Yo soy la morsa
PRESENTACIÓN DEL AUTOR
"Yo soy la morsa", dije, sonriendo al escaparate repleto de discos. De sínguels sobre todo. Había algún elepé, pero lo que más abundaban eran los discos de dos canciones, eso que algún locutor castizo se empeñó en llamar sencillos pero que siempre seguirían siendo sínguels. Yo soy la morsa, es decir, I am the walrus, era la cara B del sínguel Hello Goodbye, de los Beatles. Una canción que gozaba de mis preferencias. Probaba de repetir el estribillo, sólo, ante el improvisado espejo del escaparate. Lo hacía invariablemente en inglés y en castellano: I am the walrus, Yo soy la morsa. Tardé mucho en averiguar que la letra de esta canción era un galimatías total, con palabras inventadas por John Lennon (el autor y el que puso voz a la canción), sin ningún significado aparente. De haberlo sabido, sin embargo, estoy seguro de que nada habría cambiado.
La primera vez que escuché un disco en vivo y en directo fue en casa de Alberto Español, remota aún la llegada del compact disc. Alberto tenía un tocadiscos portátil. Se abría la maleta, se separaban los goznes y ya tenías convertida la tapa en un espléndido altavoz. El otro pedazo de maleta contenía el tocadiscos propiamente dicho, es decir, el plato para el disco, con su esterilla de goma gris, el botón de arranque, útil además para graduar el volumen, un segundo botón para graves y agudos, y el brazo, con la aguja en su extremo... Y para de contar. Es decir, una maravilla sólo al alcance de los privilegiados como Alberto. Nos juntamos en su pequeña habitación y él mismo puso un disco de los Beatles, no recuerdo ahora mismo si fue ¡Help! o Shes love you, pero para el caso da lo mismo. Fue algo parecido a una ducha de impresión. Un temblor inextricable recorrió cada uno de mis miembros y por un momento me falló la respiración.
Sensible como pocos a mi súbita melomanía, el bueno de Alberto me prestó otro tocadiscos. Se trataba de la versión liliputiense de su tocadiscos portátil. Su padre, como muchos de nuestros padres, autodidacta de la electricidad y la fontanería, era también un devoto de la electrónica por correspondencia, fruto de cuyas prácticas surgió un tocadiscos de bolsillo. Una especie de submarino. El aparato en cuestión era del tamaño de una tostadora o de una caja de galletas surtidas. Ese pequeño artefacto, sin embargo, emitía un sonido infernal y, desde luego, su diminuto tamaño sólo admitía sínguels. Por muchos años el purgatorio de mis padres: el mismo disco girando una y otra vez durante días, semanas y meses. Aunque antes de la llegada de la tostadora, ya me había comprado mis dos primeros discos: ¡Help!, de los Beatles y La neurastenia, de los Salvajes.
Los Salvajes eran como las morsas, mamíferos carniceros muy parecidos a la foca, provistos de dos caninos que se prolongaban fuera de la mandíbula superior más de medio metro. Bueno, los caninos no llegaban a verse pero feos lo eran un rato. Para justificarse cantaban aquella canción que decía así:
Soy así. soy así
Con cabellos largos,
estrecho pantalón
y un jersey a rayas
que siempre llama la atención
Soy así, soy asíEfectivamente, Gabi, el líder del grupo, era así y, además, gordito, no sé si se me entiende lo que quiero decir.
Con mis dos sínguels bajo el brazo me presenté en casa de mis tíos, que tenían un tocadiscos fenomenal con radio y mueble bar, uno de esos aparatosos muebles pensados para el saloncito anexo al comedor, junto al jarrón de porcelana china y el tresillo. Allí, sentado en el suelo, en plan fakir, me pasé toda la mañana del sábado escuchando los dos discos. Indemne al desaliento. Ten cuidado con la neurastenia.La juventud es disoluta por naturaleza, eso es cosa sabida. Las morsas, sin embargo, aunque también fuimos jóvenes (vivíamos entonces en grandes colonias, en el Ártico, hasta que un grupo de balleneros japoneses, al comprobar que no éramos ballenas minke, pero es que ni siquiera ballenas, nos echaron de allí a patadas). A pesar de eso, digo, de nuestra condición migratoria, siempre hemos mantenido la mente clara con respecto a nuestras escasas cualidades y peor suerte. Es debido a eso y no a otra cosa que la constancia es una de nuestras mejores virtudes. De naturaleza mansa e inofensiva, nos pierde esa cara tristona de bulldog con la que apenas llegamos a despertar su compasión, la de los humanos quiero decir. Claro que está eso de que la música amansa las fieras. Sólo así se explica que hayamos soportado la selección natural de las especies y, en pleno siglo XXI, nos hayamos adaptado medianamente bien a sus costumbres cibernéticas, a sus despiadados metabolismos, a sus dietas calóricas y, sobre todo, a su infame verborrea. En definitiva, a su fastuosidad de pavos reales.
Claro que a las morsas nos pasa algo parecido a lo que les pasa a los gorditos humanos, que de niños sufrieron persecución y mofa generalizada. Aunque con el tiempo muden su aspecto, modifiquen sus rudos modales y suavicen sus atributos hasta el punto de poder pasar como homos urbanitas vulgares y corrientes, no por ello dejan de ser, en el fondo, lo que siempre fueron: odobénidos mofletuditos a merced de las bufonadas del respetable.
Así que aquí me tenéis, después de todo. En la calle Tallers de Barcelona, emulando a Gene Kelly, empapado hasta los huesos bajo esta lluvia ácida, frente a una tienda de discos. Aquí me tenéis, digo, plantado frente al escaparate, ante el disco de los Beatles, tarareando una de sus canciones, mi preferida, procurando sobre todo que nadie me oiga (no sea que descubran mi verdadera identidad), mi voz convertida en otra voz pero siempre la misma, Yo soy la morsa, Yo soy la morsa...
La primera vez que escuché un disco en vivo y en directo fue en casa de Alberto Español, remota aún la llegada del compact disc. Alberto tenía un tocadiscos portátil. Se abría la maleta, se separaban los goznes y ya tenías convertida la tapa en un espléndido altavoz. El otro pedazo de maleta contenía el tocadiscos propiamente dicho, es decir, el plato para el disco, con su esterilla de goma gris, el botón de arranque, útil además para graduar el volumen, un segundo botón para graves y agudos, y el brazo, con la aguja en su extremo... Y para de contar. Es decir, una maravilla sólo al alcance de los privilegiados como Alberto. Nos juntamos en su pequeña habitación y él mismo puso un disco de los Beatles, no recuerdo ahora mismo si fue ¡Help! o Shes love you, pero para el caso da lo mismo. Fue algo parecido a una ducha de impresión. Un temblor inextricable recorrió cada uno de mis miembros y por un momento me falló la respiración.
Sensible como pocos a mi súbita melomanía, el bueno de Alberto me prestó otro tocadiscos. Se trataba de la versión liliputiense de su tocadiscos portátil. Su padre, como muchos de nuestros padres, autodidacta de la electricidad y la fontanería, era también un devoto de la electrónica por correspondencia, fruto de cuyas prácticas surgió un tocadiscos de bolsillo. Una especie de submarino. El aparato en cuestión era del tamaño de una tostadora o de una caja de galletas surtidas. Ese pequeño artefacto, sin embargo, emitía un sonido infernal y, desde luego, su diminuto tamaño sólo admitía sínguels. Por muchos años el purgatorio de mis padres: el mismo disco girando una y otra vez durante días, semanas y meses. Aunque antes de la llegada de la tostadora, ya me había comprado mis dos primeros discos: ¡Help!, de los Beatles y La neurastenia, de los Salvajes.
Los Salvajes eran como las morsas, mamíferos carniceros muy parecidos a la foca, provistos de dos caninos que se prolongaban fuera de la mandíbula superior más de medio metro. Bueno, los caninos no llegaban a verse pero feos lo eran un rato. Para justificarse cantaban aquella canción que decía así:
Soy así. soy así
Con cabellos largos,
estrecho pantalón
y un jersey a rayas
que siempre llama la atención
Soy así, soy asíEfectivamente, Gabi, el líder del grupo, era así y, además, gordito, no sé si se me entiende lo que quiero decir.
Con mis dos sínguels bajo el brazo me presenté en casa de mis tíos, que tenían un tocadiscos fenomenal con radio y mueble bar, uno de esos aparatosos muebles pensados para el saloncito anexo al comedor, junto al jarrón de porcelana china y el tresillo. Allí, sentado en el suelo, en plan fakir, me pasé toda la mañana del sábado escuchando los dos discos. Indemne al desaliento. Ten cuidado con la neurastenia.La juventud es disoluta por naturaleza, eso es cosa sabida. Las morsas, sin embargo, aunque también fuimos jóvenes (vivíamos entonces en grandes colonias, en el Ártico, hasta que un grupo de balleneros japoneses, al comprobar que no éramos ballenas minke, pero es que ni siquiera ballenas, nos echaron de allí a patadas). A pesar de eso, digo, de nuestra condición migratoria, siempre hemos mantenido la mente clara con respecto a nuestras escasas cualidades y peor suerte. Es debido a eso y no a otra cosa que la constancia es una de nuestras mejores virtudes. De naturaleza mansa e inofensiva, nos pierde esa cara tristona de bulldog con la que apenas llegamos a despertar su compasión, la de los humanos quiero decir. Claro que está eso de que la música amansa las fieras. Sólo así se explica que hayamos soportado la selección natural de las especies y, en pleno siglo XXI, nos hayamos adaptado medianamente bien a sus costumbres cibernéticas, a sus despiadados metabolismos, a sus dietas calóricas y, sobre todo, a su infame verborrea. En definitiva, a su fastuosidad de pavos reales.
Claro que a las morsas nos pasa algo parecido a lo que les pasa a los gorditos humanos, que de niños sufrieron persecución y mofa generalizada. Aunque con el tiempo muden su aspecto, modifiquen sus rudos modales y suavicen sus atributos hasta el punto de poder pasar como homos urbanitas vulgares y corrientes, no por ello dejan de ser, en el fondo, lo que siempre fueron: odobénidos mofletuditos a merced de las bufonadas del respetable.
Así que aquí me tenéis, después de todo. En la calle Tallers de Barcelona, emulando a Gene Kelly, empapado hasta los huesos bajo esta lluvia ácida, frente a una tienda de discos. Aquí me tenéis, digo, plantado frente al escaparate, ante el disco de los Beatles, tarareando una de sus canciones, mi preferida, procurando sobre todo que nadie me oiga (no sea que descubran mi verdadera identidad), mi voz convertida en otra voz pero siempre la misma, Yo soy la morsa, Yo soy la morsa...
Etiquetas: Cronopios y Famas
2 comentarios:
Insuperable en este estilo de narraciones, que ojalá se repitan...
El primero ¿se trataba del "600" de los tocadiscos, del Philips color beig rosáceo, de plástico durote, él?
Pues sí, el tocata era de color beig, no sé si de un beig rosáceo, o más bien de un blanco crudo. La marca no la recuerdo, si es que en algún momento me fijé. Duro sí que era el plástico. Lo que más recuerdo, no obstante, es que cuando escuché aquella canción (de los Beatles, seguro) el calambre que me dio era ABSOLUTAMENTE sexual. Ahora mismo estoy revisitando el concierto de Woodstock de 1969, y contemplo estupefacto a los periodistas haciendo preguntas estúpidas sobre lo evidente, aquella explosión de libertad, y de libertad sexual... Escuchar aquella música provocó una "explosión" sexual en mi adormecido y aletargado cuerpo de morsa adolescente. ¿Cómo explicarles eso a los “viejos” de entonces para que lo entendieran? Era imposible.
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