21.7.06

Curso del 62


Apenas levantaba un metro del suelo y ya percibía la relatividad de las palabras con respecto a su supuesto significado. O lo que es lo mismo: que lo que él creía EL MUNDO ENTERO no acababa en el perímetro de calles que configuraban su barrio. Y segundo, que ese barrio que él creía inmenso e infranqueable era una diminuta mota de polvo comparado con la fantástica secuencia que los enanos roñosos de su clase no dejaban de recitar una y otra vez: Barcelona está en España, España en Europa, Europa en la Tierra y la Tierra en el Universo.
Y de alguna manera todo se explica, si pensamos que en sus correrías, José apenas había traspasado la frontera de la plaza de la Sagrada Familia. Fue allí donde aprendió, junto con sus colegas de entonces, a escupir desde lo alto del columpio,
- José: ¡A ver quién llega más lejos!
Hasta que aparecía el vigilante nocturno y les expulsaba del parque. Lo cierto es que no entendían muy bien el por qué de aquellas expatriaciones, aunque poco a poco fueron aceptando que tenía que ser de esa forma, que el orden era eso y así, tan uniformado, impaciente y malas pulgas. Fue en ese momento cuando José empezó a imaginarse a Dios uniformado como los guardas de los parques y al Universo como un gran columpio sin cuerdas que lo sujetasen a ninguna parte. A Dios no, por supuesto.
Porque el mundo exterior no acababa en esas imágenes festivas y lejanas que les mostraban los triunfos del Real Madrid en la Copa de Europa. O de Santana y Gisbert en la Copa Davis. Además, a esa edad, el mundo era más pequeño todavía, mucho más de lo que parecían en los atlas y los libros de Geografía Universal. El mundo se componía de unas cuantas calles conocidas y de cuatro amigos con las rodillas sucias, llenas de chorretes y arañazos. Aunque, dicho sea de paso, toda la pandilla, sin exclusiones, eran unos verdaderos jabatos en el arte de las canicas. Gua y al hoyo.
¿Y qué decir del tiempo? Los años quedaban escrupulosamente delimitados y encerrados dentro de los períodos de cada curso escolar. Aquel año, o mejor dicho, la navidad de aquel año nevó intensamente en Barcelona. La verdad es que José nunca ha vuelto a ver nevar como aquel día. Tenía once años. Apenas sabía qué era eso del amor. Un hombre y una mujer se besaban en la boca, sus labios pegados con ridícula y asquerosa vehemencia. Y luego venían los niños. Y así empezaba el misterio, si es que había algún misterio, que todo parecía indicar que sí.
Las horas eran poco más que el colador por donde se escapaban, adelgazándose y escurriéndose, las rutinarias soledades del compás, el plumier, la tinta china y el desconchado libro de Ciencias Naturales. Y las tardes se parecían cada vez más a la espiral de frías baldosas que tenían su origen en el vestíbulo del colegio, los días de lluvia, un vestíbulo todo mamás y aserrín húmedo y portero cascarrabias. Llevaba pantalones cortos, claro, y los muslos se le quedaban en seguida de piel de gallina. Las tardes tenían ese run run violáceo y lluvioso de la infancia que uno siempre recuerda con esa mezcla de nostalgia, Colacao y Matilde, Perico y Periquín.
El curso del 62 fue su estreno en el Bachillerato. El director de la academia, un tipo gordo, bajito y malas pulgas, con cierto parecido con el Amito Morcillón, el del TBO, intentó convencer a sus padres de que, dadas las escasas condiciones del muchacho para el estudio, lo mejor para él, y para todos los presentes, era que estudiase Comercio y Contabilidad y se dejase de heroicidades. Sus padres, más asustados todavía ante el poder que el pobre José ya estaban como siempre, sí massa, sí buana, pobrecito mío, que no hay manera de que estudie, que no se fija en nada, que siempre está pensando en las musarañas, lo que usted diga señor director.
Pero aquel año lo que le salvó fue la gran nevada. El día siguiente, festividad de San Esteban, amaneció como en la canción de Bing Crosby. Por la radio decían que la gente había sacado los esquís del cuarto trastero y se deslizaba Balmes abajo, aunque José nunca vio a esos improvisados esquiadores. La calle Balmes estaba demasiado lejos del mundo.
Un grupo musical denominado 'The Beatles' estalló en pleno corazón de Europa con su primer disco 'Love me do' instaurando la 'beatlemania'. En la tele en blanco y negro aparecían unos barbudos revolucionarios en medio del lío de los mísiles rusos en Cuba. En Israel Adolf Eichmann fue finalmente ahorcado, aunque él seguía afirmando que era un mandao. Ah, pero ese mismo año moría Marilyn Monroe, mientras que el inefable José Guardiola arrasaba con su canción “Di, papá”. Y todo eso mientras por aquí, en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa se instituía por decreto el estado de excepción.
La verdad es que todo parecía transcurrir con cierta lentitud. Más bien dicho, a José la parsimonia con la que se sucedían los acontecimientos llegó a aburrirle. Las guerras púnicas apenas duraban tres páginas pero su infancia se hacía injustamente eterna. Sobre cualquier otra sensación, predominaba el rancio olor del aula, un olor a meaos y a bocadillo de mortadela que sólo mejoraba en mayo cuando la ofrenda de flores a María. Entonces sí, entonces colmaban el entarimado de la profesora de flores malvas y blancas y todo olía como a cementerio el día de todos los muertos. Porque novedades, lo que se dice novedades, más bien pocas. Todo lo más una nueva profesora y los libros nuevos de cada curso, todo tan poco a poco y de aquella manera, como aquellas tardes cansinas y radio Barcelona: me voy a afeitar con la Hoja Palmera, que no tiene rival, que no tiene rival.
Pero algún día, vete a saber cuál, las estrellas rsurgieron del mapamundi y empezaron a moverse. Y con ellas, el Sol y la Tierra, y aquí abajo todo empezó a ser diferente. Las cosas dejaron de ser como los tebeos, los cromos y los aventis. Avenutarse en la tercera dimensión abrumó a José. Así, de esta forma tan sencilla desapareció la magia. Un día, como pasó con Mariló, su primer gran amor no correspondido, todos aquellos años, y también el curso del sesenta y dos, dijeron que se iban y se fueron. Se fueron de verdad.
Y fue entonces cuando José empezó a pensar seriamente que no tenía otro remedio que usurpar el lugar del otro, de alguno de sus héroes de papel, aunque su verdadero deseo era cambiar el nuevo mundo por el otro, ese mismo que, por no existir, no existía ni en sus sueños. Y no hay forma humana de narrar como se puede perder una batalla como ésta sin apenas presentar combate.

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2 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Capitán Cronope,
gràcies pel teus comentaris. Prometo, tornant de vacances, afegir-ne més aventures de Las Vegas, que per cert, existeix o no en funció de la imaginació...
apa

11:19 a. m.  
Blogger Cronopio ha dicho...

Vale, ja ho he entés... Bones vacances!

11:56 p. m.  

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