17.8.07

Una habitación blanca


Ya en la recta final del curso, llegó la gran noticia. No. Franco no había muerto todavía. Ni había estallado la dichosa guerra nuclear. Ni, por supuesto, la policía municipal había recibido órdenes estrictas de dejar en paz a los hippies, melenudos y demás fumetas que nos establecíamos cada tarde en las escalinatas de la Plaza del Rey, a ver pasar el tiempo. O a verlas venir, como se prefiera. No, nada de todo eso. Lo que ocurría era que John Mayall actuaba en Barcelona.
Aquella noche, primavera del setenta y dos, la gente andaba cargando pilas para el examen final. Largas noches con termos de café, litros de coca cola y algunas centraminas o cualquier otra sustancia psicoactiva. Y mucho fumeteo. Y risas. Sobre todo risas. Cualquier excusa era buena, incluso ésta, para pasar una noche en vela.
Maite era ese tipo de chica que cuando tu madre la ve en la orla de la escuela dice con un suspiro: “¡Qué chica tan guapa! ¿Cómo se llama?”. Y por una vez, mi madre tenía toda la razón del mundo: Maite era realmente hermosa, alta, con un cuerpo perfecto y una cabellera lisa y suave que le caía sobre los hombros. Me sentía bien sólo con verla y hablar con ella. Me encantaba encenderle los cigarrillos, para poder contemplar como entreabría los ojos y la llama brillaba en sus pupilas. Pensaba que era el tipo de mujer que me hubiera gustado conocer diez años más tarde. No eran momentos para noviazgos, pensaba yo, porque, simple y llanamente, aunque joven, sabía perfectamente que el futuro no espera eternamente y que me quedaban algunas cosas importantes por descubrir. No muchas, como comprobé más tarde, pero sí las suficientes como para no atarme a una relación convencional. Aún así, o por eso mismo, cuando Maite, dolida, me recriminó que ni una sola vez le había dicho que la quería, me sentí bastante miserable.
Pero antes de eso, fuimos juntos al Palau de la Música. Teníamos dos localidades para ver a John Mayall. Recuerdo perfectamente que aquella noche Maite estaba especialmente feliz. En realidad nunca he olvidado su rostro, radiante, como si nos halláramos solos los dos en una habitación blanca, sin muebles, con el sol entrando a raudales por los ventanales.
Se trata, sin duda, de uno de esos momentos que uno retiene en su memoria en detrimento de otros y no sabe explicarse muy bien por qué, más extraño todavía si tenemos en cuenta que muy probablemente la futura invocación de ese recuerdo acabará exagerando, sino deformando, su importancia. Quizás la única razón admisible es que éramos muy jóvenes. Y, desde luego, que allí, en el escenario, aparecería dentro de nada el mismísimo John Mayall, alto, rubio y desgarbado, con su imponente cabellera y su armónica colgada del cuello. John era el precursor del blues blanco, fundador de los Bluesbreakers, junto a grandes guitarristas de sobra conocidos, como Peter Green, Eric Clapton, Mick Fleetwood y Mick Taylor.
Mayall cumplió sobradamente las expectativas despertadas. Lo tenía fácil, por otra parte. Todos acabamos tarareando con él Room to move, sin lugar a dudas uno de nuestros diez himnos de la noche, pobres de nosotros, que la mayoría no conocíamos ni a Holderlïn.
Al salir del concierto, el cielo estaba estrellado y paseamos un rato hasta que, sin beberlo ni comerlo, nos dimos cuenta de que estábamos solos en plena Vía Layetana. Fue entonces cuando me acerqué y puse mis labios sobre los suyos. Ella cerró los ojos en silencio. No tenía preparada ninguna excusa por si me rechazaba o, simplemente, apartaba la cara.
Yo entonces no podía saber que nunca conseguiría llenar esa habitación blanca y sin muebles donde el sol entra a raudales, sencillamente porque esa habitación no era otra cosa que momentos como éste, y tantos otros a los que renuncié y cuya estela se perdió casi sin conciencia de ello, o sencillamente el olvido ocultó otros, jugando con los dados marcados. Sea como fuere, ahora sé que no fue culpa mía sino del destino mismo, tan caprichoso a veces como traidor en otras. Tampoco sabía que hay vidas que se nutren tanto más de las insatisfacciones que de cualquier otra cosa. Y que esta enfermedad no tiene remedio, porque no poder volver atrás, al fin y al cabo, significa perderse.

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