31.5.07

Aprende a dudar y acabarás dudando de tu propia duda

Me obsesioné con escribir un libro cuyo título atrapara por sí solo al lector. Dado el poco éxito alcanzado por mis obras anteriores, y más bien reacio a entrar en cábalas sobre si lo que no acababa de funcionar era, simplemente, el contenido, me concentré en tal ardua tarea.
El primer enunciado que me vino a la mente fue El que bien te quiere te hará llorar, pero lo deseché enseguida por demasiado obvio y, además, porque más que un título parecía un refrán. Un refrán que describe, no diré que no, lo equívoco y complejo de las relaciones humanas.
Pero disponía de otros títulos igual de buenos o aún mejores. Por ejemplo: La costumbre es nuestra segunda naturaleza, frase de San Agustín que, al igual que sus coetáneos, se atrevía con todo. Opinaba Aurelius Augustinus, más conocido como San Agustín o Agustín de Hipona, entre otras cuestiones, que no hay peores costumbres que las que causa el amor.
Y otro todavía mejor: Todo deseo estancado es un veneno, máxima afilada y muy nouvelle vague de Monsieur Maurois que nos conduce a la siguiente y fatídica pregunta que toda persona sabia debe rehuir, mientras pueda: ¿Me quieres? ¿No me quieres? Y, consecuentemente, a esa vieja tradición humana del amor no correspondido, en sus múltiples, dolorosas y, muchas de las veces, cómicas variantes.
Éste lo rechacé por largo y metafísico, si bien tardé varios días en decidirme, tanta era la duda que me asaltaba por lo afortunada de la afirmación: Aprende a dudar y acabarás dudando de tu propia duda. Era una proposición aplicable a tantas situaciones y tan ajustada a la naturaleza y contenidos del libro planeado que me dejó inmerso en un mar de dudas. Justo es decirlo, entre la ducha, los viajes en metro, el cepillo de dientes, la odisea de la oficina, el rollo del tráfico, la falta de papel higiénico en los lavabos y el ninguneo en general, elementos todos ellos, sino fundamentales, sí de bastante importancia en el repertorio de situaciones y personajes (urbanitas con trastorno depresivo ansioso) que ya estaban esperando tomar forma a golpe del diminuto teclado de mi portátil. Claro que si me decantaba por la versión, digamos pasional, del título, sabía perfectamente que no tardaría en tropezar con la espléndida – y lapidaria – sentencia del gran Oscar Wilde: Cuando se está enamorado empieza uno por desilusionarse a sí mismo, y acaba por desilusionar a la otra parte interesada.
Pero aquí no acabaron mis dudas por lo que se refiere a encontrar un título digno de mi futuro producto literario. ¿Qué tal este otro? Me dije. Por cierto, uno de los mayores logros de Lucio Anneo Séneca, también conocido como el joven, acerca de la naturaleza humana: Una discusión prolongada es un laberinto en el que la verdad se pierde siempre. De lo que se desprendía rápida e inevitablemente otra máxima, demasiado breve para mi gusto y de sobra conocida. Y, además, en manifiesta contradicción con el fenómeno de la escritura: En boca cerrada o entran moscas.
El último relato de este libro trataría – eso ya lo tenía decidido de antemano - de un escritor que acabaría echando a la papelera su novela porque no encontraba un título adecuado. Caer en un círculo vicioso de tal magnitud me atemorizaba. El pez que se muerde la cola. Descartado el enunciado Proverbios chinos, por razones de las que no hace falta mayor explicación, acabé decidiéndome por una máxima de Stefan Zweig, novelista austriaco que se suicidó junto con su esposa poco después de su llegada al Brasil: Mi única fortuna es la tontería de los hombres.
Pero la decisión final no trajo la tranquilidad y el sosiego, sino todo lo contrario. Volvieron a asaltarme las dudas sobre sí había actuado correctamente al descartar Aprende a dudar y acabarás dudando de tu propia duda. Es cierto que se parecía sospechosamente a otro título que lanzó a la fama a su autora, también llamada el Murciélago, acusada en su momento de plagio y de un montón de cosas más. Aunque, ciertamente, fue esto último lo que me animó a seguir con la esforzada lectura de mi colección de Grandes Autores en busca de párrafos - y hasta de páginas enteras - dignas de ser incluidas en mi audaz tragicomedia. Al fin y al cabo, ya lo dijo el bueno de Hemingway: "Nunca salgas de viaje con una persona que no amas." ¿Y no era acaso mi libro un viaje? Sí, un viaje al más allá. Y a mí, la verdad, la compañía de tan ilustres autores no me molestaba, sino todo lo contrario. Por cierto, un gran honor, señor Ferrándiz.
Pintura de Rafael Ferrándiz Crespo
acríclico/tabla 122 x 122 cm

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29.5.07

Escalera mecánica

Y, así, justo cuando el primer lento de Michel Polnareff, Love me please love me, yo ya estaba a la rueda de Petri, la chica que estudiaba Comercio, su mirada un poco estrábica, eso es cierto, pero un cuerpo de canela en rama, y, además, era verdad lo que me dijo Ricky más tarde, riéndose a mandíbula batiente, es verdad que me dio un poco de vergüenza, porque Isabel, a quién abandoné súbitamente cuando un colega se me chivó de que tenía el novio en la mili, me miraba de soslayo, resentida sin lugar a dudas por tan breve cortejo. Pero la cosa era más grave de lo que aparentaba porque el tiempo pasaba inexorablemente y el guaperas de Alberto se estaba dando el lote en la semioscuridad del pasillo que daba al lavabo, mientras yo me atragantaba en los prolegómenos...
- ¿Estudias o trabajas?
- Comercio- dijo ella, preguntándose, sin duda, si yo era estúpido o sólo lo simulaba.
Como era tan ignorante como ahora, no me sabía las letras de las canciones, aunque también es cierto que influía en ello una pereza innata por desvelar tan mágicos sonidos. Porque aquel título, Satisfaction, lo decía todo, absolutamente todo. Bastaba con ver las caras de los Stones en la revistas y en las portadas de los discos, con escuchar el rugir de sus gargantas y el estruendo de sus guitarras eléctricas para adivinar que tampoco ellos estaban muy de acuerdo con esa bomba fétida que los mayores denominaban con el bondadoso y genérico título de normalidad. Y los besos, claro, el sexo tampoco les hacía mucha gracia a los que ya habían hecho la mili, y a nosotros toda la del mundo.
Luego llegó el tiempo, sin avisar. Fue como subir en una escalera mecánica, quiero decir que yo no tuve que hacer nada, apenas agarrarme a la pasarela y poco más, y el tiempo se me llevó para arriba, ¡ZAS! En volandas, un día tras otro, con sus meses y sus años, con sus afilados dientes de metal subiendo y repitiéndose.

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28.5.07

Objetivo Birmania


Nuestro particular objetivo Birmania fueron las chicas de Comercio. Las jóvenes promesas del secretariado español que realizaban sus prácticas nocturnas de mecanografía en una escuela sin calefacción central, de paredes desconchadas y pálidos fluorescentes. Sus eternos perseguidores, nosotros: la incombustible turba del Bachillerato nocturno.
Yo no era Errol Flynn y Ricky ni siquiera se llamaba Mayor Nelson, ni, por supuesto, comandábamos una expedición de marines lanzados en paracaídas sobre la jungla de Birmania para destruir una estación de radar tras las líneas enemigas. Al fin y al cabo, sólo éramos la escoria del cuarto curso del Bachillerato nocturno. Descendíamos un piso y aterrizábamos, sin paracaídas, en el aula de prácticas de las chicas que estudiaban Comercio, dispuestos, eso sí, a competir con las negras y desgastadas cintas de las inefables Olivetti.
- ¡Hola! ¿Qué tal?
- Os vais a dejar la vista con esta luz tan mala.
Ricky era un manazas. Tenía una especial disposición para meter la pata. No hacía falta ser un Einstein para intuir que a Petri no le gustaba nada que la llamasen Petra -su verdadero nombre, por otra parte-, puesto que la identificación con la criada del TBO era evidente.
- Tú te llamas Petra, ¿no? -, le dijo.
Será burro.
Nos costó días enderezar el entuerto pero por fin conseguimos arrancarles la promesa de que acudirían a nuestra fiesta del próximo domingo. Le hicimos prometer a Ricky que sería amable con las chicas, pero, sobre todo con Petri, porque si no se comportaba como lo que era, a pesar de todo, es decir, como un caballero, nos acabaríamos comiendo una rosca.
- Pero si a mí la Petra me cae de maravilla -dijo. Y es que no tenía remedio.
Ellas, seguramente, no esperaban otra cosa que aquel retrato galante: modosos muchachitos ansiosos, amables, limpios y con los faldones de las camisas asomando fuera del pantalón, porque la moda era la moda, es decir algo con lo que no valían bromas. Y una sonrisa marca de la casa, Cliff Richard, por ejemplo, que era el que tenía la sonrisa más angelical de entre todos los cantantes melódicos de la época. Nosotros, en cambio, empuñábamos los vasos de plástico con naranjada o coca-cola mientras con la otra mano sosteníamos, pletóricos, un sándwich de mortadela. Y de vez en cuando nos perdíamos en el lavabo para revisar nuestro irresistible aspecto pero, sobre todo, para comprobar que el sudor no nos marcara para toda la noche.
Me acerqué a Petri y le dije ¿bailas? Pregunta retórica, claro está; estábamos allí para bailar y en este tipo de fiestas, vamos a llamarlas privadas, las negativas a las primeras de cambio no eran de recibo.
Mi primer beso, de los de verdad, llegó así, el mismo año en que Otis Redding cantaba “Sentado en el muelle de la bahía” y Simon & Garfunkel “Mrs. Robinson”, en la radio anunciaban el Biter Cinzano Soda y en el cine acababan de estrenar “El planeta de los Simios” con Charlton Heston como estrella principal. Aquella noche, la del beso, cuando volvía a casa, mi sorpresa fue mayúscula: todo permanecía igual que siempre, los mismos rostros grises en el televisor, los mismos comentarios indolentes de mis padres, los mismos objetos inanimados en mi cuarto, lo mismo que hacer mañana y pasado mañana.
No me lo podía creer. No sabía por qué pero me había imaginado otra cosa, por eso aborrecí la tele, aunque sólo me duró una semana, esa es la verdad, y la maldita oficina y su execrable normalidad. Del calendario, no, del calendario no podía abominar por la sencilla razón de que sólo él me ayudaría a llegar al jueves, que era el día en que volvería a ver a Petri. Nos encontrábamos justo en la puerta de la academia y, entonces, yo le pasaba mi brazo por encima del hombro y le daba un beso en la mejilla. Justo entonces escuchaba una ovación, toda la jauría de cuarto nocturno aplaudiéndome a rabiar, incluso los profesores, el bedel y el capullo del director. Bueno, no fue así exactamente, pero así hubiera debido ser.

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27.5.07

Instituto Carrasco i Formiguera


Llevaban casi un año de días oscuros y desapacibles, de errar con sus mulas y bártulos entre los campos de caña, aguijoneados por los mosquitos y las garrapatas, bebiéndose sus propios orines en los momentos de máxima penuria, avanzando siempre, escondiéndose, entre los ríos y quebradas del Altiplano boliviano. Rápidas emboscadas jalonaban su incierta aventura. Bruscos encuentros con el enemigo. Y, después de eso, de largas y silenciosas jornadas sin apenas noticias del otro mundo (pero, sobre todo, del de las banderas y fusiles ondeando en La Habana), sólo quedaba, apaciguador, el silencio. Y, claro, la herida superficial de Pombo, el hígado destrozado de Tuma, el Comandante mismo, manteniendo un laborioso pulso con sus pulmones, un adversario, éste, el pulmón, que se lo comía por dentro poco a poco. Estaba también aquella voz, la suya propia, ese rumiar entre dientes de sol a sol, ese acto un tanto pueril consistente en emborronar papeles. Esos papeles que acabaron convirtiéndose en un diario, su diario. El diario del Che.
Los herederos de Klemens Wenzel Lothar von Metternich, el eterno contrarrevolucionario, no satisfechos con la sacralización del capitalismo, hurgan en los desvanes de los derrotados para destruir cualquier rastro y rescriben la historia confundiendo tirios con troyanos, ebrios por el MAPALM de la victoria. Se ensañan con los difuntos, con el mayo del 68, por ejemplo, pero también, y sobre todo, con los recuerdos.
Ante la obscenidad, tal día como hoy, de contemplar sus hipócritas proclamas a favor de lo que siempre combatieron (la democracia, la retórica de la igualdad, las elecciones, etc.) no puedo menos de percibir la erosión (que avanza, se ensancha y no cesa) de la impotencia. Una impotencia similar a la que sentí, de joven cuando liquidaron al Che. Lo mataron con esa facilidad que otorga a algunos hechos un carácter inverosímil y fantasmagórico. Aquella escaramuza, me pareció en aquellos momentos, atrapado por la ingenuidad y el sentido épico que sólo otorga el fervor juvenil, una situación análoga al infortunio de la muerte de Pompeyo Magno, aunque carente, a la vez, de la dimensión trágica del asesinato de Julio César. Ernesto Guevara, malherido y traicionado por sus propios cálculos revolucionarios, fue rematado en el interior de una vieja escuela de La Higuera. Un oscuro funcionario del ejército regular boliviano lo fusiló de un tiro con su pistola reglamentaria.
Los legatarios de Lothar von Metternich (del que el periodista francés Regis Dabray y Álvaro Vargas Llosa, el hijo del autor de Conversación en la catedral, sólo son dos de los ejemplos más vistosos y no por ello, menos vergonzantes) se apresuraron a elaborar la teoría de que Che Guevara era un maldito terrorista, una máquina de matar, y que acciones como la suya acogotaron (o, cómo mínimo, retrasaron largas décadas) la posibilidad de la democracia en la América latina. ¡Que se lo cuenten a Allende!
Algo huele a podrido en estas teorías, me digo, mientras apuro mi café y contemplo mi Tarjeta Censal sobre el atril de mi escritorio. Me afeitaré, ducharé y acudiré al Instituto Carrasco y Formiguera. Por un día coincidiremos todos, vencedores y vencidos, aunque, como dicen que dijo el dictador, no hay mal que por bien no venga: sólo algunos sabemos que, en lo más profundo y recóndito de su ser, incluso cuando ganan, les jode la mandala ésta del papeo y la urna de los cojones.
- ¡Joder! ¡Viva España!
- Ellos no lo saben, porque, todo sea dicho, la cultura nunca ha sido su fuerte, pero se les entiende hasta el pensamiento.

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Pasar por el aro


“Tengo piercings en una ceja y en las orejas. Estoy pensando ponerme un aro en la punta del pene. ¿A las mujeres les gustan? ¿Mi falo parecerá más grande? ¿Viviré con más placer mis relaciones? ¿Puede ser peligroso?
Todos adornamos nuestros cuerpos de uno u otro modo: con peinados, ropa, joyas... Hay distintos tipos de piercings en el pene; supongo que tú estás pensando en un Dydoe, que atraviesa los borde inferior y superior de la corona, o un Príncipe Alberto –llamado así por el esposo de la reina Victoria de Inglaterra-, que penetra en la uretra y sale por el frenillo. Estos anillados pueden provocar infecciones, y mientras para unos hombres aumenta la sensibilidad en la zona, para otros no. Tendrás que ser cuidadoso con la limpieza. Tu miembro no parecerá mayor, podrás jugar con el aro y habrá dificultades en ciertas prácticas eróticas, pero se puede quitar y volver a poner cuando quieras. A la mayoría de las mujeres no les gusta estos adornos, pero hay de todo; algunas personas encuentran belleza en un cuerpo agujereado y/o tatuado al estilo Robert de Niro en El cabo del miedo. El mal gusto es epatante para unos y atractivo para otros.

Pasar por el aro
Consultorio Vampirella
EL PAÍS, EP3, 4 de mayo de 2007, Pág. 29
Príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha

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26.5.07

Ellos y ellas son así

Un tío sale de la prisión, más tarde averiguaremos que bajo una falsa acusación, y no se le ocurre nada más ingenioso que volver al hogar de dónde le echaron a patadas, montar un pollo de Dios es Cristo y, acto seguido, suicidarse, tirándose por la windows. Muy masculino esto de montar un pollo y luego suicidarse. Parece una epidemia.
Of course, sus tres hijas salen rebotadas de la historia. La mayor, una rubia guapísima, tiene un marido con pinta de macarra y chuleta que la putea todo lo que quiere y más. Y ella, erre que erre, cuánto más puteada, más feliz.
La pequeña, muy mona ella, no da una a derechas, tiene el típico cuelgue con el profesor maduro sabelotodo (sustituto del padre) y cuando el colega pretende huir de la quema (amante boba que pretende que uno deje a su mujer e hijos así, por las buenas, por un polvo más o menos portentoso), le monta un pollo tras otro hasta hacerse más pesada que un niño sarnoso pidiendo la hora del recreo.
A la tercera le ha tocado la lotería de ser la reprimida del grupo y, también, la honrosa tarea de pasear a la madre lisiada (fruto del fiasco del primer pollo) en su silla de ruedas mientras permanece recluida en una residencia.
El jefe de este enredo, Danis Tanovic, afirma, entusiasmado, que cada hermana le inspiró un color diferente. Por aquello de los colores de Kieslowski, de cuya trilogía “Paraíso, infierno, purgatorio” está basada la película. “Sophie es el rojo, como el amor, la pasión, los celos. Ana el verde, como la inocencia, la primavera. Céline es azul, como la tristeza, la espera, la melancolía." Creo que no hace falta que les diga quién es quién. Salta a la vista.
No es la nouvelle vague pero la peli sirve perfectamente para quitarse el polvo de los zapatos y de la bisutería barata de los Spidermans, despueses de las bodas, Piratas del Caribe y demás mejunjes al uso. No es el Belmondo ni la Seberg de À bout de souffle pero sirve para echarle un bocado al sinsabor de la realidad.
Al final dicen que el jefe de todo esto, Tanovic, intenta colarnos una tímida sugerencia de reconciliación con los fantasmas del pasado y la paz del presente. Mentira podrida. ¡Si es que hubo tal intento, que yo no lo vi! Sophie, Céline y Anne han pisado mierda y “el infierno” no acabará aquí. Ni para ellas ni para la madre tullida. Ni siquiera para nosotros, todo sea dicho.
Claro que a los perezosos que no la han visto, les anuncio que, como a Céline, también les ha tocado la lotería: la peli ya ha desaparecido de la cartelera. La echaban en el Aribau Multicines, así que por el mismo viaje pueden ver Piratas del Caribe III y salir más frescos que una rosa, con el alma tranquila y esa sonrisa de idiota que te queda después de tragarte una piña como esa.
Danis Tanovic: L’Enfer (El infierno). 98 min. Francia, Italia, Bélgica, Japón, 2005. Guión: Krzysztof. Música: Danis Tanovic y Dusko Segvic. Fotografía: Laurent Dailland. Reparto: Emmanuelle Béart, Karin Virad, Marie Gillain, Guillaume Canet, Jacques Gamblin, Jacques Perrin.

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22.5.07

Contra el Blanco, Verdú & Ferrándiz


El arte tiene estas cosas por mucho que nos denigren los incapaces y los torpes: mojas el borde de la magdalena - o el cuerno del croissant - en el café y, de pronto, ¡zas!, te conviertes en una máquina de hacer literatura.
Como Marcel Proust.
Coges un lienzo en blanco y te da un ataque de angustia, de histeria. Tanto blanco te abruma. Será por eso mismo que todos los pintores de pro acaban “pintando” un cuadro llamado “Blanco”. Hasta el polaco Kielowsky filmó una película con este título.
Al menos yo lo veo así, o me lo imagino asá, que para el caso es lo mismo, porque la imaginación es el reinado de los sueños y de los artistas. Y por eso mismo los oficinistas y mecanógrafos en general nos tienen tanta envidia.
Siempre que puedo desayuno ante mi máquina de escribir Alfa Centauro, un portátil tridimensional que hace maravillas cuando yo se lo ordeno. Total, bajar las dos calles del dormitorio a la cocina y, luego, recorrer, en un santiamén, la avenida del pasillo con la cafetera quemando hasta el escritorio, ventajas de vivir en un piso con cocina, escritorio y ventana. Llego hasta mi destino a las seis de la mañana en punto, más fresco como una rosa, justo a tiempo de ver el sol, más blanco que el lienzo de Ferrándiz antes de convertirse en una pura conflagración de trazos, un choque de trenes cuya fuerza y colorido, y su consiguiente eclosión y catarsis, me dejan seco y mudo. Todo un temperamento este Ferrándiz.
Todo eso y más, consiguió reflejar el Gran Carles Verdú en este retrato del autorretrato de Rafael Ferrándiz, un hombre tranquilo aquí donde lo ven (un quiet man cuando papea en la oficina) que, sin embargo, se convierte en una furia de sentimientos que van transformándose, en la medida en que su pulso coge volumen y abre la caja de los colores de guerra, cuando cae en trance y expulsa sus múltiples y atávicas biografías sobre una tela en blanco.
Perdonen el atrevimiento, pero soy de los pocos que sabe que Ferrándiz no maneja pinceles sino un hacha tomahawk. Ese es el secreto de su avasalladora fuerza. De su devastador expresionismo.
Como un indio de las estepas sosteniendo un tomahawk.

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21.5.07

¡Ay, esas famas disfrazadas de funcionarios!



"Los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir, como Eichmann, como Hoess, comandante de Auschwitz., como Stangl, comandante de Treblinka, como los militares franceses de veinte años más tarde, asesinos en Argelia, como los militares norteamericanos de treinta años más tarde, asesinos en Vietnam.”
PRIMO LEVI: Si esto es un hombre, Pág. 343

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20.5.07

El gran mar, el más grande del mundo



Ned Lawrence era un joven obsesionado por su baja estatura (un metro sesenta y cinco), complexión delgada y frágil aspecto, el más bajito de cinco hermanos, ni mucho menos tan apuesto como su hermano Will, ni tan bien plantado, tan alto y tan esbelto como el mayor, Bob, y quizás por eso mismo, consumado ciclista y un entusiasta de la resistencia y perfección física, que ya en su época de estudiante en Oxford ejercitaba su particular sentido de la disciplina inglesa.
No se sentaba en una silla mientras pudiera evitarlo, ni se permitía las comidas llamadas desayuno, almuerzo, merienda y cena. No fumaba ni bebía, dormía lo menos posible y, en realidad, no hacía nada que permitiera calificarle como miembro normal de la sociedad, empeñado como estaba (como un Tomas Moro atado a la celda de su directiva espiritual), en someter el cuerpo a la voluntad, todo ello en la más rancia y férrea tradición del cristianismo protestante y puritano que había mamado desde niño.
En el verano de 1908, realizó uno de sus viajes más largos en bicicleta, esta vez por Francia, para estudiar los castillos y las fortalezas medievales.
Cuando llegó a la costa mediterránea de Aigües-Mortes, le faltó tiempo para escribir a casa:
“Hoy me he bañado en el mar, el gran mar, el más grande del mundo [...] sentí que al fin había llegado al camino hacia el Sur y todo el Oriente glorioso: Grecia, Cartago, Egipto, Tiro, Siria, Italia, España, Sicilia, Creta... allí estaban todos, y todos a mi... alcance. Supongo que ahora sé mejor que Keats lo que sintió Cortés, mudo sobre una cumbre en Darién. Tengo que bajar aquí, más lejos, otra vez. Creo que el contacto con el mar casi ha trastornado mi equilibrio mental: sacaré pasaje para Grecia mañana mismo.”
Texto: Jeremy Wilson: Lawrence de Arabia, Circe, 2001, Páginas 46 y 47
Ilustración: El sueño del arquitecto, óleo sobre tela, 1840. Thomas Cole (Bolton-le-Moor (Lancashire Inglaterra) 1801, Catskill (New York, 1848). Toledo Museum of Art. Toledo, Ohio Estados Unidos de América.

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19.5.07

Adiós, nena


Los lunes el periódico acaba manchado de café con leche. En la portada se cuenta que una mujer ha sido asesinada de un tiro en la nuca. El amante-asesino, descubierto por la policía, se dispara en la sien. Todo ocurre en menos tiempo de lo que se tarda en explicarlo. O en leerlo.
Los martes siempre corren el riesgo de ser trece. Sigo con el mismo periódico de ayer, es decir, nada que ver con una historia de la nouvelle vague. En las pelis de la nouvelle vague las que mataban eran ellas. El crimen ha dejado de ser pasional y unisex, es decir, compartido por ambos sexos, para convertirse en machista, una miserable costumbre alimentada por el creciente minimalismo masculino y el mimetismo de los mass media.
Y por si no fuera suficiente pertenecer a una especie en extinción que, además, produce seres tan abyectos, para qué voy a negarlo, los martes, me traen malos recuerdos. Paladeo a pequeños sorbos mi taza de café mientras pienso, cariacontecido, que acabaré sin saber de qué diablos ha muerto Marta. Marta es la coprotagonista (o protagonista principal, según se mire) del libro de Javier Marías que estoy leyendo y del que ahora mismo me siento observado. Javier Marías es así. Un tipo un poco raro.
Aparentemente, los miércoles son poca cosa. Seguramente fue un miércoles cuando Phyllis Dietrichson esperaba a Walter Neff en su apartamento para completar su perverso plan. Barbara Stanwyck (Phyllis), después de esconder el revolver en un repliegue del sofá, encendió un cigarrillo. Reconozco que al prender el fósforo se me encogió el corazón. Todo eso lo hizo con parsimonia, como alargando el tiempo, como si con ello pudiera conseguir retrasar lo inevitable. Al fondo del encuadre apareció McMurray (Walter), con cara de póquer, esa expresión que tanto le sirvió para un cosido y un descosido, tanto para una comedia como para un terremoto, pero que aquí daba el pego. Aspecto de no creerse la historia de tan amoroso recibimiento.
No puedo decir de qué hablaron porque -como con el libro- le quité el sonido a la tele y mi memoria ya no es lo que era. Puedo decir que McMurray hablaba mucho, y de corrido, y que la luminosa mirada de Barbara Stanwyck no presagiaba nada bueno. Concentrando en la expresión de sus rostros llegué a la fatal conclusión de que en realidad los dos se amaban, aunque les venciera la ambición y el malditismo que llevaban en la sangre. Puestas así las cosas, difícilmente resistirían la tentación de liquidarse el uno al otro. Esto es otra cosa, esto ya suena a nouvelle vague, recuerdo que pensé. Una cámara ligera de 8 por 16 milímetros y a la calle, a enfrentarse con la realidad, formato no profesional. Nada parecido a estos asesinos de ahora, a sueldo de su propia cobardía que asesinan a sus parejas como quien mata al perro porque le molestan sus ladridos.
En Perdición (Double Indemnity, 1944), el maravilloso thriller dirigido por Billy Wilder, que adapta una novela de James M. Cain, con guión de Raymond Chandler (¡Vaya equipo!) Walter Neff (Fred MacMurray), es un vendedor de seguros que, junto a la "femme fatale" Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck) realizan un plan para asesinar al marido de ésta y quedarse con el dinero de su seguro.
Ya se sabe, los miércoles son tan perezosos, tan poca cosa, ideales para ir al cine (día del espectador) rodeado de crímenes pasionales por todas partes menos por una, un libro que, de pronto, empieza a observarme y a hacerme preguntas. Preguntas que me enredan en sofismas imposibles de digerir con tanto calor y el ventilador a toda máquina. A ver, ¿por qué he de sentirme culpable de que este libro me pregunte en lugar de dejarse leer como es su función originaria, y yo diría primordial? A cuento de qué tantas preguntas -diría yo- imposibles de contestar un día como éste, abrazado al vetusto ventilador, preguntándome una vez más de qué ha muerto Marta, como si esto fuera realmente importante, como si lo importante, lo esencial, no fueran esos ojos que me miran desde la película, desde el libro, luminosos como los de Phyllis, los de Barbara Stanwyck en definitiva, con su revolver escondido en los pliegues del sofá.

Conversación entre Fred MacMurray y Barbara Stanwyck:
- "¿Por qué no disparaste otra vez, nena?. No digas que porque me amaste todo el tiempo.".
- "No, nunca te he querido, Walter, ni a ti ni a nadie. Estoy podrida hasta la médula. Te utilicé, como has dicho. Sólo has sido eso para mí... hasta hace un momento... cuando no he podido disparar por segunda vez. Jamás pensé que pudiera pasarme a mí".
- "Lo siento, no me lo trago".
- "No te pido que te lo tragues, sólo que me abraces".
- "Adiós, nena".

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13.5.07

El Capitán Nemo


Dijo el Capitán Nemo, a quienes no teníamos más remedio que escucharle, que la última vez que, por circunstancias de la vida (del sexo, quizás quiso decir) convivió un par de días (un week end, supongo que quiso decir) con una mujer, se lo llevaron los demonios
- No me dio un ataque de nervios de milagro
- Llevo más de veinte años viviendo solo
Lo que en él, nadie más lejos de la misoginia, puedo dar fe de ello, resultaba más que significativo.
- Veintisiete, para ser exactos
Aunque nada más expresivo que su mirada al decir Llevo más de veinte años viviendo solo que cualquier discurso con el que nos pudiera empozar la velada entrando en prolijas apreciaciones sobre su historial amatorio. Los que allí estábamos, con un vitae compartido de éxitos y derrotas (aunque quizás quise decir más lo segundo que lo primero) parecíamos, por nuestro aspecto magullado y ese rastro de MAPALM en nuestras miradas, veteranos de la guerra del Vietnam.
- Te levantas a las ocho, te afeitas, te lavas los dientes, te duchas parsimoniosamente mientras pones bajito alguna sonata de Mozart, gozas del silencio, porque Mozart se lleva tan bien con el silencio...
Porque muchas de las veces los sueños son ruidosos
Y Mozart se lleva tan bien con el silencio
Y andas de un lado a otro de la casa como en una película de Sam Pekinpack. A cámara lenta
Te desplazas por la casa en posición de cúbito supino, a dos palmos del suelo, como el Hispano en Gladiator
Enciendes las luces cuando y dónde te da la gana
Haces la primera y mejor cagada del día con la puerta del lavabo abierta y viendo, a través de la ventana del comedor, el ojo huracanado del sol a punto de reventar de grana, callado como una tumba
O también puedes hacer el payaso mientras te vistes, o enviarlo todo a la mierda y tomarte el día libre, pero sin rencores, sin tener que dar mayores explicaciones.
- La intimidad es un grado
Acabó diciendo a quienes no teníamos más remedio que escucharle, a colación de la última y reciente ocasión en la que, por circunstancias de la vida (del sexo, quizás quiso decir) convivió un par de días (un week end, supongo que quiso decir) con una mujer.

Y el Capitán Nemo, comandante del Nautilus, como todo el mundo sabe, se fue por donde había venido, obsesionado quizás por un misterioso pasado, aunque, probablemente, más lo primero que lo segundo (es decir, más misterioso que pasado) como averiguaríamos más tarde. Nadie recuerda cuando renunció a vivir en sociedad limitada ni cuando ahondó en la interesante idea (quizás quiso decir, concepto) de que la venganza es un plato que se sirve frío. Puede que de ahí provenga ese nihilismo practicante que siempre acaba rallándonos la noche.
Años más tarde, efectivamente, descubrimos, atónitos, el dichoso misterio. El Capitán Nemo era, en realidad, el príncipe Dakkar, hijo de un rajah indio y sobrino de Tipu Sultán. Comprendimos entonces, por sus raíces indias, ese odio feroz hacia la Gran Bretaña, que, al fin y al cabo fue quien esclavizó a su pueblo y asesinó a su mujer y a sus hijos. Tras la rebelión de los cipayos, en 1857, nuestro Capitán Nemo decidió construir en secreto el Nautilus, que originariamente había diseñado para expediciones científicas, en una isla desierta. Confundidos como estábamos, descubrimos, no sin cierta perplejidad, que nos tenía más engañados que el Barça a su afición, o la Pantoja (la tonadillera) a sus admiradores. Que sus constantes viajes formaban parte de una trama de apariencias muy bien pergeñada en la que sus postales (enviadas, sin duda, por correligionarios esparcidos astutamente por toda la superficie del planeta) no eran más que parte del montaje general del que éramos perfectos comparsas. Porque, en realidad, sigue recorriendo los mares con una tripulación variopinta de diferentes y misteriosas procedencias, que le guardan una sorprendente y absoluta lealtad, aplicando su particular sentido de la venganza, aunque quizás quiso decir justicia.
Uno de nosotros dijo, entonces:
- ¡Vaya ojeras que tengo!
Y el otro, el más MAPALM, respondió:
- ¿Te refieres a esas bolsas que casi te tapan los ojos?

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10.5.07

Mario Meléndez: Viaje sin estrellas


A mis amigos más cercanos les comunico
que estoy a punto de cambiar de domicilio
Voy a mudarme al cielo Me han hablado tanto de él
que no hallo la hora de hacer las maletas
Incluso he soñado corriendo entre prados amarillos
seguido de un coro de ángeles leyendo mis poemas
En otras me veo saltando de nube en nube
tratando de alcanzar a Dios para escuchar sus latidos
Cada día que pasa se me hace eterno
Ya he empeñado mis muebles vendido mis ropas
arrendado mi casa regalado mi gato
No sé si me hará falta dinero allá arriba
pero por las dudas he girado mis ahorros del banco
no son muchos pero al menos me servirán
para un boleto a la tierra
Lo demás es cosa fácil haré dedo a algún cohete
que quiera llevarme y de seguro llegaré a mi destino
Ahora no queda más que despedirme de ustedes
y de este querido infierno que siempre llevaré
en mi corazón

Mario Meléndez: Viaje sin estrellas
Perteneciente al libro inédito "El circo de papel"
Fotografía: marcelo-aurelio

Mario Meléndez (Linares, 1971). Estudió Periodismo en la Universidad La República de Santiago. Entre sus libros figuran: “Autocultura y Juicio” (con prólogo del Premio Nacional de Literatura, Roque Esteban Scarpa), “Apuntes Para una Leyenda” y “Vuelo Subterráneo”. En 1993 obtiene el Premio Municipal de Literatura en el Bicentenario de Linares. Sus poemas aparecen en diversas revistas de literatura hispanoamericana y en antologías nacionales y extranjeras. Ha sido invitado a numerosos encuentros literarios entre los que destacan el Primer y Segundo Encuentro de Escritores Latinoamericanos, organizado por la Sociedad de Escritores de Chile (Sech), Santiago, 2001 y 2002, y el Primer Encuentro Internacional de Amnistía y Solidaridad con el Pueblo, Roma, Italia, 2003, donde es nombrado Miembro de Honor de la Academia de Artes y Letras de Roma. Además dirige, durante dos años, un taller literario en la Cárcel de Talca que dio origen al libro “Los Rostros del Olvido” (dos volúmenes) donde se reúne el trabajo poético de los internos. Actualmente trabaja en el proyecto “Fiestas del Libro Itinerante”, y preside la Sociedad de Escritores de Chile, región del Maule.

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8.5.07

Paloma Babot: Mc Sola



No me siento culpable,
es el desamor quien camina,
el que marca las pautas.

Hoy ceno hamburguesa,
doble sólo queso,
para llevar conmigo
junto a este vacío
que no me da más
miedo que respeto.
Sin darme cuenta
vivo sobreviviendo,
igual que los jazmines
y las damas de noche,
con esa inercia lenta
que desemboca en flor,
sólo que aquí,
en este paisaje urbano,
los coches son más materia
y las casas parecen ignorar
los años que paso entre ellas.
Al llegar a mi puerta
me paro un segundo,
busco las llaves y me pregunto
porqué ya no deseo
Paloma Babot

Mi nombre es Paloma. Nací en la Ciudad Condal hace 33 años. Escribo poesía desde que me enseñaron a escribir en el colegio y siempre ha sido compañera incondicional de mis emociones. Soy Licenciada en Publicidad y eso me ha ayudado a canalizar otras facetas de expresión poética, experimentando así con poesía visual a través de internet donde imagen y música pueden tener la capacidad de expresar y transmitir emociones.
A pesar de ser publicista soy pésima anunciándome, hablar de mi misma no se me da muy bien, por eso propongo una visita a mi web
http://personal. telefonica. terra. es/web/pbl/html/indexold.htmwww.palomababot.tk para aquellos que deseen conocerme algo mejor y rescatar lo que me cuesta decir en una presentación. Gracias por leerme.

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7.5.07

Relax es mi colchón


La pareja peor avenida del mundo, esa era la que formábamos la Física y Química y yo.

Cuando estudiaba el bachillerato, la Física y la Química me resultaban una pareja detestable. Como Indíbil y Mandonio, Roberto Alcázar y Pedrín o Juan & Junior. Quizás por eso mismo, porque aborrecía ciertos dúos, pero especialmente éste de la F & Q, no puse demasiada buena cara cuando nos anunciaron la llegada del nuevo profesor de Física y Química. Además, para qué negarlo, la resistencia al cambio es de las primeras cosas que aprendemos.
Aunque el que se jubilaba, el profesor Relax era otra cosa. ¿Cómo decirlo? Era uno de los nuestros. Relax fumaba Celtas cortos y casi siempre llegaba tarde y de muy mala uva. Sin duda, aquellas clases nocturnas mal pagadas eran un pírrico complemento tras la larga jornada en la fábrica. Y digo fábrica porque Relax era más químico que físico, al menos su actividad en una empresa de productos químicos así parecía confirmarlo. Mucho trabajo deberían tener ya que a menudo, y como ya he dicho, llegaba tarde y nos miraba torvamente por encima de su ancha y chata nariz y de su bigote a lo Cark Gable, mientras introducía mecánicamente una de sus grandes y callosas manos en el bolsillo de su casi andrajosa chaqueta. Para acabar extrayendo un arrugado paquete de Celtas cortos.
- Relax es mi colchón.
Susurraba algún canalla desde la trinchera de su pupitre.
Que acababa con un capón o una mandala de hostias, ya que Relax era, efectivamente, mucho colchón (una buena persona en definitiva) pero cuando le atacaban los nervios perdía el control, acosado como estaba por una economía en derribo y un director metomentodo, gordito y morcillón, que abarcaba él solito todos los tics de este nuestro triste y opaco país de mocos donde estaba prohibido hasta escupir en los transportes públicos. Un director que arremetía contra el atribulado profesor cada vez que sus alumnos canallas hacían de las suyas. Es decir, cada vez que acudíamos al fácil vandalismo de alborotar en clase, cargarnos algún tubo fluorescente o el cristal del respiradero que daba al patio interior.
Relax (es mi colchón) se esforzaba como nadie en iluminar nuestras mentes atascadas con la ley del péndulo o la fantástica composición, estructura y reacciones de los elementos, también llamada química inorgánica. Aunque a mí lo que más me fascinaba era la prosa inextricable y mágica de las propiedades de los campos magnéticos. Relax se transformaba en el mismísimo don de la seducción cuando departía sobre la ciencia y sus misterios. No la ciencia entendida como una sucesión inextricable de fórmulas matemáticas y jeroglíficos neperianos, sino como la GRAN CURIOSIDAD hacia el milagro de la vida y el POR QUÉ de las cosas. Curiosidad que, insospechadamente, nos transmitió a partes iguales con Sanabra, el profesor entrante, del que hablaremos enseguida.
Impelido por ese don, y por la generosidad que tan mal ocultaba tras sus huraños modales, se empleaba a fondo, dejándose el resuello en una batalla imposible frente a nuestra ignorancia y desidia. Sus únicas armas, aparte de su mencionado entusiasmo, eran unos pedazos de tiza y una vieja pizarra emplastada en la ruinosa pared de aquella academia. Es cierto que, de vez en cuando, se tomaba un respiro y se nos quedaba mirando con ese aire inquisitivo que le caracterizaba, pero también – lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo - con una ternura que rallaba la compasión y que sólo algunos pocos llegamos a atisbar, cegados como estábamos por nuestra particular pelea con el mundo, ofuscados en ese malvado y sarnoso cruce entre la adolescencia y la primera juventud.
Aunque debo reconocer que mi afecto por el profesor Relax me empujó a equivocarme una vez más. El nuevo profesor de Física y Química, Olegario Sanabra, un joven de 27 años recién salido de la Escuela Industrial, todo vigor y buena planta, resultó toda una sorpresa. Fue él quien tomó el testigo de Relax es mi colchón. Sus dúos rompieron todos los moldes habidos y por haber: Kropotkin y Bakunin, el Átomo y la Odisea Espacial, la Cultura Maya y los extraterrestres, Dostoievsky y Tchaikovsky, Louis Armstrong y Duke Ellington...
Y así, gracias a Relax y Sanabra, descubrimos que a partir de la Nada se inició el Todo y, algo todavía más esencial: que nada estaba escrito hasta nueva orden, que en realidad lo más importante era lo que escribiéramos nosotros. Que había mucho camino por recorrer y que ya era hora de dejar el fangal del pupitre maloliente y el puto fluorescente y salir a respirar al espacio exterior. De esta forma, tan inesperada, un mundo nuevo se abrió a nuestros ojos. Por supuesto, Indíbil y Mandonio murieron en la refriega. Alcázar y Pedrín acabaron en la trena, acusados de muermos y requisadas sus cachiporras. Juan & Júnior callaron para siempre. Y los parias del bachillerato nocturno empezamos a sentirnos menos canallas y un poco más personas.

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2.5.07

La habitación 208

Cuando murió mi padre el universo se redujo bruscamente. Hasta las palabras se hicieron más pequeñas. Y los familiares, amigos y vecinos que cumplieron con los ritos y costumbres que demanda la ocasión todavía me parecían más pequeños. Demasiada letra pequeña, me decía yo, esto parece un contrato. Todo concluyó en ese edificio de la Ronda del Mig por el que paso miles de veces, de regreso a casa. Y dentro de ese edificio, apenas el espacio de una habitación, la 208, y ahí fuera, en los pasillos y cubículos del turno de noche, una silenciosa y diezmada multitud de personas extrañas, o como mínimo, ajenas. Dicen los instruidos que nuestra cultura no ve con buenos ojos esto de morirse. A mí, por supuesto, me ralla cantidad, para qué vamos a engañarnos.
Atrapado por estas sensaciones, me venció el pensamiento de que llevamos siglos haciendo lo mismo, que cada acto es el mismo repitiéndose hasta la infinidad, que la monotonía de la repetición lo devora todo, incluso el dolor. Porque el dolor es lo primero que se esconde, como la cartera o el irrefrenable deseo de huir a la cafetería con la excusa del cigarrillo o el café. Porque el tiempo pesa tanto que se hace insoportable y ya nada te produce indignación, ya lo aceptas todo. Y lo que es todavía peor, pronto empezará a hacerse hueco, a codazos, a instalarse en todos nosotros el insufrible deseo de que todo cese de una vez, de que te vayas. Y ese pensamiento nos consolará, qué duda cabe, esa es la verdad, pero también nos alejará definitivamente de ti. Sí, la vida tiene estas cosas y yo lo sabía. Cuando, a las seis de la mañana, salgo de la habitación 208 a estirar las piernas, el aire fresco de la vida me reclama. Respiro hondo, enciendo un cigarrillo y me lo quedo mirando, lo tiro al suelo y pienso, qué tontería, y acabo encendiendo otro. Y así hasta la eternidad de las siete, justo cuando mis sentidos se agarren a la luminosidad del nuevo día como a un clavo ardiendo. Intento llorar y no puedo. No lo haré en todo este tiempo y empiezo a sentirme un poco raro. Quizás un poco culpable.
Las imágenes de mi infancia acuden, entonces, como esqueletos de vinilo y el run run de sus viejas canciones me producen una agitación que remueve mis entrañas. Recuerdo, a través del oscuro velo de los tiempos, aquellos días y aquellas tardes tan lentas. Tan lentas como la escritura con caligrafía inglesa y un montón de mocos y la estufa de carbón, la bufanda, los resfriados. Y la fiebre cada vez que la gripe alertaba a mi madre, que aparecía hecha un basilisco blandiendo el termómetro y exclamando ¡Treinta y ocho. Válgame Dios! ¡A la cama ahora mismo! Nunca discutíamos por eso.
Y, enseguida, llegaba el domingo. Tú aparecías, entonces, con tu eterna cazadora de piel y tu semblante de Capitán Hadock, un poco bajito, eso sí, aunque a mí eso nunca me importó. Lo que sí me dolió es que jamás me mencionases tu lesión de la espalda. Aparecías, digo, con un montón de tebeos de Hazañas Bélicas. ¡Regresabas del Mercado de Sant Antoni con regalos sorpresa para el pobre niño enfermo! Y yo pensaba ¡Hurra por la gripe! Y me lo pasaba en grande. Siempre recordaré aquellos domingos, en los que te pasabas toda la mañana limpiando tu flamante motocicleta OSSA negra de 125 centímetros cúbicos y acababas invitándome a dar una vuelta, engalanado con tu flamante cazadora de piel y tus guantes de intrépido motorista.
Y mientras contemplo, sin verla, la plaza de la fachada posterior del hospital (que sigue desierta, aunque vaya cambiando de color, poco a poco) me viene a la memoria, en una sucesión de recuerdos de historias contadas, apropiándome, por lo tanto, de una nostalgia que nunca sería enteramente mía, el desgarro interior cuando te notificaron la muerte de tu madre, mi abuela, justo cuando te hallabas confinado en un campo de concentración, recién acabada la guerra civil. Finalmente, y después de tantas súplicas, de ir de aquí para allá con tu carta en la mano, hartos ya, te dieron el permiso para acudir a su entierro. Ahí te las compongas. Aunque ahí fuera, nevaba.
Y de esta manera, en una ruta incierta salpicada de paisajes de derrota, te buscaste la vida como buenamente podías, aunque nada te salvó de las largas caminatas sobre una nieve blanda y sucia. Varios días avanzando sobre la nieve, caminando sin descanso. De vez en cuando te detenías para respirar y, entonces, instintivamente, volvías la vista atrás y te quedabas, así, un rato, contemplando las huellas de tus propios pasos sobre la nieve. Y cuando lo hacías, un temblor te sobrecogía de arriba a bajo, un no sé qué te batía los músculos mientras una infinita tristeza recorría tus venas. Y sin pensar en nada reanudabas el camino. Y tampoco lloraste. No lloraste ni una sola vez.
La vida tiene estas cosas. No sé por qué, pero hay certezas que aunque se hagan esperar no por eso son menos irrebatibles. El universo se reduce en la medida en que vas creciendo. El tiempo va encogiéndose y encerrándose en el impulso de su propia tristeza y acaba colándose por las grietas de nuestra propia biografía. Por ejemplo, en la habitación 208, donde mi padre se muere. Y este edificio que, visto desde el cielo, parece un punto más dentro de esta ciudad, apenas contiene una habitación, la 208, y a su alrededor, una profusión de figuras desconocidas que se mueven de aquí para allá obedeciendo a mecanismos que a mí, ahora mismo, me parecen repetitivos y corruptos: redactar el protocolo de farmacia, reponer el suero, preparar las sábanas de repuesto y el desayuno, cerrar las luces. Enfermeras, auxiliares y camilleros, y algún que otro médico de guardia, pero, sobre todo, esa tropa de familiares cariacontecidos, resignados, conformados, en vías de profesionalización, cada vez más entendidos en la materia, colectivo del que ahora mismo formo parte, del que participo de forma vergonzante cuando pienso que el sufrimiento también cansa, que mejor te vayas de una vez. Y sé que más tarde sentiré haber tenido este pensamiento, pero ahora mismo me duele demasiado verte así, demacrado e indefenso, sabiendo hasta que extremo es imposible evitar lo inevitable. Aunque también sepa que en este compromiso ante la muerte, en esta rendición en toda regla, viene incluida a partes iguales la urbanidad de la resignación y la liberación de la dolorosa espera, la bienvenida a la rutina del día a día, a la pacificadora costumbre, al sosiego de la derrota, el problema del coche mal aparcado y el inminente pago del plazo de la hipoteca, el engañoso consuelo de varios días de llamadas y visitas de los más rezagados o lejanos. Y sé que eso se impondrá inevitablemente, que será incluso agradecido. Y, de pronto, todo eso ni siquiera me parecerá obsceno. Y por eso mismo me parece que ya nada será igual.
Fotografía de Ferran Jordà: UMB - Big Foot
del álbum Umbrellas/Parasols Challenge, 3 de diciembre de 2006
http://les-plus-simples.com/displayimage.php?pos=-3249

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