21.4.08

Las lágrimas de Van Gogh


No ocultaba nada si no era imprescindible no hacerlo: todo lo que era lo aireaba a los cuatro vientos, lo que le permitía convertir sus defectos en virtudes, sus debilidades en fuerzas. Cada vez que caía se levantaba con más deseos de luchar, y eso lo hizo más fuerte que otros, aparentemente más dotados. En la oficina se le criticaba por esto y aquello. Prefería un enemigo que un mediocre, pero nadie le dio esa oportunidad.
Durante la noche, mientras dormía, la luna rodaba por los tejados, dando saltitos, hasta formar la luna llena. Luna llena radiante y rojiza. Luna de color calabaza. Luna llena amarillenta como una naranja de cámara frigorífica. Luna llena evaporándose en sus contornos, diluyéndose a veces entre nubes negras, pero siempre luna llena.
A veces, en plena madrugada, se le abrían los ojos como platos y sentía que estaba al otro lado del mundo. El espanto de sus párpados tenía algo de ese miedo del niño cuando se despierta, sobresaltado. Rechinar antiguo del perchero tras la puerta. Laberinto de sombras y puertas de diamantes, como en los cuentos.
Esa madrugada de labios y cabellos trepadores y almohada de salivas y legañas en el corazón, los dedos del otoño ensuciaron su ventana. Cuando se levantó para tomarse un vaso de leche, comprobó que los platos y recipientes de la víspera estaban invadidos de hormigas. Corrían de un lado para otro sin orden ni concierto. Descubrió el agujero por donde entraban pero no hizo demasiado caso y las dejó trabajar en paz.
Por la mañana, se despertó sin rechistar, sin una queja, evaporándose con el impreciso límite de la nebulosa luminiscencia del sol anunciando un día nuevo. Entre los pórticos de luz de las ventanas y la Danza andaluza de Granados, su boca pastosa se le antojó una mariposa perseguida por implacables fumigadores.
Entonces recordaba sus sueños. Sólo retazos. Los caballos eran plumas al viento y los rinocerontes, quizás los animales más feos de la creación, aparecían junto a los ciervos y las jirafas en las fotografías de su álbum de nubes.
Entonces pensaba, no sin razón, que los recuerdos yacían en el dorso de las palabras. Y también en el eterno fuego de la vida, aproximándose, a la velocidad de la luz, como esas estrellas en las que los elementos (carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno) nunca se pusieron de acuerdo en inventarse una mísera miasma.
En su álbum de nubes, el silencio representaba las llamas que no arden. Las palabras, sin embargo, eran las alas del ave que planea, las olas enfurecidas que dibujaban animales prehistóricos. Cuando regresó a la cocina, las hormigas se habían esfumado, preparó la cafetera, encendió la bombilla de cuarenta vatios y se recogió en su bufanda de claridades. Y entonces, comprobó, no sin sorpresa, que afuera llovía intensamente.
En su álbum de nubes, la luna sólo aparecía cuando él la invocaba. Mientras hacía la cama todavía notó que la almohada estaba empapada con el sudor de sus sueños. Aunque quizás fueran las lágrimas de Van Gogh: esa desesperación sin límites manchando de amarillos y azules intensos el declinar del día.
- ¡Todavía con esas láminas clavadas con chinchetas en la pared!- le recriminaron las hormigas, que habían regresado en multitud, pisándose unas a otras.
Rogándole, o mejor dicho, ordenándole que se callase:
- ¿Qué es ese alboroto? – exclamaban al unísono - ¡La noches son para dormir!
Y él se dejaba flagelar sin una queja, consciente de que seguía al otro lado del mundo. Paciente, a pesar de todo. Entonces, empezó a pasear, tambaleándose, por el pretil del horizonte. Como los equilibristas del circo de su álbum de nubes. Y aunque la bruma matinal desnudara el cielo de perfiles y destellos, él seguía contemplando la luna, con sus arrugas y mechones, con sus ojos, su nariz y su boca. Como un espantapájaros en medio de los campos de trigo de Van Gogh. Siempre encendido, espantando a las mariposas.
Texto: Artur Montfort
Pintura: Van Gogh, La noche estrellada, 1889, óleo sobre lienzo, 73´7 x 92´1 cm
Nueva York, The Museum of Modern Art.

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