25.9.07

Historia de un vacío (Horror vacui)


Un día normal, tan aparentemente normal como otro cualquiera, regresaba de la escuela con su cartera a cuestas y un runrún en el estómago, que pedía rutinariamente la merienda. Llegó a su casa, después de subir, sudoroso, la empinada cuesta de la calle Lepanto, cuando sin avisar sin llamar a la puerta sin requerimiento alguno, ni oral ni escrito

una punzada le taladró el cerebro. Eran casi las seis de la tarde y a su edad no tenía ni la más remota idea de lo que esperaba de la vida, ni lo que ésta le depararía. Las primeras sensaciones y experiencias siempre le habían pillado, forzosamente, con la guardia baja. Cuando le operaron de las amígdalas, por ejemplo, el médico y la enfermera le anunciaron que iban a disfrazarle de moro, transmitiéndole una falsa confianza como se comprobó enseguida. ¡Le pareció tan divertido! Lo cierto es que, una vez amortajado de tal guisa, le arrancaron las amígdalas al completo y alguna otra cosa que pillaron cerca. Y tan cierto que todavía recuerda su sangre manando a borbotones sobre su supuesta “chilaba”. Y todavía más cierto que, desde aquel día, las hábiles estratagemas de los adultos le desagradaban sobremanera. Le habían llegado noticias de métodos para prevenir males mayores. La más conocida por él era la vacuna: se introducía el germen nocivo para que los minúsculos guerreros que nos defienden, dentro de nuestro cuerpo, identifiquen y cataloguen al enemigo y más tarde cuando lleguen los de verdad los reconozcan al momento y los liquiden sin más. ¡Era genial! ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Aunque no conocía vacuna alguna para esta amenaza de ahora. Nada que ver con las anteriores. No era la clase de miedo a la que él estaba acostumbrado. Ni tampoco el dolor que producía era un dolor conocido: el dolor de muelas, la torcedura jugando al fútbol, una fractura de hueso al lanzarse desde la tapia hasta el suelo, una vulgar quemadura al encender la hoguera de San Juan o, simplemente, una pedrada en la cabeza en cualquiera de las múltiples escaramuzas de chavales traviesos y con ardor guerrero. Sus padres no estaban en casa. Que su padre no estuviera era lógico, nada que objetar, las horas extras, el pluriempleo y todo eso, era no normal a esa hora. Pero la ausencia de su madre no tenía explicación alguna. Y mientras esperaba, inquieto, en la calle, pues todavía no tenía la edad para disponer de sus propias llaves, mientras esperaba tuvo tiempo, demasiado tiempo quizás, para pensar. Para pensar en aquella evidencia incontestable: sus padres no estaban. Y como tardarían horas en regresar, en ese ínterin se imaginó convertido en huérfano de unos progenitores fallecidos en un accidente de tráfico Y aquello no lo tenía previsto de ninguna de las maneras. ¿Desde cuando las preguntas producían miedo y dolor al mismo tiempo? Y así, de una forma tan inesperada como absurda, por no decir nimia y cobardica, la vida le arrebató la inocencia de cuajo, y como el hombre-bala del circo se vio impulsado de forma violenta a la realidad, a la responsabilidad de vivir, si es que podía llamarse así a ese desasosiego que le invadió. Algo tan frecuente desde entonces y, sin embargo, igualmente cruel. Algo que ni cuando, por fin ellos aparecieron y se deshicieron en explicaciones, y alguna que otra broma, entre tanto reían los dos, tan relajados, tan llenos de tiempo y de futuro, sin saber, sin sospechar en ningún momento que le habían arrebatado para siempre la certidumbre de saberse coexistiendo en la más completa inmunidad ante el enemigo, la vida, y con ella, y más allá, la muerte. Y por fin sintió el horror vacui: algo parecido a cuando, en alguna de las guerras galácticas, la estación de combate La Estrella de la Muerte pierde su escudo protector y acaba estallando a trocitos, en el confín del universo.

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