Hotel Paradise
Le di varias vueltas a la llave hasta conseguir abrir la maldita puerta. Desde que Carmen se fue, dándome con la puerta en las narices, entrar en casa se asemeja al rito del regreso a mí mismo, a mi soledad de siempre, a la del solterón, aunque ahora era otra cosa, otro cielo, puede que otras estrellas. Por otra parte, había salido demasiado tarde de la agencia de viajes y, eso, tantas horas en la oficina, me sentaba fatal.
Un Jack Daniels rebajado con agua y a la mierda el constructor de Munich que quería un chalet con piscina en primera línea de mar, de hoy para mañana. De hoy para ayer para ser más exactos. Los alemanes no sólo desconocen su propia historia, no sólo parecen ignorar por completo que sus abuelos fueron unos nazis.
- En estos momentos no estoy... Etc.- A la mierda el teléfono. Aunque vaya verdad, la del contestador. Por este camino sólo puedo llegar a ninguna parte. Más o menos donde debe estar Christine. Justo cuando pienso en Christine, enciendo un cigarrillo y la llama del fósforo casi me asusta.
Fue entonces, al asomarme al balcón y absorber la calima de la noche (una noche calcinada, sofocante y de alguna forma irreal), tratando de retener la noción de mí mismo, rebuscando en el tedio y hallando apenas una mancha sin pasado, cuando sonó nuevamente el teléfono.
- Es Christine- pensé, por fin, abrumado por la evidencia.
Al escuchar su voz, tan lejana como yo mismo lo estaba en ese momento, encendí otro cigarrillo sin acabar el anterior. La invasión del recuerdo me producía un efecto de devastación y, al mismo tiempo, de extrañamiento. El viento arrancándome el corazón a jirones cuando empecé a buscarla detrás del tiempo, de nuestro tiempo, Christine, su cuerpo flexible montándome y gritándome tómame, como si esa escena no hubiera existido nunca, fruto sólo de mi imaginación y mi deseo. Desde el otro lado del mundo, desde Cambados, “Por aquí llueve mucho. La verdad es que no para de llover. Estoy empapada hasta los huesos, etcétera”. Y nada más. Un minuto inmenso largándome el parte meteorológico, hablándome con palabras cuyo significado, en realidad, era otro, frases que únicamente dejaban el corredor vacío de su voz mientras yo permanecía petrificado en el balcón, asándome a fuego lento con esa calma chicha que acababa poniéndome de los nervios. No dijo nada de cuándo regresaba, ni siquiera si pensaba regresar. Por supuesto, ni una palabra del atraco. Me imaginé una lluvia negra, tan negra como mis propios pensamientos.
- Aggiba las manos - dije, emulando a cualquier chorizo falto de liquidez, dispuesto a todo. Aunque en realidad fue un aullido, lanzado desde la puerta del establecimiento, desde donde permanecí, plantado como un pistolero más, mientras Christine, con el su desenfado y determinación que le caracterizaba, sugería primero al jefe (un guaperas de uno noventa con el que, en mi opinión, se entretuvo más de la cuenta) y, luego, al resto de clientes, que aflojaran la pasta. Fue tan fácil que Christine y yo nos miramos entre sorprendidos y excitados. En ese momento, nos sentimos los reyes del mambo. Claro que no nos quedamos para iniciar una encuesta de popularidad, así que nos dimos el piro sin pensárnoslo dos veces. El momento más delicado fue, sin embargo, cuando la Christine, de forma casi exquisita, aplastó los cinco dedos de la mano derecha del guarda jurado con la culata de su revolver. Las joyas, porque se trataba de una joyería, se las quedó ella, hecho que me pareció del todo irrelevante en ese momento y que ahora mismo me daba bastante en qué pensar. En realidad, empezaba a mortificarme.
Quizá uno de los motivos de este sudor frío que me impedía discurrir con fluidez, fuera el hecho de que ella se empeñara en desarrollar con todo detalle el tema de la lluvia en Cambados y no mencionara, pongo por caso, nada del botín, de las joyas, ni dónde y cuándo debíamos encontrarnos para disfrutar de nuestra reciente fechoría y ser felices y comer perdices, como en las películas, como en La Huida, por ejemplo: Steve McQueen y Ali MacGraw cruzando la frontera de Méjico.
Me despertó mi propio sudor a sabueso abandonado a su suerte y roce de la sábana me supo a mortaja. Aunque en realidad esa humedad, como comprobé enseguida, procedía más de mi propio sudor que de ese otro fenómeno natural que es la muerte. ¿Soñaba acaso? ¿Realmente estaba lloviendo en Cambados?
- Llueve mucho por aquí.
- ¿Estás bien, cariño?
- No te preocupes por mí.
- ¡Cómo que no me preocupe por ti, y el dinero, hija de puta!
Y, claro, en ese momento lo entendí todo, la llamada y el aviso, el engaño e, incluso, la burla. Miré hacia la ventana: las cortinas se encendían y apagaban envueltas en una noche de seda, en ese magma rojizo procedente del rótulo luminoso del Hotel Paradise, al otro lado de la calle. Eso mismo, hoteles de cinco estrellas, un montón de millones y a vivir en el paraíso, juntos los dos, solos los dos, tan felices los dos, happy together Christine.
- ¿O no era realmente así, cariño?
Me quedé un buen rato contemplando el inhumano vaivén del neón que duraría toda la noche, consciente de que, sin perder un sólo instante, lo que procedía era meter cuatro cosas en la bolsa de viaje, agarrar el coche y tragar carretera sin compasión. Pero estaba cansado, cansado de que, una vez más, la aventura y el amor se hubieran revelado tan vacíos, confirmándose así como la esencial intrascendencia de mi vida. Lo que me retenía, paralizado, era el parte meteorológico. Imaginarme Cambados, y a Christine paseando su minúscula porción de remordimiento, lo justo para sentirse humana, con su elegante impermeable de plástico amarillo, acordándose de su perro sabueso, de su querido agente turístico, dejándose vencer por un impulso tierno e irreflexivo y deteniéndose en cualquier cabina telefónica, una de tantas, para efectuar esa llamada absurda, producto de un resquicio de dulce sentimentalismo, ¿o de vileza? Para decirme solamente, llueve en Cambados. Claro que yo, a esas alturas, ya me hallaba atado y condenado. Prisionero de mi cansancio, y de una necesidad imperiosa de contemplar cómo la lluvia inundaba primero la cocina y luego la habitación contigua. Contemplé, perplejo, cómo el agua llegaba mansamente al comedor y la culebrilla de neón del Hotel Paradise lanzaba sus reflejos incandescentes sobre el gran charco en que se había convertido mi apartamento. Y ya era hora de empezar a alarmarse, ya que el chaise longue empezaba a navegar a su antojo y mi estantería favorita, la de nogal barnizado, parecería pronto el mismísimo Niágara. Cada anaquel, una cascada Y, sobre todo, porque estaba claro que nunca podría llegar hasta el teléfono y llamar a la Guardia Civil, o mejor al FBI, a tiempo, indicarles Cambados en el “Mapa Michelín de España y Portugal”, con mi dedo acusador. En lugar de eso, fascinado por aquel artificio acuático, no tuve ni fuerzas ni ganas de nadar un poco, un poquito de nada, al menos hasta la puerta para dar entrada a esa turba de vecinos aprendices de policías y detectives de paisano, todos probos ciudadanos dispuestos a identificarme como el asaltante de la joyería, y a contradecirse en sus declaraciones, todo sea dicho. Tantos había que apenas cabían en el rellano, ni ganas tenía, todo sea dicho, de llevarle la contraria al comisario, horas más tarde, agarrándome como un energúmeno por las solapas de mi chaqueta, chillándome que ya estaba harto de oírme decir lo mucho que llovía en Cambados...
Texto: Artur Montfort
Fotografía de Marcelo Aurelio: Por el mar
NOCTURAMA FOTOBLOG. 12 de Mayo de 2008
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1460
Un Jack Daniels rebajado con agua y a la mierda el constructor de Munich que quería un chalet con piscina en primera línea de mar, de hoy para mañana. De hoy para ayer para ser más exactos. Los alemanes no sólo desconocen su propia historia, no sólo parecen ignorar por completo que sus abuelos fueron unos nazis.
- En estos momentos no estoy... Etc.- A la mierda el teléfono. Aunque vaya verdad, la del contestador. Por este camino sólo puedo llegar a ninguna parte. Más o menos donde debe estar Christine. Justo cuando pienso en Christine, enciendo un cigarrillo y la llama del fósforo casi me asusta.
Fue entonces, al asomarme al balcón y absorber la calima de la noche (una noche calcinada, sofocante y de alguna forma irreal), tratando de retener la noción de mí mismo, rebuscando en el tedio y hallando apenas una mancha sin pasado, cuando sonó nuevamente el teléfono.
- Es Christine- pensé, por fin, abrumado por la evidencia.
Al escuchar su voz, tan lejana como yo mismo lo estaba en ese momento, encendí otro cigarrillo sin acabar el anterior. La invasión del recuerdo me producía un efecto de devastación y, al mismo tiempo, de extrañamiento. El viento arrancándome el corazón a jirones cuando empecé a buscarla detrás del tiempo, de nuestro tiempo, Christine, su cuerpo flexible montándome y gritándome tómame, como si esa escena no hubiera existido nunca, fruto sólo de mi imaginación y mi deseo. Desde el otro lado del mundo, desde Cambados, “Por aquí llueve mucho. La verdad es que no para de llover. Estoy empapada hasta los huesos, etcétera”. Y nada más. Un minuto inmenso largándome el parte meteorológico, hablándome con palabras cuyo significado, en realidad, era otro, frases que únicamente dejaban el corredor vacío de su voz mientras yo permanecía petrificado en el balcón, asándome a fuego lento con esa calma chicha que acababa poniéndome de los nervios. No dijo nada de cuándo regresaba, ni siquiera si pensaba regresar. Por supuesto, ni una palabra del atraco. Me imaginé una lluvia negra, tan negra como mis propios pensamientos.
- Aggiba las manos - dije, emulando a cualquier chorizo falto de liquidez, dispuesto a todo. Aunque en realidad fue un aullido, lanzado desde la puerta del establecimiento, desde donde permanecí, plantado como un pistolero más, mientras Christine, con el su desenfado y determinación que le caracterizaba, sugería primero al jefe (un guaperas de uno noventa con el que, en mi opinión, se entretuvo más de la cuenta) y, luego, al resto de clientes, que aflojaran la pasta. Fue tan fácil que Christine y yo nos miramos entre sorprendidos y excitados. En ese momento, nos sentimos los reyes del mambo. Claro que no nos quedamos para iniciar una encuesta de popularidad, así que nos dimos el piro sin pensárnoslo dos veces. El momento más delicado fue, sin embargo, cuando la Christine, de forma casi exquisita, aplastó los cinco dedos de la mano derecha del guarda jurado con la culata de su revolver. Las joyas, porque se trataba de una joyería, se las quedó ella, hecho que me pareció del todo irrelevante en ese momento y que ahora mismo me daba bastante en qué pensar. En realidad, empezaba a mortificarme.
Quizá uno de los motivos de este sudor frío que me impedía discurrir con fluidez, fuera el hecho de que ella se empeñara en desarrollar con todo detalle el tema de la lluvia en Cambados y no mencionara, pongo por caso, nada del botín, de las joyas, ni dónde y cuándo debíamos encontrarnos para disfrutar de nuestra reciente fechoría y ser felices y comer perdices, como en las películas, como en La Huida, por ejemplo: Steve McQueen y Ali MacGraw cruzando la frontera de Méjico.
Me despertó mi propio sudor a sabueso abandonado a su suerte y roce de la sábana me supo a mortaja. Aunque en realidad esa humedad, como comprobé enseguida, procedía más de mi propio sudor que de ese otro fenómeno natural que es la muerte. ¿Soñaba acaso? ¿Realmente estaba lloviendo en Cambados?
- Llueve mucho por aquí.
- ¿Estás bien, cariño?
- No te preocupes por mí.
- ¡Cómo que no me preocupe por ti, y el dinero, hija de puta!
Y, claro, en ese momento lo entendí todo, la llamada y el aviso, el engaño e, incluso, la burla. Miré hacia la ventana: las cortinas se encendían y apagaban envueltas en una noche de seda, en ese magma rojizo procedente del rótulo luminoso del Hotel Paradise, al otro lado de la calle. Eso mismo, hoteles de cinco estrellas, un montón de millones y a vivir en el paraíso, juntos los dos, solos los dos, tan felices los dos, happy together Christine.
- ¿O no era realmente así, cariño?
Me quedé un buen rato contemplando el inhumano vaivén del neón que duraría toda la noche, consciente de que, sin perder un sólo instante, lo que procedía era meter cuatro cosas en la bolsa de viaje, agarrar el coche y tragar carretera sin compasión. Pero estaba cansado, cansado de que, una vez más, la aventura y el amor se hubieran revelado tan vacíos, confirmándose así como la esencial intrascendencia de mi vida. Lo que me retenía, paralizado, era el parte meteorológico. Imaginarme Cambados, y a Christine paseando su minúscula porción de remordimiento, lo justo para sentirse humana, con su elegante impermeable de plástico amarillo, acordándose de su perro sabueso, de su querido agente turístico, dejándose vencer por un impulso tierno e irreflexivo y deteniéndose en cualquier cabina telefónica, una de tantas, para efectuar esa llamada absurda, producto de un resquicio de dulce sentimentalismo, ¿o de vileza? Para decirme solamente, llueve en Cambados. Claro que yo, a esas alturas, ya me hallaba atado y condenado. Prisionero de mi cansancio, y de una necesidad imperiosa de contemplar cómo la lluvia inundaba primero la cocina y luego la habitación contigua. Contemplé, perplejo, cómo el agua llegaba mansamente al comedor y la culebrilla de neón del Hotel Paradise lanzaba sus reflejos incandescentes sobre el gran charco en que se había convertido mi apartamento. Y ya era hora de empezar a alarmarse, ya que el chaise longue empezaba a navegar a su antojo y mi estantería favorita, la de nogal barnizado, parecería pronto el mismísimo Niágara. Cada anaquel, una cascada Y, sobre todo, porque estaba claro que nunca podría llegar hasta el teléfono y llamar a la Guardia Civil, o mejor al FBI, a tiempo, indicarles Cambados en el “Mapa Michelín de España y Portugal”, con mi dedo acusador. En lugar de eso, fascinado por aquel artificio acuático, no tuve ni fuerzas ni ganas de nadar un poco, un poquito de nada, al menos hasta la puerta para dar entrada a esa turba de vecinos aprendices de policías y detectives de paisano, todos probos ciudadanos dispuestos a identificarme como el asaltante de la joyería, y a contradecirse en sus declaraciones, todo sea dicho. Tantos había que apenas cabían en el rellano, ni ganas tenía, todo sea dicho, de llevarle la contraria al comisario, horas más tarde, agarrándome como un energúmeno por las solapas de mi chaqueta, chillándome que ya estaba harto de oírme decir lo mucho que llovía en Cambados...
Texto: Artur Montfort
Fotografía de Marcelo Aurelio: Por el mar
NOCTURAMA FOTOBLOG. 12 de Mayo de 2008
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Etiquetas: relatos
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