29.9.06

blogeder: OSCAR WILDE


"Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón." Este importante elogio de Borges quiere combatir el tópico injusto de que Wilde era brillante, pero sólo brillante. Que Wilde era brillante es algo con lo que sería difícil no estar de acuerdo. Nadie como él tuvo el talento de escribir aforismos ingeniosos y libros que parecen perfectos. Pero es que, además, es verdad que casi siempre tiene razón porque detrás de la máscara frívola que lucía en los salones Wilde era una especie de sabio. Oscar Wilde era inteligente y culto, pero conoció el placer y la desdicha, el lujo y los bajos fondos, el éxito y el fracaso, los laureles y el exilio. Conoció la vida en sus manifestaciones más extremas y expresó sus transgresores pensamientos en forma de paradojas, que no suelen ser otra cosa que verdades impopulares. Un siglo después de su muerte su obra sigue fresca como el primer día. Sus libros se siguen traduciendo, sus comedias se siguen representando y los estudios sobre sus obras y sobre su persona siguen llegando con regularidad a las librerías. Es un clásico. Pero sigue habiendo muchos lectores que no lo toman en serio o que no le perdonan algún aspecto de su biografía. Quizá se deba a que como el burlón Wilde escribió: "El público es asombrosamente tolerante. Lo perdona todo, excepto el genio".

Escrito por blogeder el 2 de septiembre de 2006

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27.9.06

El Ying y el Yang


Eran las siete de la tarde, esa hora entre horas que a veces se torna imprecisa y uno no sabe si tomarse un café o un bourbon. Para decirlo todo, también era un mes de julio demasiado lento y caluroso, a caballo entre el Tour de Francia y la fatiga de un curso escolar duro de escribir, sobre todo para un profesor de secundaria.
Amadeus se encaramó sobre el escritorio, reclamando su espacio pactado a lo largo del tiempo pero también gracias a su pertinaz insistencia. Le hice sitio, por supuesto.
Tengo dos animales de compañía: mi gato y mis libros. Y ya lo dijo Cortazar, "porque gato y yo somos como los gusanitos del Yin y el Yang interesándose (eso es el Tao) y no se me escapa que cada gato en español es amo de las tres letras del Tao, con la g a manera de agujerito que dejan en los ponchos las mujeres de los indios navajos para que no se les quede el alma prisionera en el tejido. Los gitanos y los traductores internacionales no tienen gatos, un gato es territorio fijo, límite armonioso; un gato no viaja, su órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos; su dibujo es pausado como el de Matisse."
He de confesar que comparto filias y fobias con Amadeus. A mí también me gusta Mozart. Y los viajes me aturden. Y quizás me gusten tanto los libros porque se parecen a los gatos. Se mantienen altivos y solitarios en los anaqueles de la estantería, pero si los buscas se dejan querer (leer). Y aunque ellos no lo sepan, llegan a lamerte las heridas.
Henri Matisse, Blue Nude I, 1952

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26.9.06

¡Maricón el último!



El primero que aparecía era siempre Mariano, con su semblante aniñado. Su flequillo, mientras corría, jugueteaba como una ola negra sobre su frente. Luego llegaba Valentín, ya entonces un tanto enano para su edad, pelirrojo y con la cara manchada de pecas. Valentín sólo vencía su incipiente tartamudez cuando empezaba a maldecir y, sólo de esta forma, las frases le salían de corrido porque, decíamos nosotros, sólo entonces era verdaderamente él mismo. Manolo, el más valiente de todos, engañaba a primera vista: su aspecto angelical ocultaba su arrojo y determinación. Aparecía siempre con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón. Llegaba junto a su hermano pequeño, José. José nunca decía nada, él siempre estaba a lo que mandara Manolo, a pelear, a recibir y a lo que fuera menester. En tiempos de paz mandaba yo pero cuando las cosas se ponían feas el jefe era Manolo. Ahí no había discusión. A esto se le llamó después la división del trabajo. Manolo miraba hacia delante, arrugaba la frente y apretaba los puños. Y ni siquiera pestañeaba, justo antes de la batalla. Como el Guerrero del Antifaz.
A las cinco de la tarde las calles del barrio estaban desiertas y en las aceras casi no se veían coches aparcados, acaso un Dauphine Ondine, un seiscientos o alguna furgoneta "dkv". No recuerdo muy bien como pasábamos de la paz a las hostilidades y viceversa. Lo cierto es que, en tiempos de "guerra", todos estábamos agitados. La calle Córcega contra la calle Industria, eso era lo habitual. Nos llamábamos así, la calle Industria, porque en nuestra calle empezaban y acababan todas las cosas, digamos que con alguna excepción, el rollo del cole, alguna aburrida visita familiar y contados desplazamientos hasta algún punto más allá de nuestro territorio. Lo verdaderamente importante era mantener nuestra calle a salvo de las incursiones enemigas. De moros, japoneses y traicioneros en general, porque eso y no otra cosa hacían los héroes de los tebeos que leíamos ávidamente cada semana. Todo lo demás no dejaba de ser un asunto trivial y anodino, limitado a lo adulto, es decir, corrompido por el constante eco de las órdenes de la superioridad, copia cien veces callaré, ¡de esto ni hablar!; ahora no, que ya es hora de cenar. Y ese estribillo mentiroso: cuando seas mayor harás lo que quieras, pero de momento mando yo.
Ellos nos doblan en número, gemía Mariano. Lo malo es que casi siempre tenía razón. Ellos eran, claro, los de la calle Córcega. A Valentín se le enrojecían aún más las pecas y yo callaba, asustado, para acto seguido balbucear: les daremos la gran paliza. En cuanto a José, se frotaba la bragueta, bendita manía la suya, mientras acariciaba un trozo de madera convertido en una estaca mortífera gracias a un clavo oxidado y herrumbroso. En las aceras, ya lo he dicho, apenas había algún coche aparcado, un Dauphine de color gris, un seat milquinientos negro o un novísimo seiscientos de color blanco. ¡Ah, y el tiempo! Es como si lo viera ahora mismo, paseándose a nuestro lado, haciendo como los tranvías, doblando la esquina y meneándose de un lado para otro como si fuera a salirse de la vía, avanzando como un dragón y echando chispas por su flamante trole.
El enfrentamiento se producía casi siempre en el cruce de las calles Independencia y Córcega. Nos parábamos en seco, separados apenas los unos de los otros por la zona de nadie del empedrado. A esa hora el sol caía vertical, manchando de blanco nuestros rostros imperfectos. Hasta nosotros llegaba el penetrante olor a alquitrán del pavimentado de las calles. Alguien gritó: ¡Maricón el último!Las huestes de la coalición cuidaban mejor que nosotros el aspecto psicológico. Blandían artesanales escudos de madera, rudimentarias ballestas de ganchos y palos y trancas de diverso calibre. Emitían, además, un vocerío que a mí me recordaba el estrépito de los guerreros zulúes golpeando las lanzas contra sus escudos adornados con pinturas y fetiches. Esas escenas que tantas veces habíamos visto en las pantallas de los cines Condal y Emporium. Al griterío le seguía siempre un breve silencio que a nosotros nos debía parecer muy largo porque teníamos tiempo suficiente para mirarnos inquietos antes de que cayera sobre nuestras cabezas una lluvia de piedras. Respondíamos al momento, primero vaciando nuestros bolsillos, luego acudíamos a las aceras o a cualquiera de las interminables obras del barrio. Munición nunca faltaba.
Nos zurraban casi siempre, claro. Acabábamos poniendo pies en polvorosa, sin otra señal que no fuera la rápida coincidencia en nuestros movimientos. Todos menos Manolo. Manolo tenía ocho hermanos; todos ellos, incluido José, eran sagrados para él. A su padre en la calle le llamaban El carterista y la verdad es que asustaba verlo: largirucho, enjuto y moreno, con cara de mala leche. Cuando se nos hacía tarde jugando, Manolo y José eran imperturbablemente puntuales y no había para menos, cinco minutos tarde y se quedaban sin cenar. Manolo nos lo contaba sin pestañear y, en el fondo, todos lo admirábamos por esa forma serena de encajar tales contrariedades. A veces, la fuga nos llevaba hasta un pasaje sin alquitranar que comunicaba las calles Independencia y Dos de Mayo. Allí en una ocasión pillaron a Mariano, lo metieron en la obra de la antigua fábrica de pianos y lo enterraron de medio cuerpo para abajo, le escupieron en la cara hasta cansarse y le embadurnaron las narices con caca de perro. Pero nosotros estábamos demasiado ocupados corriendo, pies para que os quiero... gritando como posesos: ¡Maricón el último!
François Truffaut: LOS 4CIENTOS GOLPES (Les quatre cents coups, Francia,1959). Productor: Georges Charlot, François Truffaut. Guión: François Truffaut. Fotografía: Henri Decaë. Música Original: Jean Constantin. Reparto: Jean-Pierre Léaud, Claire Maurier, Albert Rémy, Guy Decomble, Georges Flamant, Patrick Auffray, Daniel Couturier, François Nocher, Richard Kanayan, Renaud Fontanarosa, Michel Girard, Henry Moati, Bernard Abbou, Jean-François Bergouignan, Michel Lesignor

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La noche de los girasoles

“Pedro y Esteban son dos espeleólogos que llegan a una zona montañosa para estudiar el hallazgo de una cueva y determinar si tiene interés científico. Les acompaña Gabi, la novia de Esteban, que les espera al pie de la montaña. Pero cuando los espeleólogos salen de la cueva, encuentran a Gabi aterrorizada: ha estado a punto de ser violada por un vendedor de aspiradoras. Aún bajo los efectos del shock, Gabi cree reconocer en un campesino a su agresor, lo que desencadenará la ira de Esteban y Pedro, que no dudan en atacar a un hombre solitario.”Vaya historia, ¿no? Pues Sánchez-Cabezudo (vaya apellido compuesto, ¿no?) saca petróleo de dónde aparentemente no lo había. Y eso debido a mi natural desconfianza ante las historias y dramas rurales. Sorprendente y espléndida película, pues. Claro que como el film comienza con la noticia de una violación, se me ocurrió que podría muy bien ser un docudrama, pero afortunadamente no lo es.
Se nota que es una peli pensada como peli por el montaje, por la puesta en escena, por el engarce de las diversas historias, sin respetar el orden cronológico en el tiempo, pero sobre todo, porque cada “episodio” (titulado) completa lo que queda sin explicar del anterior, y esto no sólo favorece la intriga sino que conduce a una “revelación” tras otra, además de ofrecer distintos puntos de vista de los mismos hechos. Cine del bueno, en definitiva. Quiero decir que el final de un episodio enlaza con el inicio de otro anterior, y así sucesivamente hasta que el rompecabezas se va completando. Y por que todos los personajes resultan tan verosímiles como convincentes.
La noche de los girasoles me recuerda Crash. Y no sólo por la organización del relato, por la presencia de la violencia en su estado más absurdo y no por ello menos real. Lo hace (pensar en Crash), sobre todo, por la utilización de la “casualidad” (y sus variantes más “retorcidas”) como elemento provocador del drama.
El truqui de la peli es que, de todas las posibilidades, siempre ocurre la peor. Y eso incluye la moral del individuo cuando se enfrenta a un conflicto realmente severo. De esta forma, las peripecias de los personajes, tan distintos entre sí, se ven abocados, a su pesar, a un mismo desarrollo dramático tan absurdo como lógico (tal como se suceden los hechos), tan inesperado como cruel. Y es que, como en la realidad, lo que menos importa es el itinerario que los individuos se han propuesto o previsto. Lo que cuenta es lo que el azar o, simplemente, la suerte (en este caso la mala suerte) les depara. Llámenlo destino si les suena mejor.
Jorge Sánchez-Cabezudo: La noche de los girasoles (España, 2006). Guión: Jorge Sánchez–Cabezudo. Productor: Enrique Mahco. Reparto: Mariano Alameda (Pedro, la víctima, espléndido), Cesáreo Estébanez (Cecilio), Celso Bugallo (Amadeo, el Hércules Poirot de la trama), Vicente Romero (el guardia civil corrupto), Manuel Morón (el violador, buen trabajo el suyo), Walter Vidarte (el cabrero), Carmelo Gómez (Esteban), Judith Diakhate (Gabi), Fernando Sánchez-Cabezudo, Petra Martínez, Nuria Mencía, Enrique Martínez, Mariano Peña, Amalia Romero. Duración: 123 minutos. Estreno: 25.8.06.

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22.9.06

El cartero


En el meridiano de las tardes de julio, el sol lamía las casas, con sus paredes desconchadas y sus largos pasillos exteriores, apelmazado silencio de mosquiteras y persianas bajadas y apenas la sordina de los tranvías con su ¡CLANC, CLANC! característico. Tardes de mujeres junto a la radio zurciendo rodilleras destrozadas por el fragor de los combates de sus retoños ejerciendo de guerreros callejeros. Eran esas tardes de verano que se dispersaban por el pensamiento como el aceite sobre el agua, flotando en su superficie, diluyéndose sólo en sus extremos y formando puntitos en el centro... Llamaron al timbre.
Recuerdo las tardes en casa, sobre todos las lluviosas. Mi madre escuchando la radio en silencio y mi padre siempre ausente, trabajando. Ella cosía hombreras para un sastre y cubiertas para los sillines de las bicicletas. Él llegaba tarde de la imprenta, bastantes veces un poco más tarde de lo habitual. La llamaba por teléfono para decirle me voy a quedar hasta las tantas para acabar un trabajo urgente. Así, la tarde se alargaba todavía un poco más. Esa locutora afable y benévola, que prestaba su cálida voz (quizás un poco empalagosa), de la señora Francis empezaba siempre con la misma frase sus respuestas a las cartas de las sufridas oyentes: Querida amiga... Esas dos palabras, anchas y persuasivas, abrigaban los corazones de las amas de casa que esperaban, mientras planchaban, la delgada y opaca frontera del crepúsculo. Mi madre, es cierto, seguía planchando, aunque en esos momentos ya se había reencarnado en Olvidada, o en Flor marchita, en Una que sufre resignada, en Una que necesita consejo.
Llamaron al timbre. Era el cartero. Yo pegué un bote de la silla donde revisaba por enésima vez mi colección de El Capitán Trueno, y salía volando, cruzando el pasillo exterior hasta la verja de la entrada. Ahí estaba el cartero, con su gorra de plato, su grandiosa cartera, y un par de cartas en la mano. Le daba los diez céntimos y regresaba diligente a entregarle las cartas a mi madre, tan alegre y excitado como si hubiera encontrado un mensaje dentro de una botella. Y me la encontraba llorando, lagrimones de cocodrilo, porque en aquel momento se había convertido en nada menos que Flor marchita.

Consultorio de Elena Francis; En 1947 comienza a emitirse en Radio barcelona “El consultorio de Elena Francis”, un programa dirigido especialmente a las mujeres y que atendía sus preguntas y dudas relacionadas con cualquier tema, aunque preferentemente el sentimental.
Ilustración: La Rosa. Pintura de Carolina Alfaro Hardisson. Técnica mixta sobre papelhttp://www.galeriagoya.com/php/index.php

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21.9.06

Roger Thornhill: Al primer problema llama a su madre

Nombre: Roger Thornill
Alias: Cary Grant
Ocupación: Empresario
Edad: 55
Nacionalidad: Norteamericana
Antecedentes: Conducir en evidente estado de embriaguez. Colarse sin billete en el Chicago Express. Sospechoso de assinato de un diplomático en el edificio de Naciones Unidas
Móvil: Sobrevivir a la siguiente secuencia
Agravantes: Suplantación de la personalidad del Señor George Kaplan. Detenido por escándalo público durante una subasta. Causar dsperfectos en un monumento público (Monte Rushmore)
Modus operandi: Suele tomar martinis y se afeita con maquinillas enanas.
Observaciones: Posible complejo de Edipo. Al primer problema llama a su madre en busca de ayuda
Imitadores: Este es inimitable
Sentencia: Inocente
Condena: Casarse con Eva Marie Saint, que es una rubia insulsa y aburrida.
Revista "La Gran Ilusión" Nº 104 Febrero de 2006
Galería 666: Caso # 2/2006
Ejemplar gratuito en los cines Renoir

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New York, New York



Mientras paseaba por Park Avenue, Pedro no podía menos que recordar el comienzo de Manhattan: "Nueva York es mi ciudad", dice el protagonista. Por supuesto, el alter ego de Woody Allen.
Después de contemplar los rascacielos de Nueva York, y, en general, ese gigantismo que lo dejó anonadado, se le ocurrió que debía existir un paralelismo en el tamaño de los respectivos continentes. Para un individuo que creció en las estrechas calles del Raval, todo resultaba enorme y desmesurado. Las imponentes superficies comerciales, las anchas y largas avenidas, los grandes edificios repletos de oficinas... Recordó inevitablemente la escena del Apartamento en la que la mesa de Jack Lemmon aparece, junto a decenas y decenas de mesas más, todas ellas escrupulosamente alineadas, en una de las plantas de un edificio cuyos ascensores hacen horas extras. Y eso en los años cuarenta. Y también pensaba, mientras descansaba de tanto trote en Central Park, en esas grandes papeleras, en los productos de consumo, todos ellos concebidos para el suministro de una familia numerosa o un batallón de marines.
Impresionado todavía por la experiencia de haber estado en una gran ciudad, de un país cien veces mayor que el suyo, donde los objetos, los automóviles, las personas y el resto en general (también las palabras y los periódicos), guardaban la proporción en sus dimensiones, es decir, de regreso a su modesto Liliput, “el país donde los hombres, los animales y las plantas eran diminutos”, cuando Pedro entró en el colmado de Luis, y la Manoli le dijo que sólo le quedaba una lata de coca cola light se quedó pasmado y, sin poderlo evitar, le dio un ataque de ternura.
Tamaños aparte, quizás a Woody Allen le gustase Nueva York por distintos motivos por los que a Pedro le gustan Barcelona, Lisboa o Roma: por su arquitectura básicamente humana, por la mezcla de lo viejo y lo nuevo, por su invencible capacidad de mutación. O quizás algo menos grandilocuente que todo lo dicho, y puede que en eso sí coincidiera con su admirado director: su ciudad era esa abstracción que tanto necesitaba para sentirse a la vez anónimo y acompañado.
Soportó estoicamente los registros y controles de seguridad, las largas esperas y las incertidumbres horarias. Fascinado todavía por una ciudad rebosante de contrastes acariciaba el momento de llegar al refugio de su abigarrado estudio y su precario sofá, de sus libros ordenados alfabéticamente, de las cuatro plantas de su balcón y de sus vídeos en la estantería, junto al televisor. De su pequeño transistor Sonny que transportaba del dormitorio al baño, y del baño a la cocina. Pero, sobre todo, de la generosa y reconfortante sonrisa de bienvenida de Carmen, su mujer, y del bravííísimo abrazo de sus dos hijas.
Sin embargo, lo que Pedro nunca podía prever es que cuando regresara a casa se encontraría con la petición de divorcio de Carmen. A partir de ese momento, todo fue de sorpresa en desastre. Y es que en las separaciones siempre hay uno que despierta del sueño de los justos. Por lo general, suele ser un caso de ceguera crónica. De mala interpretación de la realidad y del encadenamiento de sus sucesivas escenificaciones. De precaria compenetración del continente con el contenido. Y un poco también del olvido de las reglas del entorno, de la ciudad, concebida como colmena, igual y tan mutante como las propias personas. Un mal cálculo de los sentimientos pero, sobre todo, una confianza infundada en los mecanismos que supuestamente regulan la inmovilidad de los objetos y los individuos.
La foto que se hizo junto al escaparate de Tiffany’s fue a parar a la papelera. Luego llegó la pesadilla. El piso era de su propiedad, aunque todavía pagaba una hipoteca ciertamente onerosa. No debía preocuparse, sin embargo. Lo recuperaría cuando Clara, la menor, con dos años todavía, se independizara. Es decir, cuando se largara de casa. Consideró que, salvo un caso de fuerza mayor, eso podría ocurrir dentro de 25 ó 30 años, ya que la media de emancipación de los jóvenes en Cataluña estaba entre dicha franja de edad. Mientras tanto, sólo debería seguir abonando mensualmente la hipoteca, así como los 1300 euros de manutención de las niñas. Eso y alquilar un pequeño apartamento que difícilmente podría bajar de los 900 euros. Por supuesto, con su sueldo de Administrativo, los números se resistían a encajar los unos con los otros.
Y puestos a imaginar situaciones más perversas, estableció la hipótesis de que en uno o dos años un dentista maduro pero de buen ver se instalara en “su casa”, es decir, en el piso cuya hipoteca aún seguiría pagando durante diez años, y se estableciera felizmente junto a la hasta ahora querida Carmen, con su máquina de afeitar y su cepillo de dientes eléctrico. Aunque, ciertamente, esta idea tampoco es que llegara a desesperarle demasiado. ¡Qué importa un disparo más cuando el pianista está muerto y bien muerto! Además, no podía perder el tiempo con estas minucias cuando debía buscar urgentemente un pluriempleo que le permitiera llegar a fin de mes y evitar, así, que le embargaran el suelo y acabar, en consecuencia, viviendo en casa de su madre, tan viejecita la pobre, y con ese genio.
Billy Wilder: El apartamento (The Apartment, EEUU 1960). Guión: Billy Wilder y I.A.L. Diamond. Reparto: Jack Lemmon, Shirleck MacLaine. Fred MacMurray. 125 minutos
Woddy Allen: Manhattan (EEUU 1979). Guión: Marshall Brickman y Woody Allen. Reparto: Woody Allen, Diane Keaton, Michael Murphy, Mariel Hemingway, Gary Weis, Merly Streep, Anne Byrne, Michael O’Donoghue, Karen Ludwig. 136 minutos

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18.9.06

El reloj de cuco


“En Italia, durante cien años, durante la dominación de los Borgia, hubo sangre, matanzas e injusticias. En Suiza, tras 500 años de paz y fraternidad, ¿qué obtuvieron? : ¡El reloj de cuco!”
Le dice Harry Lime (Orson Welles) a Holly Martins (Joseph Cotten).Carol Reed: El tercer hombre (The T3d Man, 1949). Estados Unidos. Guión: Graham Greene, Alexander Korda, Carol Redd y Orson Welles. Música: Antón Karas, Irving Fields, Albert Gamse y Henry Love. Fotografía: Robert Krasher. Reparto: Orson Welles, Joseph Cotten, Alida Valli, Trevor Howard, Bernard Lee

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16.9.06

LEOPOLDO VIGNOLI: Sombras del paraíso


"Fiesta patria en la escuela Artigas. Bailes, recitados, el plato fuerte es una representación de Tabaré, de Juan Zorrilla de San Martín.
A un lado charrúas, flechas, lanzas; al otro lado conquistadores, espadas y mosquetes. Al final de la escena, los indios van cayendo uno a uno. Entre los pocos sobrevivientes sobresale el Gran Gálvez por su bravura. Ahora es un emplumado solitario, indebido. Le disparan, le estoquean, le acribillan. De acuerdo con el texto ya debería estar muerto. Debería caer pero no cae, lancea sin dar tregua. El episodio llega a su fin y el telón comienza a bajar. No obstante, el Gran Gálvez, imbatible, sigue y sigue.
Voz de la maestra apuntadora:
- Cáete, Gálvez.
Nada, las palabras tienen un efecto contrario, redobla sus ataques.
Otra vez la maestra:
- ¡Gálvez, al suelo!
Es inútil. Interviene la directora Iris:
-¡Gálvez, por favor!
El Gran Gálvez sigue luchando, pisa lanzas, flechas, cuerpos, quiebra espadas. Sus enemigos se desconciertan, retroceden.
- ¡Gálvez, por última vez! ¡¡¡Cáete!!!
Lo único que cae es el telón, el Gran Gálvez continúa en pie. Sabe que el castigo será ejemplar, meses sin recreo. No le importa. Porque al fin de cuentas ¿acaso pueden morir los héroes?, ¿no nos habían dicho hasta el cansancio que los valientes nunca mueren?
El Gran Gálvez, actor secundario por primera y última vez en su vida, demostró unas dotes para la improvisación y una profesionalidad no prevista en los ensayos. Si estropeó el libreto la culpa no fue suya sino de los guiones que se maltejen, de la naturaleza que se ignora."
Leopoldo Vignoli, alias “Pino”Leído por su autor el 12 de octubre de 1988 en el Taller Literario “Fulano De Tal”, en el Bar del mismo nombre. El grupo estuvo compuesto por Arcadio Urpí (Jordi Gasch), Gato (María Jesús García), Lluís Bardía, Susa (María Jesús García), Pino (Leopoldo Vignoli) y Lorens (Arturo Montfort).

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8.9.06

Un milagro en el bolsillo


En el bolsillo de la vida cabe de todo. También los rotos por donde se escapa, como un tránsfuga cualquiera, el aire que respiramos: un muchacho que se estrella contra una farola a las cinco de la madrugada. Caso de José Luis: su hijo, estuvo 21 días en coma antes de morir. José Luis no hacía más que repetir, vivirá, debe vivir, si Dios ha dejado que sobreviva eso quiere decir que se salvará. Pero el roto era demasiado grande, un gran agujero negro sin compasión donde cabe de todo, hasta la muerte.
Fue en esa triste circunstancia cuando me enteré que cuando los cirujanos intentan recomponer el puzzle de nuestro esqueleto utilizan los restos de otros esqueletos que pasaron a mejor vida, y que a esos trozos del mecano óseo los llaman pizzeros por razones fáciles de entender. Macabro, claro, pero qué más macabro que ensayar hasta cuando puede aguantar un corazón, un pulmón o un riñón con el chasis hecho trizas. Pero quién era el valiente que le decía algo a José Luis, agarrado como estaba a una maldita esperanza avalada ya no por la existencia, sino (algo mucho más difícil) por la bondad de un Dios desconocido y ausente.
Las circunstancias de mi trabajo me obligaron durante un tiempo a hacer cosas como ésta, sobre todo, encargo de flores y comparecencia en los Tanatorios. José Luis era director de una oficina, militante del PP, aunque a mí esas cosas nunca me han impedido elegir a mis amigos. En este caso, José Luis era un buen tipo y a mí me caía simpático. Compartimos largos ratos en la sala de espera de la Uci del Hospital Clínico, deshojando los días, partiendo los días en pedazos, siempre por el canto romo de una esperanza a todas luces improbable.
Tras el desenlace, vinieron las depresiones. Lo cierto es que al año justo de la muerte de su hijo, el mismo día, ni uno más ni uno menos, el corazón le falló. Cuando supe la noticia me quedé como una estatua. No me vieron ni en pintura. Delegué en todo. Hay veces que uno debe protegerse. Darse una tregua. Mantener la mente limpia durante un tiempo. Aunque sea con Zotal.
Cuando me enteré de la muerte de José Luis y de la sorprendente coincidencia no me atreví a otorgarle ningún significado que no fuera nuestra propia indefensión ante la casualidad. O ante el destino, que tantas veces se parecen tanto que da hasta ganas de reír.
A veces nada es más extraño que lo más común, que los muebles que te rodean, que el rosa pálido de las nubes meciéndose en el diván del martes, donde uno yace esperando el miércoles, y el jueves, y así sucesivamente, sabiendo que contra la casualidad o el destino nada puede hacerse. Que hay días negros pero también los hay de rojos.
Holly temía como nadie a los días rojos. Un día negro es otra cosa: es ese tan común en el que los contratiempos te oscurecen. Los días rojos son, sin embargo, esos en los que un miedo indefinible te ataca por dentro y te convierte en algo ajeno a ti mismo, a una especie de desesperación con patas. Holly (Audrey Hepburn) cogía entonces un taxi y se iba a Tiffany’s, Allí se sentía segura... En la placidez de Tiffany’s - decía- sé que nada malo me puede pasar.
Mirarse uno mismo, sin más, resulta a veces un pequeño consuelo. A volar no nos enseña nadie. Recordar a la Holly de Desayuno con diamantes, a Audrey Hepburn, cantando Moon River en el alféizar de la ventana de su apartamento eso lo aprendí yo solito. Y también a resistirme a dejar que mi vida, como mis pelos, se cuelen una vez más, por el agujero del lavabo.
Así que suelo quedarme, entre otras cosas, con este pensamiento: cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma. Un milagro que llevamos en el bolsillo, junto al pañuelo, el monedero y las llaves de casa. Así de sencillo y a pesar de toto.

Blake Edwards: Desayuno con Diamantes (Breakfast at Tiffany’s). Guión: George Axelrod. Basado en la novela de Truman Capote. Música: Henry Mancini
Fotografía: Francoit Edouart. Intérpretes: Audrey Hepburn, George Peppard, Patricia Neal, Buddy Ebsen, Martin Balsam, Mickey Rooney, Jose Luis de Villalonga.

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3.9.06

Pau Riba: Dioptria 2006


MORSA RECUERDADISCO EXPRES, Número 66, 12 de abril de 1970, Pág 2 (Página de los lectores)
“Muchas veces en Disco Expres se ha hablado de la deficiente calidad de la discografía española. Y también de la extranjera distribuida en España. De la escasa valentía de intérpretes y conjuntos que se limitan al fácil recurso de ofrecer aquello que el público demanda. Y por eso mismo, siempre que habéis descubierto un resquicio de calidad, no habéis dejado de alabarlo y ofrecido de forma entusiasta vuestro apoyo a nuevas experiencias.
Bien, pues ya es hora de dejar las palabras a un lado y acudir a los hechos. Un intérprete español, más concretamente, catalán, se ha atrevido a realizar una grabación notable, un acompañamiento genial y unas letras que más bien parecen cargas de profundidad. Y una presentación como nunca se ha visto en España. Este disco se presenta en doble LP, su autor es Pau Riba y su titulo, como sabréis ya, DIOPTRIA.
Creo sinceramente que se trata de una obra maestra, que esto de doble se dice muy pronto pero hay pocos que se atreven a hacerlo, incluso internacionalmente. El material es de primera y las canciones, todas ellas compuestas por Pau, son magníficas. Hasta aquí hemos llegado. Pau Riba ha cumplido su cometido sobradamente. Ahora es el momento de que periodistas, locutores y disc-jockeys den a conocer y promocionen esta maravilla como se merece. “
PAU RIBA DICE:"El Dioptria —un disc doble servit en dues fases— marca el començament de la meva carrera en solitari, immediatament després d’haver-se dissolt el Grup de Folk. També és, crec, el primer disc de rock fet en català i a Catalunya. Pel que fa als continguts, és una crítica ferotge a l’esperit petit-burgès i a la família cristiano-progressista entesa com a cèl·lula bàsica de la societat. El Dioptria I pica contra la dona i el II contra l’home, tot i que no tant, probablement perquè jo en sóc. Es més folky. Al 1978 Edigsa va reeditar l'LP doble "Dioptria I i II" revisat. Al 1992 es també reedita però en disc compacte, ho va fer PDI."http://www.pauriba.com/discografia.htm
"Dioptría – un disco doble servido en dos fases- marca el inicio de mi carrera en solitario, inmediatamente después de disolverse el Grup de Folk. También es, creo, el primer disco de rock hecho en catalán y en Cataluña. En lo que afecta a los contenidos, es una crítica feroz al espíritu pequeño burgués y a la familia cristiano-progresista enendida como célula básica de la sociedad. Dioptria I acomete contra la mujer y Doptria II contra el hombre, aunque quizás no tanto, probablemente porque yo lo soy. Es más folky. En 1978 Edigsa reeditó el LP doble Dioptría I y II revisado. En 1992 se volvió a reeditar, pero en disco compacto. Lo hizo PDI."

Barcelona, martes 5 de septiembre. Concierto en el Auditori de Barcelona. Pau Riba conmemorará los 35 años desde la edición del doble álbum de Riba, "Dioptria", considerado el mejor disco de la historia del rock en catalán por la revista Enderrock.
El proyecto "Dioptria 2006" comenzará el 5 de septiembre en el Auditori de Barcelona, bajo el nombre de "Dioptria v.2.1. 35 años de celebración a Pau Riba", un concierto en el que ocho músicos y una quincena de artistas, entre ellos Pascal Comelade, Santiago Auserón, Roger Mas, Albert Pla, Sisa y Sidonie, versionarán canciones, con arreglos de Llibert Fortuny y David Soler, del doble disco con que Pau Riba empezó su carrera en solitario.

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