30.5.08

Un tal Oscar Peterson al piano

“Y la Maga estaba llorando, Guy había desaparecido, Etienne se iba detrás de Perico, y Gregorovius, Wong y Ronald miraban un disco que giraba lentamente, treinta y tres revoluciones y media por minuto, ni una más ni una menos, y en esas revoluciones Oscar’s Blues, claro que por el mismo Oscar al piano, un tal Oscar Peterson, un tal pianista con algo de tigre y felpa, un tal pianista triste y gordo, un tipo al piano y la lluvia sobre la claraboya, en fin, literatura.”
JULIO CORTAZAR: Rayuela, 1963,
Cátedra, 1984, edición crítica de Andrés Amorós, Págs. 210-211

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Isabel

Si no se pudiera hablar de los asuntos de los demás, probablemente los chismosos se suicidarían. Pero lo que ganaríamos por un lado, quizás lo perdiéramos por el otro, es decir, quizás el mundo sería entonces un lugar todavía más deprimente y puede que hasta incluso peligroso. Y, ¡ay!, es posible que hasta a esos listillos que siempre andan por ahí les temblara el músculo de su tan celebrada inteligencia. Puede incluso que con la falta de práctica se perdieran sutilezas tales (y que ahora nos parecen tan simples) como que cuando uno habla de los demás, muchas de las veces lo que hace es hablar de sí mismo. Y si no uno perdiera el hábito de hablar de sí mismo incluyendo a los demás, acabaríamos en un mundo de mon(ólogo)s. Sin este principio cuántico, sencillamente no existiría la literatura, ni el arte en general y el mundo permanecería ciego de tanta oscuridad, como antes del Big Bang.
¡Cuanto te agradezco, pues, Isabel que te intereses por la vida secreta de las palabras! Y, también, que apuestes por Dennis Hooper, sin cuyo personaje, George O’Hearn, la película sería muy probablemente otra bien distinta, que lo eligieras para hacerle el pasillo al animal moribundo David Kepesh que interpreta el siempre magnífico Ben Kingsley, pero, sobre todo, que elijas un guión como quien elige un amigo y no, como hacen otros directores, que parece que lo hagan con la impasibilidad y falta de concentración del que prepara la bolsa de viaje para una rutinaria salida de fin de semana.
De este modo, en lugar del neceser, las bermudas y un atasco de la Hostia, Isabel rebuscó en los cajones y encontró la novela “El animal moribundo” de Philip Roth, se sentó en la mecedora, puso un CD de Tom Waits y se adentró en los disimulados entresijos de la confrontación final. La antesala del último combate entre la decrepitud física y el vigor de una mente todavía armada. Algo tan sencillo, la dicotomía entre la vida y la muerte experimentadas por el propio sujeto, cuando lo habitual es que esta reflexión la hagan los allegados y no el protagonista de esta tragedia en un oscuro re menor, tan íntima y cada vez más generalizada, gracias a esta nueva sociedad de viejos transformados en jóvenes por ventura y cortesía de la ciencia, la tecnología y las nuevas costumbres.
Fui a ver Elegy, la última película de la Coixet, y salí cargado de una historia más sólida que un pedazo de mitología griega, Minotauro incluido. Salí como de una sesión de boxeo, noqueado por el mano a mano entre Ben Kingsley y Dennis Hooper y lleno de fracturas en la piel. Es decir, salí de la sala realmente más agradecido que un niño cuando le regalan su ansiada mascota.
No sé qué hace esta mujer que me ataca el lado fácil de mi ridícula inclinación a la ternura, muy al estilo de las películas de serie B, alguna lagrimilla incluida. La miro, a Isabel, con esas gafas de turista anglosajona de viaje por Kyoto y esa cara de pato despistado. La miro y sólo veo esa sonrisa contenida que conecta con la dúctil y tranquila profundidad de su mirada, y cada vez me recuerda más a la Gioconda de Leonardo. Y como no quiero hacerme pesado, no les hablaré de ese flequillo a puntas y esa melena larga que me tienen robado el corazón. Y, llegados hasta aquí, no puedo menos que imaginármela, diciéndome al oído, como en un susurro:
- A veces puedes ser realmente dulce, ¿sabes? Como los sueños, las vacaciones de verano y una camada de gatitos recién nacidos.

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25.5.08

Javier Pérez Andujar: Los príncipes valientes


Amigo Pérez Andujar, permíteme este breve tributo a tus andanzas.
Con tu punto de vista al modo de presente pretérito, con la precisión del doctor Barnard, que llegó a la luna del trasplante cuando nuestros corazones permanecían más encogidos y amilanados que nuestros mayores en las barricadas de su mísera supervivencia, y la televisión y la realidad todavía eran en blanco y negro…
Y - ¿por qué no decirlo? – con un virtuosismo que tu querido Marcel Proust enfatizaría añadiendo y remarcando que “el estilo es la visión del mundo”, tú crónica sentimental me lleva por las rutas de la liturgia de los recuerdos convertidos, ¡ZAS!, por arte de la magia potagia, en presente de indicativo. Pero, lo advierto, no lo hago, leer tu valiente libro “LOS PRÍNCIPES VALIENTES” con esa voracidad de los que llegan presumiendo de haberse leído el último libro de Ruiz Zafon “de un tirón”, como si la rapidez en la lectura fuera la mejor virtud, la suprema ostentación, sino, muy al contrario. Demoraré la lectura como cuando de crío demoraba el bocadillo de sobrasada o de foie gras, saboreando cada bocado, retardándolo al máximo, temiendo siempre el momento final de ese breve placer. Intentando que tras su lectura no me abandone - como por otra parte hago con todos los libros que de verdad me interesan - esta sentimentalidad, cruda y tierna a la vez, con la que armas tus retratos, lidiando con tu cubismo de silla y guitarra (sí, como Paco Ibáñez) en la cuerda floja del sentimentalismo pero sin caer una sola vez en el vacío de la melancolía, ni siquiera de la añoranza.
De esta manera, cuál Príncipe Valiente, pasas de una habitación a otra, en la casa en ruinas que fue nuestra niñez, Es decir, de una casa sin otra alma que la nuestra, ni otra patria que la que nos vio crecer, mientras todavía sonaban fuertes los cantos de guerra de los vencedores y nosotros permanecíamos agarrados a la geografía de un mundo de tebeo, como si de un salvavidas se tratara.
Todo eso me lo cuentas, aunque parezca que lo escribas, en un mundo “donde los gatos deambulan como hidalgos arruinados”. Y todo eso lo haces, armado de tu capa de “El guerrero del antifaz” y de un lenguaje radical y soberano, con esa sutileza y rotundidad que ha conseguido ensalzarme, y, por eso mismo, me ha obligado inexorablemente al tributo (siempre excepcional) de dejar de leer lo que escribes y zambullirme en lo que cuentas, para convertirme en uno de tus personajes “recortables”. Como si nos fuéramos juntos, tú y yo, y Julio Verne, por supuesto, al mismísimo centro de la Tierra, es decir al miserioso bosque de nuestra memoria más sagrada (aquella que pretendieron robarnos unos ladrones del tres al cuarto), la de nuestra inmolada identidad, sin importarnos las humillaciones, los capones, ni siquiera esas grandes torres eléctricas en las que, sin duda alguna, y como muy bien dices, acabaríamos electrocutados, fritos como churros.

Fragmento de "los príncipes valientes":
“Los domingos por la mañana, en su misa de pañuelos rojos, mi madre cierra las cortinas del balcón y escucha en un radiocasete la grabación de un parlamento que ha dado la Pasionaria recientemente en Moscú o tal vez en Roma, y la Pasionaria, con su voz de mujer que desde muy joven conferencia desde la historia y para la historia, habla en un castellano antiguo, de antes de la guerra, para que la escuche un público de españoles escondidos en su casas. También tiene mi madre grabadas en cintas las canciones roncas, nudistas, de la canción protesta. Con Paco Ibáñez, con su cubismo de silla y guitarra, aprenderé de memoria las primera poesías, o los primeros fragmentos de poesías, que son versos de Jorge Manrique, de Blas de Otero, de Gabriel Celaya, de Rafael Alberti, de García Lorca. La poesía hispánica va a caerme a las manos como un arma cargada sobre todo de poesía. Militaré en la lectura de tebeos, pero militaré del mismo modo en la voz y en la palabra, y en mi confusión de cosmogonías no sabré bien si la función cardinal del lenguaje es apuntalar verdades, que los poetas llaman amargas, bárbaras, terribles, amorosas, o quizá sea mejor hablar sólo para hacer literatura o para hacer poesía, que es la manera más popular de hacer literatura. Escucharé las canciones de Paco Ibáñez, muy quieto y atento, en pie, junto a la silla verde, y se me quedarán en mi fantasía doméstica imágenes de humaredas perdidas, que son las del tabaco de los amigos de mi padre reunidos en torno a la mesa del comedor de nuestra casa, y se me quedarán también imágenes de neblinas estampadas, que son las del papel estampado del pasillo. E igualmente, con el oído lleno de versos, contemplo la caja en la que guardo los tebeos, que es una caja de tapa transparente donde venía una camisa, y no puedo dejar de imaginarme que el cantante se refiere a ellos, a los tebeos, cuando dice qué dolor de papeles que ha de llevar o ha de barrer el viento.”
Javier Pérez Andujar: Los príncipes valientes
Tusquets Editores, colección andanzas, 2007, Págs. 39-40

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24.5.08

Mayo del 68


Cuando le pregunté a las militantes de Bandera Roja, organización marxista leninista, pensamiento Mao Tse Tung, que nos estaban dando el “seminario” de introducción al partido, ya hacia el final de la sesión:
- Y el mayo del 68, ¿cómo encaja en todo esto?
- Demuestra – respondió la más alta – que sin la clase obrera no se puede hacer la revolución.
Juro que es verdad. Apenas hacía dos años de las barricadas en las calles de París. Yo tenía 19 años y ya entonces andaba un tanto estresado con tanto trabajo pendiente. Para empezar, recuperar la memoria. La reciente y la pasada. Todo sonaba a nuevo. Eso debe ser la juventud, un tipo con pinta de chaval, desgarbado y con mucho acné, llenando el saco de juguetes rotos.
Aunque tampoco hacía falta ser Herbert Marcuse para comprender que mayo del 68 había empezado con los Beatles y se parecía bastante a una patada en el culo a lo que entonces denominábamos, técnicamente, “burguesía” y que ya no eran “los que vivían en el burgo” sino una sociedad adulta acomodada y autocomplaciente, apaleada, todo hay que decirlo, por dos guerras sangrientas y, por eso mismo, más conservadora y resentida que el copón, tope satisfecha con sus electrodomésticos de la Westingouse Electric Corporation y su Volkswagen de segunda mano. Se sentían de maravilla, los pobres, con De Gaulle a la cabeza. Y para más INRI, desde el banquero al obrero agradecido, estaban obsesionados porque sus hijas volvieran a las 9 de la noche y nosotros no nos hiciéramos más pajas de las debidas, no fuera que nos quedáramos ciegos.
De eso al terror cuando nos vieron llegar con melenas hasta el hombro, la mirada turbia por la marihuana, y nuestra negativa feroz a convertirnos en empleados de La Caixa, sólo había un paso.
A ustedes no sé. Para mí cruzar ese abismo fue suficiente. Recordar la efeméride es estrictamente una faena de los mecanógrafos, esos que antes denominábamos Mass Media y ahora Resonancia mediática. Se hacen la ilusión de que son el doctor House y tienen un centro de diagnosis en su mandala de ordenador, con XP o Windows Vista. Pura palabrería. Si no tienen con que llenar los periódicos y sus columnas es problema suyo. Por no hablar de esos calígrafos que, en un alarde de inquina, del todo vergonzante, investigan todavía quién y quién no estuvo en París en mayo del 68. Y tampoco hablemos de los herederos de Metternich que en cada aniversario se regodean, con su mal disimulado placer, ante la constatación de que el mundo, al fin y al cabo, tampoco ha cambiado demasiado.
Claro que los que de verdad estuvimos allí, más lejos o más cerca, ¡qué importa eso!, ahora andamos ocupados en otras cosas, así que basta de darnos la barrila, fachas de mierda.

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Nocturama: El infierno tan temido


Brutal, fantasmagórica foto. Impresionante. Vaya "ojo de pez" que te has sacado de la manga, Nocturama. Lo tuyo es la fantasía, lo onírico, lo atávico, lo sobrenatural, la fusión de realidad y ficción. Esos policías que protegen el ritual o simulacro religioso, ¿son los mismos que llevamos dentro o son, simplemente, funcionarios del Estado? Si ya casi visten como guerreros de las cruzadas... Los de fuera protegen a los de dentro, como el cuerpo debería proteger al alma, y viceversa.
Es cierto, Nocturama, que a veces te abres al cielo y nos sorprendes con un brinco de nubes o el rostro inocente de un niño dibujando, con sus pies, sus huellas sobre la arena de una playa… Pero, reconócelo, Marcelo, la liturgia te puede, lo oscuro te corroe las entrañas, esa novia es el turbio sueño de tus noches en vela...

Dime, amigo mío, cómo se explica que un reconocido virtuoso de la pizza como tú se zambulla, cada dos por tres, en el oscuro océano de la realidad y aparezca, como si nada, con un tesoro de 15 x 10 entre los dedos. ¿Cuál es tu secreto, Saturno, hermano de Titán y esposo de Cibeles? ¿Por qué elegiste, entre tantos dioses, al devorador de hijos, y entre tantos mundos el infierno tan temido? ¿A cuento de qué tanta osadía, si sabías que acabarías convertido en un vulgar mortal? Vagando por la noche…
Fotografías de Marcelo Aurelio:
NOCTURAMA FOTOBLOG
1. Instituciones
22 de Mayo de 2008. Serie: por ahí…
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1605#comment-223323
2. El infierno tan temido
10 de Julio de 2007. Serie:
por la calle
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1335
Texto: Artur Montfort

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23.5.08

Cuando el agujero no deja ver la bala


Cuando tropiezas con alguien (uno más, qué importa) que acaba dándote lecciones sobre la manera de mirar y de ver, tú te inclinas por la posibilidad de que hayas tenido suerte, que no se trata, una vez más, de uno de esos líos inverosímiles en que andas metido siempre por causa del fracaso de las leyes en tu vida, sobre todo de la gravitatoria. No se te ocurre pensar en que eres de los que rompen los puentes con sólo cruzarlos, o de los que se acuerdan llorando a gritos de haber visto en una vitrina el décimo de lotería que justo acaba de ganar cinco millones.
Y como tus, fantasías te llevan a delirios como el de imaginarte que eres el mismísimo John Wayne, acabas deduciendo, erróneamente (como no podía ser de otra manera), que a veces ocurre, que puede que sí, que quizás hallas encontrado al Indiana Jones de tu barrio, aunque, en realidad, sabes perfectamente que se trata de uno de los últimos síntomas de una esperanza ya perdida. Que lo que ocurre es más prosaico todavía. Resulta que estás envejeciendo aunque el agujero no deje ver la bala. Y también, y de eso no puedes culpar ni a Liberty valance, que tu capacidad de tolerancia esta descendiendo alarmantemente, muy por debajo de lo recomendable. Sí, muchacho, esa sensación de sabiduría con la que presumes de ser el Fu Manchú de Horta-Guinardó no sé de dónde la has sacado, si sigues tan pez como cuando te encontramos, más muerto que vivo, en el contenedor de una breve crónica del Clot-Las Glorias.
No te engañes, pues. Seleccionas cuidadosamente a aquellos amigos con los que poder encontrar un adversario en el futuro. Tu sistema inmunitario es así, aprensivo, hipocondríaco, carcelario y peleón. ¡Pero quién diablos ha oído hablar de un sistema inmunitario hipocondríaco!
Mira, muchacho… No todo es ponerte la guerrera del desencanto y andar por ahí disimulando tu amargura con ese cinismo barato y supuestamente honrado que recuerda vagamente a John Wayne (Dios lo tenga en su seno). A él no le bastaba con el famoso Plan de Huida. Él sangraba de verdad, mientras que tú te cortas las venas con un cutter más gastado que una esquina del Barrio Chino y pides socorro mientras acabas con todas las reservas del botiquín (hace tiempo que agotaste las vendas) antes de que aparezca la primera gota de sangre.
No sé como lo ves, pero así no saldremos de la puta miseria.

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22.5.08

Julio Cortazar: lecciones de jazz

"Nadie parecía dispuesto a contradecirlo porque Wong esmeradamente aparecía con el café y Ronald, encogiéndose de hombros, había soltado a los Warring’s Pennsylvanians y desde un chirriar terrible llegaba el tema que encantaba a Oliveira, una trompeta anónima y después el piano, todo entre un humo de fonógrafo viejo y pésima grabación, de orquesta barata y como anterior al jazz, al fin y al cabo de esos viejos discos, de los show boats y de las noches de Storyville había nacido la única música universal del siglo,
algo que acercaba a los hombres más y mejor que el esperanto, la Unesco o las aerolíneas, una música bastante primitiva para alcanzar universalidad y bastante buena para hacer su propia historia, con cismas, renuncias y herejías, su charleston, su black bottom, su shimmy, su foxtrot, su stomp, sus blues, para admitir las clasificaciones y las etiquetas, el estilo esto y aquello, el swing, el bebop, el cool, ir y volver del romanticismo y el clasicismo, hot y jazz cerebral, una música-hombre, una música con historia a diferencia de la estúpida música animal de baile, la polka, el vals, la zamba, una música que permitía reconocerse y estimarse en Copenhague como en Mendoza o en Ciudad del Cabo, que acercaba a los adolescentes con sus discos bajo el brazo, que les daba nombres y melodías como cifras para reconocerse y adentrarse y sentirse menos solos rodeados de jefes de oficina, familias y amores infinitamente amargos,
una música que permitía todas las imaginaciones y los gustos, la colección de afónicos 78 con Freddie Keppard o Bunk Johnson, la exclusividad reaccionaria del Dixieland, la especialización académica en Bix Beiderbecke o el salto a la gran aventura de Thelonius Monk, Horace Silver o Thad Jones, la cursilería de Erroll Garner o Art Tatum, los arrepentimientos o las abjuraciones, la predilección por los pequeños conjuntos, las misteriosas grabaciones con seudónimos y denominaciones impuestas por marcas de discos o caprichos del momento y toda esa francmasonería de sábado por la noche en la pieza del estudiante o en el sótano de la peña, con muchachas que prefieren bailar mientas escuchan Star Dust o When your man is going to put you down , y huelen despacio y dulcemente a perfume y a piel y a calor, se dejan besar cuando es tarde y alguien ha puesto The blues with a feeling y casi no se baila,
solamente se está de pie, balanceándose, y todo es turbio y sucio y canalla y cada hombre quisiera arrancar esos corpiños tibios mientras las manos acarician una espalda y las muchachas tienen la boca entreabierta y se van dando al miedo delicioso y a la noche, entonces sube una trompeta poseyéndolas por todos los hombres, tomándolas con una sola frase caliente que las deja caer como una planta cortada entre los brazos de los compañeros, y hay una inmóvil carrera, un salto al aire de la noche, sobre la ciudad, hasta que un piano minucioso las devuelve a sí misma, exhaustas y reconciliadas y todavía vírgenes hasta el sábado siguiente…”
Texto: Julio Cortazar. Rayuela, 1963
Cátedra, edición crítica de Andrés Amorós, 1984, Pág. 202-203

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17.5.08

Daniel Cantero: QUÉ


Para el tiempo de cada uno
Pediría el compás del hombre feliz no su camisa
Y las violetas que venden los niños en la feria
Para las solapas de los jurados
La ley cubierta de arañas y las arañas
Burlándose de los teoremas y hasta de los quantos
En un lugar así del cuerdo hagamos cuerdas
Para que se columpie lo que tú y yo queremos
¿Es un lecho de amor? ¿Un submarino?
Aquella lluvia con aquel viento
Y el sol después y aquellos pájaros
Y también la canción y el regresar a casa
¿Es esto o el paisaje total de varas mágicas
Que se siente en la tarde perseguida de estrellas
O en la joven central de ojos marinos que cruza un boulevard de flores
amarillas y ve un pájaro negro sobre los edificios y sonríe?
Yo nunca olvidaré
Que los ancianos y los niños y tantos animales duermen juntos
A la misma hora
Texto: Daniel Cantero
Fotografía: Marcelo Aurelio. Le peuple migrateur, 14 de Junio de 2007
Tomada desde un helicóptero sobrevolando la Costa Brava hacia Cap de Creus.
NOCTURAMA FOTOBLOG
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1176

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16.5.08

La noche estrellada de van Gogh


Hace algunas noches, me encontraba escuchando frente a mi ordenador, y más allá tenía la negrura de la noche en la ventana siempre abierta. Maníaca costumbre ésta de las ventanas con las persianas bajadas, aunque, de noche no vea nada de nada y sea precisamente algún vecino provisto con prismáticos quién, en todo caso, podría verme aporreando el teclado y quizás pillarme en algún momento hurgándome la nariz… ¿Pero qué humano se tomaría tal molestia? Y si así fuera, ¿qué diablos me importa? Maníaca costumbre compartida, lo he constatado, con un buen número de individuos anónimos, además de mi vecino Kafka. Porque, digo yo, ¿qué mayor vecindad que la de un libro? Vecino de angustias quiero decir.
Me encontraba frente a mi ordenador, pues, escuchando algunos sonidos submarinos captados sutilmente bajo el nivel de frecuencia de The Cure, al que estoy escuchando fielmente estos últimos meses, ya que me echaron del concierto a patadas, alternándolo con El Mesias de Haendel y los Conciertos brandeburgueses de Johann Sebastian Bach. Grupo longevo, The Cure, creador de músicas oscuras y atmósferas depresivas, si es que se les puede llamar así, y cuya audición no deja de revelarme nuevas secretas intenciones, y por eso lo aprecio en lo que vale y, además, porque entre su aparente realismo sucio, permítaseme la digresión, he aprendido a entrever la secreta melodía de sus canciones. Todo muy “antiguo”, ya lo sé. Sin comentarios.
Y de esta guisa, llegué a la conclusión (y todavía era de noche) de que si fuera un toro de Picasso, me saldría, pies para que os quiero, por un resquicio, una rendija, un ángulo de la tela y me refugiaría en la noche estrellada de van Gogh. Ya lo dijo alguien, sin duda alguien con una visión demasiado benévola del ser humano, o quizás defendiéndose con ironía de algún acoso indebido, eso de que “contra gustos no hay disputas”, y, mira por dónde, sentó cátedra. Sin embargo, el gran Oscar Wilde - un tipo difícil, sin duda, vaya papeleta compartir el ascensor con Oscar hasta la planta sesenta, pongo por caso - lo explicó mejor, usando como siempre su navaja de afeitar, cuando dijo que “en literatura, el egoísmo puro es delicioso”. Y es que Oscar Wilde cuando las soltaba no gastaba más pólvora que la estrictamente necesaria. Confieso pues mi adicción, en cuestiones de placer (sea literatura, pintura o música), al egoísmo puro. Imposible hallar sustituto o “canguro” en este momento único. A ustedes no sé, pero a mí me ocurre cada vez que miro una pintura de van Gogh. Pablo Picasso era imperfecto como un Titán, pero van Gogh fue un autodidacta del dolor, y sólo así se puede reflejar, como hizo él, el trastorno del alma. Entre un Titán y un loco, no hay duda posible. Me quedo con el loco.
Texto: Artur Montfort
Pintura:Vincent van Gogh. La noche estrellada
Óleo sobre lienzo, 73,7 x 92,1 cm.
Museo MOMA de Nueva York

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13.5.08

Hotel Paradise


Le di varias vueltas a la llave hasta conseguir abrir la maldita puerta. Desde que Carmen se fue, dándome con la puerta en las narices, entrar en casa se asemeja al rito del regreso a mí mismo, a mi soledad de siempre, a la del solterón, aunque ahora era otra cosa, otro cielo, puede que otras estrellas. Por otra parte, había salido demasiado tarde de la agencia de viajes y, eso, tantas horas en la oficina, me sentaba fatal.
Un Jack Daniels rebajado con agua y a la mierda el constructor de Munich que quería un chalet con piscina en primera línea de mar, de hoy para mañana. De hoy para ayer para ser más exactos. Los alemanes no sólo desconocen su propia historia, no sólo parecen ignorar por completo que sus abuelos fueron unos nazis.
- En estos momentos no estoy... Etc.- A la mierda el teléfono. Aunque vaya verdad, la del contestador. Por este camino sólo puedo llegar a ninguna parte. Más o menos donde debe estar Christine. Justo cuando pienso en Christine, enciendo un cigarrillo y la llama del fósforo casi me asusta.
Fue entonces, al asomarme al balcón y absorber la calima de la noche (una noche calcinada, sofocante y de alguna forma irreal), tratando de retener la noción de mí mismo, rebuscando en el tedio y hallando apenas una mancha sin pasado, cuando sonó nuevamente el teléfono.
- Es Christine- pensé, por fin, abrumado por la evidencia.
Al escuchar su voz, tan lejana como yo mismo lo estaba en ese momento, encendí otro cigarrillo sin acabar el anterior. La invasión del recuerdo me producía un efecto de devastación y, al mismo tiempo, de extrañamiento. El viento arrancándome el corazón a jirones cuando empecé a buscarla detrás del tiempo, de nuestro tiempo, Christine, su cuerpo flexible montándome y gritándome tómame, como si esa escena no hubiera existido nunca, fruto sólo de mi imaginación y mi deseo. Desde el otro lado del mundo, desde Cambados, “Por aquí llueve mucho. La verdad es que no para de llover. Estoy empapada hasta los huesos, etcétera”. Y nada más. Un minuto inmenso largándome el parte meteorológico, hablándome con palabras cuyo significado, en realidad, era otro, frases que únicamente dejaban el corredor vacío de su voz mientras yo permanecía petrificado en el balcón, asándome a fuego lento con esa calma chicha que acababa poniéndome de los nervios. No dijo nada de cuándo regresaba, ni siquiera si pensaba regresar. Por supuesto, ni una palabra del atraco. Me imaginé una lluvia negra, tan negra como mis propios pensamientos.
- Aggiba las manos - dije, emulando a cualquier chorizo falto de liquidez, dispuesto a todo. Aunque en realidad fue un aullido, lanzado desde la puerta del establecimiento, desde donde permanecí, plantado como un pistolero más, mientras Christine, con el su desenfado y determinación que le caracterizaba, sugería primero al jefe (un guaperas de uno noventa con el que, en mi opinión, se entretuvo más de la cuenta) y, luego, al resto de clientes, que aflojaran la pasta. Fue tan fácil que Christine y yo nos miramos entre sorprendidos y excitados. En ese momento, nos sentimos los reyes del mambo. Claro que no nos quedamos para iniciar una encuesta de popularidad, así que nos dimos el piro sin pensárnoslo dos veces. El momento más delicado fue, sin embargo, cuando la Christine, de forma casi exquisita, aplastó los cinco dedos de la mano derecha del guarda jurado con la culata de su revolver. Las joyas, porque se trataba de una joyería, se las quedó ella, hecho que me pareció del todo irrelevante en ese momento y que ahora mismo me daba bastante en qué pensar. En realidad, empezaba a mortificarme.
Quizá uno de los motivos de este sudor frío que me impedía discurrir con fluidez, fuera el hecho de que ella se empeñara en desarrollar con todo detalle el tema de la lluvia en Cambados y no mencionara, pongo por caso, nada del botín, de las joyas, ni dónde y cuándo debíamos encontrarnos para disfrutar de nuestra reciente fechoría y ser felices y comer perdices, como en las películas, como en La Huida, por ejemplo: Steve McQueen y Ali MacGraw cruzando la frontera de Méjico.
Me despertó mi propio sudor a sabueso abandonado a su suerte y roce de la sábana me supo a mortaja. Aunque en realidad esa humedad, como comprobé enseguida, procedía más de mi propio sudor que de ese otro fenómeno natural que es la muerte. ¿Soñaba acaso? ¿Realmente estaba lloviendo en Cambados?
- Llueve mucho por aquí.
- ¿Estás bien, cariño?
- No te preocupes por mí.
- ¡Cómo que no me preocupe por ti, y el dinero, hija de puta!
Y, claro, en ese momento lo entendí todo, la llamada y el aviso, el engaño e, incluso, la burla. Miré hacia la ventana: las cortinas se encendían y apagaban envueltas en una noche de seda, en ese magma rojizo procedente del rótulo luminoso del Hotel Paradise, al otro lado de la calle. Eso mismo, hoteles de cinco estrellas, un montón de millones y a vivir en el paraíso, juntos los dos, solos los dos, tan felices los dos, happy together Christine.
- ¿O no era realmente así, cariño?
Me quedé un buen rato contemplando el inhumano vaivén del neón que duraría toda la noche, consciente de que, sin perder un sólo instante, lo que procedía era meter cuatro cosas en la bolsa de viaje, agarrar el coche y tragar carretera sin compasión. Pero estaba cansado, cansado de que, una vez más, la aventura y el amor se hubieran revelado tan vacíos, confirmándose así como la esencial intrascendencia de mi vida. Lo que me retenía, paralizado, era el parte meteorológico. Imaginarme Cambados, y a Christine paseando su minúscula porción de remordimiento, lo justo para sentirse humana, con su elegante impermeable de plástico amarillo, acordándose de su perro sabueso, de su querido agente turístico, dejándose vencer por un impulso tierno e irreflexivo y deteniéndose en cualquier cabina telefónica, una de tantas, para efectuar esa llamada absurda, producto de un resquicio de dulce sentimentalismo, ¿o de vileza? Para decirme solamente, llueve en Cambados. Claro que yo, a esas alturas, ya me hallaba atado y condenado. Prisionero de mi cansancio, y de una necesidad imperiosa de contemplar cómo la lluvia inundaba primero la cocina y luego la habitación contigua. Contemplé, perplejo, cómo el agua llegaba mansamente al comedor y la culebrilla de neón del Hotel Paradise lanzaba sus reflejos incandescentes sobre el gran charco en que se había convertido mi apartamento. Y ya era hora de empezar a alarmarse, ya que el chaise longue empezaba a navegar a su antojo y mi estantería favorita, la de nogal barnizado, parecería pronto el mismísimo Niágara. Cada anaquel, una cascada Y, sobre todo, porque estaba claro que nunca podría llegar hasta el teléfono y llamar a la Guardia Civil, o mejor al FBI, a tiempo, indicarles Cambados en el “Mapa Michelín de España y Portugal”, con mi dedo acusador. En lugar de eso, fascinado por aquel artificio acuático, no tuve ni fuerzas ni ganas de nadar un poco, un poquito de nada, al menos hasta la puerta para dar entrada a esa turba de vecinos aprendices de policías y detectives de paisano, todos probos ciudadanos dispuestos a identificarme como el asaltante de la joyería, y a contradecirse en sus declaraciones, todo sea dicho. Tantos había que apenas cabían en el rellano, ni ganas tenía, todo sea dicho, de llevarle la contraria al comisario, horas más tarde, agarrándome como un energúmeno por las solapas de mi chaqueta, chillándome que ya estaba harto de oírme decir lo mucho que llovía en Cambados...
Texto: Artur Montfort
Fotografía de Marcelo Aurelio: Por el mar
NOCTURAMA FOTOBLOG. 12 de Mayo de 2008
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1460

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12.5.08

Empieza a hacer calor

Empieza a hacer calor, aunque esto nunca nos había preocupado demasiado, porque tampoco nunca habíamos hablado tanto del tiempo como ahora, ni las señoras en el Super empezaban a rechazar las bolsas de plástico en un gesto que las ennoblece, y eso mientras Albert Boadella y Els Joglars, siempre contra viento y marea, estrenan obra en tierras hispanas con una crítica mordaz sobre la “bulla” del calentamiento global.
Empieza a hacer calor, dice Enriqueta, en su ilustración (o dibujo), como siempre inaugural, rozando lo espectacular, o lo naif, quizás más bien esto último, pero siempre con ese aire de anuncio antiguo o juguete roto de otras infancias.
Volviendo a lo de los calores, Enriqueta, que es intuitiva por naturaleza, ha regresado a su isla, donde agua no le falta. También es cierto que, afortunadamente, allí no le esperaba el Minotauro sino su querida familia. El Minotauro, el "mitológico", fue fruto de una relación nada convencional entre un hermoso y monumental toro blanco y Pasifae, esposa de Minos, rey de Creta. Al menos así lo cuenta Arnau Vilardebó en su espectáculo “Nacen Dioses…” del LLantiol. Y por lo que sé, creo que no anda desencaminado.
Porque el otro día asistimos al Llantiol y nos recibieron con aplausos y vítores, ya que gracias a nuestra llegada (pasaban apenas cinco minutos de la hora fijada para el comienzo de la sesión) el público nada menos que doblaba su número: pasamos de dos a cuatro espectadores. También es casualidad que entre los cuatro espectadores del señor Arnau, uno fuera Tauro. El espectáculo, una notable narración en clave de thriller de las idas y venidas de los pequeños dioses de cartón piedra, entre Creta y Grecia, y viceversa. Convenimos entre los cinco que no estaba nada claro que a Europa la raptase Zeus (o Júpiter, como prefieran) que, enamorado de lo que luego sería un continente más que un contenido, presentó bajo la apariencia de un hermoso toro de color castaño, y la convenció para que montara sobre su lomo... Y mucho menos que fuera justo que al pobre Minotauro lo condenasen a consumirse en ese laberinto que más bien parecía un zulo, ideado y construido por el malévolo Dédalo…. En fin, ¿qué se puede esperar de un arquitecto? Y como Vilardebó regalaba un huevo de madera a quien acertase alguna de sus preguntas, yo gané dos aunque el Tauro de mi izquierda se llevó tres. Perdí por tres a dos, aunque peor le fue al Barça, que perdió por cuatro a uno y que, en un ejercicio más de masoquismo patrio, le hizo el pasillo a la gozosa epifanía blanca mientras, en Salamanca, los herederos de Pizarro y Hernán Cortés se negaban un año más a destituir a Francisco Franco como Alcalde Perpetuo de la villa. Sí, la de los papeles.
También está Enrique, el "marido" de Enriqueta. Enrique y Enriqueta no son una variante de palindroma sino una pareja tan bien avenida que hasta se llaman igual. Él fue mi peluquero hasta hace bien poco, así que echo de menos nuestras pláticas y cotilleos, pero, sobre todo, le echo de menos a él. Ahora ando con su hermano Gonzalo, también notable artesano del cabello, toda una camada de Fígaros, constato. Y es que, puestos a llevarme la contraria (aunque sólo sea para no irme de vacío) soy de los que pienso que es mejor que todo quede en familia. Hablando de familia, tuve ocasión de conocer a los suegros de Enriqueta que, como podrán deducir, si es que han llegado ilesos hasta aquí, cosa improbable por otra parte, son los padres de Enrique. Me acogieron como a uno más de la familia, cosa que agradecí porque paso tiempos turbulentos, por mucho que saliera del Llantiol con cuatro huevos en lugar de los dos habituales, no sé si motivo suficiente para grandes entusiasmos.

Texto: Artur Montfort
Ilustración: Enriqueta Llorca. Radiación (Empieza a hacer calor)
25.4.2008
http://llorca-enriqueta.blogspot.com/

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7.5.08

Mátame


Un amor a tiempo parcial, clandestino. Estas cosas, enamorarse de un hombre casado, ella siempre había pensado que estaban reservadas para los otros, todos esos personajes extraños para ella y que eran referencia obligada para los chismes del hospital y los cotilleos en la pelu.
A Antonio, como buen representante, se le suponen innumerables entrevistas con sus clientes. O bien reuniones con los fabricantes o con otros vendedores. Aunque eso no es óbice - tantas excusas a mano - como para que las manecillas del reloj del apartamento de la calle Ganduxer nunca pasen de la doce, y, muy excepcionalmente, la una de la madrugada. A esa hora, Antonio siempre acaba escapándose. Dirá, como siempre,
- ¡Vaya, qué tarde se me ha hecho! - , y desaparecerá en quince minutos, después de una ducha rápida. Atrapará al vuelo la gabardina y el maletín y Laura le ajustará, con un pudor extraño, del que nunca logra desembarazarse del todo, el nudo de la corbata. Se moriría si no lo hiciera, eso de ajustarle el nudo de la corbata, porque, aunque se maldiga por esa predisposición al simulacro conyugal, la verdad es que, cada vez que lo hace, se imagina que Antonio no es el eterno extraño ante el que se desnuda y hace el amor cada semana. Por eso reincide siempre, por ejemplo, con ese botón de la camisa que flojea, y aunque él la recrimine, distraído:
- ¿Cómo es posible que no te moleste hacer estas cosas?
Y ella se maldiga nuevamente por ello. Pero aún así no pueda evitar hacerlo, como no puede evitar el recaer una y otra vez en esa vulgaridad, la mayor de todas, la menos elegante, la más sórdida, cuando, justo en el vestíbulo, junto a la lámpara de pie, junto al cuadro con esa reproducción de El Angelus de Millet que tanto adora, y cuándo más prisa tiene Antonio, porque es el cumpleaños de Eva, su mujer, o el de la niña, o vete a saber qué efemérides repetida, intranscendente e inevitable, pues precisamente ese día, cuando más prisa tiene Antonio, ella, y es un impulso que la vence, que la mortifica, que la humilla, entonces se rebela, aunque su rebelión es sumisa y tramposa, eso es cierto, entonces tontea con él, se ve a sí misma haciendo lo último que siempre habría deseado hacer, es decir, se aferra a ese instante sin pensar en el después, lo manosea hasta hacerse nuevamente deseada, y piensa, no puede evitar pensar, soy una golfa, y en el rincón más recóndito de su desesperación le complace pensarlo, porque ese día se ha puesto el negligé que a él le dispara lo fantasioso, y esa noche se interpone entre él y la puerta, y allí se queda, y allí mismo le muerde el lóbulo de la oreja y se niega a besarlo en la boca, y por contra lo que hace es mordisquearle los labios, lamerle el cuello, mientras empieza con la sarta de obscenidades, mientras se ríe, porque a él le vuelven loco esos arrebatos de niña ingenua aunque golfa, obscenidades que siempre provocan las quejas de él, quejas simuladas, complacientes en el fondo, claro, y a las que añade un, no me dejes así, cariño, cálido, húmedo, esponjoso... Un, no me dejes así, del tamaño de un garfio que lo atrapa por el pescuezo y lo deja tocado y jadeante. Y se ríe, claro, con esa risa suya, la más falsa de todas pero, vete a saber por qué, la más efectiva, la que extrae más de dentro, la más desesperada y quizás por ello la más auténtica. Y, acto seguido, le baja la cremallera del pantalón, y él se lamenta que se le hace tarde, pero ella profundiza en la herida abierta y exclama el gusto que le da, segura como está de que le está entrando por el lado fácil, y así, mientras las palabras se enroscan como lenguas, como diablillos juguetones, ella le sujeta los riñones con sus piececitos de princesa, y busca jadeante ese calor que la ayuda a no pensar, ese placer oblicuo que la inunda, una complacencia mórbida que también la vuelve loca y, a la vez, la humilla, que la empuja al qué mas da. Y cada vez que ella le dice, mátame, por favor, él se exaspera y se ensaña con ella, y le marca la espalda con sus uñas de animal excitado hasta hacerle brotar delgados surcos de sangre, soy tu perra, gime ella entre suspiros que más parecen sollozos, y así hasta que finalmente sus orgasmos estallan en gritos roncos y desgarrados, pero lo que él no llega a imaginarse es cuán sincera es ella cuando le dice eso, mátame. Cómo llega a desearlo, que él la mate de verdad, sólo ella lo sabe. Todo menos abandonarla así.
Aunque a Antonio no pueda odiarlo. Sencillamente no se puede tirar por la borda lo único bueno que una tiene, aunque sea un bien escaso, se justifica Laura, ya que en el otro lado de la balanza, ¿qué tiene, aparte de una existencia invadida por la carcoma del día a día y un devenir despoblado de afectos y plagado de soledades? En definitiva, se defiende, vivir es lo que importa. Y, acto seguido, como enfadándose consigo misma: ni un reproche, eso se lo juró a sí misma hace tiempo, ni una lágrima, porque el reproche lleva inevitablemente a la falsa promesa, a la suprema humillación, esa que acaba con ese pediré el divorcio. Se prometió que nunca entraría en ese juego de mentiras, y de eso hace ahora mucho tiempo, quizás demasiado, quizás ya son demasiados años, demasiados meses, demasiados días. Ya hace algún tiempo que le ronda esa idea por la cabeza, quizás sea por la propia actitud de Antonio, tan esquivo últimamente, también a ella le dice alguna vez lo del compromiso imprevisto, claro, el delegado de Madrid que llega en el puente aéreo. Quizás vendrá un día y le dirá Laura, tenemos que hablar, Laura, esto se acabó. Quizás habrá conocido a otra mujer ¿Por qué, sino esa nota equívoca que encontró en el bolsillo interior de su chaqueta? No necesita que nadie le diga lo que ya sabe. Y eso lo piensa mientras conduce su vehículo hacia el interior del parking de Ganduxer, como cada viernes Antonio estará a punto de llegar, mientras el portón levadizo se cierra y ella echa un último vistazo al espejito del coche, y saca de la guantera ese frasco de cristal que tantos esfuerzos y engaños le ha costado adquirir en el laboratorio del hospital, y cuyo bebedizo mortífero la asusta y le tiembla en las manos, escalofrío oscuro que se remueve en sus entrañas y desde allí la reclama. Porque no es sólo Antonio, un amante siempre esquivo que hiere y desgarra, y que puede romperte el corazón. Porque sin corazón también se vive, lo sabrá ella. No, no es sólo eso, es ese desierto yermo que le llena la boca de arena cada día y le impide respirar, es ese tremendo esfuerzo por levantarse cada mañana, ese dolor que cada vez va en aumento, fatiga crónica dictaminó el doctor, depresión endógena dirá el otro. Se trata de un proceso degenerativo irreversible, tienes la sangre enferma, dijo el tercero, mirándola con sus ojos oscuros y las analíticas en las manos. Es descubrir con horror que Antonio era una ilusión que ya no controla, que ni siquiera desea. Y así, como descubriendo por fin que el viaje ha sido inútil, de pronto, brutalmente, como la propia vida, como si un lado siguiera siendo más sombrío que el otro, y el túnel infinito, empezó a albergar ese deseo suicida, esa ansia sin retorno: poder escuchar la música más bella después de silencio. Y todo eso mientras sube en el ascensor, apretando el bolso contra su cuerpo, mientras deja escapar un suspiro, que más parece un quejido, un clamor que le acaricia los labios, secos y despoblados, manchados de negro, como diciéndole a Antonio, como diciéndose a sí misma una vez más, mátame.
Texto: Artur Montfort
Fotografía: Carolina Alfaro, monigotes
Descripción : fotografía con manipulación digital
GaleriaGoya.com
http://www.galeriagoya.com/php/modules.php?
op=modload&name=My_eGallery&file=index&do=showgall&gid=13

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6.5.08

La tercera cita


A la tercera cita, la besé. Aquel día habíamos ido al cine con otros amigos y nos sentamos juntos. A partir de la mitad de la película, más o menos, empezó a llorar y ya no paró hasta el final. Luego, los demás se fueron de copas y nos quedamos solos. La acompañé a casa y la verdad es que, en el trayecto, no hablamos demasiado. Cuando, en el portal de la escalera, me acerqué lentamente y puse mis labios sobre los suyos, ella cerró los ojos en silencio. Tenía un montón de excusas preparadas por si me rechazaba o simplemente apartaba la cara, aunque sólo un par de ellas, o quizás sólo una, o ninguna, eran suficientemente convincentes. Lo cierto es que no tuve necesidad de usarlas.
Tampoco fue como para tirar cohetes. Fue un beso sin lengua, sin caricias, ni arrumacos ni nada parecido. Un beso de buenas noches. Podríamos llamarlo así para ser benévolos. También es verdad que, sin ser la caída del muro de Berlín, de ningún modo supo a negativa o a cortesía de medianoche.
Aparte de eso, tampoco me quedaban demasiadas alternativas. Si hubiese decidido marcharme en busca de los límites del planeta me hubiera pasado lo que a los aventureros de otros tiempos. Hubiera acabado perdido en el corazón de las tinieblas, para no regresar nunca jamás. Al fin y al cabo, que la Tierra es redonda era un secreto a voces y yo me hallaba preso en una esfera de carbono hurgando en el espacio en busca de estrellas y planetas a miles de millones de años luz.
Fue un beso para la paciencia. No daba para alardear de ello al día siguiente, en el instituto, pero fue suficiente como para que me pasara todo el viaje de vuelta, “escuchando” el Mesías de George Friederic Handel sin necesidad de darle al radiocasete y, también, para dibujar mentalmente promesas con los lápices de colores de mi imaginación. Tampoco era el momento de hacerse grandes preguntas, porque todas confluirían inexorablemente hacia una única respuesta, y esa respuesta es que no había respuesta. Si Dios era el cosmos, o viceversa era algo que nunca sabría, cuestión que por sí sola ya demostraba la fortuna del ser humano en saber solamente lo justo y necesario como para no dar rienda a su desesperación. En mi caso concreto, significaba, sin embargo, poder sumergirme en el poso de esa secreta e insondable fórmula que posibilitaba que un acto aparentemente tan pueril como un beso produjera la injustificada alegría que me embargaba, y cuyo ardor pervivía todavía mientras buscaba un hueco donde aparcar e, incluso, cuando subía las escaleras de casa, y así hasta que, ya dormido, me llegaban todavía los hermosos cantos del Messiah. Como cometas vagando por el espacio.

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1.5.08

Flores de ceniza


Para la banda de los cuatro

Sobre el nivel de este mar, sólo me quedan los ojos. Ya no investigan. Sólo contemplan cómo pasa el tiempo. Resulta algo ya ajeno, externo; no diré que extemporáneo porque sería demasiado decir. Mis amigos me llaman viejo y parecen convencidos, sino obsesionados, en nuestra imposibilidad de conquistar a una de veinte. Uno presume de viejo verde y el otro de sólo la pasta mueve montañas. La experiencia sirve para muchas cosas inútiles y también para exhibirlas en público. Y en según que vecindarios la experiencia es una lacra. Irónica venganza de nuestra generación paterna que tuvo que soportar, además de los sinsabores de una posguerra sucia e indecente, que nos presentáramos en casa disfrazados de guerrilleros urbanos. Aunque los/as de veinte todavía son más crueles. Es su derecho. Nada que deba preocuparnos.
Y, ¿para que engañaros? Alguna que otra noche me sigue un individuo entre las sombrías callejuelas de Horta-Guiñando. No parece un policía y, sin embargo, acaba abordándome en el portal de mi casa y me pide los papeles. Entonces lo reconozco. Se trata de Paúl Celan, que, por cierto, también ha envejecido, y mucho. Dice Humm...

Y añade, ante mi desconcierto:
estoy solo y en el vaso lleno
de madura oscuridad
introduzco flores de ceniza
- ¡Hay que joderse! ¡Qué noche! Sólo falta que me requiera para una prueba de alcoholemia, pienso, un tanto abatido.
Mientras intento conciliar el sueño, no sin esfuerzo por los dos whiskys y el mojito, dosis un tanto excesiva para un abstemio, y compruebo que son pasadas las dos de la madrugada y que debo levantarme no después de las ocho, hacer el equipaje para un largo puente en la Cerdanya, aparece el capitán para darme la puntilla…
Sí, ya sé que parece demasiada literatura, mucho rollo, como en los cuentecitos de Monzó, pero yo soy así, tengo una relación muy especial con mis fantasmas. Así que mientras recuerdo, no sin cierto cariño, la cena de esta noche junto a tres entrañables individuos con los que llevamos casi treinta años quedando para cenar - al menos tres veces al año -, y eso crea ciertos lazos emocionales, no sé, cierto afecto, ya se sabe, a veces el contacto, el roce hace milagros, y otras veces no basta la fidelidad del gato o del perro ni la chamba de que te caiga una de veinte. A veces, sencillamente, un amigo resulta una bendición. Y es que, hay ocasiones en que un clavo no se saca con otro clavo. Un clavo se saca con un amigo. Aunque esté gastado, viejo y loco.
Pero ahí está el joven capitán de "La línea de la sombra", la conocida y venerada novela de Joseph Conrad, diciéndome al oído: "La gente tiene una gran opinión sobre las ventajas de la experiencia. Pero por regla general, experiencia significa siempre algo desagradable y contrapuesto al encanto y la inocencia de las ilusiones."
Vete a saber, igual tiene razón. Por algún motivo le habrán nombrado capitán, digo yo. Es su derecho. Como si me dice lo contrario. En definitiva, nada que deba preocuparme.
Texto: Artur Montfort

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Donde infinita el verso


Te necesito quí, mas cerca
que yo mismo.
Juan Bañuelos
endría que inventar, para mirarte bien
entre la turba terca de las cosas, un cúmulo de voces y de signos.
Jaime Labastida

En mi camino, como la luz más frecuente,
hipodérmica,
te necesito aquí.
Cambiaré el giro de tus senos
mi desvelo será ahora
de cuarenta y cinco grados.
Mientras que en tu ombligo
el mundo se dibuje haciendo malabares.
Ahora, sería mejor cortarle el cuello al frío,
que no moleste,
mientras intento dormir en cada arteria de tu nombre.
México, 3 de Marzo, Claudia (aquí comienza a perseguirme
una teta kilométrica de acero y una sed enquijotada)
he soñado tus encajes dispersos por la alcoba
y una culpa de vientre.
La escalera, no da a ninguna parte; un cojín
con sobras de tu pelo me atormenta,
me descubre amarillento
con más de tres dolores en el alma.
He resuelto –por mi bien- no volverte a escribir.
Saludos y un beso.
¿Por dónde tu silbido,
por dónde el tiempo?
La tierra se abre ante tus ojos
y todo lo que tocas son patas de costumbre,
un pedazo de vena intermitente.
Texto: Marco Dali Corona
Voltario, Segunda parte


El primer tirano al que debe vencer un escritor, según Tulio y con lo cual estoy de acuerdo, es su propia mojigatería, la primera prostituta, o " dama de sociedad" que debe de seducir es su propia lengua, para poder sacarse así, sin culpas y sin penas, todo el dolor o todo el cariño, pongamos, de una boca, unos brazos, una mañana que se escurre en la ventana.Si bien en muchos casos es duro, creo también que la dificultad es, o "debiera" ser directamente proporcional a la pasión, por lo tanto, no me disculpo por no ser brillante, vivo en función de tres cosas, mi hijo, la lealtad, la honestidad, y si en el camino llegara a perder alguna de estas tres cosas sólo me quedaría depender de la amable bondad de los extraños, o morir de frío y de tristeza, sólo me quedaría escribir sobre costas y mares, artilugios vanos de una soledad que sangra desde dentro.
Dalí Corona
México DF, invierno del 2005.

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