Hotel Diplomatic
Ahí fuera hace como que quiere llover. Casi las ocho y el tráfico permanece enquistado en la cola de un autocar en la confluencia de Rosellón con Paseo de Gracia, justo frente al Samoa. La llovizna se decide por fin, desmayadamente, sin convencimiento. Los hoteles al completo y ni un taxi libre. Quizás sean esas tristes chaquetas de los jóvenes ejecutivos de la telefonía móvil que hacen que febrero parezca todavía un poco más deslucido de lo que realmente es.
Así pues, al salir de la tienda de regalos, entramos en el Samoa a tomar un café y nos acodamos en la barra ya que las mesas están ocupadas. Compruebo que el individuo que tengo junto a mí está fumando y, miméticamente, enciendo un cigarrillo para comprobar, acto seguido (cuando cándidamente pido un cenicero a la camarera) que EN ESTE ESTABLECIMIENO ESTÁ PROHIBIDO FUMAR. Comento jocosamente el equívoco con la chica y en eso que el individuo, un tanto moña, esa es la verdad, a juzgar por el colorcillo alegre de su rostro y el penúltimo chupito de whisky en la mano, malinterpreta la escena, sobre todo cuando la camarera, le llama educadamente la atención. Por eso mismo, porque colige que soy un celoso guardián de la legislación vigente, acude solícito a disculparse dando un rodeo sobre sí mismo para llegar a donde estoy, es decir, justo a su lado.
Inútil toda resistencia. Le escucho. Le escucho evitando cualquier gesto que pueda alertarle de una supuesta (y a todas luces falsa) incomodidad o impaciencia por mi parte. Me cuenta con todo detalle que es camarero del turno de noche (de once a siete) del Hotel Diplomatic y me pregunta si acaso sé dónde se fuma los cigarrillos durante su interminable jornada laboral. Pienso en el cuarto de calderas, por aquello de la deformación profesional, pero no, así que sigo escuchando. En el tejado del hotel, me confiesa, contrito y angustiado, como el que, apesadumbrado, se reconoce ladrón o pedófilo. Y añade: un día de estos pillaré una pulmonía.
Así pues, al salir de la tienda de regalos, entramos en el Samoa a tomar un café y nos acodamos en la barra ya que las mesas están ocupadas. Compruebo que el individuo que tengo junto a mí está fumando y, miméticamente, enciendo un cigarrillo para comprobar, acto seguido (cuando cándidamente pido un cenicero a la camarera) que EN ESTE ESTABLECIMIENO ESTÁ PROHIBIDO FUMAR. Comento jocosamente el equívoco con la chica y en eso que el individuo, un tanto moña, esa es la verdad, a juzgar por el colorcillo alegre de su rostro y el penúltimo chupito de whisky en la mano, malinterpreta la escena, sobre todo cuando la camarera, le llama educadamente la atención. Por eso mismo, porque colige que soy un celoso guardián de la legislación vigente, acude solícito a disculparse dando un rodeo sobre sí mismo para llegar a donde estoy, es decir, justo a su lado.
Inútil toda resistencia. Le escucho. Le escucho evitando cualquier gesto que pueda alertarle de una supuesta (y a todas luces falsa) incomodidad o impaciencia por mi parte. Me cuenta con todo detalle que es camarero del turno de noche (de once a siete) del Hotel Diplomatic y me pregunta si acaso sé dónde se fuma los cigarrillos durante su interminable jornada laboral. Pienso en el cuarto de calderas, por aquello de la deformación profesional, pero no, así que sigo escuchando. En el tejado del hotel, me confiesa, contrito y angustiado, como el que, apesadumbrado, se reconoce ladrón o pedófilo. Y añade: un día de estos pillaré una pulmonía.
Y no puedo menos que imaginarmelo con su petaca y su cigarrillo rajado entre los dientes subiéndose las solapas de su levita de flamante camarero del Hotel Diplomatic. Y, por supuesto, espero. Espero con la misma paciencia con la que le he estado escuchando desde la primera a la última palabra. Espero, digo, que abandone el local para irme directo al teléfono del Samoa y buscar entre las páginas del listín telefónico, con la habilidad y pericia de un dentista o de un relojero, o de un detective de Asuntos Internos, el número del hotel Diplomatic, con la sana y recta intención de delatar al infractor. Faltaría más.
Porque es lo que yo digo siempre: si hay una ley es para cumplirla. Así, más o menos, dimos caza a Bonnie y a Clyde. Y al mismísimo Dillinger. Pero eso ya es otra historia.
Etiquetas: crónicas
4 comentarios:
Así que no sólo de estrenos come la morsa.
Se seguirá, desde luego.
Éste ya debiera dar para reacciones de esas de cartas al director...
Que no decaiga...
Amigo popaul, ¿qué te ha parecido este mini-relato, anécdota real como la vida misma (si exceptuamos, claro está, el final, una licencia "poética" como suele decirse)? Como ya has advertido muy astutamente lo mío no es la crítica cinematográfica, pero como soy un tímido crónico eso es lo que suelo hacer con las mujeres (???): Atacar por el lado fácil, y, claro, siempre la cago, morsa paparra y mamarracha al que siempre echan a patadas de los cines al verme llegar con mi bloc(g) de notas y mi cara de despiste. Y como soy de letras siempre me equivoco de sala, y me meto en la 6 cuando la peli que querría ver la hacen en la 9. ¿Será grave? Por cierto, y ya sé que ahora mismo estoy "bordando" la estulticia y la recurrencia cibernáutica (versión hip hop del antiguo "estudias o trabajas"), ¿nos conocemos? JAJAJA (Perdón)
Aún hay personas pacíficas y bienpensantes. Imagínate que te hubieran llamado la atención (o algo mas)a ti, por culpa del chivato de al lado. Lo mínimo sería soltarle un "métete en tus asuntos" y añadirle algún improperio en consonancia.
Y encíma denuncia laboral.
Los monofumadores estais enfermos.
Pipe:
Enfermos es poco
Ahora somos patéticos
(escondidos en la calle, guarecidos en las aceras, apurando el pitillo como fumetas en celo).
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