20.2.07

El Señor Antonio


Y el pollo Agustín, el aprendiz. Para acertar con alguna explicación plausible a personalidades tan singulares y extravagantes como las de Agustín y el Antonio, tampoco es imprescindible remontarnos a la noche de los tiempos. Si nos esforzamos un poco, y ponemos otro tanto de buena voluntad, podremos encontrar antecedentes mucho más cercanos y tangibles. Para no ir tan lejos, a finales de los sesenta, cuando irrumpió el turismo en territorio ibérico y ellas, las suecas, eran todas rubias despampanantes y bien dispuestas, y ellos, los suecos, lucían sus bronceados por doquier y un pack muscular in & out sin rastro alguno de ese despreciable vello latino que a Agustín lo llevaba por el camino de la amargura.
Entre otras muchas cosas, incontables en una adolescencia sin consolas de vídeo-juego, ni móviles, ni Tetris, ni Internet. Sin wambas Nike, ni NBA. Pero, sobre todo, sin tocadiscos, ni MP3, ni discman. Es decir, sin MÚSICA. Sin música de ninguna clase. Sin otra música que la de las cañerías del lavabo, ni otra evasión virtual más allá del furor masturbatorio, precario e insuficiente antídoto, todo sea dicho, ante la barbarie de una generación paterna que apestaba a derrota. Ese insufrible olor a derrota y rendición se presentaba en forma de una apremiante humedad, terca y perseverante que acababa colándose por los intersticios de nuestras plumas (la de los púberes de entonces) hasta llegar a los mismísimos huesos, condenándonos al frío eterno de Radio Nacional de España y el canal único en blanco y negro de Televisión Española.
Incapaz de encontrar un argumento verosímil a las salidas campestres de sus padres, esos horrorosos momentos San Miquel del Fai (cascadas, cuevas y bonitos itinerarios en un entorno natural milenario), momentos Monasterio de Montserrat o momentos la ruta de la carretera de la Garriga, se quedaba los domingos en casa contando las musarañas y sin poder, siquiera, escuchar los mismos vinilos una y otra vez. Porque, sencillamente, no había vinilos, ni tocadiscos ni nada de nada la madre que los parió.
Lo peor, sin embargo, era cuando Agustín llegaba, oscurecido por tan temprana hora y por sus propios pensamientos, a las seis en punto y se encontraba con la triste y mortecina luz del portalón que daba entrada a la fábrica donde sus tutores le habían encontrado su primer empleo. Para acceder a la nave central había que atravesar un patio al descubierto situado justo después de la entrada. Allí estaba el chiringuito del Señor Antonio, una portería construida con carpintería metálica, el gran invento de la década.
La aparición de la carpintería metálica fue vilmente silenciado por los historiadores. Su modernidad y funcionalidad, basada en la flamante era del aluminio, con sus impecables cerraduras, goznes y tiradores (que sustituyeron para siempre a la madera podrida), sus impecables soldaduras, uniones fijas y desmontables y, en definitiva, el perfecto mecanizado y acabado de sus piezas, dignificó la España de los sesenta, aproximadamente cuando, primero Elvis Presley y, después, los Beatles dignificaron a los jóvenes de medio mundo.
Porque el portero, cómo no, se llamaba Antonio y era el arrivista infiel por antonomasia, el fiel reflejo, por otra parte, la otra cara en realidad, el envés de la misma moneda, del mutilado excombatiente. Aunque no nos confundamos. El Señor Antonio no se correspondía exactamente con ese ejército de porteros, conserjes y bedeles que militarizaban nuestra vida civil, nuestras visitas obligadas a los ministerios y a la Seguridad Social, y, también, como queda bien probado en estas líneas, nuestra pacífica actividad laboral, ya que el Señor Antonio tenía su propio estilo, que no admitía fáciles comparaciones con aquellos otros seres tremendamente serviles con la superioridad y un tanto brutales con la tropa. Fueron aquellos los que inventaron el término ¡a mandar! Antonio era mejor que todo eso. Andaluz, más bajo que alto, de piel cetrina y melancólica, cuyas duras facciones y mirada impenetrable le daban un aire a Charles Bronson en sus peores momentos. Escupía sobre el suelo con una displicencia digna de un cabo de la Guardia Civil y lucía una gorra a cuadros que le otorgaba esos centímetros de más, tan necesarios y eficaces para el ejercicio del mando. Antonio, sarna con gusto no pica, se bajó del tren una parada antes de llegar a la Estación de Francia, donde recogían a los inmigrantes incautos y los devolvían, con lo puesto, de vuelta hacia el sur. Él solito se montó una vivienda unifamiliar, con planchas de Uralita y trozos de maderas abandonadas, en la montaña de Montjuich. Luego, se montó un bareto donde mujer e hijos batallaban las veinticuatro horas del día sirviendo a los obreros de la construcción. Y, como no murió en el intento, pasó, no sin esfuerzo y con mucho ahínco, de la ruina a la pobreza, se hizo albañil y se compró un pisito en la Meridiana. Su mujer y sus dos hijos todavía se hartan de pan, secuela manifiesta de aquellos tiempos de hambruna en los que el pan era el segundo plato y el postre de cualquier comida, porque con algo había que llenar el estómago, y también el espíritu. Con tu pan te lo comas, era otra de sus frases ilustres.
Por todo ello, por ese arrojo frente a la miseria, se ganó con creces los galones de portero y su garito de carpintería de aluminio. Y, pensaba Agustín, a pesar de sus pocas luces de aprendiz de tres al cuarto, hay personas que se merecen un respeto. Por mucha mala leche que tengan, lo cierto es que se merecen todo el respeto y más. Y, cuando, cada mañana, Agustín atravesaba el portalón no saludaba a Antonio (un saludo militar, se entiende) porque le daba corte y vergüenza, aunque se quedaba con las ganas, porque ya hacía tiempo que había comprendido porque a Antonio todo el mundo le llamaba el Señor Antonio. ¡Qué menos!
Fotografía extraída de "Les filles de l'enfer: Elke Sommer"
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