El primero que aparecía era siempre Mariano, con su semblante aniñado. Su flequillo, mientras corría, jugueteaba como una ola negra sobre su frente. Luego llegaba Valentín, ya entonces un tanto enano para su edad, pelirrojo y con la cara manchada de pecas. Valentín sólo vencía su incipiente tartamudez cuando empezaba a maldecir y, sólo de esta forma, las frases le salían de corrido porque, decíamos nosotros, sólo entonces era verdaderamente él mismo. Manolo, el más valiente de todos, engañaba a primera vista: su aspecto angelical ocultaba su arrojo y determinación. Aparecía siempre con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón. Llegaba junto a su hermano pequeño, José. José nunca decía nada, él siempre estaba a lo que mandara Manolo, a pelear, a recibir y a lo que fuera menester. En tiempos de paz mandaba yo pero cuando las cosas se ponían feas el jefe era Manolo. Ahí no había discusión. A esto se le llamó después la división del trabajo. Manolo miraba hacia delante, arrugaba la frente y apretaba los puños. Y ni siquiera pestañeaba, justo antes de la batalla. Como el Guerrero del Antifaz.
A las cinco de la tarde las calles del barrio estaban desiertas y en las aceras casi no se veían coches aparcados, acaso un Dauphine Ondine, un seiscientos o alguna furgoneta "dkv". No recuerdo muy bien como pasábamos de la paz a las hostilidades y viceversa. Lo cierto es que, en tiempos de "guerra", todos estábamos agitados. La calle Córcega contra la calle Industria, eso era lo habitual. Nos llamábamos así, la calle Industria, porque en nuestra calle empezaban y acababan todas las cosas, digamos que con alguna excepción, el rollo del cole, alguna aburrida visita familiar y contados desplazamientos hasta algún punto más allá de nuestro territorio. Lo verdaderamente importante era mantener nuestra calle a salvo de las incursiones enemigas. De moros, japoneses y traicioneros en general, porque eso y no otra cosa hacían los héroes de los tebeos que leíamos ávidamente cada semana. Todo lo demás no dejaba de ser un asunto trivial y anodino, limitado a lo adulto, es decir, corrompido por el constante eco de las órdenes de la superioridad, copia cien veces callaré, ¡de esto ni hablar!; ahora no, que ya es hora de cenar. Y ese estribillo mentiroso: cuando seas mayor harás lo que quieras, pero de momento mando yo.
Ellos nos doblan en número, gemía Mariano. Lo malo es que casi siempre tenía razón. Ellos eran, claro, los de la calle Córcega. A Valentín se le enrojecían aún más las pecas y yo callaba, asustado, para acto seguido balbucear: les daremos la gran paliza. En cuanto a José, se frotaba la bragueta, bendita manía la suya, mientras acariciaba un trozo de madera convertido en una estaca mortífera gracias a un clavo oxidado y herrumbroso. En las aceras, ya lo he dicho, apenas había algún coche aparcado, un Dauphine de color gris, un seat milquinientos negro o un novísimo seiscientos de color blanco. ¡Ah, y el tiempo! Es como si lo viera ahora mismo, paseándose a nuestro lado, haciendo como los tranvías, doblando la esquina y meneándose de un lado para otro como si fuera a salirse de la vía, avanzando como un dragón y echando chispas por su flamante trole.
El enfrentamiento se producía casi siempre en el cruce de las calles Independencia y Córcega. Nos parábamos en seco, separados apenas los unos de los otros por la zona de nadie del empedrado. A esa hora el sol caía vertical, manchando de blanco nuestros rostros imperfectos. Hasta nosotros llegaba el penetrante olor a alquitrán del pavimentado de las calles. Alguien gritó: ¡Maricón el último!Las huestes de la coalición cuidaban mejor que nosotros el aspecto psicológico. Blandían artesanales escudos de madera, rudimentarias ballestas de ganchos y palos y trancas de diverso calibre. Emitían, además, un vocerío que a mí me recordaba el estrépito de los guerreros zulúes golpeando las lanzas contra sus escudos adornados con pinturas y fetiches. Esas escenas que tantas veces habíamos visto en las pantallas de los cines Condal y Emporium. Al griterío le seguía siempre un breve silencio que a nosotros nos debía parecer muy largo porque teníamos tiempo suficiente para mirarnos inquietos antes de que cayera sobre nuestras cabezas una lluvia de piedras. Respondíamos al momento, primero vaciando nuestros bolsillos, luego acudíamos a las aceras o a cualquiera de las interminables obras del barrio. Munición nunca faltaba.
Nos zurraban casi siempre, claro. Acabábamos poniendo pies en polvorosa, sin otra señal que no fuera la rápida coincidencia en nuestros movimientos. Todos menos Manolo. Manolo tenía ocho hermanos; todos ellos, incluido José, eran sagrados para él. A su padre en la calle le llamaban El carterista y la verdad es que asustaba verlo: largirucho, enjuto y moreno, con cara de mala leche. Cuando se nos hacía tarde jugando, Manolo y José eran imperturbablemente puntuales y no había para menos, cinco minutos tarde y se quedaban sin cenar. Manolo nos lo contaba sin pestañear y, en el fondo, todos lo admirábamos por esa forma serena de encajar tales contrariedades. A veces, la fuga nos llevaba hasta un pasaje sin alquitranar que comunicaba las calles Independencia y Dos de Mayo. Allí en una ocasión pillaron a Mariano, lo metieron en la obra de la antigua fábrica de pianos y lo enterraron de medio cuerpo para abajo, le escupieron en la cara hasta cansarse y le embadurnaron las narices con caca de perro. Pero nosotros estábamos demasiado ocupados corriendo, pies para que os quiero... gritando como posesos: ¡Maricón el último!
François Truffaut: LOS 4CIENTOS GOLPES (Les quatre cents coups, Francia,1959). Productor: Georges Charlot, François Truffaut. Guión: François Truffaut. Fotografía: Henri Decaë. Música Original: Jean Constantin. Reparto: Jean-Pierre Léaud, Claire Maurier, Albert Rémy, Guy Decomble, Georges Flamant, Patrick Auffray, Daniel Couturier, François Nocher, Richard Kanayan, Renaud Fontanarosa, Michel Girard, Henry Moati, Bernard Abbou, Jean-François Bergouignan, Michel Lesignor
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