romAmor
El avión salía a las ocho de la mañana, así que pidió un taxi para las cinco. Con los billetes bien a mano y el pasaporte a la vista, procuraba abstraerse de esa mezcla de alegría y tensión que se le repetía cada víspera antes de un viaje. Aunque el destino fuera una de sus ciudades preferidas, como Roma. Y, sin embargo, no podía dejar de adelantarse a los acontecimientos: verse, al día siguiente, paseando con Susana, tan tranquilos los dos, por la Via dei Plebiscito. Sí, ya se veía callejeando, aunque ahora mismo su cerebro actuase de listero, coordinando cepillos de dientes y dentífrico, calzoncillos, camisetas, gel, el kit de uñas o el libro de Lobo Antunes...
Y el cuaderno de notas, los mapas, el botiquín, los calcetines, la máquina de afeitar, el cargador del móvil, la cámara digital, las biodraminas para el mareo... Y, al final del inventario siempre las mismas instrucciones: cerrar el agua y el gas, desenchufar la antena de la tele, tirar la basura al contenedor.
Los hay que emigran a través de los sueños de sus aventuras infantiles, y también los que cuando viajan lo hacen con la guía Michelín; o los que esperan a la que obtengan gratuitamente en el aeropuerto o en el hotel. En todo caso, la mayoría suelen ir provistos del mapa equivocado, ese que suprime calles arbitrariamente y cuya letra diminuta, de prospecto de farmacopea, obliga al usuario a un esfuerzo denodado y estéril. Los vemos plantados en Via dei Corso Vittorio Emanuele dándole vueltas al mapa, frunciendo los ojos, matándose a cejijuntos, mirándose el uno al otro, perplejos, apurando méritos para la próxima visita al oftalmólogo.
El palindroma de Roma es amor. El Palindroma es una pócima secreta que permite leer el revés de las palabras, darle la vuelta a la tuerca de su significado que, pareciendo el mismo, te instala, ¡Zas!, en la otra perspectiva. La vuelta al día en ochenta mundos, mundo más, mundo menos.
Viajar es útil, abre las fronteras de la mente, apunta Ignacio, su compañero de oficina, el mismo que se olvida con frecuencia el billetero en el desayuno, como parte de una larga y sesuda travesía recaudatoria para pagarse el viaje a Australia de este año. A Juan, sin embargo cuando emigra, le da por divagar. Soñar en otros mundos, quizás el que dejó atrás o aquel en el que nunca estuvo ni jamás estará. Y hacer el amor. Es como irse una noche a un hotel de cinco estrellas pero todavía más lejos, sugiere Susana, con esa sonrisa en la que él siempre descansa y renace. Eso distrae de otras cosas, ellos lo saben muy bien. Uno puede perderse un precioso detalle de la Capilla Sixtina, y luego, a la vuelta llueven las recriminaciones. Pero es lo que él dice a Susana, al modo de Montaigne: ¿Para qué acumular Palazzos, Panteones, Obeliscos y Colosseos, si yo ya sé lo que necesito saber? Cuando viaja, su mejor momento es cuando se hospedan en una terraza, pide un café y un agua con gas, enciende un cigarrillo y expulsa el primer humo, para dejar acto seguido que su mirada pasee, mientras se queda oculto y transpuesto, y como en Babia. Babia: otro mundo la mar de interesante y sugestivo.
Y se quedan mirando como pasa el tiempo, y como pasan, otrosí, los señores y las señoras desplegando mapas. Y las chicas y los chicos haciéndose fotos. Y la muchachada mirando hacia arriba, con el bolso en bandolera y bien agarrado, no sea que les roben el alma y no sepan encontrar el camino de vuelta a casa. Mirando hacia arriba vete a saber que gárgola o estatua de Miguel Angel o de Bernini, eso dice la guía del hotel.
Una ciudad entre tanto recuerdo inútil. Prefieren la molicie. Y ese oasis mundano circundado por un río y una estación de ferrocarril, un círculo bien delimitado que invoca a Juan a sacar sus lápices de colores y dibujar la fuente de la piazza Navona. Tiempo que se deja querer, tiza de sus ojos que no se cansan de vagabundear, acompañado por el clamor de las pizzerías y el silencio de las tiendas de ropa y calzado. Escoltados siempre por la sonrosada luz de los edificios que atardecen como crepúsculos.
Y el cuaderno de notas, los mapas, el botiquín, los calcetines, la máquina de afeitar, el cargador del móvil, la cámara digital, las biodraminas para el mareo... Y, al final del inventario siempre las mismas instrucciones: cerrar el agua y el gas, desenchufar la antena de la tele, tirar la basura al contenedor.
Los hay que emigran a través de los sueños de sus aventuras infantiles, y también los que cuando viajan lo hacen con la guía Michelín; o los que esperan a la que obtengan gratuitamente en el aeropuerto o en el hotel. En todo caso, la mayoría suelen ir provistos del mapa equivocado, ese que suprime calles arbitrariamente y cuya letra diminuta, de prospecto de farmacopea, obliga al usuario a un esfuerzo denodado y estéril. Los vemos plantados en Via dei Corso Vittorio Emanuele dándole vueltas al mapa, frunciendo los ojos, matándose a cejijuntos, mirándose el uno al otro, perplejos, apurando méritos para la próxima visita al oftalmólogo.
El palindroma de Roma es amor. El Palindroma es una pócima secreta que permite leer el revés de las palabras, darle la vuelta a la tuerca de su significado que, pareciendo el mismo, te instala, ¡Zas!, en la otra perspectiva. La vuelta al día en ochenta mundos, mundo más, mundo menos.
Viajar es útil, abre las fronteras de la mente, apunta Ignacio, su compañero de oficina, el mismo que se olvida con frecuencia el billetero en el desayuno, como parte de una larga y sesuda travesía recaudatoria para pagarse el viaje a Australia de este año. A Juan, sin embargo cuando emigra, le da por divagar. Soñar en otros mundos, quizás el que dejó atrás o aquel en el que nunca estuvo ni jamás estará. Y hacer el amor. Es como irse una noche a un hotel de cinco estrellas pero todavía más lejos, sugiere Susana, con esa sonrisa en la que él siempre descansa y renace. Eso distrae de otras cosas, ellos lo saben muy bien. Uno puede perderse un precioso detalle de la Capilla Sixtina, y luego, a la vuelta llueven las recriminaciones. Pero es lo que él dice a Susana, al modo de Montaigne: ¿Para qué acumular Palazzos, Panteones, Obeliscos y Colosseos, si yo ya sé lo que necesito saber? Cuando viaja, su mejor momento es cuando se hospedan en una terraza, pide un café y un agua con gas, enciende un cigarrillo y expulsa el primer humo, para dejar acto seguido que su mirada pasee, mientras se queda oculto y transpuesto, y como en Babia. Babia: otro mundo la mar de interesante y sugestivo.
Y se quedan mirando como pasa el tiempo, y como pasan, otrosí, los señores y las señoras desplegando mapas. Y las chicas y los chicos haciéndose fotos. Y la muchachada mirando hacia arriba, con el bolso en bandolera y bien agarrado, no sea que les roben el alma y no sepan encontrar el camino de vuelta a casa. Mirando hacia arriba vete a saber que gárgola o estatua de Miguel Angel o de Bernini, eso dice la guía del hotel.
Una ciudad entre tanto recuerdo inútil. Prefieren la molicie. Y ese oasis mundano circundado por un río y una estación de ferrocarril, un círculo bien delimitado que invoca a Juan a sacar sus lápices de colores y dibujar la fuente de la piazza Navona. Tiempo que se deja querer, tiza de sus ojos que no se cansan de vagabundear, acompañado por el clamor de las pizzerías y el silencio de las tiendas de ropa y calzado. Escoltados siempre por la sonrosada luz de los edificios que atardecen como crepúsculos.
Luego, al regreso, llega la penitencia. Cuando le cuenta a Ignacio y éste le inquiere, le interroga y acorrala:
- Cuéntame. ¿Viste la Sixtina restaurada?
- Cuéntame. ¿Viste la Sixtina restaurada?
- No. Había una cola impresionante.
- ¿Viste los centuriones del Colosseo?
- Los vi. Bueno, vi a uno muy gordo. Gordísimo.
- ¿Y las foto?
- No hay fotos.
- ¿Pues que hiciste? ¿Adónde fuiste? ¿De dónde viniste?
- Dormí, soñé, amé.
- Pero... pero... ¡Para dormir haberte quedado en casa!
No es lo mismo, camarada, no se duerme lo mismo que en casa cuando lo haces en el corazón del Trastevere, en una de las paredes que custodian la Fontana di Trevi o apostado en una terraza de la Navona, justo delante de la fuente del centro. También hay que estar atento donde se sueña.
Finalmente, lo encontraron. Llevaban, eso sí, ese mapa amarillento y necesariamente incompleto en el que apenas se vislumbra la cruz en aspa que marca el lugar exacto donde se halla enterrado el tesoro. A cinco pasos de la base del árbol cocotero, depositario, tras un buen ejercicio de excavación, del gran cofre repleto de joyas, gemas y diamantes, Juan llegó, vio y durmió. Al estilo de Julio César. Y Susana, que velaba su buen dormir, como en los cuentos de Sherezade, le despertaba ofreciéndole la memoria de su sonrisa, justo cuando la fugacidad del sol dejaba al descubierto el sonrosado crepúsculo de las fachadas de los edificios. Y el murmullo de los paganos – los turistas- levantaba un halo como de palomas grises agitando el viento. Y tal vez despertó mejor de lo que era, pero eso probablemente no llegaremos a saberlo nunca, porque el hombre se hallaba tan a gusto, durmiendo en el contramuro de un rincón del Partenon, que daba hasta pena despertarlo.
Roma, abril de 2003
Etiquetas: crónicas
1 comentarios:
Veo, con agrado y envidia, que el alumno ya aventaja al maestro. En un día, o quizás en dos, serás un auténtico bloggeador en un reino efímero, terco y lleno de ensueños.
No esperes la gloria si ésta no te ha tocado el hombro con su mano pálida y casi fantasmagórica. Espera más bien que el Dios de las catacumbas salga a la superficie para recordarte quién eras antes de la fama.
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