13.7.06

Manuela


Era un barrio de casas pobres, es decir casas de apenas cincuenta metros cuadrados, con ese aspecto de estar construidas con la modestia de la miseria. De adobe, yeso y unos tejados con goteras. Con goteras permanentes, por mucho que rellenásemos las grietas entre ladrillos con ingentes cantidades de alquitrán. En su interior debíamos caber todos, además de un poco de dignidad para los vencidos por el nuevo régimen, aunque tanto o más importante era que cupiera el mueble cama para el segundo hijo (que resulta que fui yo). Una casa en la que el comedor tenía... ¡Seis puertas! Y en la que, en lugar de baño o plato de ducha, había un retrete al otro lado del celobert, es decir, del cielo abierto. Se cocinaba con carbón y la nevera era un artilugio que sólo admitía un trozo de hielo para refrescar los alimentos. Y para lavar la ropa había que llenar el cesto, echar la pastilla de jabón Lagarto y marcharse cuatro manzanas más allá, hasta la lavandería comunitaria de la calle Freser.
Y si era de menester, de una casa se hacían dos. La otra la ocupaba la Manuela, que hizo las funciones de mi abuela protectora hasta que la “prosperidad” de los años sesenta y la insistencia de la constructora de turno nos envió a un piso con baldosas como las de los anuncios de la tele. Manuela era una mujer diminuta, pequeñita pero de una energía inusitada, jefa de la brigada de limpieza de una empresa cuyo nombre nunca conseguiría recordar. Enviudó demasiado joven, aunque no por ello perdió su ánimo y su buen humor, ya que siempre hacía frente a las adversidades con un coraje envidiable y, además (y como si todo esto no fuera suficiente) en algún rincón de su casa los Reyes Magos siempre dejaban olvidado para mí algún que otro regalo suplementario.
Luego todo ocurrió muy rápido, y más en esa etapa –la adolescencia- en la que somos inexcusablemente olvidadizos y especialmente desagradecidos con aquellos que nos limpiaron los mocos y restañaron las heridas: cuando me rompí el brazo por tres sitios y me enyesaron hasta la cintura acudí en seguida a la Manuela para que me acompañara a dar una vuelta a la manzana a los efectos de que TODOS pudieran comprobar y admirar al guerrero vencido, que no derrotado, mostrando sus heridas con orgullo. La Manuela siempre decía que sí a todo, aunque no dejaba de soltar algún que otro comentario jocoso al respecto.
Cuando llegó la constructora, la Manuela tuvo que marcharse de casa. Bueno, marcharse, lo que se dice marcharse, nos marchamos todos, aunque nosotros regresáramos a los tres años. Manuela no. Ella se quedó en un pisito de la Merdiana y presumía, la pobre, de lo poco que comía y de lo bien que se las arreglaba, sola como estaba. Y como soy un cobarde (y a veces puedo ser un perfecto miserable), puede que negociara conmigo mismo algún signo de agradecimiento y le dedicara un par de visitas. Entonces, cuando la visitaba, me ofrecía el Nescafé y depositaba su caja de galletas sobre la mesa. Pero, sobre todo, me ofrecía sus recuerdos convertidos en migajas. Y las dos veces no encontré el momento de irme, de huir de aquel recuerdo molesto.
En una de esas escasa visitas, recuerdo que me contó algo que consiguió estremecerme. Cuando me pongo mal – me dijo-, cuando me siento enferma, entonces salgo a la calle y me voy a pasear adónde sea, porque así, si me pasa algo, si me caigo redonda al suelo, al menos me recogerán y me llevarán al hospital, mientras que si me quedo en casa me encontrarán muerta al cabo de un mes, como un pajarito disecado. Y lo dijo sin pestañear, señalándome la caja de galletas, vamos, cómete otra, ¡Qué buen mozo que estás hecho!
Manuela fue durante muchos años la abuela que nunca tuve. Y ni siquiera fui a visitarla cuando se la llevaron a una residencia de ancianos en L’Hospitalet de Llobregat. Su vida fue un largo ejercicio de soledad. Aun así, todavía recuerdo cuando, de muy pequeño, me introducía subrepticiamente en su casa y gateaba despacito para acabar trabándome entre sus piernas, dándole un susto de muerte. Pero la Manuela por no ser, tampoco era rencorosa. Me hacía carantoñas y me preparaba siempre mi plato preferido: una tortilla de patatas. Cuando mi madre la visitaba – pocas veces, es cierto, hay cosas duras de tragar- me contaba que a veces la mirada se le quedaba sin tiempo, como rebuscando entre los estragos de su descalabrada memoria, y entonces pregunta por mí: ¿Y el Arturete?
Imagen de Carolina Alfaro
Título: Niño
Fotografía con tratamiento digital, texturas y saturación de colorwww.galeriagoya.com (Arte Digital)

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4 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Hola, Arturo:
Soy Carolina. Acabo de leer tu carta y todo conforme. Ya te escribiré con más tiempo y menos cansancio para darte noticias.
Enhorabuena por el blog. Al menos por el diseño. Es muy tarde y no tengo fuerzas para leer los artículos, aunque prometo hacerlo pronto. Un beso

12:46 a. m.  
Blogger Cronopio ha dicho...

Hellow Carolina. Ya ves, siempre recurriendo a tus estupendas imágenes. Con tu permiso me gustaría comentar alguna de ellas en el blog. En fin, espero que te encuentres bien. Cuando tengas más tiempo cuéntame algo. Por cierto volví a suscribirme a GaleriaGoya pero no he recibido todavía la confirmación de la suscripción.
Un beso

1:05 p. m.  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Seguro que se ha ido a la carpeta de spam. Siempre pasa.
Más besos

1:36 a. m.  
Blogger Cronopio ha dicho...

Ya...

10:17 p. m.  

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