Barras y estrellas
Mi niñez fue, básicamente, una niñez de barras y estrellas. Los americanos sólo eran doce, como los apóstoles. ¡Pero vaya doce! Uno, con sus flamantes prismáticos, inspeccionaba los movimientos del enemigo; el otro, rodilla en tierra, apuntaba con su fusil automático hacia las posiciones enemigas; el tercero se mantenía en disposición vigilante, con la culata de su fusil ametrallador acoplado en la ingle y el pie derecho apoyado en un pedazo de roca; el cuarto tenía las piernas bien separadas y blandía un soberbio bazooka contra el que poco podían hacer las enclenques y desvencijadas tanquetas japonesas; el quinto sostenía por encima de su cabeza una granada de mano, de esas con aspecto de una piña tropical, a punto de ser lanzada sobre el nido de ametralladoras enemigo; el sexto era el zapador del grupo: sobre su espalda cargaba una abultada mochila de la que sobresalía una pala. Y así hasta doce. Eran los doce soldados de goma que me trajeron los Reyes Magos. Y también me facilitaron material pesado: un tanque, un mortero, un cañón...
Sus doce oponentes eran japoneses. A los japoneses, unos tipos bajitos y terriblemente fanáticos, Johnny Comando y Gorila, los héroes de los tebeos de “cubierta roja” de las Hazañas Bélicas (que más bien parecían panfletos racistas) los llamaban macacos, monos amarillos, nipones, enanos y otras lindezas por el estilo. Y, por supuesto, los macacos caían como moscas (a docena la descarga) bajo las ráfagas de la metralleta de Johnny Comando. De esta forma verdaderamente impresentable afronté mi adolescencia.
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