Nos queda lo que nos queda
Cómo pasear sin zapatos.
Cómo hacer un libro que llegue a ser un acto en sí mismo.
Porque la mimosa que le regaló su amigo Nubo ahora es enorme y hermosa y flanquea el páramo retando al viento y la lluvia. Y tuvo a su hija en sus manos, y pudo ver como crecía, como decía sus primeras palabras. Ahora, cuando responde al teléfono con monosílabos sabe perfectamente que está viendo los dibujos animados de la tele y no quiere ser molestada. Sin embargo, los libros que ha escrito guardan silencio, como en un cementerio de palabras.
¿Cómo conservar un libro?
Ahí está la sabia respuesta de un tal Felipe Benítez Reyes, que él leyó y subrayó en un suelto de EL PAÍS: “De los libros nos queda lo que nos queda en los dedos cuando atrapamos una mariposa. Los libros leídos se recuerdan como se recuerdan los cuerpos amados o el frescor de las aguas del mar: con la impresión de haber sido dueños de un espejismo que se manifestó en el pasado.”
Quizás sea por eso que le acecha la tentación de dejarlo. Porque dejar de escribir podría ser también sea una forma de escribir, una postura. No porque no haya más remedio, como diría el loqueras de Leopoldo María Panero, sino como un gesto, como hicieron el poeta Rimbaud, el surrealista Duchamp y el ajedrecista Bobby Fischer.
Es una isla sin náufrago. Cada día amanecen pequeñas explosiones de silencios. Como fuego de artificio, las palabras suponen un parapeto ideal para negociar con la realidad. ¡Negociar! Nada de combatir. Nada de ganar. En esta lidia no hay vencedores ni vencidos. Tanto tiempo mareando la perdiz para llegar a la amarga certidumbre de que su memoria es su disolución. Sólo cadáveres. Llegados a cierta edad, mirar atrás deja de tener poesía. Es, la mayoría de las veces, un puro trámite. Un sello de caucho estampado en un impreso. Un certificado. ¿La muerte? Cualquier día alguien se mesará el cerebro pesando en qué contenedor echa sus papeles, sus objetos.
“Me desperté una mañana convertido en un repelente escarabajo”, dijo Kafka, aunque – piensa él- no es del todo imprescindible llevar las cosas a este extremo. Y tampoco es que baste con El Mesías de Haendel para calmar un espíritu carcomido por la atemporalidad general y el portero en particular. El portero de la finca es peor que un taxista renegando del caos que se cierne sobre el mundo, desde la cruda perspectiva de las noticias de la radio y la inmejorable panorámica de su GPS. En eso también hay disputas. Una mayoría relativa de vecinos afirma que el portero es peor que un taxista porque al portero hay que aguantarlo todo un día. En algo estamos todos de acuerdo. Si fuera ministro, nos detendría a todos por mil razones, la primera por entretenernos demasiado con el ascensor y entorpecer el tráfico de un edificio de ocho plantas, con cuatro puertas por planta. Y es que hay trabajos que marcan la belicosa impronta que desde los sirios y los guerreros de terracota llevamos dentro. Una marca en nuestros genes. Un certificado.
Tímidas lluvias y claros por toda la península. La pertinaz sequía. Él sabe perfectamente que no viene al caso, pero este tiempo tan variable impide que las chicas se destapen. Ya sabe que suena horrible, que en estos casos es mejor callarse. Punto en boca. Pero añora ese momento festivo en que ellas se ponen de un provocativo que, francamente, resulta un pecado mortal no mirarlas. En lugar de eso, los semáforos propagan sus colores primarios y el frufrú de los paraguas a medio usar levanta paisajes agrisados.
Aunque él siempre ha sido un hombre agradecido y positivo. Por eso mismo, se le levanta el ánimo sólo con comprobar que su compañera de oficina lleva un sostén fino, de encaje, y no una de esas sosas prendas de uniforme que llevan las enfermeras y las muchachas de la limpieza, o las mujeres que ya han tirado la toalla en lo que se ser refiere a su aspecto físico.
Porque, y esto no deja de ser una digresión más, una teoría general sin ninguna pretensión científica, un hablar por hablar, cuestiones banales y aparentemente frugales como ésta, le son, en cierta medida, necesarias. Si del decurso de los acontecimientos que creemos sustanciales – reflexiona - desaparecieran todas estas cosas, la vida dejaría de ser, incluso, imperfecta y no nos quedaría ni lo que nos queda.
Texto: Arturo Montfort
Fotografía. Eduard: xarxa (to Mrgud)
Barcelona. 31 de Octubre de 2006
les plus simples
Etiquetas: crónicas, fotografía
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