Un amor a tiempo parcial, clandestino. Estas cosas, enamorarse de un hombre casado, ella siempre había pensado que estaban reservadas para los otros, todos esos personajes extraños para ella y que eran referencia obligada para los chismes del hospital y los cotilleos en la pelu.
A Antonio, como buen representante, se le suponen innumerables entrevistas con sus clientes. O bien reuniones con los fabricantes o con otros vendedores. Aunque eso no es óbice - tantas excusas a mano - como para que las manecillas del reloj del apartamento de la calle Ganduxer nunca pasen de la doce, y, muy excepcionalmente, la una de la madrugada. A esa hora, Antonio siempre acaba escapándose. Dirá, como siempre,
- ¡Vaya, qué tarde se me ha hecho! - , y desaparecerá en quince minutos, después de una ducha rápida. Atrapará al vuelo la gabardina y el maletín y Laura le ajustará, con un pudor extraño, del que nunca logra desembarazarse del todo, el nudo de la corbata. Se moriría si no lo hiciera, eso de ajustarle el nudo de la corbata, porque, aunque se maldiga por esa predisposición al simulacro conyugal, la verdad es que, cada vez que lo hace, se imagina que Antonio no es el eterno extraño ante el que se desnuda y hace el amor cada semana. Por eso reincide siempre, por ejemplo, con ese botón de la camisa que flojea, y aunque él la recrimine, distraído:
- ¿Cómo es posible que no te moleste hacer estas cosas?
Y ella se maldiga nuevamente por ello. Pero aún así no pueda evitar hacerlo, como no puede evitar el recaer una y otra vez en esa vulgaridad, la mayor de todas, la menos elegante, la más sórdida, cuando, justo en el vestíbulo, junto a la lámpara de pie, junto al cuadro con esa reproducción de El Angelus de Millet que tanto adora, y cuándo más prisa tiene Antonio, porque es el cumpleaños de Eva, su mujer, o el de la niña, o vete a saber qué efemérides repetida, intranscendente e inevitable, pues precisamente ese día, cuando más prisa tiene Antonio, ella, y es un impulso que la vence, que la mortifica, que la humilla, entonces se rebela, aunque su rebelión es sumisa y tramposa, eso es cierto, entonces tontea con él, se ve a sí misma haciendo lo último que siempre habría deseado hacer, es decir, se aferra a ese instante sin pensar en el después, lo manosea hasta hacerse nuevamente deseada, y piensa, no puede evitar pensar, soy una golfa, y en el rincón más recóndito de su desesperación le complace pensarlo, porque ese día se ha puesto el negligé que a él le dispara lo fantasioso, y esa noche se interpone entre él y la puerta, y allí se queda, y allí mismo le muerde el lóbulo de la oreja y se niega a besarlo en la boca, y por contra lo que hace es mordisquearle los labios, lamerle el cuello, mientras empieza con la sarta de obscenidades, mientras se ríe, porque a él le vuelven loco esos arrebatos de niña ingenua aunque golfa, obscenidades que siempre provocan las quejas de él, quejas simuladas, complacientes en el fondo, claro, y a las que añade un, no me dejes así, cariño, cálido, húmedo, esponjoso... Un, no me dejes así, del tamaño de un garfio que lo atrapa por el pescuezo y lo deja tocado y jadeante. Y se ríe, claro, con esa risa suya, la más falsa de todas pero, vete a saber por qué, la más efectiva, la que extrae más de dentro, la más desesperada y quizás por ello la más auténtica. Y, acto seguido, le baja la cremallera del pantalón, y él se lamenta que se le hace tarde, pero ella profundiza en la herida abierta y exclama el gusto que le da, segura como está de que le está entrando por el lado fácil, y así, mientras las palabras se enroscan como lenguas, como diablillos juguetones, ella le sujeta los riñones con sus piececitos de princesa, y busca jadeante ese calor que la ayuda a no pensar, ese placer oblicuo que la inunda, una complacencia mórbida que también la vuelve loca y, a la vez, la humilla, que la empuja al qué mas da. Y cada vez que ella le dice, mátame, por favor, él se exaspera y se ensaña con ella, y le marca la espalda con sus uñas de animal excitado hasta hacerle brotar delgados surcos de sangre, soy tu perra, gime ella entre suspiros que más parecen sollozos, y así hasta que finalmente sus orgasmos estallan en gritos roncos y desgarrados, pero lo que él no llega a imaginarse es cuán sincera es ella cuando le dice eso, mátame. Cómo llega a desearlo, que él la mate de verdad, sólo ella lo sabe. Todo menos abandonarla así.
Aunque a Antonio no pueda odiarlo. Sencillamente no se puede tirar por la borda lo único bueno que una tiene, aunque sea un bien escaso, se justifica Laura, ya que en el otro lado de la balanza, ¿qué tiene, aparte de una existencia invadida por la carcoma del día a día y un devenir despoblado de afectos y plagado de soledades? En definitiva, se defiende, vivir es lo que importa. Y, acto seguido, como enfadándose consigo misma: ni un reproche, eso se lo juró a sí misma hace tiempo, ni una lágrima, porque el reproche lleva inevitablemente a la falsa promesa, a la suprema humillación, esa que acaba con ese pediré el divorcio. Se prometió que nunca entraría en ese juego de mentiras, y de eso hace ahora mucho tiempo, quizás demasiado, quizás ya son demasiados años, demasiados meses, demasiados días. Ya hace algún tiempo que le ronda esa idea por la cabeza, quizás sea por la propia actitud de Antonio, tan esquivo últimamente, también a ella le dice alguna vez lo del compromiso imprevisto, claro, el delegado de Madrid que llega en el puente aéreo. Quizás vendrá un día y le dirá Laura, tenemos que hablar, Laura, esto se acabó. Quizás habrá conocido a otra mujer ¿Por qué, sino esa nota equívoca que encontró en el bolsillo interior de su chaqueta? No necesita que nadie le diga lo que ya sabe. Y eso lo piensa mientras conduce su vehículo hacia el interior del parking de Ganduxer, como cada viernes Antonio estará a punto de llegar, mientras el portón levadizo se cierra y ella echa un último vistazo al espejito del coche, y saca de la guantera ese frasco de cristal que tantos esfuerzos y engaños le ha costado adquirir en el laboratorio del hospital, y cuyo bebedizo mortífero la asusta y le tiembla en las manos, escalofrío oscuro que se remueve en sus entrañas y desde allí la reclama. Porque no es sólo Antonio, un amante siempre esquivo que hiere y desgarra, y que puede romperte el corazón. Porque sin corazón también se vive, lo sabrá ella. No, no es sólo eso, es ese desierto yermo que le llena la boca de arena cada día y le impide respirar, es ese tremendo esfuerzo por levantarse cada mañana, ese dolor que cada vez va en aumento, fatiga crónica dictaminó el doctor, depresión endógena dirá el otro. Se trata de un proceso degenerativo irreversible, tienes la sangre enferma, dijo el tercero, mirándola con sus ojos oscuros y las analíticas en las manos. Es descubrir con horror que Antonio era una ilusión que ya no controla, que ni siquiera desea. Y así, como descubriendo por fin que el viaje ha sido inútil, de pronto, brutalmente, como la propia vida, como si un lado siguiera siendo más sombrío que el otro, y el túnel infinito, empezó a albergar ese deseo suicida, esa ansia sin retorno: poder escuchar la música más bella después de silencio. Y todo eso mientras sube en el ascensor, apretando el bolso contra su cuerpo, mientras deja escapar un suspiro, que más parece un quejido, un clamor que le acaricia los labios, secos y despoblados, manchados de negro, como diciéndole a Antonio, como diciéndose a sí misma una vez más, mátame.
Texto: Artur Montfort
Fotografía: Carolina Alfaro, monigotes
Descripción : fotografía con manipulación digital
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