3.10.09

Guardando las distancias

Harto está de pasear su impotencia como si fuera un perro, pero, sobre todo, de escuchar al cirujano y dejarse los ojos y oídos intentando escudriñar en qué palabra, entre tantas, ha de fijar su atención, dónde se acaba la estrategia del tecnicismo y dónde empieza la amenaza real. Harto de constatar, una y otra vez que están en sus manos. Es en estos casos cuando uno descubre que no cree en el destino.

Nada que no ocurra con cierta frecuencia, por otra parte. A su mujer le han encontrado un tumor del tamaño de un pomelo. De esta forma tan simple –y tan común, por otra parte-, la fragilidad se ha instalado de forma repentina, brutalmente, en su territorio más íntimo.

Y, dadas las circunstancias, no deja de asombrarse ante la diligencia con la que se levanta por las mañanas. La eficiencia con la que se afeita, aunque la corriente de su pensamiento gotee como un grifo mal cerrado y el espejo acabe quebrándose sin llegar a romperse. La presteza con la que se ducha y elige camisa y corbata, pone la cafetera y escucha la radio, para acabar posándose como un animal herido en el escondrijo de su escritorio. Allí consumirá su primer cigarrillo y revisará las entradas de su correo electrónico. Ese miedo a que la alteración de las costumbres suponga una tácita aceptación de que algo ha cambiado. Así, sin más, sin mayores explicaciones, piensa. Ese bultito que no parecía nada. Porque muchas de las veces nadie avisa en esta casa llena de fantasmas que es nuestro cuerpo. Y no quiere ni pensar por qué ese pedazo de carne enferma está dónde no debería estar. Dónde no se le ha llamado. Y van y le ponen un bonito apellido: tumor mixto benigno. Benigno, si exceptuamos el pequeño detalle de que se halla muy cerca de la vena carótida, y que esta arteria no admite bromas. Y de esta forma enmarañan su nomenclatura médica, de forma respetuosa y guardando las distancias, no sea que ruja como un león y se encabrone, y el domador se quede con lo puesto. Es decir, con un cadáver más en el quirófano.

Y ahí se produce la escisión, sin más, esa casualidad tan frecuente, dicen los ojos del cirujano, el que manda ahora, y manda mucho, que no su boca, ahora sellada, no sea que le arranque una palabra de ánimo que pueda crear falsas expectativas, “no sé si me entiendes, le cuenta a su amigo Pedro”. Y ese esfuerzo tan profesional en disimular que tras sus pausados y venerables gestos se oculta la sucia cara de la rutina.
Porque, al fin y al cabo, frecuente quiere decir que pasa todos los días, y eso, lo habitual, hace que el exorcismo funcione y el mete-saca de las placas en la pantalla del consultorio parezca un trámite más. Y lo es, claro está, y eso lo disminuye, le intimida si cabe más: no es nuestra radiografía, es una radiografía más. Y de ahí esa desazón, esa ansia en percibir un gesto, una señal, una muestra de algo, una frase compasiva que no llega. ¡Pues sí que es seria la cosa, cuando hasta la mentira piadosa se acobarda!

Nada que ver la monotonía de los hospitales con esta rigidez interna que invade cada uno de los días previos a la operación. Nada que ver con esta melancolía que para él siempre ha sido una sensación anterior a la razón, a la memoria misma. Esa parásita melancolía, tan gorrona y garrapata, tan hambrienta que ahora mismo se anticipa a hechos que todavía no han ocurrido pero cuya amenaza le secuestra y paraliza.

Claro que, bien pensado, ¿qué puede esperarse de un tipo que habitualmente se pone a bailar en el comedor, al son de Tu Vuó Fa’L’Americano, de Renato Carosone? Nada bueno. De un tipo que mientras su mujer espera la entrada en el quirófano reclama un espacio de tregua y alto el fuego, se alquila una película, Zulú, por ejemplo, y se deja caer en el sofá abriendo un paréntesis en la incertidumbre que lo reconcome y no lo deja conciliar el sueño. Y ahí están: un puñado de casacas rojas resistiendo como jabatos ante cuatro mil zulúes. Ciento cuarenta soldados británicos para ser exactos, dirigidos por los tenientes Chard y Bromhead. Éste último nada menos que un Michael Caine guapísimo, con su pelo rubio y caracoleado.

Sólo le restaba esperar. Y recordar las palabras de Pedro. Esta espera es como la de unas oposiciones, le dijo, afectuosamente: Las oposiciones, como el boxeo, generan individuos noqueados, individuos con dificultades para el trato social, para moverse con soltura fuera del gimnasio de ese programa académico que constituyó su entrenamiento.

La operación fue un éxito, el cirujano desempeñó su tarea con eficacia. No en vano le dedicó una parte de sus plegarias para que el doctor M. se creyera, efectivamente, un pequeño Dios, y que, además, se levantara el día de la operación fresco como una rosa, sin malos rollos porque el coche no arrancase, porque su equipo de fútbol perdiera en la Champions, porque la víspera se estropease el televisor y tuviera que soportar la eternidad de una cena con su esposa y los niños y acudiera al quirófano con ciertas dudas sobre los misterios de la vida...

Y, sin embargo, reconoce, antes del feliz desenlace, esa seguridad con la que avisaba y advertía a familiares y amigos de que todo iría muy bien, era tan débil como cualquier convicción que se basa en la necesidad. Por eso mismo, se sabía mísero, y también cómplice. Cómplice de todos aquellos que también mentían, aunque fuera por compasión, porque, al fin y al cabo, su esperanza se basaba, como nunca, en un claro soborno a la razón y las estadísticas. Traicionando sin pudor una de mis más firmes convicciones, cuando la verdad es lo de menos y sólo importa la vida. Como esa afirmación tan suya y que ahora mismo esconde como se esconde una vergüenza: la de que lo peor siempre está por venir.

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