Los Tres Mosqueteros
Paco Gallardo era l’enfant terrible, del grupo. Declaraba, sin pestañear, que hay pasiones que matan y ansiaba, atrapado por lo canalla, y también por l’amour fou, lo peor a los maridos de las mujeres de las que se enamoraba: “Te miré y me quedé loco para siempre”. Que se los comieran vivos las cucarachas, por ejemplo. En su corazón roto aleteaba todo el pelotón de la nouvelle vague, con Truffaut y Godard a la cabeza Por supuesto, Paco era un transformista que cuando atardecía deseaba ser Belmondo en À bout de souffle. Exactamente como en la película, es decir, para, finalmente, caer fusilado por el discurso del método. Porque envejecer, decía, parafraseando a Oscar Wilde, y con muchísima razón, corrompe que es una barbaridad.
“Las manos que palpitantes retrataban tu cuerpo
Embelesan el aire y le hacen bucles
En una esquina opaca de meadas y murmullos.”
Escribía Emilio Cortavitarte. Como si lo hiciera en el interior de los entresijos de las canciones de King Crimson, Emilio, escribía poemas desde donde ordenaba crucificar el hálito lunar y nos confesaba que en las paredes de salitre muchos pies inscritos esconden sus huellas, calzando zapatos de cuero y disfrazando sus besos de sigilo. Lo hacía con su bonhomía y una cierta elegancia en las formas, tan habitual en él. En él estaba Charlie Parker, pero también Mick Jagger. Y seguro que Henry Miller. Emilio nos escribía sus cartas con la primorosa caligrafía de su pluma estilográfica. Decían que había actuado como cantante solista en un grupo de rock, pero nunca pude saber mucho más que eso.
Algunos cuentan que Genís Cano fue en algún momento un puyo, que paseaba su elegante presencia por los bares de dentro y de fuera de la facultad de letras, aunque cuando le conocí, críptico, templado y curioso como nadie, ya parecía un agente secreto de la poesía marginal. Genís sobrepasaba con creces la estatura media nacional y poseía un aire dulzón y seductor, tirando a místico. Gustaba de presentarse con una zanahoria de las de verdad colgada del cuello y parecía complacerle nuestra incontenible verborrea. Para dar fe de ello, pronunciaba invariablemente la misma sonora palabra, acuuuullunant, vocablo éste intraducible, al menos al castellano, ya que su homónimo, cojonudo, no posee los matices, ni la suavidad el esplendor de su versión catalana. Eran, teorizo, tiempos de aprendizaje, porque posteriormente se convirtió en un adalid de las literaturas sumergidas, junto a personajes como Julià Guillamont o el siempre entusiasta y entrañable David Castillo.
Con su lupa psicodélica investigaba en el Bar London por si pillaba a Rimbaud liándose un porro con Francesc Fanés, Jaume Quadreny y Pere Marcilla. Ellos estaban en algún rincón del garito, gritando al unísono: Merde pour le poésie! Y mientras los buscaba, Genís advertía, premonitorio: “Que mai fem oblit de la capacitat de sorprendre’ns” (“Que nunca caigamos en el olvido de la capacidad de sorprendernos”).
Y por fin los encontraba, claro, y entonces les recitaba uno de los poemas que escribiría veinte años después:
Pere Marcilla, como tan bien cuenta David Castillo, era “un auténtico iconoclasta, que detestaba los mitos”. Merodeaba, con su contagiosa y vehemente radicalidad, entre las brumas del London y el Café de la Opera. De la Plaza del Rei a la de Sant Felip Neri (nuestro diminuto santuario). Escuálido y jovial, ya entonces empezaba a tomar forma su gran magnetismo personal, que más tarde le caracterizó y que tanta admiración y afecto cosechó. Somos pocos los que lo sabemos, pero suya fue la versión catalana del mayo del 68; aquella que decía, en las paredes de la Universidad, del metro, de los ascensores y de los lavabos de la plaza Catalunya: "Follem, folleu, que el món s'acava". (“Follemos, follad, que el mundo se acaba”).
Xavier Sabater aparecía en nuestras reuniones con su larga y negra melena, su inigualable, socarrona sonrisa, y esos ojos saltones, curiosos y vivarachos que siempre le han distinguido. Sus consignas underground y sus poemas infernales, como les ocurría a los Rolling Stones, y como no podía ser de otra forma, siempre simpatizaban con el diablo y con el otro lado en general. Pasados los años, Sabater pasaría a convertirse en el gran referente de la Polipoesía, en estas tierras (¿de Dios?), una forma de poesía fonética recitada con la ayuda, inteligente y hábil, de sintetizadores, distorsionadores, flangers y demás artefactos modernos. Durante varios años recaló en el famoso local La Papa, de Gracia, y en las fiestas de este barrio barcelonés organizó varios festivales internacionales de Poesía. Tuve el privilegio de ver a Enric Casassas y a Xavier Sabater, mano a mano, en La Papa, soliviantando a un escogido y selecto público, síntesis del underground, la contracultura y la madre que nos parió.
Como no teníamos nada mejor que hacer y como, ya lo he dicho, no nos dignábamos a mirar hacia el lado del tiempo, que pasaba por nuestro lado repleto de meritorios oficinistas y turistas en general, de excursionistas y boy scouts estrenando mochila, de agonías franquistas y sesudos militantes del PSUC disfrazados de futuro, estos tres mosqueteros (o cuatro, para ser exactos), insobornables a los cantos de sirena del nuevo orden, optaron por el otro lado de la realidad. Y en ello, a algunos les fue la vida. Pere y Genís ya no están entre nosotros. Vaya desde aquí un saludo a los supervivientes y un homenaje a los que se fueron.
“Las manos que palpitantes retrataban tu cuerpo
Embelesan el aire y le hacen bucles
En una esquina opaca de meadas y murmullos.”
Escribía Emilio Cortavitarte. Como si lo hiciera en el interior de los entresijos de las canciones de King Crimson, Emilio, escribía poemas desde donde ordenaba crucificar el hálito lunar y nos confesaba que en las paredes de salitre muchos pies inscritos esconden sus huellas, calzando zapatos de cuero y disfrazando sus besos de sigilo. Lo hacía con su bonhomía y una cierta elegancia en las formas, tan habitual en él. En él estaba Charlie Parker, pero también Mick Jagger. Y seguro que Henry Miller. Emilio nos escribía sus cartas con la primorosa caligrafía de su pluma estilográfica. Decían que había actuado como cantante solista en un grupo de rock, pero nunca pude saber mucho más que eso.
Algunos cuentan que Genís Cano fue en algún momento un puyo, que paseaba su elegante presencia por los bares de dentro y de fuera de la facultad de letras, aunque cuando le conocí, críptico, templado y curioso como nadie, ya parecía un agente secreto de la poesía marginal. Genís sobrepasaba con creces la estatura media nacional y poseía un aire dulzón y seductor, tirando a místico. Gustaba de presentarse con una zanahoria de las de verdad colgada del cuello y parecía complacerle nuestra incontenible verborrea. Para dar fe de ello, pronunciaba invariablemente la misma sonora palabra, acuuuullunant, vocablo éste intraducible, al menos al castellano, ya que su homónimo, cojonudo, no posee los matices, ni la suavidad el esplendor de su versión catalana. Eran, teorizo, tiempos de aprendizaje, porque posteriormente se convirtió en un adalid de las literaturas sumergidas, junto a personajes como Julià Guillamont o el siempre entusiasta y entrañable David Castillo.
Con su lupa psicodélica investigaba en el Bar London por si pillaba a Rimbaud liándose un porro con Francesc Fanés, Jaume Quadreny y Pere Marcilla. Ellos estaban en algún rincón del garito, gritando al unísono: Merde pour le poésie! Y mientras los buscaba, Genís advertía, premonitorio: “Que mai fem oblit de la capacitat de sorprendre’ns” (“Que nunca caigamos en el olvido de la capacidad de sorprendernos”).
Y por fin los encontraba, claro, y entonces les recitaba uno de los poemas que escribiría veinte años después:
Pere Marcilla, como tan bien cuenta David Castillo, era “un auténtico iconoclasta, que detestaba los mitos”. Merodeaba, con su contagiosa y vehemente radicalidad, entre las brumas del London y el Café de la Opera. De la Plaza del Rei a la de Sant Felip Neri (nuestro diminuto santuario). Escuálido y jovial, ya entonces empezaba a tomar forma su gran magnetismo personal, que más tarde le caracterizó y que tanta admiración y afecto cosechó. Somos pocos los que lo sabemos, pero suya fue la versión catalana del mayo del 68; aquella que decía, en las paredes de la Universidad, del metro, de los ascensores y de los lavabos de la plaza Catalunya: "Follem, folleu, que el món s'acava". (“Follemos, follad, que el mundo se acaba”).
Xavier Sabater aparecía en nuestras reuniones con su larga y negra melena, su inigualable, socarrona sonrisa, y esos ojos saltones, curiosos y vivarachos que siempre le han distinguido. Sus consignas underground y sus poemas infernales, como les ocurría a los Rolling Stones, y como no podía ser de otra forma, siempre simpatizaban con el diablo y con el otro lado en general. Pasados los años, Sabater pasaría a convertirse en el gran referente de la Polipoesía, en estas tierras (¿de Dios?), una forma de poesía fonética recitada con la ayuda, inteligente y hábil, de sintetizadores, distorsionadores, flangers y demás artefactos modernos. Durante varios años recaló en el famoso local La Papa, de Gracia, y en las fiestas de este barrio barcelonés organizó varios festivales internacionales de Poesía. Tuve el privilegio de ver a Enric Casassas y a Xavier Sabater, mano a mano, en La Papa, soliviantando a un escogido y selecto público, síntesis del underground, la contracultura y la madre que nos parió.
Como no teníamos nada mejor que hacer y como, ya lo he dicho, no nos dignábamos a mirar hacia el lado del tiempo, que pasaba por nuestro lado repleto de meritorios oficinistas y turistas en general, de excursionistas y boy scouts estrenando mochila, de agonías franquistas y sesudos militantes del PSUC disfrazados de futuro, estos tres mosqueteros (o cuatro, para ser exactos), insobornables a los cantos de sirena del nuevo orden, optaron por el otro lado de la realidad. Y en ello, a algunos les fue la vida. Pere y Genís ya no están entre nosotros. Vaya desde aquí un saludo a los supervivientes y un homenaje a los que se fueron.
Etiquetas: Contracultura
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