7.8.07

Los frescos del barrio

cr
Me pronuncié por la especialidad de “Letras” porque mis padres (asesorados por mis tíos) decidieron en Consejo Familiar que mi futuro con mucha suerte no llegaba más allá de la Oficialía Química, con perdón para los del ramo. Humillado por tal menosprecio de mis atributos intelectuales, opté por lo que, en mi entorno familiar, y teniendo en cuenta los tiempos de precariedad y escasez en que nos encontrábamos, era considerado poco menos como una frivolidad. “Los artistas se mueren de hambre”, sentenció mi padre. “¿Y qué tendrán que ver los artistas con esto?”, pensé yo.
Puestos a hacerme el valiente, elegí como asignatura optativa Introducción a la Sociología porque ya había decidido transformar el mundo y debía, por lo tanto, prepararme convenientemente para tan ardua tarea. La empresa exigía un esfuerzo y, sobre todo, una imaginación descomunal. Y también alguna que otra actividad que podríamos llamar complementaria. Leerse a Marx y a Lenin, por supuesto. Y a sus divulgadores, Althusser y Marta Hannecker. Y, ¡ay!, también algo de Mao Tse Tung. Confieso que esto último fue lo más duro del lote. Claro para según que situaciones apuradas siempre podías salirte por la tangente y recurrir a alguna perita en dulce, del tipo Psicoanálisis y Marxismo de Marcuse, que también daba el pego. No obstante, para doctorarse en Herbert Marcuse, el héroe de la revuelta estudiantil de Berkeley había que leer, fijo, El hombre unidimensional. Yo lo intenté, lo juro, y efectivamente, la palmé en el intento.
Parecía todo una película de Sergio Leone, en la que los buenos eran los revolucionarios, los feos los revisionistas y los malos, por supuesto, los capitalistas. Aunque si en algo estábamos de acuerdo unos y otros, buenos y feos, era en que la práctica contra los malos debía ir debidamente escoltada por la teoría. Todo ello, en definitiva, obligaba a constantes y fatigosas reuniones de célula, término curioso, por otra parte, que reafirmaba el carácter científico del asunto. Exigía, por supuesto, agudizar en todo momento las contradicciones del sistema, promover asambleas reivindicativas e implementar incursiones a las zonas nada residenciales de la ciudad para incitar al proletariado a la Huelga General Revolucionaria. Esta tarea me fastidiaba más que otra cosa, ya que imponía levantarse a las cuatro en punto para llegar a tiempo al barrio de Pueblo Nuevo a tiempo de lanzar las octavillas en las puertas de las fábricas antes de que llegaran el capataz y los obreros. Y, enseguida, la policía. Éramos algo así como los frescos del barrio, sólo que en lugar de dispensar bollería en general y Donuts en particular, repartíamos cuartillas, todavía calentitas, recién salidas del “horno”, o de la vietnamita, que venía a ser lo mismo.

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