas dos semanas para la entrada del verano. Rosa, la madre de Javier, el amiguito de Víctor, me había hablado muchas veces de su amiga, la que había conseguido un trabajo de guía turística en la Costa Brava. Nos reíamos las dos, pobre infeliz, cantábamos a dúo, seguras dentro de nuestro papel de madres diligentes y diestras en el arte de soportar la vida. Lo que tendríamos que hacer, decíamos con esa frivolidad tan propio de los que no tienen casi nada que perder, es buscarnos un viudo rico y a ser posible viejo y no precisamente hacernos la hippie a estas alturas de la vida. Pero eso es la teoría, y de la teoría a la práctica hay un trecho, un abismo diría yo. A los pocos días ya tenía ese trabajo. Hice nuevamente las maletas y me esperé dos largas horas en la cafetería de la estación. Esperaría todo el tiempo necesario para asegurarme bien de no oír mas ese maldito espejo deshaciéndose en diminutas partículas dentro de mi cerebro. Te morirás joven, aunque rica, eso es lo que dijo la pitonisa engañabobos, pues sí que empezábamos bien. Claro que no dijo nada del ruido y yo tampoco le conté nada del runrún del ukelele, estábamos en paz, ese era mi secreto.
Cuando el tren asomó al mar abierto y contemplé las playas repletas de bañistas, una luz desgastada dejó un rastro de mariposas muertas en mis párpados. Supe, sin saber exactamente el motivo, que ya nunca más volvería a escuchar otro ruido que no fuera el de mi propia voz. Y fue entonces, como una dulce contradicción, cuando percibí el ligero rumor del ukelele, ligero como la brisa del mar. Y qué cosas, me acordé del delantal, con la imagen de Marilyn Monroe, y de mi hermano apareciendo con rostro arrepentido y apesadumbrado y abrazándome, mamá ha muerto.
Texto: Artur Montfort

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