26.4.07

El viento no tiene cuerpo


Tú no tienes la culpa de todo. Tampoco la tengo yo. Tampoco es culpa de la profecía, ni de la maldición. No es culpa del ADN, ni del absurdo. No es culpa del estructuralismo, ni de la tercera revolución industrial. Que nosotros vayamos decayendo y perdiéndonos se debe a que el mundo, en sí mismo, se basa en la decadencia y en la pérdida. Y nuestra existencia no es más que la silueta de este principio. El viento sopla. Podrá ser un viento violento que asole los campos o una brisa agradable. Pero ambos irán perdiéndose, desapareciendo. El viento no tiene cuerpo. No es más que el término genérico del desplazamiento del aire. Tu aguzarás el oído. Entenderás la metáfora.

Haruki Murakami: Kafka en la orilla

Fotografía: damian-marcelo-aurelio.jpg
Atardecer en el Mont Caro, Parc Natural dels Ports en Tarragona.
Álbum:
Nocturama / Marcelo Aurelio
24 de Nov de 2006
http://les-plus-simples.com/displayimage.php?pos=-3098

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23.4.07

Nunca querré saber su nombre

Llegué a la cafetería más tarde que de costumbre, así que la camarera ya estaba preparando las mesas para la comida.
- Siempre lo mismo – dije yo, con el mismo apunte de jovialidad contenida de siempre, mientras encendía un cigarrillo
- Sí – respondió ella, afable - Cada día vuelta a empezar.
Miles de situaciones como ésta me llevaron, ya en su momento, a la conclusión de que, contrariamente a lo que han afirmado verdaderos entendidos en la materia, desde Empédocles hasta el Taoísmo chino, respecto a que el cuerpo humano está compuesto por agua en un 75, 80 o, incluso, un 90 por ciento, y, según mi propia experiencia, el ser humano (exceptuando casos excepcionales, Frank Sinatra por ejemplo, él no era humano y tampoco sus canciones) está constituido, aproximadamente, de un cincuenta por ciento de agua y otro cincuenta por ciento de costumbre.
Ya lo debería saber a estas alturas pero muchas veces lo olvido: sin la trascendencia me extinguiría, pero es que sin la banalidad me daría un pasmo de tomo y lomo. Detesto la pedantería, la petulancia y la suficiencia, pero todavía me da más dentera la afectación. Quizá por ello me fascinan las personas vulgares y corrientes. Como ahora yo mismo. Por eso cuando se produce la conjunción astral entre una persona corriente y que esa persona sea del sexo femenino, me da un ataque de glamour (con perdón) y me encandilo como un jovencito de esos que se arregla el flequillo a cada paso que da. De ahí procede, y no de las inevitables inclinaciones de mi sexo y edad, mi fascinación por lo nuevo, por los encuentros, por el azar de lo necesario en definitiva.
Por eso busco aunque no encuentre. Y por eso mismo, después de mucho tiempo buscando un lugar donde desayunar sin que mis tímpanos acaben con lesiones irreversibles, no desisto de encontrar el lugar ideal. Algo que no sea el bareto, predominantemente masculino, donde ellos fuman hasta hartarse y los ceniceros siempre están repletos o, peor que eso, sucios. Ni tampoco la granja unisex donde ellos y ellas, cada vez que sueltan una carcajada colectiva, hacen temblar las paredes. Llevo años así, sumergido en la promiscuidad del bocata y el vocerío del respetable, prietas sus filas, acosados como están por las cadenas del control horario y las evidentes heridas causadas por la monotonía de los movimientos repetitivos en particular y el más sórdido aburrimiento en general. Puestas así las cosas lo más probable es que cualquier día me dé un ataque de nervios. Por eso sigo buscando.
Esa cafetería donde los camareros no tengan la maldita costumbre de llamarme caballero, donde impere el silencio y el tiempo no acabe corrompiendo el trato cortés del primer día. Cuestión nada baladí, ésta, que la costumbre, ese cincuenta por ciento con tendencia a la expansión de su territorio, no acabe produciendo daños irreparables, confianzas y camaraderías de esas que acaban dejándote lamparones en la camisa y en el espíritu. Una cafetería, en definitiva desde donde pueda ver pasar al señor Balzac, por ejemplo, que acaba de salir a pasear, tan fresco, por las calles de Gracia, siguiendo al primer individuo con el que se topa, adivinando por su atuendo, su forma de andar y sus maneras, su profesión, su extracto social, su no sé qué.
Y puestos a imaginar, en el que haya una camarera, cuyo nombre nunca llegaré a saber. Y si algunas veces, pocas, cazo su nombre al vuelo, prometo olvidarlo al instante. Me bastará su sonrisa de bienvenida, subyugante y sensual pero distante. La misma, dirán, que ofrece al resto de clientes, aunque yo sepa que eso no será totalmente cierto. Cada sonrisa, siendo la misma, siempre es diferente. Porque para que una sonrisa se despliegue en su inmensidad siempre hacen falta dos: el que sonríe y el que sabe empaparse de su aureola sin mancillar su efecto con palabras que más bien parecen palobras. Por eso mismo, soy consciente de que cuando intercambiemos los justos comentarios sobre el tiempo que hace o lo lleno que está el local esa mañana, estaremos tensando la cuerda de un violín que se rompería en mil pedazos si atravesáramos la delgada línea roja del compadreo o, simplemente, aprovechándome de mi ventajosa posición, mencionara su nombre.
Prometo también que sólo al cabo de un cierto tiempo empezaré a fijarme en el elegante movimiento de sus delgadas caderas, en la oculta belleza que irradiarán todos sus movimientos, en sus dulces y pausados ojos pardos, en su característica renuencia a decir una palabra más alta que la otra, en su sobrio vestuario de colores oscuros, en esos pantalones tan perfectamente ajustados, en esa camiseta a juego con sus negros y cortos cabellos. Aunque, en definitiva, lo que más me gustará de ella (ya lo sé, para qué engañarnos), lo que la hará más atractiva a mis ojos será esa aparente dureza en sus facciones, más rectas que curvas, y eso porque, como en las escasas mujeres verdaderamente hermosas que he conocido, la fuerza de los pómulos y la dura marca de su mentón se verán barridas invariablemente por la luminosidad de sus ojos y la bandera de su sonrisa, ofreciéndome así el contraste más deseado. Fuego y agua.
Mientras ella trajine de aquí para allá, manejando sus silencios con la gracia y agilidad de una gacela yo seguiré mareando mi primer café del día, fumando y saboreando el silencio del local. Y así, con tan buena y selecta compañía, ojearé mi libro de bolsillo y podré imaginarme lo que quiera, porque hay imágenes en los escondrijos de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Eso también es verdad, un poco de humildad entre tanto vocerío nunca va mal. No lo olvido nunca. Lo dijo Pessoa, otro buen hombre, por cierto, paseante y taciturno.


Fotografía: Un cafetito para ustedes
Aurelio, artista visual
Nocturama-fotoblog, 29 de Julio de 2006
http://www.arte-redes.com/nocturama/

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20.4.07

Jorge Brotons: La máquina de hacer poemas


Ayer, en el circo, tropecé con la famosa máquina de hacer poemas, de la que ya me había hablado Antonio Las Vegas. Y había escuchado alguna cosa sobre el tema: un poeta que inventó la manera de no sufrir más la ansiedad del proceso de creación: la Poesie-Automat, invento del poeta alemán HANS ENZENSBERGER.
Pero mira por dónde que lo que me encontré era diferente. Portátil, que funciona con monedas, una atracción más del circo. Tiras una moneda en aquel artilugio y te permite ir construyendo un poema nuevo cada vez. Últimamente estoy un tanto falto de inspiración, así que me dije que una ayudita no me vendría mal.

Ahir al circ vaig topar-me amb la famosa màquina de fer poemes, de la qual ja me n'havia parlat l'Antonio Las Vegas. Ja n'havia sentit a dir alguna cosa sobre el tema: un poeta que inventà la manera de no patir més l'ansietat del procés de creació: la Poesie-Automat, l'invent del poeta alemany HANS ENZENSBERGER. Però, vet aquí que la que em vaig trobar era diferent. Portàtil, que funciona amb monedes, una atracció més del circ. Tires una moneda en aquell artilugi i et permet anar construint un poema de nou. Darrerament estic una mica carenciat d'inspiració i vaig dir-me que una ajudeta no em vindria malament.
Para acceder a la máquina de hecer poemas, pulsar: Reconstructor de poemas

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19.4.07

El monstruo de las galletas (cowboy)

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18.4.07

El Grava


Me presento de buena mañana en la Unidad de Cuidados Intensivos, segundo cajón a la derecha (el de debajo de los cubiertos) en la cocina. Repleto de medicamentos y gelocatiles, bastantes de ellos caducados, voy a por mi dosis diaria de antiinflamatorios, antibióticos y paracetamol, y alguna otra cosa que siempre encuentro para completar el pack, todo ello para combatir el impacto desestabilizador de la semana, consistente esta vez en una combinación de catarro y dolor de muelas, producto de una primavera que ha pasado de puntillas y que ahora se descuelga con ínfulas de verano, de un vergonzante tabaquismo y de una piorrea más o menos liquidada pero que, de vez en cuando, reivindica su memoria. Ya lo sé, parece un chiste. A partir de cierto grado de adicción, lo mejor es tomarse el protector estomacal de buena mañana porque nunca se sabe lo que te deparará el bendito día. A la vejez, viruelas, dice el proverbio.
Salgo de casa convertido en un TITÁN, con mi traje, mi corbata y mis recuerdos y, al bajar la rampa del parking, me tropiezo, enseguida, con el guarda. Al guarda del parking, gallego, para más señas, le he puesto un apodo secreto, El Grava, cuyo significado, de amplio espectro (como los antibióticos de House), recoge las múltiples facetas del personaje, todas ellas la mar de surrealistas.
El Grava se ríe de los pobres ilusos que van salir este fin de semana a las carreteras de nuestra bendita Comunidad Autónoma. Y no se te ocurra sacar el tema de la lluvia en Galicia porque allí destaca su pericia. Lo del Grava es inmovilismo preventivo. El Grava es un sapiens sapiens, aunque a veces, por sus movimientos en general y sus giros de cabeza en particular, se parezca más al tipo neardenthal. Se pasa las noches pegado al transistor, aunque uno no sabe si es en realidad el transistor el que le sigue a él a través de los diversos vericuetos de un Parking con las columnas desconchadas y las líneas de delimitación de los aparcamientos absolutamente borrosas, como la misma noche. Aunque, todo sea dicho, si su equipo pierde el partido, se transforma en un conversador fácil, olvida fácilmente sus procedimientos gallegos de diálogo, aparca (nunca mejor dicho para el lugar en donde estamos) el depende y la repregunta y empieza su letanía de que los jugadores son unos mamones, que cobran demasiado para lo jóvenes que son y lo que hacen, que se escaquean hasta de entrenar, que no se merecen ni que se les mire a la cara y cosas por el estilo. Más o menos lo que escucha de lunes a viernes, de las 00,00 horas a la 1,30 en El Larguero, de José Ramón de la Morena.
Una de esas noches de agosto de calor sofocante, decidimos, con Marga, darnos un paseo hasta la Rambla de Poble Nou. El coche se sabe el camino de memoria, aunque, sin querer restarle méritos, todo el mundo sabe que nada mejor que para una tarde noche sofocante de verano que tomarse una horchata o una leche merengada en la Orxateria El tío Che de la Rambla de Poble Nou, número 43. A colación del comentario recurrente sobre el calor, Marga le dice al Grava:
- ¡Nos vamos a tomar una leche merengada!
Y El Grava, mohíno, mohíno, responde:
- Ya me tomaría una bien a gusto, con la noche de calor que me espera – A lo que Marga, son cortarse un pelo le sugiere, a su vez, ¿quiere que le traigamos una? ¡Y el Grava que no dice que no! Para ser precisos, deja caer un:
- No le digo que no
A las once de la noche al Grava, arrastrando su desgarbado y desvaído cuerpo, barruntando de aquí para allá, preocupado muy probablemente por su hijo en paro y porque no le rescindan su contrato en el Parking (cosa que finalmente ocurrió, pero mucho más tarde que otros, que duraron lo que un suspiro), al Grava –decía- le sirvieron una leche merengada ungida con deliciosa crema de canela y con una pajita con colores a rallas rojas y blancas, como los de un pijama. Cortesía de la casa.
- Ahora sí que no me lo quitaré de encima - comenté yo, con esa estilo quejica y perezoso, tan típicamente masculino.
No me atrevo siquiera a intentar expresar la mirada de ternura que se desprendió de sus ojos, los de Marga, porque hay cosas que sencillamente no se pueden explicar. Cerrando los ojos como sólo lo sabía hacer ella, como si con una simple mirada se pudiera acariciar el mundo. Igual que se cierra una cortina de buena mañana, cuando la luz del sol te da en los ojos, sin que ni siquiera el astro rey, cabeza visible de nuestro sistema planetario, se atreva a molestarse por ello, tan delicadas manos, las mismas que cierran los párpados de la noche como quien acaricia una estrella, las que con una diminuta llave abren la caja de música de los sueños.
Foto obtenida de la web del Tío Che
http://www.eltioche.com/indexcat.htm

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15.4.07

Te vi


La Santa, Oviedo, viernes 2 de febrero. Tú, de rojo, con grupo de amigas; yo, con amiga. Pedisteis fuego. Nos miramos largamente muchas veces. Mírame otra vez.

Madrid, sábado 10 de febrero, en El Delirio. Tú, de negro, con tus transparencias. ¿Me explicas que haces con una cuchara? 11669212

13 de febrero, metro Badal, 9.55. ¡Qué estilo! Ibas toda desgarbada con tu chaqueta marrón claro y una bufanda multicolor. Se te cayeron unas letras. ¿Te las devuelvo? 11959490

28 de febrero, estación de Manuel Becerra. Mi vagón se paró y nos quedamos justo enfrente, observándonos durante... un minuto. Me alegraste con tu insistencia. 11845364

EPS Viernes 23 de febrero; 16 y 23 de marzo de 2007
Fotografía de Marcelo Aurelio
tango-marcelo-aurelio-.jpg
Nocturama / Silhouette Challenge
http://les-plus-simples.com/displayimage.php?pos=-3700
19 de Jan de 2007

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12.4.07

Datos para entender a los perqueos


"También ellos inventaron la rueda y sus robustos carros corren resonantes por su territorio de Perq. Su rueda, sin embargo, se diferencia de la nuestra en que no llegó a perfeccionar su circunferencia; en un punto cualquiera le quedó una pequeña jiba, una bastante suave protuberancia que se aparta del ritmo circular y luego vuelve a él y es como si no hubiera pasado nada, y de hecho no pasaría nada si la rueda estuviera inmóvil, pero los carros corren resonantes por el territorio de Perq y entonces usted se ha sentado en un agradable cojín de estopa y el carro arranca, recorre retumbante un metro cinco o un metro veintidós dentro de la más perfecta suavidad, y de golpe usted da su primer salto en el aire, vuelve a caer sentado, da su segundo salto, vuelve a caer sentado, y tendrá suerte si el carrero ha preferido ajustar las ruedas de manera que las cuatro jibas toquen suelo al mismo tiempo, porque saltar será casi agradable, digamos como un trote de camello, elevándose sin violencia cada tantos segundos; pero también hay carreros incoherentes en Perq, y si las jibas van cada una por su lado ocurrirá que después del primer salto usted bajará hacia el cojín de estopa en el momento en que la segunda jiba toca el suelo, y su descenso coincidirá con un nuevo salto del carro y será duro, será golpe, tal vez será desequilibrio si casi en el mismo instante otra jiba toca suelo o no toca suelo ninguna jiba, habrá tamboleo y desajuste entre cojín de estopa, usted y carro. Inútil bajarse y decirles que la rueda entre nosotros, etcétera; se quedarán mirándolos afligidos, lamentarán con palabras corteses que nuestra rueda, etcétera. Habrá que subir otra vez al carro, imposible comprender esa civilización si se rehusa el viaje salto a salto, en el cojín de estopa o fuera de él, jibas coincidentes o sucesivas, una y luego tres, dos y dos, tres y luego una, o las cuatro consecutivamente y después un pedacito muy dulce, muy sereno de camino, algo que dura apenas el tiempo de sentirse tan bien sobre el cojín de estopa, a punto de empezar a mirar el paisaje y plaf un salto dos saltos cojín salto caída, caída con cojín que salta y encuentro a media altura (es lo peor), violento despegue de usted que sube y el cojín que baja, hueco atronador por dos, tres segundos, descenso a cojín y plaf y después nada, un pedacito muy dulce, muy sereno de camino, plaf salto.
Por lo demás eso explicaría que en Perq la visión sea siempre convulsiva. En un árbol, lo que nosotros llamamos un árbol, ellos tienden a ver por lo menos tres árboles, el árbol cojín de estopa, el árbol salto y el árbol descenso, y en realidad tienen razón cuando ven tres árboles y los definen como diferentes, porque el árbol cojín se compone de un tronco y una copa como los nuestros, el árbol salto es sobre todo copa, y el árbol descenso es sobre todo tronco, pero a los tres árboles se agregan muchos más árboles si el carrero es incoherente y las jibas, como ya se explicó, etcétera. Entonces en esa total arritmia de los saltos y los descensos puede haber ááárrrbbbooolll, y también puede haber ááárrrááárrrááábbbbbbááá- ooorrrlll y otras múltiples variantes. (Huelga señalar que este ejemplo tipográfico es una mera metáfora nominal destinada a mostrar la convulsión en las imágenes y, por consiguiente, sus efectos en la nomenclatura, las definiciones y en último término la historia y la cultura de los perqueos, de las que hablaremos un día si las jibas nos plaf permi plaf ten).
Julio Cortazar: Datos para entender a los perqueos
Ultimo round Tomo II
Fotografía obtenida en:
La página de Julio Cortazar
http://www.juliocortazar.com.ar/

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Alto voltaje


Al principio de una relación sólo se piensa en una cosa. Los encuentros sexuales son apasionados, intensos y muy frecuentes. A medida que pasa el tiempo... En mi pueblo proponían el siguiente experimento: poner una moneda en un bote por cada vez que se haga durante el primer año de relación. En el curso de los siguientes 365 días, ir sacando una de ellas por cada coito. El bote jamás se vaciará. La doctora Olatz Gómez, de la Federación Española de Sociedades de Sexología, ofrece en Internet estos 10 mandamientos sexuales para hacer saltar la chispa.
2. Sexo variado. El coito no es lo único. Una buena sesión de sexo oral o de masturbación mutua puede resultar de lo más gratificante. Incluso, aunque nos se alcance el orgasmo, prolongar los momentos de máxima exaltación es también una experiencia de alto voltaje digna de probar.
Ilustración obtenida en MúsicaMP3.com
http://www.musicamp3.com/noticias/1739/musica/

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11.4.07

La muerte de Tito

- ¡Al patio!
Ordenó la profesora de Historia del Arte, con la que casi todos flipábamos porque tenía una áurea de Diosa, una belleza especial que pa qué, y eso teniendo en cuenta que los presentes éramos perros de presa del milagro económico de los sesenta y con el tiempo saldríamos de allí hechos unos potentados chupatintas, reparadores informáticos, vendedores (o agentes comerciales, como se prefiera), directores de oficinas bancarias o, a lo más, protésicos dentales, pero ninguno filósofo, ni nada que se le asemejara ni de lejos.

- ¡Al patio!
A lo que Tito y yo respondimos airados
- ¡Pero ha visto usted el frío que hace!
Claro que no estaba nada claro de qué nos quejábamos, porque el país era un témpano y, por justa correspondencia, al aula situada frente al patio la designábamos la nevera porque todos los alumnos acabábamos con los abrigos y tabardos puestos y mirándonos los pies con el justificado temor a que se nos quedaran congelados.
Con Tito apenas había cruzado alguna frase de obligado cumplimiento en lo que iba de curso. Ay, pobre Tito. Más bien de alzada corta (“enano” lo llamaban los que más presumían de navajeros) y mirada extinta, su porte aniñado aunque cuidadoso se correspondía con el vestuario del operario industrioso que se muda de gentil para ir a la academia. Con su chaqueta oscura y su suéter de pico, Tito pasaba casi desapercibido, siempre tan comedido y buen chico y sin meterse con nadie. Porque, todo sea dicho, fui más bien yo quién respondió:
- ¡Pero ha visto usted el frío que hace!
Y no él. Y como tampoco se trataba de darnos de besos por la fortuita coincidencia en la, por otra parte, benévola condena (¡Bienvenido eso de dejar de escuchar las maravillas del arte etrusco!) nos vimos en la obligada tesitura de conversar un rato y, desde luego, no mencionamos en ningún momento que el Universo se expandía (no sabíamos muy bien por qué), ni que el tiempo se parecía cada vez más a un queso de gruyere (por los agujeros) ni que de mayores nos columpiaríamos entre lo que deseábamos y lo que debíamos hacer, que eran algunos de los temas que nuestra profesora, en franca complicidad con el profesor de ciencias, deslizaban de vez en cuando, y sutilmente, en nuestros coloquios, sobre todo cuando les asaltaba el temor de que nuestras caras de aburrimiento ante el arte corintio o el logaritmo neperiano evolucionaran irremediablemente hasta un estado catatónico de esfinge egipcia.
Más prosaicos que todo eso, nos deslizamos por el terreno conocido de los estudios y la perspectiva laboral. Como si viajásemos en ascensor, sólo nos faltó hablar del tiempo, pues era del todo evidente que el progresivo entumecimiento de nuestros miembros no presagiaba nada bueno. Tito trabajaba de electricista, de ascensores precisamente y, como además de serio era tímido (aunque quizás más lo primero que lo segundo), tardó un poco en desvelarme su ilusión por el asunto de la mecánica y la electricidad. Y como a medida que hablaba, más se animaba, me apabulló con tal serie de tecnicismos acerca de su inminente futuro profesional, contándome cómo pronto dejaría de ser un vulgar aprendiz para convertirse ¡ZAS! En oficial de segunda, y de allí a maestro Técnico Ascensorista. A mí todo eso me pilló con el paso cambiado. Quiero decir que me sonó a chino mandarín porque, aparte de mi conocido deseo de convertirme en el quinto miembro de los Beatles, el menda no tenía fundamentos ni sólidos ni reales para ser absolutamente nada en esta vida.
- ¡Vaya con Tito! - recuerdo que pensé.
Fue dos días después, al salir de la oficina, seis y media de la tarde en la calle Mallorca esquina Castillejos, cuando Martínez cruzó la calzada, se me acercó y, sin más preámbulos, me escupió a la cara:
- Tito se ha muerto
Y lo dijo sin emoción aparente, con aquella displicencia adolescente libre de toda culpa. Igual hubiera dicho hoy no hay clase, o ¿vamos a echar una partidita al futbolín? Lo mismo, con la indiferencia y la inocencia de aquellos que por no decidir, no decidíamos absolutamente nada y que, como contrapartida, no nos sentíamos comprometidos con ningún aspecto de la realidad más allá del pequeño círculo de tiza con el que marcábamos, ingenuos, nuestro invadible territorio.
Tito se ha muerto. No Tito ha muerto (con este tiempo verbal tan impersonal, como si la cosa no fuera con nosotros), exclamó Martínez como si dijese, mientras masticaba su eterno chicle: Cervantes perdió su mano en la batalla de Lepanto. Estaba trabajando en la base del hueco del ascensor cuando, sin saberse cómo, el ascensor se soltó y cayó en picado. Y lo aplastó, claro. Papilla, oye, quedó hecho papilla. Puré. Y dicho esto, Martínez, que parecía tener prisa, se despidió sin malgastar una palabra más, alejándose Castillejos arriba, dejándome a solas con la mancha sanguinolenta de Tito en el pozo de un viejo edificio del ensanche, así, sin más.
Entonces sí, entonces fue lo del regusto amargo en el paladar. ¿Qué quería decir eso de que Tito había muerto? La muerte era una abstracción, algo ajeno que sólo afectaba a los demás. Y Tito por el albur de un azar, por un resquicio de la casualidad, había dejado de pertenecer a los demás. No lo dije porque, entre otras cosas, no tenía a quién decirlo:
- Si ayer mismo estábamos hablando como si nada.
Pintura de Rafael Ferrándiz Crespo
Acrílico/tela 100 x 81 cm

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El escritorio

Me aterra mi escritorio. Sólo en un lugar así puedo darme cuenta de tantas cosas inevitables. Mi mesa está llena de papeles, Los cajones, atiborrados, guardan infinidad de carpetas. Por aquí cruzan los manuscritos, las colaboraciones de prensa, los fragmentos que apresuradamente escribo y luego olvido (pero también las facturas, las multas de tráfico, los extractos bancarios, los teléfonos, las direcciones). los papeles nacen y se multiplican. Es verdad que periódicamente afronto, voluntarioso, minuciosas limpiezas: tiro a la basura montañas de papeles. Pero apenas unas semanas de trabajo bastan para verme otra vez rodeado de impresos y de folios, para llenar de nuevo las carpetas y los archivadores. Me siento incapaz de gobernar este océano de objetos. A veces encuentro apuntes con números de teléfono que no sé a quién pertenecen. A veces descubro la nota de citas a las que no he acudido. A veces busco algún papel y compruebo que no está, que debo haberlo destruido en una de mis sumarias limpiezas. Estoy lleno de remordimientos de este tipo. Sé que debería ser más ordenado. Los papeles pasan por mi vida como un vendaval. Pierdo recibos y albaranes, pero también encuentro otros. A veces, en el fondo de un cajón, aparecen unos billetes que semanas antes me hubieran sido absolutamente imprescindibles. A veces descubro cartas de años atrás que merecían la urgente respuesta que no pude o quise dar, postales, inútiles folletos, garantías de aparatos que estropeé hace mucho tiempo, prospectos de pastillas que ingerí imprudentemente, tarjetas de visita de gente que ya no recuerdo, carnés de mis tiempos de estudiante.
Todo esto es una angustiosa sucesión de papeles. No soy capaz de controlar lo que está ocurriendo. Pero lo más doloroso es que me reconozco una persona insuperablemente olvidadiza y que, aunque lo apunto todo, el desorden disuelve mi memoria en este escritorio hasta que, de forma intempestiva, regresan los recuerdos. "Llámame, por favor", escribe aquella mujer en esta carta que ahora he encontrado. Y pienso en los años que han pasado, pienso que todo esfuerzo resultaría inútil, que un gesto ahora por mi parte sería casi grotesco y que su grito (paralizado para siempre en este trozo de papel, ahora que ella ríe, muy lejos de aquí, y me ha olvidado), su grito seguirá pidiéndome una respuesta ya imposible.
Pedro Ugarte: El escritorio
Materiales para una expedición
Ediciones Lengua de Trapo SL, 2002
Carolina Alfaro: Escritorio
Descripción: Fotografía con tratamiento digital, texturas y saturación de color
http://www.galeriagoya.com/


Pedro Ugarte nació en Bilbao en 1963. Vive en Bilbao, en un edificio paredaño a aquel en que pasó su infancia, aunque hay testimonios de que se ha aventurado un par de calles más allá y que regresó con la mirada confundida. Además de muchas otras cosas, ha escrito varios libros de cuentos: Los traficantes de palabras (1990), Noticia de tierras improbables (1992), Manual para extranjeros (1993) y La isla de Komodo (1996). Actualmente, el servicio de habitaciones de la cadena NH incluye su libro de relatos Guerras privadas, por lo que guarda la esperanza de haberse acostado, literariamente hablando, con más mujeres que las que cabría imaginar. A principios de 2003 ha publicado en la editorial Lengua de Trapo Materiales para una expedición, otro libro de relatos. Al menos no puede decirse que no lo esté intentando.

Carolina Alfaro: De pequeña me gustaba esconderme por los recovecos de los setos. Allí encontraba todo lo que me hacía falta para olvidarme por algún tiempo de que existía y respiraba. Jugaba a dejar de existir y lo lograba bastante bien.
Nadie sabía nunca donde buscarme y encontrarme. Pero también me gustaba alejarme de la casa y caminar, hasta perderme, por los senderos próximos y averiguar si terminaban alguna vez, pues estaba convencida de que no tendrían fin. Se perdían en la lejanía y donde parecía que se acababan empezaban de nuevo y otra vez se les veía perderse donde empiezan las nubes.
Buscaba otros caminos y les pasaba lo mismo siempre. Siempre eran caminos largos que llegaban al cielo y se volvían estrellas al llegar la noche y yo soñaba con llegar hasta ellas a través de esos pasillos sin fondo...

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10.4.07

Otro invierno


- Otra semana santa, y con la lluvia, la última bocanada de otro invierno.
Me dije, consciente, una vez más, de que el tiempo es algo más (o algo menos pero, en todo, caso, no eso exactamente) que el sucederse de los días laborables y festivos en el calendario (cada día emite las mismas ondas, que diría Virginia Woolf) mientras, entre otras noticias de menor interés, voy siendo informado puntualmente de que el Universo se expande.
Y a mí, plim.
Lejos está es inocencia que vemos a veces reflejada en los rostros de tantos adolescentes. Este desorden radiante que nos ilumina cuando se expresan atropelladamente, con el ansia de esa otra persona, que llevan dentro, que aparecerá muy pronto y que no siendo la última ya vive por sí misma, caja rusa que sólo termina con el último descubrimiento... porque si por algo es digno de vivir el primer tiempo de los tiempos de cada uno es porque es nuevo.
Por eso, cuando suena el timbre, la llamada de lo nuevo, que a los mayores nos parece la mayoría de las veces tan prosaico e, incluso, banal, mientras ocultamos tras nuestra aparente condescendencia nuestra envidia por su tiempo más lento, pero también por su asombrosa capacidad para la intensidad en la reiteración: el mismo compacto una y otra vez, el mismo partido de fútbol, la misma esquina donde languidecer. Vuelan como pájaros de alambre. Sin cuidado alguno por los modales y las buenas costumbres, y todo eso ante la viva estampa de padres y abuelos, la patética resignación de estos últimos, incapaces de recordar que una vez fueron jóvenes, y ya está bien así, porque podría ser todavía peor, porque su memoria está plagada de traiciones, que de tanto marear la perdiz acaban convirtiendo los recuerdos en una castaña.
Así, aunque todavía sea capaz de prever la futura melancolía de este instante. Aunque ante mí tenga otro invierno que, pese a parecerse a los inviernos de otros años, sé muy bien que ya es otro. Estación que llega con su caricia húmeda y un rostro diferente, el mío a los quince años, pasmado ante el espejo, contemplándome desnudo y desgarbado, calándome los huesos, entristeciendo mis alegrías, socavando mis preguntas sin respuesta. Y por todo eso, todavía me sorprende más mi actual falta de imaginación, mi estulticia en definitiva, cuando, cuarenta años más tarde, y mientras Claudia, la encantadora Claudia, doce años recién cumplidos, con sus ojos catapultando estrellas de colores, canturrea “¡Help!” de los Beatles, esa canción tan difícil de tararear, y me dice que el más guapo de los Beatles es Ringo Starr, y el más interesante John Lennon, y el sobrevalorado Paul McCartnet, entonces recuerdo como mi voz al contestarles – a los adultos- sonaba también diferente, aflautada, hueca y ajena, como si otro ser naciera de mí y en el momento más inoportuno.
Qué oportunidad de mantenerme calladito: ¿Por qué diablos le hago a la niña de las estrellas de colores la misma pregunta que tanto me fastidiaba que me hicieran a mí?
- ¿Tienes novio, Claudia?
La repera.
Fotografía de Ferrán Jordà, p
ublicada en LITERATUYA

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4.4.07

El miércoles, día del espectador


Al principio de una relación sólo se piensa en una cosa. Los encuentros sexuales son apasionados, intensos y muy frecuentes. A medida que pasa el tiempo... En mi pueblo proponían el siguiente experimento: poner una moneda en un bote por cada vez que se haga durante el primer año de relación. En el curso de los siguientes 365 días, ir sacando una de ellas por cada coito. El bote jamás se vaciará. La doctora Olatz Gómez, de la Federación Española de Sociedades de Sexología, ofrece en Internet estos 10 mandamientos sexuales para hacer saltar la chispa.
1. Si no surge espontáneamente que sea de la otra manera. Si se pasan las semanas sin ningún tipo de actividad sexual, ha llegado el momento de asignar un día para tales menesteres. ¿No es el miércoles el día del espectador? Pues eso.

Beatriz Sanz: Sexo. Para reavivar el fuego
EP3 (EL PAÍS) viernes 9 de febrero de 2007, Pág. 28
Fotografía: Ferran Jordá
Del álbum:
Ferran / People, 27 de Nov de 2006, 794 x 299 pixels
les plus simples
http://les-plus-simples.com/displayimage.php?pos=-3139

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3.4.07

Ana Herrera: Mares


Vivo bajo las olas donde se ocultan todos los monstruos, leviatanes terribles, peces feos y camuflados en la arena, serpientes marinas, medusas y tiburones.
Vivo bajo las olas que reflejan todas las luces de Algeciras a Estambul, bahías nocturnas de Whistler, sonrosados crepúsculos de Turner, sol levantino de Sorolla, temporales de Hokusai.
Vivo bajo las olas hasta donde llega el sol veraniego, aroma de sombrillas y de bronceador, pelotas hinchables, frescor de helado y rumor de chiringuito.
Vivo bajo las olas donde flotan todas las velas y todos los pecios, que azotan o acarician todas las costas, áridas o amables, rocosas o arenosas.
Vivo bajo las olas de todos los mares.

Mares, Trinidad Zurita, del 24 de marzo al 28 de abril en
Hotel Molí de la Torre.
Publicado por Ana Herrera
http://www.anaherrera.blogspot.com/
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