La noche americana
Y a pesar de que la profesora seguía de pie ante el encerado, en ese entramado de olores a tiza, humedad y libros viejos prestados en la biblioteca, con sus pláticas sobre el arte etrusco, y la escritura cuneiforme, Alberto creía percibir en sus gestos algún tipo de bienvenida hacia su persona, una mirada furtiva, una señal en definitiva, justo cuando ella les leía a Rabindranath Tagore, el gran poeta bengalí, como extraído de una chistera mágica que sólo ella poseía, y todo el mundo acababa proclamando su propia ocurrencia al respecto. Y así llegarían invariablemente al final de la noche, a ese famélico momento al borde de las palabras en que, cansados, escucharían no sin cierto alivio:
- “¡La hora!”
Y se pusieron los abrigos y cazadoras y, sin dejar de hablar, se abrieron a la otra noche, la del adiós y hasta mañana, y Alberto, sin poderlo evitar, sin poder evitar que ese tiempo se le escurriera de entre los dedos, y con él la noche toda entera, y sin poder hacer otra cosa que contemplar como ella, Alicia, la profesora, se alejara para siempre, o hasta mañana que para el caso era lo mismo. Sí, ese pequeño y espeso mundo que para él era la noche, que le subía por el esternón hasta el cerebro y allí se quedaba durante un buen rato hasta que le volvían a invadirle una vez más esos deseos absurdos e inconfesables, su boca llenándose de su boca y de su piel, sus pezones oscuros endureciéndose en su lengua, seres extraños, los dos, en un planeta extraño que se extingue, o que se expande, que para el caso era lo mismo. Para acabar durmiéndose entre sábanas blancas, olor rancio a tabaco y cuarto cerrado, como si todo fuera mentira y él mismo, y sus malditos sueños, más invención que la propia mentira.
Para regresar al día siguiente, y al otro, a la normalidad, si es que podía llamarla normalidad a esa agonía que lo torturaba. La normalidad con su acorde suave de plumas, el chirimiri de los cuchicheos de los otros alumnos y el imperceptible aleteo de las páginas. Vayamos, – decía Alicia- hasta la página ciento treinta y dos. Es cierto que, a veces, las palabras de Alicia conseguían apaciguarlo, tranquilizarlo, de algún modo que ni él mismo comprendía. Aunque era en situaciones como ésta cuando, sin previo aviso, se encontraba con sus ojos - justo cuando José Luís le anunciaba alguna comidilla Súper Interesante que le contaría a la salida – y un vuelco en el corazón lo dejaba K.O. para toda la noche. Y era justo entonces cuando se sentía más cobarde que nunca.
Y todo eso ocurría en un tiempo que, intuía, todavía no era el suyo. Siempre el mismo e interminable transcurso de las noches de invierno, los abrigos y tabardos amontonados sobre los pupitres del rincón, las manos manchadas de boli, como mariposas en los dedos, y la sombra de ceniza en los párpados de aquel tiempo minúsculo que se resistía a marcharse, colándose por los agujeros de las cerraduras. Y, sobre todo, bajo la mezcla de polvo de tiza y neón gastado, ese entramado de secretas y diminutas complicidades que se materializaban en el acto de abrocharse el abrigo, de percibir con agrado, al salir a la calle, esa gota de humedad en los ojos justo antes del último adiós, cada noche.
Y así hasta que a Alicia se le ocurrió decirle:
- En el Verdi reponen una película de Truffaut. Podríamos ir el domingo…
El susto fue mayúsculo. Contó precipitadamente los días que faltaban para el domingo y el nudo que se le formó en la garganta casi le impedía respirar.
Y mientras regresaba a casa, cabizbajo, porque a veces cuando los sueños se materializan es todavía peor, pensó para calmar su ansiedad.
- Bueno, sí, esos matinales que no comprometen a nada.
Al atravesar el umbral de la entrada al cine, el brusco cambio de luz casi la obligó a cerrar los ojos, mientras buscaba a Alberto entre las escasas personas del vestíbulo. Inmediatamente una figura borrosa fue a su encuentro y levantó la mano en un ademán de saludo ciertamente tosco, aunque más bien parecía que pidiera socorro. Quizás por eso le agradó. Fue entonces cuando percibió sus ojos ahora más luminosos que nunca, diciéndole “¡Hola!”, dejándose llevar los dos por una especie de encantamiento. Y, enseguida se pusieron a hablar. Hablaron de la película mientras cruzaban el vestíbulo hacia donde la taquilla y él le contaba todo lo que sabía referente a la magia del cine, ya no como en clase, cuando él contestaba a sus preguntas, sino con autoridad, como se habla a un amigo que te escucha con interés exclusivo, y más concretamente acerca de esa disciplina llamada “noche americana”, una técnica que se sacaron los americanos de la manga, ¿quién, si no? Y que consistía en rodar las escenas nocturnas durante el día sirviéndose de unos filtros y con todas las ventajas de rodaje consiguientes.
- Genial ¿no? - dijo él.
Entraron en la sala y fue entonces cuando a Alicia le cayó encima la oscuridad ruidosa y fría. Sí, es cierto, pensó en “la noche americana”, una técnica, le acababa de contar Alberto, para simular que el día es la noche. Y, claro, consideró la circunstancia de aquella cita, pensada en todo momento como casta, un matinal blanco y perezoso que fluctuaba ahora mismo en sus labios como un ensueño. Y al sentarse y rozar su pierna, Alberto se encogió en el fondo de su butaca, estableciendo un puente de salvación con la pantalla, tratando de recordar por un instante, y quizás por toda la vida, que junto a él se hallaba Alicia, con sus elegantes gafas ray ban y su jersey rojo, y el cabello recogido con aquel vistoso pasador de cuero.
Recordar, sí, lo más difícil sería recordar que alguna vez se halló instalado en una mañana soleada de invierno y no en aquella aula desvencijada repleta de constelaciones opacas y medio dormidas, recordar que su respiración pendía como un hálito de calor sobre su pecho, que el tiempo volaba suave y nuevo en aquel abismo matinal, sin la protección de los pupitres y la atmósfera sofocante invadida por las risotadas patibularias de los alumnos. Recordar que el codo de Alicia rozaba su brazo inmóvil, inerte, paralizado. Recordar para siempre esa delgada mano que acariciaba su pecho, sus labios, sus ojos.
Y entonces pensó que amaba a Alicia. Porque, lo averiguaría mucho más tarde, el que ama es el afortunado. Y con sólo ese pensamiento se sintió feliz, tan feliz, tan dichoso, que descansó, descansaron sus tensos músculos. Sus ojos reposaron finalmente bajo los inermes párpados, y cerró por fin el libro de Kafka y desistió de escribir aquella frase en la libreta y depositarla luego a escondidas en el libro de su profesora, “¡Vaya idea más extravagante!” Sí, cerró el libro y dejó caer lentamente su cabeza sobre los brazos formando una cruz sobre la mesa y se quedó dormido hasta que su madre se acercó sigilosamente y cerró la lámpara de la mesita de noche, y se quedó así, tan dormido en aquella noche de invierno casi sin estrellas.
Texto: Arturo Montfort
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