14.11.06

Dulce traición


De verdad que lo siento, Julio. Sé que algunos de tus cuentos más hermosos han sucedido en el metro de París. Pero ya no puedo más. Estoy harto de tantas escaleras, de esa marabunta carnívora que arrasa con todo. Por no mencionar esos malditos túneles que amablemente llamamos trasbordo y que, en realidad, son travesías infinitas, carreras hacia ningún sitio. Aunque lo más terrible son esos rostros oscuros y tristes, la falta de luz solar afecta al ser humano, lo ensombrece, agudiza su claustrofobia, lo vuelve en un halo de guerrero fracasado que lucha a muerte por un hueco en el vagón.
También es cierto que algún cuento (diría que en Bestiario hay uno) sucede en el ómnibus, pero si no me falla la memoria no son tan románticos como los del metro. Perdóname, pero me he pasado al bus. Ahora mis mañanas son más alegres, sobre todo porque pillo el bus vacío y elijo el asiento que más me gusta, y eso me divierte. Y el sol me saluda cada mañana mientras intento evitar romperme la crisma cuando el conductor apura en las curvas. Pero prefiero correr ese riesgo a seguir alimentado el mandala de las catacumbas y el neón sin vida. Ya sé que es una traición a viejas y antiguas devociones, o peor que eso, una tontería, una banalidad. Pero, mira, esta traición me sabe a gloria, porque, mira lo que te digo, una escalera mecánica más y me da un ataque de nervios.

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