Sospecha
Llegue a casa como un cohete, aterido de frío y fatigado por un día laborioso, conecté la calefacción central y me arrellané en el sillón. Un Valentinne's please, me dije a mí mismo mientras dejaba que mi mirada descansara por fin en las paredes esmaltadas de blanco y en la foto enmarcada de la Bienal de Venecia, junto con alguna pieza de cerámica de gran valor, regalo-chantaje, supuestamente sentimental, de mi señora madre. Y me acordé del frenazo y de ese desagradable chirrido, el chasis rozando el pavimento húmedo, hurgando en el bordillo hasta arrancarle una fea estridencia que se me metió en el cerebro y no quería salir ni por esas. Me dormí con un vuelco en el corazón, como advirtiéndome de que uno no puede decir sin-ti-no-quiero-vivir sin amedrentar al otro de mala manera.
Cuando me despertó el teléfono, yo no sabía exactamente donde me hallaba. Tardé unos segundos en coger el auricular aunque sólo fuera para acallar su molesto sonido, pero para escuchar, acto seguido, la voz de Juan Carlos, compañero de zona de Sandra. No te llamo para que te preocupes, me dijo, sólo para que lo sepas, que Sandra se ha intoxicado con la cena, aunque ahora ya está mejor, ha vomitado hasta la papilla. Es difícil que pueda regresar mañana. No, no hace falta que vengas, de verdad, me ha dicho que te llamará en cuánto pueda...
Tardé un poco en reaccionar. ¡Un poco mucho! Para entonces ya hacía rato que había colgado el teléfono, que me había preparado otro whisky sin hielo y que me había asomado al balcón para tomar un poco del aire helado de la noche y, finalmente, con el último trago, para rememorar la breve pero sustanciosa conversación con Juan Carlos. Ahí quería llegar yo. ¿Por qué había llamado ese imbécil y no Carmina que era con quien Sandra compartía habitación? Eso mismo, ya que el siguiente por qué me dio un vuelco en el estómago, signo inequívoco de que las cosas andaban mal. Mal de verdad, pues el peso en la boca del estómago era la sospecha física de que algo no andaba bien. O por todavía: de que casi nunca había andado bien.
La siguiente y última pregunta me pilló embutido en mi vieja americana de lino y dándole caña al último sorbo de otro whisky. Claro que, justo cuando abría la puerta del garaje, me percaté de que el Talbot estaba hecho puré en el taller de reparaciones. Hasta que no venga el perito de la compañía no puedo decirle nada, caballero. Estaba sin coche y tampoco era cuestión de ir a Zaragoza en taxi. ¡Vaya día de mierda! Exclamé airado.
Quien inventó la frase de que cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana debería estar en las Islas Vírgenes, en las Bahamas o en cualquier otro lugar donde primara el clima tropical, por supuesto. Aunque había que reconocer que la máxima cuadraba del todo con la situación que me encontré al salir de casa, desesperado por no disponer de ningún medio de locomoción. ¿Qué otra respuesta encontrar, si no, para esa flamante Yamaha, aparcada frente a mi puerta con las llaves puestas, como diciéndome móntame?
Cuando llevaba media hora de arriesgada marcha la carga de whisky amainó su confuso efecto y mi mente empezó a aclararse, aumentando, de esta manera, mis posibilidades de supervivencia. Y fue entonces cuando empezaron a llover las malditas ideas sobre mi cabeza. Toc. Toc. Y acabé cediendo, poco a poco, mientras el aire helado me cortaba la cara como un cuchillo. Acabé concediendo que no puede uno volver al sitio que añora por mucho que lo desee o necesite, porque sabe que en realidad ya no existe. Sí, maldita sea: hacía seis meses que Sandra se había largado con Juan Carlos, seis meses regresando a la soledad de una casa deshabitada, sin niños, sin la voz de Sandra acogiéndome con el arrullo de su voz y el rendibú de su mirada.
Claro que nunca sabré cómo algo tan importante quedó totalmente borrado de mi memoria, que sólo apareciera como un estallido, justo en la oscuridad de una curva mal trazada, mientras las estrellas, probablemente tan falsas como estos últimos seis meses, chispeaban ahí arriba y un policía me tiraba de los párpados con una indiferencia monstruosa mientras murmuraba, déjelo mi sargento, éste ya no volará más.
Fotografía de Marcelo Aurelio: Reflejos
http://www.arte-redes.com/nocturama/?p=1122
Etiquetas: fotografía, relatos
2 comentarios:
¡Es de lo más parecido a un cuento de "Nada Personal"!
Será que se trata, en realidad, de un estilo MUY personal...
Saludos
Pues sí, Juan Manuel. Vistos los resultados de mis cuentos largos, es decir, que son demasiado largo, y esto no por que el “guión lo exija” sino porque le pongo más relleno que la Carla Bruni al Sarkosy… pues voy a ver qué pasa con los relatos breves, a ver si hacemos bueno eso de que lo bueno breve etc.
Por cierto, cualquier año de estos no sobrevivo a las dichosas Navidades…
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