Estoy bien

Algunas veces, sin embargo, aparece ese si no fos... que con tanta gracia repetía mi tía Paquita, que murió el pasado mayo de un infarto a sus 93 años, muy harta de la vida. Soltera y cautiva de la generosidad de su hermano, sus mejores tiempos fueron, sin duda, aquellos en los que trabajó de dependienta en una tienda de regalos de la Puerta del Ángel y – contaba ella con ese gracejo que la caracterizaba– justo a la hora de cerrar, aparecía la clásica mujer con una vaga idea de lo que quería comprar y dispuesta a no salir de la tienda sin su regalo.
Claro que mis defectos son los de los demás. No sé si me explico. Digo esto porque incluso a mí me costó captar la idea en toda su profundidad. Lo he acabado descubriendo de mayor y tampoco es que haya supuesto un gran consuelo. Me refiero a que la indiferencia más próxima duele infinitamente más que la general. Incluso más que la propia. Y eso a pesar de sentirme eternamente viejo y sabio, lo que quiere decir, cansado y desencantado. Me lo dijo Manolo Calvo, en una de sus cartas con moscas, un poco antes de volverse loco: no te mires tanto el ombligo. Y aquí tenemos el otro gran descubrimiento de la década: lo peor de los demás son los consejos. Manolo acabó majareta de tanto mirarse el suyo. Así de claro. Por supuesto, tampoco en esto le hice caso.
Y créanme que lamento el circunloquio, pero no encontraba el momento de derivar esta digresión al tema de la escritura en general y de este blog en particular. Conozco infinidad de escribientes (pacientes), con la enfermedad crónica de la charanga. Sé de lo que hablo, yo mismo estuve en tratamiento de esta larga y molesta dolencia, o achaque, como queramos llamarlo. Mucho trajín con editoriales e imaginarios agentes literarios, mucho toco-mocho con Premios Literarios y festejos de ayuntamientos ociosos y cofradías culturales sin afán de lucro, pero con mucho gusto por la farándula, el jurado y el compadreo, amén de muchas fotocopias, mucho sobre y mucho sello. Conozco a infinidad de pedigüeños -yo mismo-, con sus precarias publicaciones en ristre, en busca del momento de gloria de una presentación, buscando al día siguiente, desesperadamente, un suelto en el periódico. Todo ello mientras juran y perjuran con la boca pequeña que la fama es lo que menos importa. Su esfuerzo patético por conseguir una abundante claca (al menos los suficientes para llenar la librería, afirman, con una sonrisa de elefante triste) y un triste pica-pica. Y es que casi nadie lee sus libros. Ni siquiera los amigos. Bueno, yo sí que los leo, pero es que lo mío es especial. Mi formación judeocristiana me impele a la autoflagelación, pero dejémoslo estar, que por estas veredas acabaremos por embarrancar.
Después de tantos años heme aquí salvando de la basura aquel lanzallamas hipócrita y falsario de la tierna juventud: Escribo sólo para mí. Aunque en esta ocasión sea más una constatación que una declaración de intenciones. ¿Quema el lanzallamas, no es cierto? ¿A que sí? Y esto después de averiguar, constatar, cotejar y acabar verificando (pruebas son amores...) que nadie lee a la chusma amiga. No nos engañemos. Nadie pierde el tiempo lastimosamente para presentarse, luego, en bragas a la cena o al copeo sin estar al loro del último Auster o Murakami de turno. ¿A quién se le puede ocurrir tal temeridad? Tengo pruebas fiables. Claro que como la vanidad también forma parte de mis múltiples defectos, he encontrado la salvación a este delicado galimatías mediante el fabuloso invento del blog. Sí, por mucho que Maruja Torres exclame, airada, que “¡Así cualquiera!”, lo cierto es que en mi blog soy el rey, yo me lo guiso y yo me lo como, que es un poco volver a aquel sólo escribo para mí. Al fin y al cabo, pobres de los que no tiemblen de placer ante el folio (pantallazo) en blanco. Ernesto Sábato casi acierta cuando dijo “Escribo para no morirme". Yo más bien diría que escribo para no morirme de un ataque de nervios.
No me malinterpreten: hace ya tiempo que, como mínimo, quiero tanto mis defectos como antiguamente quería a mi gato: le daba la comida cada día, lo acariciaba con mimo, le cepillaba el pelo pausadamente, lo medicaba cuando enfermaba, me preocupaba, en resumidas cuentas, por su bienestar, y, por supuesto, hasta dormía con él.
Pues sí. Si no fuera por estos pequeños defectillos, por estas carencias, por estas lacrillas, por este desastre, en definitiva, ciertamente estaría la mar de bien. Aunque no me quejo. La vida no me ha tratado mal. Estoy bien. Además, ¿quién puede presumir de perfecto?
Además, ya lo dijo Jean Paul Sartre, que de eso debía entender algo, ya que escribió un libro titulado La náusea: “El infierno son los otros”.
Justo lo que yo les decía: la culpa de todo la tienen los demás.
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