9.7.09

Charo: Unas gafas modernas y fashion

Le contaba a Lucas, un compañero de la sexta planta: ¡Algo ha cambiado en este país! No sólo las farmacias ya no son lo que eran. “Ayer mismo –prosiguió sin darle tiempo a Lucas ni a respirar-, y para no ir más lejos, el operario de la lavadora se presentó, al día siguiente de la avería, y de mi aviso. Lo que oyes: se presentó, previa atenta llamada a mi teléfono móvil. Lo tendrías que haber visto. Su maletín era digno de un técnico especialista diplomado en período de prácticas.”
Y, efectivamente, así fue como ocurrió. El operario mecánico se lo quedó mirando y él no dudó en confesarse:
- Son unas gafas Ray Ban. Modernas y fashion. Todo a la vez.
El hombre aguantó perfectamente el envite y se acercó, sin más, a la lavadora.
- ¿No carga el agua? Ummm...
- Pero el motor funciona, dijo él.
- Ummm... respondió el mecánico, mientras manejaba la lavadora, con la misma pericia con la que Juan Manuel solía manipular su mando a distancia.
Comprendió en seguida que el segundo Ummm quería decir, más o menos, déjeme tranquilo, yo a lo mío y usted a lo suyo. Oiga, soy un profesional. Creyó notar también una cierta decepción por no encontrarse con la habitual ama de casa que le acribilla a preguntas y le cuenta lo bien que iba la lavadora hasta que regresó de vacaciones. Por eso le dejó en paz. De profesional a profesional.
- ¡Señor!, - acabó reclamando su atención, al rato, desde la galería, hurgando en sus “caja” de herramientas, mientras él se hallaba regando las plantas, no fuera el caso de que le confundiera con el amante sarnoso de la ama de casa, y también por aquello de las apariencias, es decir, practicando alguna tarea útil en consonancia con las circunstancias.


- ¡Ya esta listo! Remató con satisfacción. Era... Bueno, para qué contarles. Les pasaría lo mismo que a Juan Manuel. ¿A quién no le falla una válvula al regreso de unas vacaciones pasadas por agua?
Fue el mismo Lucas, su compañero de Nóminas, quién aprovechando que la conversación había derivado de la lavadora a algún comentario malicioso sobre Olga, la de Devoluciones (“lo cierto es que la pobre lleva una sortija que le destroza la cara, no hace más que acentuarle todavía más las arrugas de la cara”), y de allí a la observación de Juan Manuel sobre su perentoria necesidad de un cambio de gafas.
Conozco una óptica que está en pleno centro, muy cerca de Pelayo, le sugirió Lucas. “Rompen precios y, además, ofrecen un trato personalizado, marcas de prestigio, en fin, que te sientes bien atendido”. Juan Manuel se lo quedó mirando sobre sus gafas achatadas, mientras manipulaba un documento, es decir, con desconfianza. Baste señalar que le faltó tiempo para especular sobre las posibilidades de que la óptica en cuestión fuera del primo de Lucas, o de su cuñado. Claro que cuando, tras una breve pausa, Lucas añadió: “Ideal para llegar al final de mes", con una sonrisa no exenta de complicidad, es decir –prosiguió-, “ideal para parados, funcionarios de a pie, ascensoristas, profesores de secundaria y gente poco productiva en general”, entonces le pidió dirección y teléfono.
Charo, la dependienta de la Óptica que lo atendió, trabaja hasta las nueve de la noche.
Aquella tarde de primavera-verano, Juan Manuel cogió el metro y sólo entrar en el vagón una ola de frío le congeló los huesos, quedándose como un pollito sacado de una cámara frigorífica. ¡Gran invento, el del aire acondicionado! Pensó, mientras le entraban unas ganas terribles de agredir al conductor, supuestamente responsable de aquella temperatura polar. Aunque su mente, por pura y maldita costumbre, empezó con sus cábalas, los pros y los contras, etcétera, una deformación cuya culpabilidad habría que atribuírsela a tanto cursillo en el trabajo desde la llegada del nuevo director, un apasionado de la formación como instrumento de motivación. ¡Y de autobombo! También sospesó las formas y maneras de ocultar su acción criminal: uno tiene que estar majareta para no prever cómo va a ocultar las pruebas en un caso de homicidio, a menos que espere salir limpio de él. Existe algo que legalmente se llama “pillado con el cuerpo del delito”.
Se dejó caer en la tienda una tarde en la que se hallaba totalmente atiborrada de público, y cuál no fue su sorpresa cuando en el rostro de la dependienta que lo atendió en menos tiempo en lo que se tarda en dar un suspiro, no se reflejaba ni rastro de fatiga. En su solapa podía leerse su nombre en un distintivo de metacrilato: Charo. Más tarde fue cuando averiguaría que Rosario trabaja hasta las nueve de la noche.
Deben hacer turnos, se dijo a sí mismo, mientras esperaba. Y cuando escuchó ¿Señor De Tal, por favor?, percibió en su interior esa agradable sensación del cliente bien atendido. Ni un atisbo de indiferencia, ni mucho menos de sorna en los ojos de Charo cuando a él le dio por contarle que, justo cuatro días antes de iniciar las vacaciones, se le cayeron las gafas de la mesita de noche, quebrándose uno de los dos cristales, por valor de 143 euros. Y tampoco nada de esa temida y burlona sonrisa cuando acabó confesándole que, quince días después, ya en plenas vacaciones, y después de practicar el sexo en un páramo selvático del Baix Ebre, aplastó con su pie, talla 43, el otro cristal, por valor de 90 euros (admiren la diferencia). Y Charo no le llamó por eso Señor Gafe. Nada de eso. Dijo exactamente: Señor De Tal. No digan que no es de agradecer...


Al contrario. Charo no sólo mantuvo su amabilidad inalterable sino que, además, se dejó llevar por la suave pendiente de la conversación, mientras en la posición en que manipulaba con habilidad montura y cristales con sus instrumentos de precisión, dejaba ver mejor la bella sombra –vulgarmente llamada canalillo- en el ecuador de sus dos hermosos pechos. “Tengo para rato”, le dijo, respondiendo a su anterior pregunta. “No salgo hasta a las nueve de la noche”. Pero antes de llegar a eso ya había tenido tiempo para sugerirle un oportuno cambio de monturas. “Tengo unas Ray Ban modernas fashion que están hechas para ti”.
Un calorcillo interior, la verdad. Eso es lo que sintió cuando, en la última frase, finalmente Charo le tuteó, aunque más que el cambio de tratamiento lo que Juan Manuel agradeció fue la caricia en los ojos de sus manos mientras le colocaba las gafas, “¡Ah, perfectas!” Ni autoestima ni sandeces del estilo. Cuando se lo llevó al cuartito donde la silla que parecía una silla eléctrica, adosada con tantos elementos de tecnología avanzada y, a un metro de distancia, cruzó las piernas. Entonces, donde terminaba el uniforme blanco podían vérsele las ligas y un palmo largo de carne morena. Entonces fue cuando se desmayó por dentro y su imaginación voló al paraíso, justo cuando el pelo de Charo se había desparramado sobre la almohada igual que un tintero volcado. Yacía de costado y le contemplaba desde las honduras de las sábanas mientras le sonreía nuevamente y alzaba la mano haciéndole una seña con el dedo para que se acercase.
Y cuando, al escuchar sus palabras que más bien parecían un susurro, el ansia se le diluyó en una nada transparente, dio media vuelta y se alejó hacia la salida lleno de satisfacción hacia Juan Manuel el infame, el individuo con más suerte del planeta.
Esperó hasta las nueve, claro está. Hubiera esperado hasta que el infierno se helase. Hasta que Dios le fulminase con un rayo.
Foto de Marcelo Aurelio: “Irene”
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Foto de Marcelo Aurelio: “El gran Fran”
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