7.10.07

Las Fontaneda



El primer dilema que se planteó “en serio” fue el de la existencia de Dios, si es que resulta razonable hablar en estos términos en el caso de un niño.

Algo bastante natural en aquellos tiempos tan oscuros, y también el hecho de que de esta cuestión (ahora completamente secundaria) pendieran, como de un hilo muy delgado, algunas otras preguntas igualmente trascendentales. Como el de la “categoría, cargo y destino” del ser humano en la esfera Tierra, el origen del Universo y, en mayor medida, el sentido y significado del bien y del mal. No es menos cierto, sin embargo, que la beatería católica le ponía de los nervios. Y eso que no sabía lo que le esperaba cuando se hiciera mayor.
No por nada. Y menos porque su escasa sabiduría – en estos temas y en cualquier otro - alcanzara a intuir algo más que la sospecha de que alguien andaba errado en lo esencial, aunque todavía no sabía si el equivocado era Dios, los terrestres o él mismo.
Quizás fuera ese el motivo, alcanzó a discurrir, para preservarlo de tan escabrosos débitos, que sus padres decidieron que el traje de su primera comunión fuera de marinero. En la foto que recuerda esta efeméride, aparece con el rostro hierático de las grandes solemnidades. Sus guantes, blancos como el traje, blancos como el color de la nieve, sostenían un catecismo de cantoneras doradas del que colgaba una cadenita con un crucifijo.
Todavía recuerda su espanto ante la sola idea de que, en un acto reflejo, se le ocurriera morder la sagrada hostĭa, es decir la galleta que el sacerdote, en un acto ritual sin precedentes (y sin igual) le depositaría sobre la lengua. Tanta era su convicción de que en esa galleta de pasta blanda, tipo barquillo, plana y redonda como las Fontaneda (las galletas de toda la vida) se hallaba el cuerpo de Cristo.
Pero lo peor, el comienzo del fin, sucedió antes del momento de la matraca de la Eucaristía. Sucedió cuando ejercitó la última confesión antes de la ceremonia y el baboso padre Tapias le hizo arrodillarse, requiriéndole el listado de pecados leves, graves y muy graves - todos ellos al cuál más sarnoso -, del último mes en curso. Y lo fue porque no tuvo más remedio que mentir. Mentir, una vez más, como un bellaco. Y tal tesitura, teniendo en cuenta que todavía no había llegado a ese gran momento de madurez en el que la mentira le atraería mucho más que la verdad, resulto un tanto humillante.
Humillante, en primer lugar, porque el padre Tapias le esperaba en el rincón de la capilla, encorvado y diminuto, tapándose el rostro tras unas grandes manos que desprendían un intolerable hedor a sangre caliente, manos que siempre acababan dispensándole sus caricias bajo la falsa coartada del afecto y la misericordia. Humillante, sobre todo, porque la confesión, más que un alivio, resultaba un ejercicio consciente y abrumador de hipocresía apócrifa. Mortificante desde el preciso instante en que se sentía atrapado por su propia culpa y su gran temor a Dios. Por ese miedo que atenazaba sus músculos y su mente ante la sola idea de arder para siempre en la inmensidad de los infiernos.
Pero más que la humillación, más que el miedo al infierno católico, apostólico y romano, lo que le dejó completamente aturdido fue esa conciencia súbita y devastadora de que la puerta de ese mundo de bebedizos mágicos y seres omnipotentes que lo había protegido has entonces se había cerrado a sus espaldas. Y que ahí fuera le esperaba la realidad. Y no le pregunten por qué, pero él ya sabía que nada bueno podía esperar de ella.

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