La residencia
Cuando, dos veces por semana, acudo a la residencia, las chicas me ofrecen su sonrisa de plexiglás y su prisa. La ejercen con simpatía, la prisa quiero decir, pero no por ello, la celeridad con la que atraviesan pasillos y salas, deja de suponer un décalage, un contraste un tanto macabro, que no congenia PARA NADA con la pesarosa lentitud de sus huéspedes.
No sea que un vejete las cace al vuelo y les coloque su rollo inconexo y absurdo. Y para muestra un botón. Al irrumpir en el vestíbulo no tardo nada en verme abordado por la mujer sonámbula que se pasa el día preguntando aquí y allá dónde esta la dichosa puerta. Puerta que, dicho sea de paso, se mantiene cerrada a cal y canto y sólo se abre mediante el oportuno mecanismo de apertura a distancia, no sea que a los vejetes les dé por fugarse y huir al otro planeta.
Entras en lugares como éste y automáticamente cae sobre ti la losa del sentimiento de culpabilidad. Como si no fuera solamente tu madre a la que has dejado tirada en Mathaussen, sino a los ochenta residentes que esperan. Porque toda la residencia es una gran sala de espera.
Quizás por eso, piqué la primera vez y le respondí a la pobre mujer:
- ¿Y para qué quiere usted la puerta?
- Es que tengo que ir a ver a mi mamá – me contestó ella, en tono de súplica.
Mi madre siempre está sentada en el pasillo, junto al grupo de las que se resisten a permanecer en la sala de la televisión, que es donde están los catatónicos y babosos, muchos de ellos en sus sillas de ruedas. Nadie mira la pantalla gigante, testimonio mudo de ese páramo de predifuntos cuya estática estampa espanta al más valiente. Las más animosas, sin embargo, se hallan en la sala de juegos, jugando a las cartas o al dominó.
La conversación con mi madre, gira como una noria. Da vueltas sobre sí misma, como no podía ser de otra manera, sólo interrumpida por algún que otro susto: El Jorobado de Notre Dame, por ejemplo, un individuo contrahecho que cruza el pasillo encorvado y mirando de reojo sus propias zancadas.
Dice mi madre que el tal Rubianes le cae fatal, que es un maleducado y sólo dice palabrotas y cosas muy desagradables. Mi madre es una especie de senador McCarthy a lo bondadoso. Su black lister es inagotable. Crece como la deforestación o como el agujero de ozono. Se mantiene impertérrita, como la mortandad infantil en el mundo o la rabieta del PP tras el 11-M.
Aunque en algunos casos no le falta razón. De pequeña la enviaron del pueblo a la ciudad para servir, que es lo tocaba a las chicas pobres. Una boca menos y un ingresillo más. Y, mientras, el varón trabajaba la tierra. Y se la quedaba. En una ocasión la abuela, como represalia a alguna barrabasada del hermano, lo amenazó con darle la mitad de las tierras a la hermana. El hombre agarró el hacha de cortar leña y le dijo a mi madre: no volverás entera a Barcelona. Y no la pilló de milagro.
Además de mi tío, de su mujer, de la nuera de su cuñada, de su prima rica y demás infaustos personajes familiares, entraron en la lista negra Camilo José Cela (por soez y porque, el muy bandarra, abandonó a su mujer para irse con una más joven), la Pantoja (cuando se lió con el alcalde mafioso) y muchos otros. La penúltima en entrar en la lista fue Carmen Sevilla. Tras años de tragarse Cine de Barrio finalmente decidió que era más falsa que una moneda de 6 €. Tras ella ha entrado el vecino del quinto (y no es una figura retórica) que tardó casi dos meses en acceder que entraran en su piso para reparar la antena comunitaria de la tele. Y antes lo hicieron la dueña de la cristalería, la dependienta de la panadería y las hijas del Señor López y la Señora Antonia (sus vecinos), ahora en otra residencia de ancianos, los dos con un Alzeimer (que mi madre se empeña en llamar Schneider) de dos pares de cojones, ya que no le dijeron ni media palabra del traslado de sus padres.
Sí, porque mi madre, como salida de las añoradas páginas del TBO, concretamente de la abuela de La familia Ulises, renombra las cosas, presume de su desastrada memoria y en su black lister es muy fácil entrar pero prácticamente imposible salir.
Entras en lugares como éste y automáticamente cae sobre ti la losa del sentimiento de culpabilidad. Como si no fuera solamente tu madre a la que has dejado tirada en Mathaussen, sino a los ochenta residentes que esperan. Porque toda la residencia es una gran sala de espera.
Quizás por eso, piqué la primera vez y le respondí a la pobre mujer:
- ¿Y para qué quiere usted la puerta?
- Es que tengo que ir a ver a mi mamá – me contestó ella, en tono de súplica.
Mi madre siempre está sentada en el pasillo, junto al grupo de las que se resisten a permanecer en la sala de la televisión, que es donde están los catatónicos y babosos, muchos de ellos en sus sillas de ruedas. Nadie mira la pantalla gigante, testimonio mudo de ese páramo de predifuntos cuya estática estampa espanta al más valiente. Las más animosas, sin embargo, se hallan en la sala de juegos, jugando a las cartas o al dominó.
La conversación con mi madre, gira como una noria. Da vueltas sobre sí misma, como no podía ser de otra manera, sólo interrumpida por algún que otro susto: El Jorobado de Notre Dame, por ejemplo, un individuo contrahecho que cruza el pasillo encorvado y mirando de reojo sus propias zancadas.
Dice mi madre que el tal Rubianes le cae fatal, que es un maleducado y sólo dice palabrotas y cosas muy desagradables. Mi madre es una especie de senador McCarthy a lo bondadoso. Su black lister es inagotable. Crece como la deforestación o como el agujero de ozono. Se mantiene impertérrita, como la mortandad infantil en el mundo o la rabieta del PP tras el 11-M.
Aunque en algunos casos no le falta razón. De pequeña la enviaron del pueblo a la ciudad para servir, que es lo tocaba a las chicas pobres. Una boca menos y un ingresillo más. Y, mientras, el varón trabajaba la tierra. Y se la quedaba. En una ocasión la abuela, como represalia a alguna barrabasada del hermano, lo amenazó con darle la mitad de las tierras a la hermana. El hombre agarró el hacha de cortar leña y le dijo a mi madre: no volverás entera a Barcelona. Y no la pilló de milagro.
Además de mi tío, de su mujer, de la nuera de su cuñada, de su prima rica y demás infaustos personajes familiares, entraron en la lista negra Camilo José Cela (por soez y porque, el muy bandarra, abandonó a su mujer para irse con una más joven), la Pantoja (cuando se lió con el alcalde mafioso) y muchos otros. La penúltima en entrar en la lista fue Carmen Sevilla. Tras años de tragarse Cine de Barrio finalmente decidió que era más falsa que una moneda de 6 €. Tras ella ha entrado el vecino del quinto (y no es una figura retórica) que tardó casi dos meses en acceder que entraran en su piso para reparar la antena comunitaria de la tele. Y antes lo hicieron la dueña de la cristalería, la dependienta de la panadería y las hijas del Señor López y la Señora Antonia (sus vecinos), ahora en otra residencia de ancianos, los dos con un Alzeimer (que mi madre se empeña en llamar Schneider) de dos pares de cojones, ya que no le dijeron ni media palabra del traslado de sus padres.
Sí, porque mi madre, como salida de las añoradas páginas del TBO, concretamente de la abuela de La familia Ulises, renombra las cosas, presume de su desastrada memoria y en su black lister es muy fácil entrar pero prácticamente imposible salir.
Etiquetas: crónicas
3 comentarios:
Hola Cronopio!
Acá estoy visitándote. Luego me pondré a leer y a comentar más específicamente. Te he linkeado en Nocturama Fotoblog. Luego te escribiré sobre el tema que hablamos.
Un abrazo
¡¡¡Hey nocturama!!!
Visité tu fotoblog (magnífico)
Ya mismo lo linkearé (aunque será a la vuelta de este superpuente, pues tengo que mirar los apuntes para hacerlo)
Los novatos vamos lentos, como las morsas, ya sabes, además, como buenos cronopios, somos un poco torpes, etcétera.
Un abrazo
Pequeño saltamontes, de verdad te digo que no es lento el moscardón, sólo se recrea en el vuelo, no es lento el perezoso, sólo disfruta del paseo, no eres lento tú, es que no te has quitado el freno de mano. Ayer fué el 26 aniversario de la desaparición de Lennon, ya sabes, no supo ser agua, mi amigo.
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