Como un eclipse sin luna
Como un eclipse sin luna, como un fotógrafo sin cámara, como un equilibrista sin pértiga, como un domador de leones sin látigo. Ni silla… Como un niño sin payaso. Si no escribo y sólo pienso empieza la necrosis del splin, la melancolía del instante, del mañana y, sólo mucho más tarde, del ayer.
No pido que Camen Balcells me llame un día sí y otro también a ver como va mi novela. Ni el Nobel de Literatura, y mucho menos el de Matemáticas. Que se lo den a John Forbes Nash Jr. Él se lo merece más que yo.
En estas situaciones tan comprometidas, cuando llueven las revelaciones, o lo que yo, pobre de mí, interpreto o, mejor, experimento como revelaciones (“descubrimiento de algo secreto y maravilloso”) sólo pido un vulgar papel en el que garabatear, porque una máquina de escribir ya comprendo que sería demasiado pedir. Porque las revelaciones sólo llegan de vez en cuando, y cuando lo hacen no pasan: suceden.
Como un perro suplicando que le echen el hueso para correr tras él y devolverlo a su amo y señor, y así una y otra vez, como el pobre Sísifo de la Odisea, con su piedra arriba y abajo. Como un condenado exigiendo que quede constancia notarial de sus últimos deseos, que no voluntades: por hirientes o por bellas. Exigiendo en todo cado que consten en acta, que no se pierda esa información sin la cual la vida volvería a ser ese oscuro magma grisáceo con el que nos apañamos para ir viviendo como en una patera sin tormenta, sin guardias ni fronteras. Por ello es casi un delito de fragante violación de los derechos civiles que nadie se apiade de ti y acuda solícito con un lápiz o un bolígrafo, una libreta, un fajo de folios, un ordenador, una estilográfica, una grabadora o todo el séquito de escribas del antiguo Imperio egipcio.
Y lo peor (lo peor para un escritor) es que sé perfectamente que de este precioso material apenas se salvará casi nada, porque cuando la maquina funciona, vamos a llamarlo así aunque parezca demasiada presunción, a pleno rendimiento, nunca estoy donde debería y, cuando lo estoy, mucho más tarde, y, por lo tanto, debería cumplir con mis obligaciones, además de la evidente falta de oficio también ha desparecido el aura y, consecuentemente, la resolución de los enigmas suelen ser todo lo insuficientes y previsibles que cabría esperar, no sé si me explico, están más acordes con el criterio general, y el criterio general, si se me permite la expresión, no nos lleva a ninguna parte que no sea a los lugares comunes de siempre. Nada que ver con esta tempestad de ideas que más bien parecen cuchillos.
No pido que Camen Balcells me llame un día sí y otro también a ver como va mi novela. Ni el Nobel de Literatura, y mucho menos el de Matemáticas. Que se lo den a John Forbes Nash Jr. Él se lo merece más que yo.
En estas situaciones tan comprometidas, cuando llueven las revelaciones, o lo que yo, pobre de mí, interpreto o, mejor, experimento como revelaciones (“descubrimiento de algo secreto y maravilloso”) sólo pido un vulgar papel en el que garabatear, porque una máquina de escribir ya comprendo que sería demasiado pedir. Porque las revelaciones sólo llegan de vez en cuando, y cuando lo hacen no pasan: suceden.
Como un perro suplicando que le echen el hueso para correr tras él y devolverlo a su amo y señor, y así una y otra vez, como el pobre Sísifo de la Odisea, con su piedra arriba y abajo. Como un condenado exigiendo que quede constancia notarial de sus últimos deseos, que no voluntades: por hirientes o por bellas. Exigiendo en todo cado que consten en acta, que no se pierda esa información sin la cual la vida volvería a ser ese oscuro magma grisáceo con el que nos apañamos para ir viviendo como en una patera sin tormenta, sin guardias ni fronteras. Por ello es casi un delito de fragante violación de los derechos civiles que nadie se apiade de ti y acuda solícito con un lápiz o un bolígrafo, una libreta, un fajo de folios, un ordenador, una estilográfica, una grabadora o todo el séquito de escribas del antiguo Imperio egipcio.
Y lo peor (lo peor para un escritor) es que sé perfectamente que de este precioso material apenas se salvará casi nada, porque cuando la maquina funciona, vamos a llamarlo así aunque parezca demasiada presunción, a pleno rendimiento, nunca estoy donde debería y, cuando lo estoy, mucho más tarde, y, por lo tanto, debería cumplir con mis obligaciones, además de la evidente falta de oficio también ha desparecido el aura y, consecuentemente, la resolución de los enigmas suelen ser todo lo insuficientes y previsibles que cabría esperar, no sé si me explico, están más acordes con el criterio general, y el criterio general, si se me permite la expresión, no nos lleva a ninguna parte que no sea a los lugares comunes de siempre. Nada que ver con esta tempestad de ideas que más bien parecen cuchillos.
Y, como en un sueño, aunque en realidad esté más despierto que un perro hambriento babeando junto al contenedor trasero de un restaurante chino, las imágenes sólo lo son en apariencia, y que me perdonen fotógrafos, pintores, escultores y artistas circenses en general. ¿Una imagen vale más que mil palabras? Mentira podrida. Doy mi reino por un párrafo tocado por la gentileza de Dios inexistente. Porque una sola palabra lo es todo. No hay color, si se me permite introducir un nuevo elemento de confusión en nuestra catarsis de cada día.
Marcelo Aurelio: Nocturama fotoblog
Eclipse
http://les-plus-simples.com/displayimage.php?album=topn&cat=0&pos=70
les plus simples
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Etiquetas: crónicas, fotografía
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