La motocicleta apareció de pronto, con su refulgente chasis, como un relámpago en la noche. Una Yamaha de color rojo con bandas azules y blancas. La moto se interpuso entre la sucia carrocería de mi coche y la parte trasera del Porche gris perla que conducía una rubia platino más próxima a los cincuenta que a los treinta. Andaba como loca, la Yamaha quiero decir, sorteando coches y furgonetas. No era de extrañar que ocurriera lo que ocurrió.
Todo fue muy rápido. Un resbalón, sin duda – y como se comprobó luego - un resto de aceite grasiento sobre al asfalto y, en seguida, el eco del carenado de la moto arrugándose, retorciéndose como papel quemado y, por fin, la visión, en riguroso primer plano, de una rueda girando vertiginosamente. En la boca del estómago, esa sensación de vacío o ausencia, cuando la realidad se quiebra como la delgada rama de un árbol seco. Un amargo sabor en la boca. Y en el pavimento, un cuerpo tendido, una figura extraña sin rostro, oculto bajo el casco integral. Su corbata se resistía a despegarse del nudo de una camisa perfectamente abrochada. La pernera del pantalón se había enmarañado casi hasta la rodilla, así que pude ver sus calcetines negros de fibra fina y, más arriba, su americana de lino sin cuello, manchada de aceite. Y no mucho más tarde, todo ello convertido en una manta tendida de la que sobresalía un zapato reluciente como una patena.
La grúa se llevó mi coche, un modelo Talbot un tanto anticuado- aunque yo le tengo cariño, con él fuimos a París y Venecia, Sandra y yo-, así que me atreví a decirle cuídemelo, ¿eh?, a lo que el funcionario municipal me miró de arriba a abajo, vaya gilipollas, me dijo con su mirada: con un occiso aún caliente y me vienes con bromitas.
Llegué a casa en taxi. Sandra estaba en Zaragoza, en alguna convención o cursillo de cirugía plástica, así que fallé en mi primer impulso, contárselo todo, solicitar su insustituible compasión, ese tú no tienes la culpa que yo tanto agradecería y que junto a ese otro al fin y al cabo no podías hacer otra cosa yo había fundamentado desde siempre mi coartada vital. Luego, quizá ella me masajearía el hombro y yo, ya superados mis remordimientos por haber sobrevivido al accidente, deslizaría mi mano bajo su falda, le sacaría las bragas con esa pericia que sólo la práctica otorga, y acabaríamos en el sofá respirando sofocadamente y exhaustos como dos boxeadores en el último round.
Cuando desperté, horas más tarde, lo primero que me vino a la mente fue el absurdo sueño del accidente de la moto, inmediatamente después el guante de color rojo chillón empotrándose en mi rostro y destrozándome la nariz, y, finalmente, la voz de Masterson golpeándome los oídos, despierta ya, muchacho, que no ha sido para tanto…¡Vaya paliza que te han dado!
Aunque lo cierto es que yo no quería despertar por más que Masterson me gritara y cacheteara, aunque fuera cierto que, a medida que iba pasando el tiempo, el dolor se iba desgastando y convirtiéndose, al mismo tiempo, en una arena fina y suave, y el frío empezara a meterse en mis huesos, y lo único que yo deseaba en aquel momento era un poco de calor, una manta a poder ser, y unos zapatos nuevos para marcharme de allí lo más pronto posible.
Fotografía de Marcelo Aurelio: La joven del agua
27 de noviembre de 2007
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