9.9.07

Para abismos, Céline


Hay abismos y abismos. Los abismos amor conducen a la pasión, concurrencia inigualable de deseo, sexo, y delirio por la persona amada. La cresta de la ola, para que lo entiendan todos. Perecedero por definición y necesidad. Su fin no comporta necesariamente ninguna catástrofe a no ser que los sujetos padezcan de inmadurez crónica. Así que a no sufrir. El otro lado del abismo amor es, por supuesto, el dolor y a la indiferencia (sino al odio), y, alternativamente, al rencor o el olvido. Siempre es preferible esto último, el olvido. Aunque les resulte sorprendente, le tengo un especial cariño a la palabra olvido y a lo que significa. Siempre que no se la utilice como estrategia para sobrevivir. Siempre, en definitiva, que sea una forma apacible y pacífica de dejarse espacio a uno mismo, de que la casa no se te caiga encima de tanto trasto y cachivache, eso que también llamamos recuerdos. Ayer mismo, se me cayó de las manos el cenicero del Café Flore que me quedé como recuerdo (decir robar sería excesivo) y, en lugar de molestarme por el accidente, me alegré del buen uso que le había dado durante estos últimos ocho años y de que los buenos recuerdos cumplan el cometido que les compete: que tengan un principio y un final. Y adiós, muy buenas.
También están los abismos cotidianos. Esa efervescencia regular y sistemática de automóviles, grúas, bostezos y cafés. Y tanta prisa. Un tanto idiota, tiene usted razón. Eso es al menos lo que decimos la mayoría, aunque sin demasiada convicción: espejismos urbanos sin lugar para el oasis del tiempo. Ese apresuramiento rutinario cuando nos cruzamos, una y otra vez, con trajes azules, corbatas a rallas y zapatos negros; o con camisas a cuadros y zapatillas running; o con blusas de color lila y pantalones cortos con lacitos. Y, con cierta frecuencia en este mes de agosto, una llovizna tan ligera que hasta le hace dudar a uno de si llueve o no.
Ahí están, esperándote, de buena mañana, el paso cebra y el empleado - público o privado - porque, reconozcámoslo de una vez, la moral funcionarial ya se ha extendido, como una mancha de aceite a buena parte de la población, cual chapapote contagioso, mucho código napoleónico y ya veremos. Aunque de pronto, un empleado llama a turno a viva voz y pronuncia tu nombre: Llaman al señor Kaplan.
Y, como en los relatos de ficción, te dices a ti mismo, “si nadie sabe que estoy aquí, salvo... Pero no. Imposible. No puede ser”. Y piensas de todo, lo primero en una llamada equivocada, por supuesto. Coges el auricular con todo el escepticismo del mundo y ahí está. Es él: Lester Young al teléfono: Lester Swings, inmejorable compañía para empezar el día. Entonces, sales de estampida de la oficina y enciendes un cigarrillo (me moriré igual) y pides en el bar que te pongan de una vez los cubitos en el J & B.
Nadie puede ver lo que pasaba en tu interior. Y al pensarlo, es cierto, me sentí mucho más tranquilo. Ahí estaba la cuestión. A veces, el abismo eres tú mismo. Práctica del náufrago benévolo con su propia tragedia, que se detiene en los semáforos y teclea cuidadosamente las cuatro cifras de su número secreto en el cajero automático de la esquina.
Y los abismos literarios, claro está. Rimbaud fue el último que se lanzó al precipicio del silencio. Virginia Wolf, se fue entre nenúfares, vamos a dejarlo así, mientras que José Agustín Goytisolo, quizás el más próximo, y por esa nada prosaica razón, el más querido. Aunque también por sus Palabras a Julia. Hemingway se disparó un cartucho de su escopeta y se reventó la cara. Claro que no todo acaba aquí. Hay abismos que acaban convirtiéndose en viajes al interior de uno mismo, que quizá produzcan tanto o más dolor que los otros. Para abismos, Céline.

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