La habitación 208
Cuando murió mi padre el universo se redujo bruscamente. Hasta las palabras se hicieron más pequeñas. Y los familiares, amigos y vecinos que cumplieron con los ritos y costumbres que demanda la ocasión todavía me parecían más pequeños. Demasiada letra pequeña, me decía yo, esto parece un contrato. Todo concluyó en ese edificio de la Ronda del Mig por el que paso miles de veces, de regreso a casa. Y dentro de ese edificio, apenas el espacio de una habitación, la 208, y ahí fuera, en los pasillos y cubículos del turno de noche, una silenciosa y diezmada multitud de personas extrañas, o como mínimo, ajenas. Dicen los instruidos que nuestra cultura no ve con buenos ojos esto de morirse. A mí, por supuesto, me ralla cantidad, para qué vamos a engañarnos.
Atrapado por estas sensaciones, me venció el pensamiento de que llevamos siglos haciendo lo mismo, que cada acto es el mismo repitiéndose hasta la infinidad, que la monotonía de la repetición lo devora todo, incluso el dolor. Porque el dolor es lo primero que se esconde, como la cartera o el irrefrenable deseo de huir a la cafetería con la excusa del cigarrillo o el café. Porque el tiempo pesa tanto que se hace insoportable y ya nada te produce indignación, ya lo aceptas todo. Y lo que es todavía peor, pronto empezará a hacerse hueco, a codazos, a instalarse en todos nosotros el insufrible deseo de que todo cese de una vez, de que te vayas. Y ese pensamiento nos consolará, qué duda cabe, esa es la verdad, pero también nos alejará definitivamente de ti. Sí, la vida tiene estas cosas y yo lo sabía. Cuando, a las seis de la mañana, salgo de la habitación 208 a estirar las piernas, el aire fresco de la vida me reclama. Respiro hondo, enciendo un cigarrillo y me lo quedo mirando, lo tiro al suelo y pienso, qué tontería, y acabo encendiendo otro. Y así hasta la eternidad de las siete, justo cuando mis sentidos se agarren a la luminosidad del nuevo día como a un clavo ardiendo. Intento llorar y no puedo. No lo haré en todo este tiempo y empiezo a sentirme un poco raro. Quizás un poco culpable.
Las imágenes de mi infancia acuden, entonces, como esqueletos de vinilo y el run run de sus viejas canciones me producen una agitación que remueve mis entrañas. Recuerdo, a través del oscuro velo de los tiempos, aquellos días y aquellas tardes tan lentas. Tan lentas como la escritura con caligrafía inglesa y un montón de mocos y la estufa de carbón, la bufanda, los resfriados. Y la fiebre cada vez que la gripe alertaba a mi madre, que aparecía hecha un basilisco blandiendo el termómetro y exclamando ¡Treinta y ocho. Válgame Dios! ¡A la cama ahora mismo! Nunca discutíamos por eso.
Y, enseguida, llegaba el domingo. Tú aparecías, entonces, con tu eterna cazadora de piel y tu semblante de Capitán Hadock, un poco bajito, eso sí, aunque a mí eso nunca me importó. Lo que sí me dolió es que jamás me mencionases tu lesión de la espalda. Aparecías, digo, con un montón de tebeos de Hazañas Bélicas. ¡Regresabas del Mercado de Sant Antoni con regalos sorpresa para el pobre niño enfermo! Y yo pensaba ¡Hurra por la gripe! Y me lo pasaba en grande. Siempre recordaré aquellos domingos, en los que te pasabas toda la mañana limpiando tu flamante motocicleta OSSA negra de 125 centímetros cúbicos y acababas invitándome a dar una vuelta, engalanado con tu flamante cazadora de piel y tus guantes de intrépido motorista.
Atrapado por estas sensaciones, me venció el pensamiento de que llevamos siglos haciendo lo mismo, que cada acto es el mismo repitiéndose hasta la infinidad, que la monotonía de la repetición lo devora todo, incluso el dolor. Porque el dolor es lo primero que se esconde, como la cartera o el irrefrenable deseo de huir a la cafetería con la excusa del cigarrillo o el café. Porque el tiempo pesa tanto que se hace insoportable y ya nada te produce indignación, ya lo aceptas todo. Y lo que es todavía peor, pronto empezará a hacerse hueco, a codazos, a instalarse en todos nosotros el insufrible deseo de que todo cese de una vez, de que te vayas. Y ese pensamiento nos consolará, qué duda cabe, esa es la verdad, pero también nos alejará definitivamente de ti. Sí, la vida tiene estas cosas y yo lo sabía. Cuando, a las seis de la mañana, salgo de la habitación 208 a estirar las piernas, el aire fresco de la vida me reclama. Respiro hondo, enciendo un cigarrillo y me lo quedo mirando, lo tiro al suelo y pienso, qué tontería, y acabo encendiendo otro. Y así hasta la eternidad de las siete, justo cuando mis sentidos se agarren a la luminosidad del nuevo día como a un clavo ardiendo. Intento llorar y no puedo. No lo haré en todo este tiempo y empiezo a sentirme un poco raro. Quizás un poco culpable.
Las imágenes de mi infancia acuden, entonces, como esqueletos de vinilo y el run run de sus viejas canciones me producen una agitación que remueve mis entrañas. Recuerdo, a través del oscuro velo de los tiempos, aquellos días y aquellas tardes tan lentas. Tan lentas como la escritura con caligrafía inglesa y un montón de mocos y la estufa de carbón, la bufanda, los resfriados. Y la fiebre cada vez que la gripe alertaba a mi madre, que aparecía hecha un basilisco blandiendo el termómetro y exclamando ¡Treinta y ocho. Válgame Dios! ¡A la cama ahora mismo! Nunca discutíamos por eso.
Y, enseguida, llegaba el domingo. Tú aparecías, entonces, con tu eterna cazadora de piel y tu semblante de Capitán Hadock, un poco bajito, eso sí, aunque a mí eso nunca me importó. Lo que sí me dolió es que jamás me mencionases tu lesión de la espalda. Aparecías, digo, con un montón de tebeos de Hazañas Bélicas. ¡Regresabas del Mercado de Sant Antoni con regalos sorpresa para el pobre niño enfermo! Y yo pensaba ¡Hurra por la gripe! Y me lo pasaba en grande. Siempre recordaré aquellos domingos, en los que te pasabas toda la mañana limpiando tu flamante motocicleta OSSA negra de 125 centímetros cúbicos y acababas invitándome a dar una vuelta, engalanado con tu flamante cazadora de piel y tus guantes de intrépido motorista.
Y mientras contemplo, sin verla, la plaza de la fachada posterior del hospital (que sigue desierta, aunque vaya cambiando de color, poco a poco) me viene a la memoria, en una sucesión de recuerdos de historias contadas, apropiándome, por lo tanto, de una nostalgia que nunca sería enteramente mía, el desgarro interior cuando te notificaron la muerte de tu madre, mi abuela, justo cuando te hallabas confinado en un campo de concentración, recién acabada la guerra civil. Finalmente, y después de tantas súplicas, de ir de aquí para allá con tu carta en la mano, hartos ya, te dieron el permiso para acudir a su entierro. Ahí te las compongas. Aunque ahí fuera, nevaba.
Y de esta manera, en una ruta incierta salpicada de paisajes de derrota, te buscaste la vida como buenamente podías, aunque nada te salvó de las largas caminatas sobre una nieve blanda y sucia. Varios días avanzando sobre la nieve, caminando sin descanso. De vez en cuando te detenías para respirar y, entonces, instintivamente, volvías la vista atrás y te quedabas, así, un rato, contemplando las huellas de tus propios pasos sobre la nieve. Y cuando lo hacías, un temblor te sobrecogía de arriba a bajo, un no sé qué te batía los músculos mientras una infinita tristeza recorría tus venas. Y sin pensar en nada reanudabas el camino. Y tampoco lloraste. No lloraste ni una sola vez.
La vida tiene estas cosas. No sé por qué, pero hay certezas que aunque se hagan esperar no por eso son menos irrebatibles. El universo se reduce en la medida en que vas creciendo. El tiempo va encogiéndose y encerrándose en el impulso de su propia tristeza y acaba colándose por las grietas de nuestra propia biografía. Por ejemplo, en la habitación 208, donde mi padre se muere. Y este edificio que, visto desde el cielo, parece un punto más dentro de esta ciudad, apenas contiene una habitación, la 208, y a su alrededor, una profusión de figuras desconocidas que se mueven de aquí para allá obedeciendo a mecanismos que a mí, ahora mismo, me parecen repetitivos y corruptos: redactar el protocolo de farmacia, reponer el suero, preparar las sábanas de repuesto y el desayuno, cerrar las luces. Enfermeras, auxiliares y camilleros, y algún que otro médico de guardia, pero, sobre todo, esa tropa de familiares cariacontecidos, resignados, conformados, en vías de profesionalización, cada vez más entendidos en la materia, colectivo del que ahora mismo formo parte, del que participo de forma vergonzante cuando pienso que el sufrimiento también cansa, que mejor te vayas de una vez. Y sé que más tarde sentiré haber tenido este pensamiento, pero ahora mismo me duele demasiado verte así, demacrado e indefenso, sabiendo hasta que extremo es imposible evitar lo inevitable. Aunque también sepa que en este compromiso ante la muerte, en esta rendición en toda regla, viene incluida a partes iguales la urbanidad de la resignación y la liberación de la dolorosa espera, la bienvenida a la rutina del día a día, a la pacificadora costumbre, al sosiego de la derrota, el problema del coche mal aparcado y el inminente pago del plazo de la hipoteca, el engañoso consuelo de varios días de llamadas y visitas de los más rezagados o lejanos. Y sé que eso se impondrá inevitablemente, que será incluso agradecido. Y, de pronto, todo eso ni siquiera me parecerá obsceno. Y por eso mismo me parece que ya nada será igual.
Fotografía de Ferran Jordà: UMB - Big Foot
del álbum Umbrellas/Parasols Challenge, 3 de diciembre de 2006
http://les-plus-simples.com/displayimage.php?pos=-3249
Y de esta manera, en una ruta incierta salpicada de paisajes de derrota, te buscaste la vida como buenamente podías, aunque nada te salvó de las largas caminatas sobre una nieve blanda y sucia. Varios días avanzando sobre la nieve, caminando sin descanso. De vez en cuando te detenías para respirar y, entonces, instintivamente, volvías la vista atrás y te quedabas, así, un rato, contemplando las huellas de tus propios pasos sobre la nieve. Y cuando lo hacías, un temblor te sobrecogía de arriba a bajo, un no sé qué te batía los músculos mientras una infinita tristeza recorría tus venas. Y sin pensar en nada reanudabas el camino. Y tampoco lloraste. No lloraste ni una sola vez.
La vida tiene estas cosas. No sé por qué, pero hay certezas que aunque se hagan esperar no por eso son menos irrebatibles. El universo se reduce en la medida en que vas creciendo. El tiempo va encogiéndose y encerrándose en el impulso de su propia tristeza y acaba colándose por las grietas de nuestra propia biografía. Por ejemplo, en la habitación 208, donde mi padre se muere. Y este edificio que, visto desde el cielo, parece un punto más dentro de esta ciudad, apenas contiene una habitación, la 208, y a su alrededor, una profusión de figuras desconocidas que se mueven de aquí para allá obedeciendo a mecanismos que a mí, ahora mismo, me parecen repetitivos y corruptos: redactar el protocolo de farmacia, reponer el suero, preparar las sábanas de repuesto y el desayuno, cerrar las luces. Enfermeras, auxiliares y camilleros, y algún que otro médico de guardia, pero, sobre todo, esa tropa de familiares cariacontecidos, resignados, conformados, en vías de profesionalización, cada vez más entendidos en la materia, colectivo del que ahora mismo formo parte, del que participo de forma vergonzante cuando pienso que el sufrimiento también cansa, que mejor te vayas de una vez. Y sé que más tarde sentiré haber tenido este pensamiento, pero ahora mismo me duele demasiado verte así, demacrado e indefenso, sabiendo hasta que extremo es imposible evitar lo inevitable. Aunque también sepa que en este compromiso ante la muerte, en esta rendición en toda regla, viene incluida a partes iguales la urbanidad de la resignación y la liberación de la dolorosa espera, la bienvenida a la rutina del día a día, a la pacificadora costumbre, al sosiego de la derrota, el problema del coche mal aparcado y el inminente pago del plazo de la hipoteca, el engañoso consuelo de varios días de llamadas y visitas de los más rezagados o lejanos. Y sé que eso se impondrá inevitablemente, que será incluso agradecido. Y, de pronto, todo eso ni siquiera me parecerá obsceno. Y por eso mismo me parece que ya nada será igual.
Fotografía de Ferran Jordà: UMB - Big Foot
del álbum Umbrellas/Parasols Challenge, 3 de diciembre de 2006
http://les-plus-simples.com/displayimage.php?pos=-3249
Etiquetas: crónicas, fotografía
12 comentarios:
Hola Arturo
Me gustó. Me ha conmovido mucho. Caminé y camino por esa fría nieve de este universo reducido. Sigo caminando siempre jugando con la fantasía de que lo agrando.
Saludos
pd: el de la foto soy yo.
Bonic relat Capitán, commovedor.
Jorge Brotons
Un día,un buen amigo,tocado por la diosa de la inspiración, escribió, a ojos de un neófito de las letras como yo,una de las palabras con más fuerza propia que he leído:
Avanza con un pie
siempre en el aire,
y el otro pie
sujeto a tu medida,
sujeto a la semilla
que en ti crece.
Avanza con un pie
siempre en el aire,
y que nadie
abrace tu perfil
en el instante
en que eres ya
vuelo seguro, segura flecha,
albo amanecer.
Avanza con un pie
siempre en el aire,
y un pie siempre
en la tierra,
un pie que la comprenda,
y la atraviese,
y otro pie
que te recuerde Siempre
volando
hacia su cumbre.
Guillem Vallejo
Salutacions
Jordi Cano
Vaya...
Esto es la hostia.
Manitú forever, Manitú grande.
Tenkius, Aurelio
Como verás acudo a vuestras webs con frecuencia a “saquear” vuestras hermosas
Fotos... las de Ferran y las tuyas...
Me alegra que te haya gustado la historia. Mi esfuerzo me cuesta.
Me lo contó Ferran, que el sujeto de la nieve eres tú
Digno personaje para tan espléndida imagen
Gracias Broto
Coincideixo amb el Buonarotti (Miguel Angel) que las bones historias (com en el seu cas les seves magnífiques esculptures) estan molt aprop, esperant que lis treguis la pedra que las amaga. És una feina esgotadora però impagable.
Bienvenido Jordi al blog de la Morsa!
Gracias por el regalo del estupendo poema de Guillem Vallejo
Y gracias por escribirnos a los cronopios
Esto se merece un café, ¿te parece?
Gracias, queridísima Enriqueta
Tu compañía siempre es grata a los cronopios, a Manitú,a la Morsa. Animalandia entera estar contenta de leerte
Un abrazo
Admirado Sr. Cronopio:
Precioso y poético relato. Melancólico y emotivo que casi he llorado. Me ha hecho recordar, recordar, recordar....
Un Saludo
Gracias querida Cati
Me alegra que este escrito, tan difícil, por las características biográficas, pero tan sentido, haya traspasado los límites de la anécdota... Gracias otra vez
6 de mayo. Acabo de volver de BCN y me encuentro con este texto...me entró un escalofrío.
En unos segundos irreales volví a diciembre de 2003, mi madre murió en la Clinica de la Cruz Roja en BCN. Estuve una semana casi "viviendo" en este lugar.Tengo algunos recuerdos surrealistas de estos dias, imágenes, olores. Como los fluorescentes, el penetrante olor a medicinas, el murmullo en las habitaciones...
También escribí una historia parecida. Sólo parecida en sensaciones, porqué cada persona es única. Y recuerdo que, cuando terminó todo, tuve que buscar su carnet de identidad en su bolso de piel de color rojo...nunca olvidaré este momento.
Gracias por escribir sobre momentos tan dolorosos como éste. En mi caso fue la primera experiencia de la pérdida de una persona verdaderamente cercana y resultó una experiencia vital en todos los sentidos. Es cierto que generalmente rechazamos la idea de esta pérdida, digamos “natural”, por aquello del orden cronológico de la vida, y cuando sobreviene te pilla con lo puesto... Y ciertamente a partir de ese momento, ya no eres la misma persona. Ni mejor ni peor, sólo diferente
Un abrazo
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